A la mañana siguiente, ambos abandonaron la posada al rayar el alba. Los quince kilómetros que hay desde Dal a las célebres cascadas, y otro tanto para volver, no hubieran sido para Joël más que un simple paseo; pero era preciso economizar las fuerzas de Hulda. Joël, pues, se aprovechó del kariol del contramaestre Lengling, que, como todas las demás, no tenía más que un asiento. Pero su dueño era de tal corpulencia, que había sido preciso construir una caja excepcional, siendo suficiente para que Hulda y Joël pudiesen colocarse el uno junto al otro. Luego, si el viajero anunciado se encontraba en el Rjukanfos, ocuparía el lugar de Joël, y éste volvería a pie, o subiría a la trasera del vehículo.
Camino encantador, aunque pródigo en tumbos, el de Dal a los famosos saltos de agua. Incontestablemente era más bien un sendero que un camino. Vigas apenas escuadradas, arrojadas sobre los ríos tributarios del Maan, lo atraviesan, formando puentecillos, a algunos centenares de pasos los unos de los otros. Pero el caballo noruego está habituado a franquearlos con pie seguro; y, si bien el kariol no tiene ballestas, sus largas varas, un poco elásticas, atenúan en cierto modo los choques del terreno.
El tiempo era hermoso. Joël y Hulda seguían a buen paso a lo largo de las verdes praderas, bañadas en su límite izquierdo por las claras aguas del Maan.
Algunos millares de álamos blancos sombreaban, aquí y allí, el camino alegremente alumbrado por el sol.
Las nubes de la noche se condensaban, formando gotitas en la punta de las altas hierbas. A la derecha del torrente, a dos mil metros de altura, las nevadas cimas del Gousta arrojaban al espacio una intensa radiación de luz.
Durante una hora, el kariol marchó con bastante rapidez. La subida era insensible todavía; pero bien pronto el valle empezó a estrecharse poco a poco.
De una y otra parte, los arroyos se cambiaron en impetuosos torrentes. A pesar de la sinuosidad del camino y del gran desarrollo que se había dado a su trazado, no podían evitarse los bruscos desniveles del suelo. De aquí que se encontraran pasos verdaderamente duros, de los que Joël salía con gran destreza.
Hulda, por su parte, nada temía hallándose a su lado. Cuando la sacudida era demasiado acentuada, se agarraba a su brazo. La frescura de la mañana coloreaba su lindo rostro, bien pálido hacía algún tiempo.
Fue preciso alcanzar una altitud mucho más elevada.
El valle no permitía el paso a la corriente del Maan sino apretándola entre dos murallas cortadas a pico.
Sobre los campos vecinos aparecían una veintena de casas aisladas, ruinas abandonadas de soeters o de gaards, cabañas de pastores perdidas entre los abedules y las hayas.
Muy pronto no fue ya posible ver el río, pero se le oía mugir en el sonoro encajonamiento de las rocas. El país había tomado un aspecto salvaje y grandioso a la vez, ensanchando su cuadro hasta la cresta de las montañas.
Después de dos horas de marcha, se descubrió una serrería al borde de un salto de mil quinientos pies, utilizado para el mecanismo de su doble rueda.
No son raras en el Vestfjorddal las cascadas que miden esta altura, pero el volumen de sus aguas es poco considerable. En esto las lleva una gran ventaja la del Rjukanfos.
Joël y Hulda, llegados a la serrería, echaron pie a tierra.
—¿Te fatigará demasiado una media hora de marcha, hermana? —dijo Joël.
—No, hermano; no estoy cansada, y hasta creo que me convendrá andar un poco.
—¡Un poco!… Di más bien mucho, y siempre subiendo.
—Me apoyaré en tu brazo, Joël.
Fue preciso, en efecto, abandonar allí el kariol.
No hubiera podido franquear los ásperos senderos, los estrechos pasos, los taludes sembrados de movedizas rocas, cuyos caprichosos contornos, sombreados de árboles o desnudos de toda vegetación, anunciaban la gran cascada.
Pero ya se elevaba una especie de vapor espeso en medio de un cielo azulado. Eran las aguas pulverizadas del Rjukan, cuyas volutas se desarrollaban a una gran altura.
Hulda y Joël tomaron un sendero muy conocido de los guías, que baja hacia la garganta del valle. Fue preciso deslizarse entre los árboles y los arbustos.
Algunos instantes después, ambos estaban sentados sobre una roca tapizada de musgos amarillentos, casi enfrente del salto de agua. Era imposible acercarse más por aquel lado.
Allí, el hermano y la hermana hubieran tenido gran trabajo para oírse si se hubiesen hablado pero entonces sus pensamientos eran de los que pueden comunicarse sin que los formulen los labios, por el corazón.
El volumen de la cascada del Rjukan es enorme, su altura considerable, su rugido grandioso, imponente.
El suelo falta súbitamente al lecho del Maan, que se precipita desde una elevación de novecientos pies, casi a la mitad del camino entre el lago Mjós hacia arriba y el lago Tinn hacia abajo. Novecientos pies, es decir, seis veces la altura del Niágara, cuya anchura, es muy cierto, mide tres millas desde la orilla americana a la orilla canadiense.
Aquí, el Rjukanfos tiene aspectos extraños, difíciles de reproducir por la descripción. Incluso la pintura no podría representarlos sino de una manera insuficiente. Hay ciertas maravillas naturales que es preciso ver para comprender toda su belleza, entre otras aquella cascada, la más célebre de todo el continente europeo.
En esto precisamente se ocupaba entonces un turista, sentado sobre la escarpada orilla izquierda del Maan. En aquel lugar podía observar perfectamente el Rjukanfos desde más cerca y desde más alto.
Ni Joël ni su hermana le habían visto todavía, por más que estuviese bien visible. No era la distancia, sino un efecto de óptica peculiar a estos sitios montañosos, lo que le hacía aparecer más pequeño, y por consiguiente más lejano de lo que estaba realmente.
En aquel momento el viajero acababa de levantarse, y se aventuraba, muy imprudentemente, sobre la cresta de la roca, que se redondeaba como una cúpula hacia el lecho del Maan.
Evidentemente, lo que aquel curioso quería ver eran las dos cavidades del Rjukanfos, la una a la izquierda, llena del hervidero de las aguas, la otra a la derecha, colmada de espesos vapores. Tal vez intentaba reconocer si existe una tercera cavidad inferior a la mitad de la altura de la caída.
Este hecho explicaría sin duda el porqué de que el Rjukanfos, después de haberse abismado, vuelve a saltar, arrojando a ciertos intervalos el exceso de sus aguas tumultuosas, que parecen ser lanzadas por la explosión de una mina, cubriendo con sus brumas los campos circunvecinos.
Entretanto, el turista seguía avanzando descuidado sobre aquella especie de lomo de asno, duro y resbaladizo, sin una raíz, sin una mata, sin una hierba, que lleva por nombre el Paso de María o Maristien.
El imprudente debía de ignorar la leyenda que ha hecho célebre aquel paso. Un día, Eystein quiso reunirse, por aquel peligroso camino, con la bella María de Vestfjorddal. Al otro lado del paso, su amada le tendía los brazos. De repente falta su pie, resbala, cae, no puede retenerse sobre aquellas rocas unidas como el hielo, desaparece en el abismo, y las rápidas corrientes del Maan no devolvieron nunca su cadáver.
Lo que había sucedido al infortunado Eystein, ¿iba a sucederle acaso al temerario comprometido en las pendientes del Rjukanfos?
Era de temer. Y, en efecto, se apercibió del peligro, pero demasiado tarde. De pronto faltó a su pie el punto de apoyo; lanzó un grito; rodó unos veinte pasos, y no tuvo tiempo más que para agarrarse al saliente de una roca, casi al borde del abismo.
Joël y Hulda no le habían visto aún; pero acababan de oírle.
—¿Qué es eso? —dijo Joël, levantándose.
—¡Un grito! —respondió Hulda.
—¡Sí!… ¡Un grito de agonía!
—¿Hacia qué parte?…
—¡Escuchemos!
Ambos miraban con atención a derecha e izquierda de la cascada; no pudieron distinguir nada.
Sin embargo, habían oído distintamente estas palabras: «¡A mí… a mí!…», lanzadas en medio de una de las calmas regulares, que duran cerca de un minuto, entre cada salto del Rjukan.
El grito de socorro se renovó.
—Joël —dijo Hulda—: ¡indudablemente hay algún viajero en peligro que pide socorro! Es preciso acudir a…
—Sí, hermana, y no puede estar muy lejos. ¿Pero hacia qué lado?… ¿Dónde está?… ¡No veo nada!
Hulda acababa de subir el talud por detrás de la roca sobre la que estaba sentada, agarrándose a las débiles matas que revisten la orilla izquierda del Maan.
—¡Joël! —gritó por fin.
—¿Ves algo?…
—¡Allí!… ¡Allí!…
Y Hulda señalaba al imprudente, suspendido casi por encima del abismo. Si su pie, apuntalado contra la débil salida de la roca, le faltaba, si resbalaba un poco más, si se dejaba dominar por el vértigo, estaba perdido.
—¡Hay que salvarle! —dijo Hulda.
—¡Es preciso! —dijo Joël—. Con sangre fría llegaremos hasta él.
Joël lanzó entonces un agudo grito, que fue oído por el viajero, cuya cabeza se volvió hacia ellos.
Después, durante algunos instantes, se puso a pensar en el medio más rápido y más seguro que podría emplear para sacarle de aquel mal paso.
—Hulda —dijo por fin—; ¿no tienes miedo?
—¡No, hermano!
—¿Conoces bien la Maristien?
—¡Ya la he pasado varias veces!
—Pues bien: ve por lo alto de la cresta, acercándote al viajero tanto como te sea posible. Después déjate deslizar suavemente hasta él, y cógele de la mano, de modo que le tengas bien sujeto. Pero que no intente levantarse todavía; le dominaría el vértigo, te arrastraría con él, y estaríais perdidos.
—¿Y tu, Joël?
—Mientras tú vas por arriba, yo me arrastraré por abajo, a lo largo de la arista, del lado del Maan. Allí estaré indudablemente cuando tú llegues, y, si resbaláis, ¡tal vez pueda conteneros a los dos!
Después, con voz poderosa, aprovechando una nueva calma del Rjukanfos, Joël gritó:
—¡No se mueva, señor!… ¡Aguarde!… ¡Vamos a intentar llegar hasta usted!
Hulda ya había desaparecido detrás de las altas matas del talud, a fin de volver a bajar lateralmente con menos dificultad sobre la otra cima de la Maristien.
Joël no tardó en ver a la intrépida joven, que aparecía dando vuelta a los últimos árboles con la mayor serenidad.
Por su parte, con peligro de su vida, Joël comenzó a arrastrarse lentamente a lo largo de la porción inclinada de aquel lomo redondeado que termina la caja del Rjukanfos. ¡Qué sangre fría más sorprendente, qué seguridad de pies y manos era necesaria para costear aquel abismo, cuyas paredes se humedecían con las brumas de la catarata!
Paralelamente, pero separada de él unos cien pasos más arriba, Hulda avanzaba oblicuamente para ganar con mayor facilidad el sitio en que el viajero se mantenía inmóvil.
En la posición que éste ocupaba, no podía verse su semblante, que estaba vuelto hacia la cascada.
Joël llegó debajo de él, se detuvo, y después de haberse apuntalado sólidamente en la fisura de una roca, gritó:
—¡Eh, caballero!
El viajero volvió la cabeza.
—¡Eh, caballero! —repitió Joël—. ¡No haga ni un movimiento, ni uno solo siquiera, y sujétese bien!
—¡Esté tranquilo; estoy bien firme, amigo mío! —respondió el viajero, con un tono que tranquilizó a Joël—. Si no fuese así, hace ya un cuarto de hora, por lo menos, que estaría en el fondo del Rjukanfos.
—Mi hermana va a bajar hasta usted —añadió Joël—, le cogerá de la mano. Pero hasta que yo no esté allí, no intente levantarse… ¡No se mueva!
—¡Me mantendré como una roca! —replicó el viajero.
Hulda, por su parte, comenzaba ya a bajar, buscando los puntos menos resbaladizos de la cima, introduciendo su pie en las grietas en que encontraba un apoyo sólido, con la cabeza segura, como buena hija del Telemark acostumbrada a descender por las laderas llenas de riscos de las mesetas.
Y como Joël había gritado antes, ella gritó también:
—¡Manténgase firme, señor!
—Sí. ¡Ya me mantengo…, y me mantendré, se lo aseguro, mientras pueda hacerlo!
Según se ve, no le faltaban las recomendaciones. Llegaban de arriba y de abajo.
—Sobre todo, ¡no tenga miedo! —añadió Hulda.
—No lo tengo.
—¡Le salvaremos! —gritó Joël.
—Cuento con ello, porque, ¡por San Olaf!, yo no podría salvarme solo.
Evidentemente, el viajero había conservado su sangre fría.
Pero, sin duda, después de su caída, brazos y piernas le habían negado su servicio, y todo lo que ahora podía hacer era sujetarse con trabajo a la delgada salida de la roca que le separaba del abismo.
Hulda, entretanto, continuaba bajando. Algunos instantes después estuvo junto al viajero, y apoyando sus pies contra una aspereza de la roca, le cogió la mano.
El viajero intentó enderezarse un poco.
—¡No se mueva, señor!… ¡No se mueva!… —dijo Hulda—. ¡Me arrastraría con usted, y no tendría fuerza bastante para retenerle! ¡Hay que aguardar la llegada de mi hermano! Cuando esté colocado entre el Rjukanfos y nosotros, procurará levantarse, a fin de…
—¡Levantarme, mi valiente joven! Eso es más fácil decirlo que hacerlo; y mucho me temo que ha de costar gran trabajo.
—¿Está herido, señor?
—¡Hum! Espero no tener nada roto ni dislocado; pero sí, por lo menos, una hermosa y soberbia desolladura en la pierna.
Joël se encontraba entonces a unos veinte pies más abajo del sitio ocupado por Hulda y el viajero.
La curvatura de la cresta le había impedido reunirse a ellos directamente. Era entonces forzoso remontar la redondeada superficie. Era lo más difícil, y también lo más peligroso. Iba en ello la vida.
—¡Ni un movimiento, Hulda! —gritó por última vez—. Si resbaláis los dos, como no estoy en buena posición, ¡estamos perdidos!
—No temas, Joël —respondió Hulda—. No pienses más que en ti, ¡y que Dios te ayude!
Joël empezó a izarse sobre el vientre, arrastrándose por un verdadero movimiento de reptación. Dos o tres veces sintió que iba a faltarle todo punto de apoyo. Pero, por último, a fuerza de destreza y habilidad, consiguió subir hasta cerca del viajero.
Este era un hombre ya de alguna edad, pero de complexión vigorosa, con un hermoso rostro, amable y sonriente.
Joël esperaba encontrar más bien allí algún joven audaz que hubiese intentado imprudentemente franquear la Maristien.
—¡Ha cometido una imprudencia, señor! —dijo, recostándose un poco para tomar algún aliento.
—¡Cómo una imprudencia! —replicó el viajero—. Diga más bien una temeridad, una cosa totalmente absurda.
—¡Ha arriesgado su vida!…
—Y les he hecho arriesgar las suyas.
—¡Oh! ¡Yo!… ¡Es mi oficio! —respondió Joël.
—Ahora —dijo, levantándose— se trata de ganar la cima; pero lo más difícil está hecho.
—¡Oh! ¡Lo más difícil!…
—Sí, señor. Lo más peligroso era llegar hasta usted. Ahora sólo tenemos que subir una pendiente mucho menos fuerte.
—¡Es que hará muy bien en no contar demasiado conmigo! Tengo una pierna que no me servirá de mucho en este momento, y tal vez tampoco durante algunos días.
—¡Procure levantarse!
—Veamos si con su ayuda…
—Tome el brazo de mi hermana. Yo le sostendré, y le empujaré por la espalda.
—¿Sólidamente?
—Sólidamente.
—Pues bien, amigos míos, a ustedes me entrego. Puesto que han tenido el buen pensamiento de sacarme de este mal paso, a ustedes toca conseguirlo.
Procedióse, según había dicho Joël, prudentemente.
A pesar del peligro que entrañaba subir hasta la cresta, los tres salieron de él mejor y más pronto de lo que esperaban.
Por otra parte, el viajero no sufría de una dilatación de los músculos o de los tendones, sino simplemente de una desolladura. Pudo, pues, hacer de sus piernas mejor uso del que creía, aunque no sin dolor.
Diez minutos después se hallaba a salvo al otro lado de la Maristien.
Allí hubiera podido reposar bajo los primeros pinos que rodean la meseta superior del Rjukanfos; pero Joël le exigió un esfuerzo más. Se trataba de llegar a una cabaña, perdida bajo los árboles, un poco más atrás de la roca, en la cual su hermana y él se habían detenido al llegar a la cascada.
El viajero procuró hacer el esfuerzo pedido; y habiéndolo logrado, con el apoyo de Hulda por un lado y de Joël por otro, llegó sin gran molestia hasta la puerta de la cabaña.
—Entremos, señor —dijo la joven—, y reposará un instante.
—¿No podrá ese instante durar un cuarto de hora?
—Sí, señor; y enseguida consentirá en venir con nosotros a Dal.
—¿A Dal?… Pues precisamente era a Dal adonde me dirigía…
—¿Será acaso el turista que viene del norte —preguntó Joël— y de quien me han hablado en Hardanger?
—Precisamente.
—A fe mía que no había tomado el mejor camino…
—Me lo sospecho.
—Y si hubiera podido prever lo que ha sucedido, hubiese ido a esperarle al otro lado del Rjukanfos.
—¡Hubiera sido una buena idea, mi valiente joven! Me hubiese evitado una imprudencia imperdonable a mi edad…
—¡A cualquier edad, señor! —respondió Hulda, sonriendo.
Los tres entraron entonces en la cabaña, habitada por una familia de campesinos, el padre y sus dos hijas, que se levantaron y dispensaron una buena acogida a sus huéspedes.
Joël pudo entonces ver que el viajero no tenía más que una desolladura bastante grave un poco más abajo de la rodilla, que le obligaría a una larga semana de reposo: pero la pierna no estaba ni dislocada, ni rota, ni interesado el hueso, que era lo esencial.
Excelente leche, fresas en abundancia y un poco de pan moreno, fueron ofrecidos y aceptados con placer.
Joël no trató de ocultar un formidable apetito; y si bien Hulda comió apenas, el viajero no rehusó hacer frente a su hermano.
—A decir verdad, este ejercicio me ha abierto el apetito —dijo—; pero debo confesar de buena fe que, aventurarse por la Maristien, era más que imprudente. ¡Querer representar el papel del infortunado Eystein, cuando podría ser su padre…, y aun su abuelo!
—¡Ah! ¿Conocía, por lo visto, la leyenda? —dijo Hulda.
—¡Sí, la conocía!… ¡Mi nodriza me dormía contándomela en la dichosa edad en que yo tenía aún nodriza! Sí, la conozco, valerosa joven; y por lo mismo soy más culpable. ¡Ahora, amigos míos, Dal está un poco lejos, para un inválido como yo, que apenas puede moverse! ¿Cómo van a transportarme hasta allí?
—No se inquiete por eso, señor —respondió Joël—. Nuestro kariol nos espera abajo en el sendero; solamente hay que andar unos trescientos pasos.
—¡Hum!… ¡Trescientos pasos!
—Bajando —añadió la joven.
—¡Oh! Si es bajando, todo marchará bien, amigos míos, y un brazo me bastará…
—¿Y por qué no dos —respondió Joël—, puesto que tenemos cuatro a su disposición?
—¡Vaya por dos, vaya por cuatro! No me costará más caro, ¿no es verdad?
—Eso no cuesta nada.
—Sí, unas gracias por cada brazo; y ahora me apercibo de que aún no se las he dado como las merecen.
—¿Por qué, señor? —preguntó Joël.
—¡Pues, sencillamente, porque me han salvado la vida a riesgo de la suya!…
—Cuando guste —dijo Hulda, que se levantó para evitar los cumplimientos.
El viajero arregló el pequeño gasto con los campesinos de la cabaña, y sostenido después, un poco por Hulda y mucho por Joël, comenzó a bajar el sinuoso sendero que conduce hacia la orilla del Maan, hasta donde se une con el camino de Dal.
Esto no lo hizo sin lanzar algunos ¡ayes!, que se terminaban invariablemente en una franca carcajada.
Por fin se llegó a la serrería, y Joël se ocupó en enganchar el kariol.
Cinco minutos después, el viajero estaba instalado en la caja, teniendo a la joven sentada a su lado.
—¿Y usted? —preguntó a Joël—. Me parece que he ocupado su sitio…
—Que le cedo de buena voluntad.
—Tal vez apretándose un poco…
—¡No!… ¡No!… Tengo mis piernas, señor —dijo Joël—; piernas de guía, que bien valen tanto como las ruedas…
—Y son famosas, hijo mío, famosas.
Emprendieron la marcha, siguiendo el camino que se va acercando poco a poco al Maan. Joël se puso a la cabeza del caballo, guiándolo por la brida, procurando evitar las sacudidas demasiado fuertes del kariol.
La vuelta se hizo alegremente, al menos por parte del viajero, que hablaba ya como un antiguo amigo de la familia Hansen. Antes de llegar, el hermano y la hermana le llamaban «señor Sylvius», y el señor Sylvius les llamaba Hulda y Joël, como si se hubiesen conocido desde hacía mucho tiempo.
A eso de las cuatro, el campanario de Dal descubrió su fina punta entre los árboles de la aldea. Un momento después el caballo se detenía delante de la posada. El viajero bajó del kariol, no sin algún trabajo. La señora Hansen había venido a recibirle a la puerta, y aun cuando no pidió la mejor habitación de la casa, no dejaron de preparársela por eso.