En la tarde del siguiente día, Joël debía volver a Dal, después de haber dejado en el camino que conduce a Hardanger al turista a quien servia de guía.
Sabiendo Hulda que su hermano tenía que pasar, siguiendo las mesetas del Gousta, por la orilla derecha del Maan, había salido a esperarle a su paso por el impetuoso río, sentándose cerca del pequeño malecón que sirve de embarcadero para la barca. Allí permaneció sumida en sus tristes reflexiones.
A las vivas inquietudes que le causaba el retraso del Viken, se juntaba ahora una gran ansiedad. Esta ansiedad reconocía por causa la visita de aquel señor Sandgoïst, y la actitud de la señora Hansen ante él. ¿Por qué, desde que había salido su nombre, desgarró la cuenta, y rehusó percibir lo que se le debía? Allí había algún secreto grave, sin duda.
Hulda fue, en fin, arrancada de sus reflexiones por la llegada de Joël, al que distinguió descendiendo los primeros escalones de la montaña. Tan pronto aparecía en medio de estrechos claros entre los árboles derribados o abrasados por el rayo, como desaparecía bajo el espeso ramaje de los pinos, abedules, álamos y hayas de que están aquellas crestas erizadas. Por fin tocó la orilla opuesta y se arrojó en la pequeña barca. Con algunos golpes de remo franqueó los violentos remolinos de la corriente, y saltando sobre la playa, se encontró al lado de su hermana.
—¿Ha vuelto Ole? —preguntó.
En Ole fue en quien pensó primero; pero su pregunta quedó sin contestación.
—¿Ni carta suya?
—¡Ni una!
Y Hulda se abandonó a sus lágrimas.
—No —exclamó Joël—. ¡No llores, hermana; no llores!… ¡Tus lágrimas me hacen padecer!… ¡No puedo verte llorar!… ¡Veamos! ¡Dices que no ha habido carta!… ¡Evidentemente esto empieza a ser alarmante! ¡Pero aún no hay motivo para desesperar! Mira, si quieres, voy a ir a Bergen. Me informaré, veré a los señores Help. ¡Tal vez ellos tengan noticias de Terranova! ¿Por qué el Viken no ha de haber arribado a algún puerto por causa de averías, o por la necesidad de huir ante el mal tiempo? Lo cierto es que el viento es borrascoso desde hace más de una semana. Varias veces se ha visto que los buques de Terranova han tenido que refugiarse en Islandia, o en las Feroé. Esto mismo le ocurrió ya a Ole, hace dos años, cuando estaba a bordo del Strenna, y además, que no todos los días hay correos para poder escribir. ¡Te lo digo como lo pienso, hermana! ¡Cálmate!… Si me haces llorar a mí también, ¿qué va a ser de nosotros?
—¡No puedo dominar mi dolor, hermano! —contestó Hulda.
—¡Hulda!… ¡Hulda!… ¡No pierdas el valor!… ¡Yo te aseguro que aún no desespero! ¡No lo dudes!
—¿Debo creerte, Joël?
—¡Sí, créeme! Para tranquilizarte, ¿quieres que marche a Bergen mañana temprano…, esta misma noche?…
—¡No quiero que me abandones!… ¡No!… ¡No lo quiero! —respondió Hulda, asiéndose a su hermano, como si no tuviese más que a él en el mundo.
Los dos tomaron entonces el camino de la posada. Joël abrigaba a su hermana de la lluvia de la mejor manera posible; pero en aquel momento la ráfaga se hizo tan violenta, que tuvieron que refugiarse en la choza del barquero, a algunos centenares de pasos de las orillas del Maan. Era preciso aguardar que el temporal amainase. Entonces Joël experimentó la necesidad de hablar, de hablar de cualquier cosa; el silencio le parecía mas desesperante que lo que pudiera decir, aun cuando no fuesen palabras de esperanza.
—¿Y nuestra madre? —dijo.
—Cada vez más triste —respondió Hulda.
—¿Ha venido alguien durante mi ausencia?
—Sí; un viajero, que se ha marchado ya.
—¿De modo que en este momento no hay ningún turista en la posada?
—No, Joël.
—Tanto mejor, porque prefiero no separarme de ti. Por otra parte, si continúa el mal tiempo, temo mucho que este año los turistas renuncien a recorrer el Telemark.
—Aún no estamos más que en abril, Joël —respondió Hulda.
—Sin duda; pero tengo el presentimiento de que la estación no será buena para nosotros. En fin, allá veremos; pero, dime: el viajero de que has hablado, ¿abandonó ayer Dal?
—Sí, por la mañana.
—¿Y quién era?
—Un hombre de edad, que venía de Drammen, donde vive, según parece, y que se llama Sandgoïst.
—¿Sandgoïst?…
—¿Le conoces?
—No —respondió Joël.
Hulda se había preguntado si debería contar a su hermano todo lo que en su ausencia había ocurrido en la posada. ¿Qué pensaría Joël cuando supiese el desembarazo con que aquel hombre se había comportado, cómo había parecido calcular el valor de la casa y del mobiliario, y la actitud que la señora Hansen había tomado respecto a él? ¿No pensaría que su madre debía tener razones muy poderosas para obrar como lo había hecho? ¿Y cuáles eran esas razones? ¿Qué podía haber de común entre ella y aquel señor Sandgoïst? ¡Allí existía, por fuerza, un secreto amenazador para la familia! Joël querría conocerlo; interrogaría a su madre, la acosaría a preguntas… La señora Hansen, tan poco comunicativa, tan refractaria a toda efusión, ¿querría guardar silencio como había hecho hasta entonces? La situación entre ella y sus hijos, tan aflictiva ya, se haría más penosa todavía.
¿Pero podía la joven ocultar algo a Joël? ¡Guardar secreto con él! ¿No hubiera sido esto como una mancha en la amistad de hierro que los unía? ¡Era necesario que aquella amistad no pudiese romperse jamás! Hulda resolvió contárselo todo.
—¿No has oído hablar nunca de ese Sandgoïst cuando ibas a Drammen? —replicó.
—Nunca.
—Pues sabe, Joël, que nuestra madre le conocía ya, por lo menos de nombre.
—¿Conocía a Sandgoïst?
—Sí, hermano.
—¡Pero yo nunca le he oído pronunciar ese nombre!
—Sin embargo, lo conocía, por más que no creo que le haya visto hasta la visita que nos hizo anteayer.
Y Hulda contó todos los incidentes que habían señalado la estancia de Sandgoïst en la posada, sin omitir el acto singular de la señora Hansen en el momento de su partida. Después se apresuró a añadir:
—Yo pienso, Joël, que vale más no preguntar nada a nuestra madre. ¡Tú la conoces! ¡Sería hacerla más desgraciada todavía! El porvenir nos descubrirá, sin duda, lo que se oculta en su pasado. ¡Quiera el cielo que Ole nos sea devuelto, y si alguna aflicción amenaza a la familia, al menos seremos tres para compartirla!
Joël había escuchado a su hermana con profunda atención. ¡Sí! ¡Entre la señora Hansen y Sandgoïst existían graves razones que colocaban a la una a merced del otro! ¿Podía dudarse de que aquel hombre hubiese venido para inventariar la posada de Dal? ¡Evidentemente no! Y aquella cuenta desgarrada en el momento en que iba a partir, cosa que a él le había parecido muy natural, ¿qué podía significar?
—Tienes razón, Hulda —dijo Joël—: no hablaré de nada de esto a nuestra madre. Tal vez sienta ya el no haberse confiado a nosotros. ¡Con tal que no sea demasiado tarde! ¡Debe sufrir mucho la pobre! ¡Ella no comprende que el corazón de sus hijos está hecho para que vierta en él sus penas! ¡No lo comprende!
—¡Algún día lo comprenderá, Joël!
—¡Sí, esperemos, hermana! Pero de aquí a entonces, no creo que me esté prohibido investigar quién es ese individuo. Tal vez el señor Helmboë le conozca. Se lo preguntaré el primer día que vaya a Bamble, y aun si es preciso, llegaré hasta Drammen. Me parece que allí no debe ser difícil enterarse, cuando menos, de lo que hace ese hombre, a qué clase de negocios se dedica, lo que de él se piensa…
—Nada bueno, estoy segura —respondió Hulda—. Su rostro es antipático; su mirada, mala. ¡Mucho me sorprendería que se encerrase un alma generosa bajo tan grosera envoltura!
—Vamos, querida Hulda —añadió Joël—; no juzguemos tampoco a las gentes por las apariencias. Apuesto cualquier cosa a que le encontrarías de figura agradable si le contemplases colgado del brazo de Ole…
—¡Pobre Ole! —murmuró la joven.
—Ya volverá; ¡de fijo está en camino! —exclamó Joël—. ¡Ten confianza, Hulda! Ole no está ya lejos, y hemos de calentarle las orejas por haberse hecho esperar tanto.
La lluvia había cesado. Ambos salieron de la choza, y subieron el sendero para dirigirse a la posada.
—A propósito, Hulda —dijo entonces Joël—; vuelvo a partir mañana.
—¿Otra vez?…
—Sí, temprano.
—¿Ya, hermano?
—Es preciso, Hulda. Al salir de Hardanger, uno de mis camaradas me ha prevenido de que un viajero que venía del norte por las altas mesetas del Rjukanfos, adonde debe llegar mañana, necesitaba de mis servicios.
—¿Y quién es ese viajero?
—A fe mía que no sé ni aún su nombre. Pero es forzoso que me encuentre allí para traerle a Dal.
—Parte, puesto que no puedes dispensarte de ello —respondió Hulda dando un profundo suspiro.
—Mañana, al amanecer, me pondré en camino. ¿Eso te aflige. Hulda?
—¡Sí, hermano! Estoy mucho más inquieta cuando me dejas, aun cuando sólo sea por algunas horas.
—¡Pues sabe que esta vez no partiré solo!
—¿Y quién te acompaña?
—¡Tú, hermanita, tú! Es preciso distraerte, y te llevo conmigo.
—¡Ah! ¡Gracias, Joël!