—¿Es ésta la posada de la señora Hansen?
—Sí, señor —respondió Hulda.
—¿Está en casa?
—No; pero no tardará en volver.
—¿Pronto?
—Al instante; y si tiene que hablarle…
—No tal. Nada tengo que decirle.
—¿Quiere una habitación?
—Sí; la mejor de la casa.
—¿Hay que prepararle comida?
—Lo antes posible; y cuide de que se me sirva lo mejor que haya.
Tales fueron las frases cambiadas entre Hulda y el viajero, aun antes de que éste bajase del kariol de que se había servido para llegar hasta el corazón del Telemark, a través de los bosques, los lagos y los valles de la Noruega central.
Ya conocemos el kariol, esa máquina de locomoción semejante a la calesa y tan querida de los habitantes de Escandinavia.
Dos largas varas, entre las cuales se mueve un caballo de cuello cuadrado, de manto amarillento, dirigido por un simple freno de cuerda, pasado, no por su boca, sino por su nariz: dos grandes ruedas delgadas, cuyo eje, sin muelles, sostiene una caja pequeña, pintada, y apenas bastante ancha para contener una persona, sin capota, guardabarros ni estribo; detrás de la caja una tablilla, en la que se encarama el skydskarl.
El conjunto representa una enorme araña, cuya doble tela estaba formada por las dos ruedas del aparato.
Con esta máquina rudimentaria pueden hacerse marchas de quince a veinte kilómetros sin demasiada fatiga.
A una señal del viajero, el muchacho vino a sujetar al caballo. Entonces aquel personaje se levantó, se sacudió y echó pie a tierra, no sin algunos esfuerzos, que se tradujeron por gruñidos de mal humor.
—¿Podrá llevarse mi kariol a la cochera? —preguntó con tono rudo, deteniéndose en el umbral de la puerta.
—Sí, señor —respondió Hulda.
—¿Y dar de comer a mi caballo?
—Voy a ordenar que lo lleven a la cuadra.
—Que tengan cuidado de él.
—Descuide. ¿Puedo preguntarle si piensa permanecer algunos días en Dal?
—No lo sé.
El kariol y el caballo fueron conducidos a un cobertizo pequeño, construido en el mismo cercado, bajo el abrigo de los primeros árboles, al pie de la montaña. Era la única cuadra-cochera que había en la posada; pero bastaba para el servicio de sus huéspedes.
Un instante después, el viajero estaba instalado en la mejor habitación, según había pedido. Después de haberse desembarazado de su hopalanda, se calentaba ante un buen fuego de leña seca que había hecho encender.
Entre tanto, a fin de satisfacer su humor poco acomodaticio, Hulda recomendaba a la muchacha que preparase la mejor comida posible; aquella muchacha que, durante la estación de verano, ayudaba a la cocina y demás trabajos de la posada, era una fuerte joven de los alrededores.
El recién llegado era un hombre sólido todavía, por más que hubiese ya pasado de los sesenta años.
Delgado, un poco encorvado, de mediana estatura, huesosa cabeza, rostro imberbe, nariz puntiaguda, ojos pequeños de mirada penetrante detrás de sus gruesos anteojos, frente arrugada labios demasiado delgados para que nunca pudiesen escaparse de ellos buenas palabras; manos largas y engarabitadas, era el tipo del prestamista sobre prendas, o del usurero…
Hulda tuvo el presentimiento de que aquel viajero no podía llevar nada bueno a la casa de la señora Hansen.
No cabía duda de que era noruego; pero presentaba tan sólo el lado vulgar del tipo escandinavo. Su traje de viaje se componía de un sombrero bajo de anchas alas, un vestido de paño blanquecino, chaqueta cruzada sobre el pecho, calzón ceñido a la rodilla, por la hebilla de una correa de cuero, y, sobre todo, una especie de capote oscuro, forrado interiormente con pieles de carnero, abrigo necesario a causa de las tardes y noches muy frías, aun en la superficie de los platillos y en los valles del Telemark.
En cuanto al nombre de aquel personaje. Hulda no lo había preguntado; pero no podía tardar en saberlo, puesto que era preciso que le inscribiese en el libro de la posada.
En aquel momento entró la señora Hansen. Su hija le anunció la llegada de un viajero, que había pedido la mejor comida y la mejor habitación. En cuanto a saber si prolongaría su estancia en Dal, lo ignoraba, pues nada había dicho sobre este punto.
—¿Ha dado su nombre? —preguntó la señora Hansen.
—No, madre.
—¿Ni ha dicho de dónde viene?
—Tampoco.
—Sin duda es algún turista. Es lástima que Ole no esté de vuelta para ponerse a su disposición. ¿Cómo nos las arreglaremos si llega a pedir un guía?
—No creo que sea un turista —respondió Hulda—. Es un hombre ya de edad…
—Si no es un turista, ¿qué viene a hacer a Dal? —dijo la señora Hansen, tal vez más a sí misma que a su hija, y con un tono que denotaba cierta inquietud.
Hulda no podía contestar a esta pregunta, puesto que el viajero no había dejado conocer nada de sus proyectos.
Una hora después de su llegada, aquel hombre entró en el salón, que estaba contiguo a su cuarto. A la vista de la señora Hansen se detuvo un instante en el umbral de la puerta.
Indudablemente era tan desconocido a la posadera como ésta lo era para él. Así es que avanzó hacia ella, y después de haberla mirado por encima de sus anteojos:
—¿La señora Hansen? —dijo, sin tocar siquiera con su mano el sombrero que tenía en la cabeza.
—Sí, señor —respondió la señora Hansen.
Y en presencia de aquel hombre experimentó, como su hija, una turbación de que él debió apercibirse.
—¿De modo que es la señora Hansen de Dal?
—Sin duda, caballero. ¿Tiene algo que decirme?
—Nada. Únicamente deseaba conocerla. ¿No soy su huésped? Y ahora procure que me sirvan la comida lo antes posible.
—Ya está dispuesta —respondió Hulda—; y si quiere pasar al comedor…
—Vamos.
Dicho esto, el viajero se dirigió hacia la puerta que le mostraba la joven. Un momento después estaba sentado junto a la ventana, ante una mesita cuidadosamente servida.
La comida era seguramente buena. Ningún turista, ni aun de los más delicados, hubiese encontrado nada que reprochar. Sin embargo, aquel personaje, poco contentadizo, no escaseó los signos y palabras de descontento, sobre todo los signos, pues no parecía ser demasiado locuaz.
Verdaderamente podría preguntarse si era a su mal estómago o a su mal carácter a lo que se debía que se mostrase tan exigente.
El potaje de cerezas y grosellas no le convino más que a medias, por más que fuese excelente. Sólo tocó con sus labios el salmón y el arenque marinado. El jamón crudo, medio pollo muy apetitoso, algunas legumbres muy bien aderezadas, tampoco parecieron agradarle. Hasta se mostró descontento de su botella de Saint-Julien y su media de Champagne, por más que procediesen auténticamente de las más acreditadas bodegas de Francia.
De esto resultó que, terminada su comida, el viajero no tuvo ni un solo tack for mad para su anfitriona.
Después de comer, aquel malhumorado señor encendió su pipa, salió de la sala, y fue a pasearse por la márgenes del Maan.
Una vez llegado a la orilla, se volvió. Sus miradas no se separaban de la posada. Parecía que la estudiaba bajo todas sus formas, planta, corte, elevación, como si hubiese querido estimarla en su verdadero valor. Contó las puertas y las ventanas. Se acercó a los maderos horizontalmente dispuestos en la base de la casa, hizo dos o tres cortaduras con la punta de su dolknif, como si hubiera querido reconocer la calidad de la madera y su estado de conservación. ¿Querría acaso darse cuenta de lo que valía la posada de la señora Hansen? ¿Pretendería adquirirla, por más que no estuviese en venta? Este proceder era, por lo menos, extraño. Después de la casa, empezó a ocuparse del pequeño cercado, contando los árboles y los arbustos. En fin, midió dos de sus lados con paso geométrico, y el movimiento de su lápiz sobre una página de su cartera indicó que los multiplicaba al uno por el otro.
Y a cada momento movía la cabeza, fruncía las cejas, y lanzaba exclamaciones bien poco aprobadoras.
Durante estas idas y venidas, la señora Hansen y su hija le observaban a través de las ventanas de la sala. ¿Con qué extraño personaje tenían que habérselas? ¿Cuál era el objeto del viaje de aquel monomaniaco? Verdaderamente era de sentir que todo esto pasase en ausencia de Joël, puesto que aquel viajero iba a permanecer toda la noche en la posada.
—¿Si fuese un loco? —dijo Hulda.
—¿Un loco?… ¡No! —respondió la señora Han-sen—. Pero sí, por lo menos, un hombre bien singular.
—¡Siempre es enfadoso no saber a quién se recibe en su casa! —dijo la joven.
—Hulda —contestó la señora Hansen—: antes de que vuelva ese viajero, ten cuidado de llevar a su habitación el libro de la posada.
—Sí, madre.
—¡Tal vez se decida a poner su nombre! Ya lo veremos.
La noche era ya sombría a eso de las ocho, hora en que empezó a caer una lluvia fina, que llenaba el valle de una espesa bruma, y que mojaba la montaña hasta la mitad de su altura.
El tiempo era poco a propósito para pasear. Así es que el nuevo huésped de la señora Hansen, después de haber remontado el sendero hasta la serrería, volvió a la posada, donde pidió un vasito de aguardiente. Después, sin añadir una palabra más, sin dar a nadie las buenas noches, tomó el candelero de madera, cuya bujía estaba encendida, entró en su habitación, echó el cerrojo a la puerta, y ya no se le volvió a oír en toda la noche.
—El skydskarl se refugió en el cobertizo, y entre las varas de la kariol se quedó dormido en compañía del caballo amarillo, sin inquietarse lo más mínimo de la borrasca.
A la mañana siguiente, la señora Hansen y su hija se levantaron al amanecer. Ningún ruido se oía en la habitación del extranjero, que descansaba todavía. Un poco después de las nueve, entró en el salón con el aire más huraño que la víspera, quejándose del lecho, que era duro, del estrépito de la casa, que le había despertado, y sin saludar a nadie. Después abrió la puerta, y se puso a contemplar el cielo, que presentaba un mediano aspecto.
Un viento vivo barría las cimas del Gousta, perdidas entre las nubes, y se precipitaba a través del valle, soplando en violentas ráfagas.
El viajero no se aventuró a salir; pero no perdió su tiempo. Fumando su pipa, se paseaba por la posada, procurando reconocer su disposición interior; visitó las diferentes habitaciones; examinó el mobiliario; abrió las alacenas y los armarios, con la misma naturalidad que si hubiera estado en su propia casa. Se le hubiera tomado por un tasador procediendo en algún acto judicial.
Decididamente, si el hombre era singular, su comportamiento era más que sospechoso.
Hecho esto, fue a tomar asiento en el gran sillón de la sala. Después, con voz breve y dura, dirigió varias preguntas a la señora Hansen. ¿Hacía mucho tiempo que se había construido la posada? ¿La había edificado su marido Harald, o procedía de alguna herencia? ¿Había necesitado ya de algunas reparaciones? ¿Cuál era la cabida del cercado y del soeter que de él dependía? ¿Producía buenos rendimientos? ¿Cuántos turistas venían, por término medio, en la buena estación? ¿Pasaban en ella uno o varios días? Y otras por el estilo.
Evidentemente, el viajero no se había enterado del libro que habían llevado a su habitación, pues éste le hubiera informado, por lo menos, de esta última cuestión.
En efecto, el libro se hallaba todavía en el lugar en que Hulda lo había colocado la víspera, sin que el viajero hubiese estampado en él su nombre.
—Señor —dijo entonces la señora Hansen—: no comprendo cómo y por qué pueden interesarle todas estas cosas. Pero si desea saber la marcha de nuestros negocios, nada más fácil; no tiene más que consultar el libro de la posada, en el cual le ruego inscriba su nombre, según la costumbre…
—¿Mi nombre?… Ciertamente que pondré mi nombre, señora Hansen… ¡Lo pondré en el momento de despedirme de usted!
—¿Habrá que guardarle la habitación?
—Es inútil —respondió el viajero levantándose—. Voy a partir hoy mismo después del desayuno, a fin de estar de vuelta en Drammen mañana por la noche.
—¿En Drammen?… —dijo vivamente la señora Hansen.
—¡Sí! Conque haga que me sirvan al momento.
—¿Vive en Drammen?
—¡Sí! ¿Qué encuentra en ello de particular? —replicó.
Así pues, después de haber pasado apenas un día en Dal, o más bien en la posada, aquel viajero se volvía sin haber visto nada del país.
No se cuidaba de ninguna manera del Gousta, del Rjukanfos, ni de las maravillas del valle de Vestfjorddal.
No había salido de Drammen, donde vivía, por placer, sino por negocio, y hasta parecía que no había tenido otro motivo que visitar en detalle la casa de la señora Hansen.
Hulda observó que su madre estaba profundamente conmovida. La señora Hansen había ido a sentarse a su gran sillón. Después, rechazando su torno, se quedó inmóvil, sin pronunciar una palabra.
Entretanto, el viajero acababa de pasar al comedor, y se había sentado a la mesa.
No pareció quedar más satisfecho del almuerzo, tan escogido como la comida de la víspera. Y sin embargo, comió bien y bebió lo mismo; pero sin apresurarse. Su atención parecía dirigirse más especialmente hacia el valor del servicio de plata —lujo al que son muy aficionados los campesinos de Noruega—, algunas cucharas y tenedores que se transmiten de padres a hijos, y que se guardan precisamente con las alhajas de familia.
Durante este tiempo, el skydskarl hacía en la cochera sus preparativos de partida. A las once, caballo y kariol aguardaban a la puerta de la posada.
El viento continuaba siendo poco seductor, el cielo gris y ventoso. A veces la lluvia azotaba los cristales de la ventana como si fuera metralla. Pero el viajero, bajo su grueso capote forrado de pieles, no era hombre, por lo visto, que se inquietase por las ráfagas.
Terminado el desayuno, bebió el último vaso de aguardiente, encendió pausadamente su pipa y se puso su hopalanda; entró en el salón, y pidió su cuenta.
—Voy a prepararla —respondió Hulda, yendo a sentarse ante una mesita de despacho.
—¡Dese prisa! —dijo el viajero—. Entretanto —añadió—, deme el libro de la posada para que inscriba mi nombre.
La señora Hansen se levantó, fue a buscar el libro, y volvió a colocarlo sobre la mesa grande, al alcance del viajero.
Éste tomó una pluma, miró otra vez por encima de sus anteojos a la señora Hansen, y con gruesas letras escribió su nombre en el libro, que cerró inmediatamente.
En aquel momento volvió Hulda con la cuenta pedida.
El viajero la tomó, la examinó por artículos gruñendo, y sin duda comprobó la suma.
—¡Hum! —dijo—. ¡Es bastante caro! Siete marcos y medio por una noche y dos comidas.
—Está incluido el gasto del skydskarl y del caballo —observó Hulda.
—¡No importa! ¡Encuentro esto caro! ¡En verdad, que ya no me admira que se haga tanto negocio en la casa!
—¡No debe nada, caballero! —dijo entonces la señora Hansen, con voz tan trémula, que apenas podía oírsela.
Acababa de abrir el libro, había visto el nombre inscrito por el viajero, y repitió, haciendo pedazos la cuenta:
—¡No debe nada!
—Tal es mi opinión —respondió el viajero.
Y sin dar las buenas tardes al marcharse, como no había dado los buenos días al llegar, montó en su kariol, mientras el muchacho saltaba a la trasera. Algunos momentos después había desaparecido en la vuelta del camino.
Cuando Hulda entreabrió el libro, sólo encontró en él este nombre:
«Sandgoïst, de Drammen».