Hulda estaba muy preocupada por la insistencia de Ole en hablarle en todas sus cartas de aquella fortuna que esperaba encontrar a su vuelta. ¿En qué fundaba el honrado mozo su esperanza? ¿Qué sería?
Hulda no podía adivinarlo, y el tiempo se le hacía largo para saberlo. ¡Era tan natural esta impaciencia! ¿Podía tacharse de vana curiosidad? No. Aquel secreto tenía alguna relación con ella; por eso estaba impaciente, no porque la honrada y sencilla joven fuese ambiciosa, ni sus miras para el porvenir se hubiesen elevado hasta lo que se llama la riqueza. El cariño de Ole le bastaba, debía bastarle siempre. Si la fortuna venía, se la acogería sin extremado agasajo; si no llegaba, prescindirían de ella sin gran disgusto.
Esto precisamente se decían Hulda y Joël a la mañana siguiente del día en que la última carta de Ole había llegado a Dal. Sobre esto, como sobre todas las demás cosas, pensaban de la misma manera.
Joël añadió entonces:
—¡No! ¡No es posible, querida Hulda! ¡Preciso es que me ocultes alguna cosa!
—¿Ocultarte yo?…
—¡Sí! ¡No es creíble que Ole haya partido sin decirte algo de su secreto!
—¿Te ha dicho a ti una palabra, Joël? —respondió la joven.
—No, hermana. Pero yo no soy tú.
—Sí, tú eres yo, Joël.
—Yo no soy la prometida de Ole.
—Casi —dijo la joven—: y si le sucediese alguna desgracia, si no volviese de este viaje, tú serías tan desgraciado como yo, y tus lágrimas correrían al par de las mías.
—¡Ah, hermana mía! —respondió Joël—. ¡Te prohíbo tener esas ideas! ¡No volver Ole del último viaje que hace a las grandes pesquerías! ¿Hablas seriamente, Hulda?
—Cierto que no, Joël ¡Y sin embargo… no sé… no puedo verme libre de ciertos presentimientos… de angustiosos sueños…!
—¡Los sueños, hermana mía, no son más que sueños!
—Sin duda; pero ¿de dónde vienen?
—De nosotros mismos, y no de arriba. Tú temes, y tus temores son los que visitan tu sueño. Además, casi siempre sucede lo mismo cuando se acerca el momento de ver realizados nuestros deseos respecto a una cosa que hemos deseado vivamente.
—Lo sé, Joël.
—¡En verdad que te creía más fuerte, hermana! ¡Sí! Más enérgica. ¡Cómo! ¿Acabas de recibir una carta, en la que Ole te dice que el Viken estará de vuelta antes de un mes, y das cabida a tales inquietudes en tu cabeza?
—¡No, en el corazón, querido Joël!
—El caso es —añadió éste—, que estamos ya a 19 de abril. Ole debe llegar del 15 al 20 de mayo, y pienso que es tiempo ya de comenzar los preparativos para el casamiento.
—¿Lo crees así, Joël?
—¡Que si lo creo, Hulda! ¡Creo hasta que hemos tardado demasiado! ¡Un casamiento que va a llenar de alegría, no sólo a Dal, sino a todos los gaards vecinos! ¡Quiero que sea una cosa que llame la atención, y voy a ocuparme en arreglar todos los detalles!
Una ceremonia de este género en las campiñas de Noruega en general, y del Telemark en particular, no es un asunto de poca monta, y no se lleva a cabo sin algún ruido.
En consecuencia, Joël tuvo con este motivo una larga entrevista con su madre.
Ésta tuvo lugar pocos instantes después de que la señora Hansen hubiera sido tan vivamente impresionada por el encuentro del hombre que acababa de anunciarle la próxima visita del señor Sandgoïst, de Drammen. Había ido a sentarse en el sillón de la sala grande, y allí, absorta en sus ideas, hacía girar maquinalmente, sin darse cuenta de ello, la rueda de su torno.
Joël comprendió perfectamente que su madre estaba aún más atormentada que de costumbre; pero como invariablemente respondía «que no tenía nada» cuando le preguntaban, su hijo sólo quiso hablarle del casamiento de Hulda.
—Madre —dijo—; ya sabes que, según su última carta, Ole estará probablemente de vuelta dentro de algunas semanas.
—¡Es de desear —respondió la señora Hansen—; y quiera Dios que no experimente ningún retraso!
—¿Tienes algún inconveniente en que fijemos la fecha del casamiento para el día 25 de mayo?
—Ninguno, si Hulda consiente.
—Su consentimiento está ya dado. Y ahora te preguntaré, madre, si tienes intención de hacer bien las cosas en esta ocasión.
—¿Y qué entiendes tú por «hacer bien las cosas»? —preguntó la señora Hansen, sin levantar los ojos de su torno.
—Entiendo, con tu permiso, madre, que la ceremonia se haga con arreglo a nuestra posición en la bailía. Debemos invitar a nuestros conocidos, y si la casa no basta para alojar a nuestros huéspedes, no habrá un solo vecino que no se apresure a albergarlos.
—¿Y quiénes serán esos huéspedes, Joël? —preguntó su madre.
—Pienso que habrá que invitar a todos nuestros amigos de Moel, de Tiness, de Bamble, de los cuales yo me encargo. También imagino que la presencia de los señores Help, los armadores de Bergen, no podrá menos de hacer honor a la fiesta, y con tu permiso, repito, les ofreceré que vengan a pasar un día en Dal. Son unas honradas gentes que quieren mucho a Ole, y estoy seguro de que aceptarán.
—¿Tan necesario es, en tu concepto —preguntó la señora Hansen—, dar a este casamiento tanta importancia?
—Así lo creo, madre, aun cuando sólo sea en interés de la posada de Dal, que me figuro que no ha desmerecido después de la muerte de nuestro padre.
—¡No…, Joël…, no!
—¿No es nuestra obligación mantenerla en el mismo estado en que él la dejó? Luego me parece útil dar algún brillo al casamiento de mi hermana.
—Sea, Joël.
—Por otra parte, ¿no es tiempo ya de que Hulda comience sus preparativos, a fin de que por su parte no haya retraso alguno? ¿Qué contestas a mi proposición?
—¡Qué Hulda y tú hagáis lo que juzguéis necesario! —respondió la señora Hansen.
Tal vez se crea que Joël se apresuraba un poco, que hubiera sido más razonable aguardar la vuelta de Ole para fijar la fecha del casamiento, y, sobre todo, para comenzar los preparativos. Pero, como él decía, lo que estuviese hecho no habría ya que hacerlo; y además, esto distraería a Hulda al ocuparse en los mil detalles que lleva consigo una ceremonia de este género. Importaba no dejar a sus presentimientos, que por otra parte nada justificaba, el tiempo de dominarla.
Desde luego era necesario pensar en la dama de honor.
¡Pero no había que inquietarse; la elección estaba hecha! Era una amable señorita de Bamble, la íntima amiga de Hulda. Su padre, el granjero Hembloë, dirigía uno de los gaards más importantes de la provincia, y no carecía de cierta fortuna. De mucho tiempo atrás había apreciado el carácter generoso de Joël, y, preciso es decirlo, su hija Siegfrid no le apreciaba menos, a su modo. Era, pues, probable que en un tiempo no lejano, después de que Siegfrid hubiera servido de dama de honor a Hulda, Hulda la serviría a su vez. Así se hace en Noruega. Generalmente esas agradables funciones están reservadas a las mujeres casadas. De modo que algo por derogación en provecho de Joël, Siegfrid Hembloë debía asistir en este concepto a Hulda Hansen.
La elección del traje que habían de lucir el día de la ceremonia era una cuestión de gran importancia, tanto para la novia como para su dama de honor.
Siegfrid, bonita rubia de dieciocho años, tenía la firme intención de presentarse con sus mejores galas.
Prevenida por una esquelita de Hulda, que Joël se había comprometido a entregar en sus propias manos, se dedicó, sin perder un instante, a este trabajo, que no deja de proporcionar algún cuidado.
Tratábase, en efecto, de cierto corpiño, cuyo bordado, de dibujos regulares, debía estar combinado, de manera que encerrase el talle de Siegfrid como en un cuadrante dividido.
Hablábase también de una falda que había de cubrir una serie de enaguas, cuyo número debía estar en relación con la fortuna de Siegfrid, pero sin hacerle perder ninguna de las gracias de su persona. En cuanto a las joyas, qué embarazo para la elección de la placa central del collar de filigrana de plata y perlas, los broches del corpiño de plata sobredorada o de cobre, las arracadas en forma de corazón con discos movibles, los dobles botones o gemelos que sirven para abrochar el cuello de la camisa, el cinturón de seda o de lana roja, de donde parten cuatro hileras de cadenitas; las sortijas con colgantes pequeños que se entrechocan armoniosamente, los pendientes y los brazaletes de plata colada, en fin, toda aquella joyería del campesino, en la cual, a decir verdad, el oro no existe sino en delgadas hojas, la plata en estañadura, la orfebrería en estampa, cuyas perlas son de vidrio y los diamantes de cristal. Pero como convenía que la vista quedase satisfecha del conjunto, Siegfrid no vacilaría en caso necesario en visitar los ricos almacenes del señor Benett para completar el atavío. Su padre no se opondría: ¡lejos de eso, el excelente hombre dejaba obrar a su hija con completa libertad! Siegfrid, por otra parte, era lo bastante razonable para no comprometer la bolsa paterna. En fin, lo que importaba, sobre todo, era que, en aquél día, Joël la encontrase encantadora.
En cuanto a Hulda, no era menos grave la cuestión. Pero las modas son implacables, y proporcionan a las novias bastantes sinsabores en la elección de su primer traje de boda.
Hulda iba por fin a abandonar sus largas trenzas adornadas con cintas de colores que se escapaban de su bonete de doncella, y el alto cinturón con broche que retenía su delantal sobre su falda escarlata.
Ya no volvería a usar las violetas de desposada que Ole le había regalado al partir, ni el cordón de que pendían los saquitos de cuero bordado que contienen la cuchara de plata de mango corto, el cuchillo, el tenedor, el estuche de costura, y otros tantos objetos de que debe hacer un uso constante una mujer de su casa.
¡No! En el cercano día de su boda, la cabellera de Hulda flotaría libremente sobre sus hombros, y era tan abundante, que no tendría necesidad de mezclar a ella los postizos de lino de que tanto abusan las jóvenes de Noruega menos favorecidas por la naturaleza.
En resumen: tanto para el traje como para las joyas, Hulda no tendría más que acudir al cofre de su madre. En efecto: los elementos de aquel tocado se transmiten ordinariamente de matrimonio en matrimonio a todas las generaciones de una misma familia.
Así se ven reaparecer el justillo bordado de oro, el cinturón de terciopelo, la falda de seda lisa o de diversos colores, las medias de wadmel, la cadena de oro para el cuello, y la corona, la famosa corona escandinava, conservada en el sitio de respeto de los baúles, magnífico pedazo de cartón dorado que se eleva como una joroba, sembrada de estrellas o adornada con guirnaldas, en fin, el equivalente de la corona de azahar en otros países de Europa. Lo cierto es que aquella aureola radiante, con sus delicadas filigranas, sus colgantes sonoros y sus cuentas de cristal de variados colores, debía recuadrar de un modo encantador el bonito semblante de Hulda.
La novia coronada, como dicen allí, haría honor a su esposo.
Éste sería digno de ella con su flamante traje de boda: chaqueta corta con botones de plata muy unidos, camisa almidonada de cuello recto, chaleco con bordados de seda, calzón estrecho ceñido a la rodilla, con madroños de aterciopelada lana, sombrero blanco, botas amarillas, y, en la cintura, en su vaina de cuero, el cuchillo escandinavo, el dolknif de que siempre va armado el verdadero noruego.
No estarían de más algunas semanas, si se quería que todo estuviese dispuesto para antes de la llegada de Ole Kamp. Además, si éste llegaba un poco antes de la fecha indicada, y si Hulda estaba dispuesta, ésta no se quejaría del adelanto, ni Ole tampoco.
En estas diversas y agradables ocupaciones se pasaron las últimas semanas de abril y las primeras de mayo.
Aprovechando los ratos de descanso que le dejaba su profesión de guía, Joël había ido personalmente a hacer sus invitaciones. Sus frecuentes visitas a Bamble hicieron sospechar que tenía allí numerosos amigos. Si no había ido a Bergen a invitar a los señores Help, por lo menos les había escrito; y, como ya se lo figuraba, aquellos honrados armadores habían aceptado, no sin afán, la invitación de asistir al casamiento de Ole Kamp, el joven maestre del Viken.
Entretanto había llegado el 15 de mayo. Podía, pues, esperarse, de un momento a otro, ver a Ole bajar de su kariol, abrir la puerta, y gritar con voz alegre:
—¡Yo soy!… ¡Heme aquí!…
Sólo hacía falta un poco de paciencia. Por lo demás, todo estaba dispuesto. Siegfrid, por su parte, sólo aguardaba otra señal para presentarse con todos sus adornos.
El 16 y 17, nada todavía, ni una nueva carta traída por los correos de Terranova.
—No hay que admirarse, hermana —repetía Joël a menudo—. Un buque de vela puede experimentar retrasos. La travesía es larga desde San Pedro y Miquelón a Bergen. ¡Ah! ¡Qué no fuera el Viken un buque de vapor y yo su máquina! ¡Cómo lo empujaría contra viento y marea, aun cuando debiese estallar al llegar al puerto!
Decía todo esto, porque veía aumentar la inquietud de Hulda de día en día.
Precisamente reinaba entonces muy mal tiempo en el Telemark. Rudos vientos barrían los altos campos de hielo, y aquellos vientos, que soplaban del oeste, venían de América.
—Sin embargo, ¡debían favorecer la marcha del Viken! —repetía la joven con frecuencia.
—Sin duda, hermana —respondía Joël—. Pero si son demasiado fuertes, pueden también molestarle y obligarle a hacer frente al huracán. ¡En el mar no es fácil hacer siempre lo que se quiere!
—¿De modo que no estás inquieto, Joël? —le preguntó su hermana.
—¡No, Hulda, no! Nada más natural que estos retrasos, por más que sean enfadosos. No estoy inquieto, porque realmente no hay motivo para estarlo.
El 19 llegó a la posada un viajero que tuvo necesidad de un guía. Se trataba de conducirlo hasta los límites del Hardanger, pasando por las montañas.
Aunque muy contrariado por dejar a Hulda entregada a sí misma, su hermano no podía rehusar sus servicios. Sería a lo sumo una ausencia de cuarenta y ocho horas, y Joël contaba con encontrar a Ole a su vuelta. La verdad es que el pobre muchacho empezaba a estar muy atormentado. Partió, pues, a la mañana siguiente, fuerza es decirlo, con el corazón oprimido.
Aquel mismo día, a eso de la una de la tarde, llamaron a la puerta de la posada.
Hulda fue a abrir, gritando:
—¡Si será Ole!
Junto al umbral se hallaba un hombre inmóvil sobre el asiento de su kariol, y cuyo rostro le era desconocido.