IV

Ole Kamp había partido hacía ya un año. En su carta había dicho: «¡Ruda campaña la de aquel invierno en las aguas de Terranova! Se gana bien el dinero, cuando se gana. Hay allí rachas del equinoccio que sorprenden los barcos al largo de las islas, y destruyen en algunas horas toda una flotilla de pesca. Pero el pescado pulula en aquel alto fondo de Terranova, y cuando las tripulaciones son favorecidas, encuentran una amplia recompensa, tanto a las fatigas como a los peligros de aquel agujero de tempestades».

Además, los noruegos son buenos marinos. No vuelven la cara al peligro. En medio de los fiordos del litoral, desde Cristianía hasta el Cabo Norte, entre los arrecifes del Finmark, a través de los pasos de las Loffoten, no les faltan repetidas ocasiones de familiarizarse con los grandes furores del océano.

Cuando atraviesan el Atlántico del norte para ir de conserva a las lejanas pesquerías da Terranova, han hecho ya sus pruebas de valor. Los coletazos del huracán que durante su infancia han recibido en las costas europeas, les ponen en disposición de afrontar las cabezadas de estas mismas tempestades en Terranova. Atrapan la borrasca en su origen: he aquí toda la diferencia.

Por otra parte, los noruegos tienen a qué atreverse. Sus antepasados eran intrépidos hombres de mar en la época en que habían acaparado el comercio de la Europa septentrional. Acaso fueran algo piratas en los antiguos tiempos; pero la piratería era entonces la manera de proceder. Sin duda el comercio se ha moralizado mucho después, por más que haya motivos para pensar que aún queda algo por hacer.

Como quiera que sea, los noruegos eran audaces navegantes: lo son aún hoy, lo serán siempre. Ole Kamp no era hombre capaz de desmentir las promesas de su origen. A su padre, patrón de cabotaje en Bergen, debía su aprendizaje, su iniciación en aquellos duros trabajos. Toda su infancia la había pasado en aquel puerto, uno de los más frecuentados del reino escandinavo. Antes de tomar la alta mar, había sido un audaz pillete de playa, un desnichador de pájaros acuáticos, un pescador de los innumerables peces que sirven para fabricar el stock-fish. A la edad de ser grumete, comenzó por navegar en el Báltico, al largo del mar del Norte, como también en las aguas del océano polar.

Su padre murió. Su madre no existía. El joven huérfano fue entonces recogido por Harald Hansen, pero, de acuerdo con su tío, no quiso abandonar la profesión de marino.

En el intervalo de sus campañas, no dejaba nunca de venir a Dal a ver a la familia que tanto amaba, la única que le quedaba en el mundo. Hizo también viajes a bordo de grandes barcos de pesca, y obtuvo el grado de maestre cuando llegó a tener más de veintiún años. Ahora había cumplido veintitrés.

Cuando se encontraba en Dal, ¡qué digno compañero para Joël! Le seguía en sus excursiones a través de las montañas, hasta las más altas mesetas del Telemark. Los campos de hielo, después de los fiordos; esto seducía a aquel joven marino, que nunca se quedaba atrás, como no fuese para hacer compañía a su prima Hulda.

Poco a poco se estableció una estrecha amistad entre Ole y Joël; y, como precisa consecuencia, este sentimiento tomó otra forma con relación a la joven. ¿Y cómo no había de animarle Joël? ¿Dónde había de encontrar su hermana en toda la provincia un mozo mejor, una naturaleza más simpática, un carácter más leal, un corazón más ardiente?

Teniendo a Ole por marido, la felicidad familiar estaba asegurada. Así es que, con el consentimiento de su madre y de su hermano, la joven se dejó ir por la pendiente natural de sus sentimientos. Porque las gentes del norte sean poco demostrativas, no hay que tacharlas de insensibles. ¡No! ¡Es su manera de ser, y acaso valga tanto como cualquier otra!

Un día se hallaban los cuatro en el salón, y Ole, sin más preámbulos, dijo:

—¡Se me ocurre una idea. Hulda!

—¿Cuál? —preguntó la joven.

—¡Me parece que deberíamos casarnos!

—Creo lo mismo.

—Sería conveniente —añadió la señora Hansen, como si hubiera sido un asunto discutido hacía ya largo tiempo.

—En efecto —replicó Joël—; de esta manera Ole sería, naturalmente, mi cuñado.

—Sí —dijo Ole—; pero es probable, querido Joël, que no por eso te quiera más.

—¿Es eso posible?

—¡Ya lo verás!

—¡A fe mía que no deseo otra cosa! —respondió Joël, que corrió alegre a estrechar la mano de Ole.

—¿Es cosa convenida, Hulda? —preguntó la señora Hansen.

—Sí, madre —respondió la joven.

—Hace mucho tiempo que te amaba sin decirlo —añadió Ole.

—¡Yo a ti también!

—Cómo ha sido esto, no lo sé.

—Ni yo.

—Sin duda ha debido de ser viéndote cada día más hermosa y más buena.

—¡Vas un poco más lejos de lo debido, mi querido Ole!

—No lo creas. ¡Puedo muy bien decirte todo esto sin que te sonrojes, puesto que es verdad! ¿No se había percibido, señora Hansen, de que amaba a Hulda?

—Un poco.

—¿Y tú, Joël?

—¿Yo?… ¡Mucho!

—Francamente —respondió Ole sonriendo—; ¡hubierais debido prevenirme!

—Pero —preguntó la señora Hansen—, una vez casado, ¿no te parecerán mucho mas penosos tus viajes?

—¡Tan penosos —respondió Ole—, que pienso renunciar a ellos en cuanto me case!

—¿No viajarás más?

—No, Hulda ¿acaso me sería posible abandonarte por algunos meses?

—¿De modo que vas ahora al mar por última vez?

—Sí, pero con un poco de suerte, este viaje me permitirá traer algunas economías, pues los señores Helps me han prometido darme parte entera.

—Son unas gentes honradas —dijo Joël.

—De lo mejor que hay —respondió Ole—; y bien conocidos y apreciados de todos los marinos de Bergen.

—Y cuando no navegues, mi querido Ole, ¿qué harás? —preguntó Hulda.

—Entonces seré el compañero de Joël; tengo buenas ideas, y, si no bastasen, me fabricaré otras a fuerza de ejercicio. Además, he pensado en un negocio, que no creo que haya de dar mal resultado. ¿Por qué no habíamos de establecer un servicio de mensajerías entre Drammen, Kongsberg y los gaards; del Telemark? Las comunicaciones no son ni fáciles ni regulares, y tal vez podría ganarse algún dinero. En fin…, tengo mi idea, sin contar…

—¿Con qué?

—¡Nada! Eso lo veremos a mi vuelta. Pero os prevengo que estoy decidido a intentarlo todo para que Hulda sea la mujer más envidiada del país. ¡Sí! Muy decidido.

—¡Si supieras, Ole, cuán fácil será eso! —respondió Hulda, tendiéndole la mano—. Para ello está ya andado la mitad del camino; ¿existe, acaso, en Dal una casa tan dichosa como la nuestra?

La señora Hansen había vuelto por un instante la cabeza.

—¿De modo que —replicó Ole, insistiendo con alegre tono— es asunto convenido?

—Sí —respondió Joël.

—¿Nada tendremos ya que hablar?

—Jamás.

—¿No tendrás pena, Hulda?

—Ninguna, mi querido Ole.

—En cuanto a fijar la fecha del casamiento, pienso que vale más esperar a tu regreso —añadió Joël.

—¡Sea! ¡Pero mucha desgracia será la mía si antes de un año no estoy de vuelta para llevar a Hulda a la iglesia de Moel, donde nuestro amigo, el pastor Andresen, no rehusará rezar por nosotros sus más hermosas oraciones!

Y he aquí cómo se había concertado el enlace de Hulda Hansen y Ole Kamp.

Ocho días después, el joven marino debía volver a bordo.

Pero antes de separarse, los dos futuros esposos habían sido desposados, según la tierna costumbre de los países escandinavos.

En la sencilla y honrada Noruega, la costumbre general es desposarse antes de casarse. A veces, el matrimonio no suele celebrarse hasta dos o tres años después de los desposorios. ¿No recuerda esto lo que pasaba entre los cristianos en los primeros días de la Iglesia?

Pero no vaya a creerse que los desposorios se reducen a un cambio de palabras, cuyo valor reposa únicamente en la buena fe de los contratantes. No. El compromiso es más serio; y si este acto no está reconocido por la ley, lo está, al menos, por el uso, que es la ley natural.

Tratábase, pues, en el caso de Hulda y de Ole Kamp, de organizar una ceremonia que presidiría el pastor Andresen. No hay ministro del culto en Dal, ni en la mayor parte de los gaards adyacentes. En Noruega, además, se encuentran ciertas localidades llamadas ruinas de domingos, donde se eleva el presbiterio, el proestegjelb.

Allí se reúnen para el oficio las principales familias de la parroquia, algunas de las cuales tienen una especie de apeadero, en el que vienen a establecerse, durante veinticuatro horas, el tiempo de cumplir con sus deberes religiosos, y de donde vuelven como de una peregrinación.

Verdad es que Dal tiene una capilla; pero el pastor no la atiende sino cuando es llamado para ceremonias que no tienen carácter público, sino privado.

Después de todo, Moel no está lejos; tan sólo una media milla, o sea unos diez kilómetros de los de Francia, desde Dal hasta la extremidad del lago Tinn. En cuanto al pastor Andresen, es un hombre servicial y un buen caminante.

Rogose, pues, al pastor Andresen que acudiese a celebrar los desposorios, en su doble cualidad de ministro y de amigo de la familia. Eran conocidos desde hacía mucho tiempo. Había visto crecer a Hulda y a Joël, y les amaba como al joven «lobo marino» de Ole Kamp. Nada podía causarle más placer que aquel casamiento, había con él bastante para alegrar a todo el valle de Vestfjorddal.

En su consecuencia, el pastor Andresen tomó, pues, su esclavina, su alzacuello de crespón, su breviario, y partió una mañana, bastante lluviosa por cierto.

Llegó en compañía de Joël, que había salido a recibirle a la mitad del camino. No hay que decir si sería bien recibido en la posada de la señora Hansen, y si se le destinaría la habitación más hermosa de la planta baja, tapizada con frescas ramas de enebro, que la perfumaban como una capilla.

A la mañana siguiente, a primera hora, se abrió la pequeña iglesia de Dal. Allí, ante el pastor y sobre el libro de oraciones, en presencia de algunos amigos y de los vecinos de la posada, Ole juró casarse con Hulda, y Hulda juró casarse con Ole, a la vuelta del último viaje que el joven marino iba a emprender. Un año de espera es largo, pero al fin pasa, sobre todo cuando se está seguro el uno del otro.

Ole no podría ya, sin un motivo grave, repudiar a aquella de quien había hecho su desposada; Hulda no podría hacer traición a la fe que había jurado a Ole. Y si Ole Kamp no hubiese partido algunos días después del desposorio, hubiera podido aprovecharse de los derechos que indisputablemente le daba: visitar a la joven cuando le conviniese; escribirle cuando quisiera hacerlo; acompañarla a paseo dándole el brazo, aun en ausencia de la familia, y obtener la preferencia sobre todos los demás para bailar con ella en cualquier fiesta o ceremonia.

Pero Ole Kamp había tenido precisión de volver a Bergen. Ocho días después, el Viken partió para las pesquerías de Terranova. Hulda no tenía más que esperar las cartas que su prometido había jurado dirigirle por todos los correos de Europa.

Estas cartas, tan impacientemente aguardadas siempre, no faltaron. Ellas suministraban un poco de felicidad a la casa, entristecida después de la partida. El viaje se efectuaba en condiciones favorables. La pesca era fructuosa, y los provechos serían grandes. Además, al fin de cada carta. Ole hablaba siempre de cierto secreto y de la fortuna que debía asegurarle. ¡Cuánto deseaba Hulda conocer aquel secreto, y también la señora Hansen, por razones que hubiera sido difícil de sospechar!

Ésta se mostraba cada día más inquieta, más sombría, más reservada, y una circunstancia, de la que no habló a sus hijos, vino todavía a aumentar sus zozobras.

Cuatro días después de la llegada de la última carta de Ole, el 19 de abril, la señora Hansen volvía sola de la serrería, adonde había ido para encargar un saco de virutas al contramaestre Lengling, y se dirigía hacia su casa cuando, un poco antes de llegar a la puerta, se vio abordada por un hombre que no era del país.

—¿Es usted la señora Hansen? —preguntó aquel hombre.

—Sí —respondió ésta—; pero no le conozco. No recuerdo haberle visto.

—¡Oh, poco importa! —replicó el desconocido—. Acabo de llegar de Drammen, y tengo que volverme enseguida.

—¿De Drammen? —dijo vivamente la señora Hansen.

—¿No conoce a un cierto señor Sandgoïst que vive…?

—¡El señor Sandgoïst! —replicó la señora Hansen, cuyo rostro palideció a este nombré—. Sí…, le conozco.

—Pues bien: el señor Sandgoïst ha sabido que venía a Dal, y me ha rogado que os salude en su nombre.

—¿Y… nada más?…

—Tan sólo que le diga que probablemente vendrá a verla el mes que viene. Conque, buena salud, y buenos días, señora Hansen.