Sin ser demasiado versado en la ciencia etnográfica, puede creerse, con algunos sabios, que existe cierto parentesco entre las altas familias de la aristocracia inglesa y las antiguas del reino escandinavo. Se encuentran de esto numerosas pruebas en los nombres de sus antecesores, que son idénticos entre los dos países. Y sin embargo, en Noruega no existe aristocracia. Pero si la democracia domina, esto no le impide ser aristocrática en el más alto grado. Todos son iguales arriba, en lugar de serlo abajo. Hasta en las más humildes cabañas se levanta aún el árbol genealógico, que no ha degenerado por haber tomado raíces en tierra plebeya. En él se acuartelan los blasones de las familias nobles de las épocas feudales, de las que descienden aquellos sencillos paisanos. Esto sucedía con los Hansen, de Dal, parientes, en grado muy lejano sin duda, de aquellos pares de Inglaterra, creados a consecuencia de la invasión de Rollon de Normandía. Y, si bien no poseían va la posición y la riqueza, habían, por lo menos, conservado la original fiereza, o, más bien, la dignidad, que está en su lugar en todas las condiciones sociales.
Poco importaba, por otra parte, que tuviese antecesores de alto nacimiento; no por eso Harald Hasen era menos posadero en Dal. La casa procedía de su padre y de su abuelo, cuya posición en el país recordaba sin considerarse rebajado. Después de él, su mujer había continuado ejerciendo aquella profesión de una manera a propósito para merecer la estimación publica.
¿Había hecho Harald fortuna en su oficio? No se sabe; pero había podido educar a su hijo Joël y a su hija Hulda, sin que el debut de la vida hubiese sido duro para los dos niños, y aun para un hijo de la hermana de su mujer. Ole Kamp, recogido por el desde su infancia, había sido educado como sus propios vástagos.
Sin su tío Harald, aquel huérfano hubiera sido, sin duda, uno de esos pobres seres que vienen al mundo para abandonarlo enseguida. Ole Kamp mostró para sus padres adoptivos un reconocimiento verdaderamente filial. Nada debía romper nunca el lazo que le unía a la familia Hansen. Su casamiento con Hulda iba a estrecharlo todavía y anudarlo para toda la vida.
Harald había muerto hacia unos dieciocho meses.
Sin contar la posada de Dal. dejaba a su viuda un pequeño soeter, situado en la montaña. El soeter no es más que una pequeña granja aislada, de un producto generalmente exiguo, cuando no nulo; las últimas estaciones habían sido malas, todos los cultivos, hasta los pastos, habían sufrido mucho. Había habido de esas «noches de hierro», como las llama el campesino noruego, noches de cierzo y de hielo, que secan todo germen, hasta en lo más profundo del humus. De aquí, pues, la ruina para los campesinos del Telemark o del Hardanger.
Sin embargo, aunque la señora Hansen sabía a qué atenerse respecto a su posición, jamás había dicho a nadie una palabra, ni aun a sus hijos. De un carácter frío y taciturno, era poco comunicativa, con lo que Hulda y Joël sufrían visiblemente. Pero con el respeto para el jefe de la familia, innato en los países del norte, se habían mantenido en una reserva que no dejaba de serles penosa. Por otra parte, la señora Hansen no pedía jamás ayuda o consejo, estando absolutamente convencida de la seguridad de su juicio, y siendo muy noruega desde este punto de vista.
La señora Hansen contaba entonces cincuenta años. La edad no había encorvado su elevada estatura, aunque sí blanqueado sus cabellos; ni amortiguado la vivacidad de su mirada, de un azul intenso, cuyo color se retrataba, en toda su pureza, en los ojos de su hija. Solamente su tez había tomado el tinte amarillento de un viejo pergamino, y algunas arrugas comenzaban a surcar su frente.
La señora, como se dice en el país escandinavo, vestía invariablemente una falda negra, con anchos pliegues, en señal del duelo, que no se quitó desde la muerte de Harald. De las sisas o escotaduras de su corpiño oscuro, salían las mangas de una camisa de algodón crudo. Una toquilla de color sombrío se cruzaba sobre su pecho, que recubría el peto de su delantal, recogido por detrás con anchos broches. Llevaba siempre en la cabeza un espeso bonete de seda, especie de capillo, que tiende a desaparecer de las modas del día.
Sentada, derecha, en su sillón de madera, la grave posadera de Dal no abandonaba su torno sino para fumar una pequeña pipa de corteza de abedul, cuyos vapores la rodeaban de una ligera nube.
¡Verdaderamente, la casa hubiera aparecido bien triste sin la presencia de sus dos hijos, que tanto la animaban!
¡Joël Hansen era un buen muchacho! Veinticinco años, bien formado, de elevada estatura, como los montañeses noruegos, aire altivo sin fanfarronería, marcha atrevida sin temeridad. Era un rubio casi castaño, con ojos azules casi negros. Su traje favorecía a su persona; modelando sus poderosas espaldas, que no se doblaban fácilmente; su ancho pecho, en el cual funcionaban cómodamente los pulmones del guía de las montañas; sus brazos vigorosos; sus piernas acostumbradas a las más penosas ascensiones de los altos picos del Telemark. En su traje habitual, hubierase dicho un caballero. Su chaqueta azulada, con hombreras, ceñida por el talle, se cruzaba sobre el pecho por dos largas tiras verticales, y estaba adornada por la espalda con dibujos de colores semejante a ciertas vastas célticas de Bretaña. El cuello de su camisa se ensanchaba en forma de embudo. Su calzón, amarillo, se ajustaba por debajo Je la rodilla con una liga de broche. Sobre su cabeza se inclinaba un sombrero oscuro, de anchas alas, con presilla negra y vivos rojos. Calzaban sus piernas polainas de cuero, o botas de fuertes suelas y talón ancho, cuyo empeine podría compararse al del héroe noruego Rollon el Andarín, celebre en las leyendas del país. De cuando en cuando, acompañaba a los cazadores ingleses que venían a tirar al riper, especie de perdiz más grande que la de las Hébridas, y el jerper, perdiz mas delicada que la de Escocia.
Llegado el invierno, lo reclamaba la caza del lobo, cuando estos carniceros, obligados por el hambre, se aventuran durante la mala estación en la superficie de los lagos helados. Después, en el serano, la caza del oso, cuando este animal, seguido de sus crías, viene a buscar su alimento de hierba fresca, y hay que perseguirlo a través de mesetas de una altura de mil a mil doscientos pies. Más de una vez Joël debió solo su vida a la tuerza prodigiosa que tenía, capaz de resistir los abrazos de aquellas formidables bestias, y a su imperturbable sangre fría, que le permitía desprenderse de sus brazos.
En fin, cuando no había ni turistas que guiar en el valle del Vestfjorddal, ni cazadores que conducir a los fields, Joël se ocupaba del pequeño soeter, situado a algunas millas, en la montana.
Allí un pastoreillo, pagado por la señora Hansen, cuidaba tic una media docena de vacas y una veintena de carneros, pues el soeter sólo tenía pastos, sin ningún otro género de cultivo.
Joël era por naturaleza atento y servicial, siendo querido de todos cuantos le conocían en los gaards del Telemark. Su primo Ole y su hermana Hulda eran los dos seres por quienes experimentaba un afecto sin límites.
Cuando Ole Kamp abandonó Dal para embarcarse por última vez, ¡cuánto sintió Joël no poder dotar a Hulda para conservarle su prometido! Pero era necesario algún dinero para el debut del nuevo matrimonio, y, como la señora Hansen no se había brindado a nada, Joël comprendió que no era posible distraer lo más mínimo de los bienes de la familia. Ole tuvo, pues, que irse lejos, al otro lado del Atlántico. Joël le acompañó hasta los últimos límites de su valle, hasta el camino de Bergen. Allí, después de estrecharle largo tiempo entre sus brazos, le deseó un buen viaje y feliz vuelta. Luego volvió a consolar a su hermana, a quien amaba con un cariño a la vez fraternal y paternal.
Hulda, en aquella época, tenía dieciocho años. No era la piga, nombre que se da a las mozas en las posadas de Noruega, sino la fróken, la miss de los ingleses, la señorita; como su madre era la señora de la casa. ¡Qué rostro tan encantador, encuadrado por rubios cabellos, algo dorados, bajo un ligero bonete de tela, echado hacia atrás para dejar caer sus largas trenzas! ¡Qué bonito talle bajo el corpiño rojo con vivos verdes, bien ajustado al busto entreabierto sobre el peto, adornado con bordados de colores, que dejaba ver la blanca camiseta, cuyas mangas se cerraban en los puños por una pulsera de cinta! ¡Qué graciosa apostura bajo el cinturón rojo con broches de plata afiligranada que retenía la verdosa falda, recubierta por el delantal de rombos multicolores, y bajo la cual aparecían las blancas medias ajustadas por el fino calzado del Telemark, de afilada punta!
¡Sí! La prometida de Ole era encantadora, con la fisonomía un poco melancólica de las hijas del norte, pero también sonriente. Su presencia evocaba el recuerdo de Hulda la Rubia, cuyo nombre llevaba, y que la mitología escandinava hace errar, como la buena hada, alrededor del hogar doméstico.
Su reserva de joven modesta y honrada no perjudicaba en nada a la gracia con que acogía a los huéspedes de un día que se detenían en la posada de Dal. Los turistas lo sabían. ¿No era ya un atractivo el poder cambiar con Hulda el shake-band, el cordial apretón de manos que se da a todos y a todas?
Y después de haberla dicho:
—Gracias por esta comida, Tack for mad.
¿Qué cosa más agradable que oírla responder con su voz fresca y sonora?
—Que os siente bien. Wed bekomme?