I

—¿Qué hora es? —preguntó la señora Hansen, después de haber sacudido la ceniza de su pipa y arrojado al aire las últimas bocanadas de humo, que se perdieron entre los pintados maderos del lecho.

—Las ocho han dado ya, madre —respondió Hulda.

—No es probable que nos lleguen viajeros durante la noche, hija mía; el tiempo está bastante malo.

—Creo lo mismo. De todos modos, las habitaciones están dispuestas, y yo oiré si llaman desde fuera.

—¿No ha vuelto tu hermano?

—Todavía no.

—¿No dijo que estaría hoy de vuelta?

—No, madre. Joël ha ido a acompañar a un viajero hasta el lago Tinn, y como ha partido muy tarde, no creo que pueda volver a Dal antes de mañana.

—¿Entonces dormirá en Meel?

—Sin duda, a menos que haya ido a Bamble a hacer una visita al granjero Helmboë…

—Y a su hija Siegfrid.

—¡Sí, Siegfrid, mi mejor amiga, a quien quiero como a una hermana! —respondió sonriendo la joven.

—Pues bien. Cierra la puerta, Hulda, y vamos a dormir.

—¿Te sientes mal, madre?

—No, pero pienso levantarme mañana muy temprano. Tengo precisión de ir a Moel.

—¿Y para qué?…

—¿Acaso no hay necesidad de renovar nuestras provisiones para la próxima estación?

—¿Qué? ¿Ha llegado ya a Meel el comisario de Cristianía con su carro de vinos y de comestibles?

—Sí, Hulda —respondió la señora Hansen—. Lengling, el contramaestre de la serrería, le ha encontrado esta tarde, y me ha avisado al pasar. No nos queda gran cosa de nuestras conservas de jamón y de salmón ahumado, y no quiero que me cojan desprevenida. De un momento a otro, sobre todo si mejora el tiempo, los turistas pueden empezar sus excursiones al Telemark. Es necesario que nuestra posada esté en disposición de recibirlos y que encuentren en ella de todo cuanto puedan tener necesidad durante su estancia. ¿Sabes, Hulda, que estamos ya a 15 de abril?

—¡A 15 de abril! —murmuró la joven.

—Mañana me ocuparé de todo eso —añadió la señora Hansen—. En dos horas habré hecho nuestras compras, que el ordinario traerá aquí, y yo volveré con Joël en su kariol[1].

—Si encuentras al correo, madre, no olvides preguntarle si tiene alguna carta para nosotros…

—¡Y sobre todo para ti! Es muy posible, porque la última carta de Ole es de hace ya un mes, y algo más.

—¡Sí, un mes…, un mes largo!

—¡No tengas cuidado, Hulda! Ese retraso no debe alarmarte. Además, si el correo de Moel no ha traído nada, lo que no ha llegado por Cristianía, ¿no puede venir por Bergen?

—Sin duda, madre mía —respondió Hulda—; pero ¿qué quieres? ¡Si estoy preocupada es por la gran distancia que hay de aquí a las pesquerías de Terranova! ¡Todo un mar que atravesar, y cuando la estación es mala todavía! Hace ya cerca de un año que mi pobre Ole ha partido, y ¿quién podrá decir cuándo volverá a vernos en Dal?…

—¡Y si estaremos a su vuelta! —murmuró la señora Hansen, pero tan bajo, que su hija no pudo oírla.

Hulda fue a cerrar la puerta de la posada, que se abría sobre el camino de Vestfjorddal. Ni aun se tornó el cuidado de pasar la llave en la cerradura.

En este hospitalario país de Noruega, semejantes precauciones no son necesarias. Conviene también que todo viajero pueda entrar, tanto de día como de noche, en la casa de los gaards y de las saiters, sin que haya necesidad de abrirle, no siendo de temer ninguna visita de vagabundos o de malhechores, ni en los pueblos ni en las aldeas más retiradas de la provincia. Ninguna tentativa criminal contra los bienes o las personas ha turbado jamás la seguridad de sus habitantes.

La madre y la hija ocupaban dos habitaciones del primer piso en la parte anterior de la posada, dos piezas frescas y limpias, modestamente amuebladas, es verdad, pero cuya conservación indicaba los cuidados de una solícita ama de casa. En la parte superior, bajo la cubierta, volando como el techo de un chalet, se hallaba la habitación de Joël, alumbrada por una ventana, recuadrada con un marco de pino labrado con gusto. Desde allí, la mirada, después de recorrer un grandioso horizonte de montañas, podía descender hasta el fondo del estrecho valle en que mugía el Maan, mitad torrente, mitad río. Una escalera de madera con mesetas robustas y escalones relucientes subía desde el salón de la planta baja a los pisos superiores. Nada más seductor que el aspecto de aquella casa, en que el viajero encontraba un confort muy raro en las posadas de Noruega.

Como hemos dicho. Hulda y su madre ocupaban el primer piso. Allí se retiraban temprano cuando estaban solas. La señora Hansen, alumbrándose con un candelero de cristal de multitud de colores, había subido ya los primeros escalones cuando se detuvo.

Acababan de llamar a la puerta, y una voz gritaba:

—¡Eh, señora Hansen! ¡Señora Hansen!

Ésta volvió a bajar.

—¿Quién puede venir tan tarde? —dijo.

—¿Habrá ocurrido a Joël algún accidente? —añadió con viveza Hulda.

E inmediatamente se dirigió hacia la puerta. Allí estaba un muchacho, uno de esos pilletes que hacen voluntariamente el oficio de skydskarl, que consiste en agarrarse a la trasera de los kariols, y reconducir los caballos al relevo cuando ha terminado la jornada. Este había venido andando, y estaba de pie en el umbral de la puerta.

—¿Qué quieres, muchacho, a estas horas? —dijo Hulda.

—En primer lugar, darles las buenas noches —respondió el muchacho.

—¿Es eso todo?

—No, no es rudo; pero hay que comenzar por ser amable.

—¡Tienes razón! En fin, ¿quién re envía?

—Vengo de parte de su hermano Joël.

—¿Joël?… ¿Y para que? —replicó la señora Hansen.

Y avanzó hacia la puerta con ese paso lento y mesurado que caracteriza la marcha de los habitantes de Noruega. Que haya azogue en las venas de su suelo, ¡sea!; pero en las venas de su cuerpo, muy poco o nada.

Sin embargo, la respuesta del muchacho, evidentemente, había causado alguna emoción a la madre, porque se apresuro a añadir:

—¿Le ha ocurrido algo a mi hijo?

—Ha recibido una carta que el correo de Cristianía ha traído de Drammen…

—¿Una carta que viene de Drammen? —dijo vivamente la señora Hansen, bajando la voz—. ¿Qué traerá esa carta?

—Lo único que sé —respondió el muchacho— es que Joël no puede volver hasta mañana, y que me ha enviado aquí para traerles esa carta.

—¿Luego es urgente?

—Así parece.

—Dame —dijo la señora Hansen, con un tono que denotaba la más viva inquietud.

—Hela aquí, bien limpia y sin arrugar. Sólo que la carta no es para usted.

La señora Hansen pareció respirar con alivio.

—¿Para quién es? —pregunto.

—Para su hija.

—¡Para mí! —dijo Hulda—. ¡Es una carta de Ole, estoy segura; una carta que habrá venido por Cristianía! ¡Mi hermano no ha querido hacerme esperar!

Hulda había tomado la carta; y después de haberse alumbrado con el candelero que había colocado sobre la mesa, se puso a mirar detenidamente las señas.

—¡Sí!… Es de él…, de él… ¡Quiera que Dios me anuncie la próxima vuelta del Viken!

Entretanto, la señora Hansen decía cariñosamente al muchacho:

—¿No entras?

—¡Sólo un minuto! Tengo que volver esta noche a la casa, porque estoy comprometido mañana temprano para un kariol.

—Pues bien. Dile a Joël que pienso ir a reunirme con él; que me espete.

—¿Mañana por la noche?

—No, por la mañana. Que no salga de Moel sin haberme visto. Nos volveremos juntos a Dal.

—Está bien, señora Hansen.

—Vamos, ¿un traguito de aguardiente?

—Con mucho gusto.

El mozuelo se acercó a la mesa, y la señora Hansen le presentó un poco de ese reconfortante aguardiente, todopoderoso contra las brumas de la noche, del que no dejó una gota en el fondo de la taza. Después:

God aften —dijo.

—¡God aften, muchacho!

Estas son las buenas noches de Noruega, y fueron cambiadas sin acompañarlas ele la más ligera inclinación de cabeza. El muchacho partió inmediatamente, sin inquietarse por el largo trote que tenía que hacer. Sus pasos se perdieron bien pronto bajo los árboles del sendero que costea el impetuoso río.

Entretanto, Hulda continuaba mirando la carta de Ole, sin apresurarse a abrirla. Aquella delicada cubierta de papel había tenido que atravesar todo el océano para llegar hasta ella; todo aquel inmenso mar adonde van a perderse los ríos de Noruega occidental. Examinaba los diversos sellos. Echada al correo el 15 de marzo, aquella carta no llegaba a Dal hasta el 15 de abril. Como hacia ya un mes que Ole la había escrito, ¡qué de acontecimientos no habrían podido producirse durante aquel mes en las aguas de Terranova! ¿No estaban aún en el período de invierno, la época peligrosa de los equinoccios? Aquellos lugares de pesca, ¿no son los peores del mundo, con las formidables rachas que el polo envía a través de las llanuras del norte de América? ¡Penosa profesión, peligroso oficio el de Ole, el de pescador! Y si lo ejercía, ¿no era para que recibiese los beneficios? ¡Ella, su prometida, que debía desposarse con él a su vuelta! ¡Pobre Ole! ¿Qué decía en aquella carta? ¡Sin duda, que seguía amando a Hulda, como Hulda le seguiría amando a él; que sus pensamientos se confundían, a pesar de la distancia, y que querría hallarse en el día de su llegada a Dal!

¡Sí! Todo eso debía de decir; Hulda estaba segura, ¡tal vez añadiría que su regreso estaba próximo, que aquella campaña de pesca, que arrastra a las marinos de Bergen tan lejos de su país natal, tocaba a su fin! ¡Tal vez Ole le comunicaría que Viken acababa de estibar su cargamento; que se preparaba a aparejar; que no transcurrirían los últimos días de abril sin que se vieran reunidos en la bienaventurada casa del Vestfjorddal! ¿No le aseguraba, en fin, que podía fijarse ya el día en que el pastor debía venir de Moel para unirlos en la modesta capilla de madera, cuyo elevado campanario dominaba los espesos macizos de árboles, a algunos centenares de pasos de la posada de la señora Hansen?

Para saberlo, bastaba sencillamente romper el sello del sobre; sacar la carta de Ole; leerla, aún a través de las lágrimas de dolor o de alegría que su contenido había de atraer a los ojos de Hulda. ¡Y sin duda, más de una impaciente hija del Mediodía, una joven de la Dalecarlia, de Dinamarca o de Holanda, habría sabido ya lo que la joven de Noruega no sabía todavía! Pero Hulda soñaba, los sueños no se terminan sino cuando Dios quiere que terminen. ¡Y cuántas, cuántas veces se echan de menos, en vista de la desconsoladora realidad!

—Hija mía —dijo entonces la señora Hansen—; esa carta que te ha enviado tu hermano, ¿es realmente de Ole?

—¡Sí! ¡He reconocido su letra!

—¡Y bien!… ¿Quieres dejar para mañana su lectura?

Hulda miró una vez más el sobre, y después de haberlo abierto, sin darse demasiada prisa, sacó la carta, cuidadosamente caligrafiada, y leyó lo siguiente:

«San Pedro Miquelón 17 de marzo de 1862.

»Querida Hulda:

»Sabrás con placer que nuestras operaciones de pesca han prosperado, y quedarán terminadas dentro de pocos días. ¡Sí! Tocamos al final de la campaña. Después de un año de ausencia, ¡cuán feliz voy a ser al volver a Dal, y encontrar la única familia que me resta, que es la tuya!

»Mi parte de beneficios es buena, y servirá para nuestro establecimiento. Los señores Helps, hermanos, hijos del mayor, nuestros armadores de Bergen, han sido avisados de que el Viken estará probablemente de vuelta del 15 al 20 de mayo. De modo que en esa época, es decir, dentro de algunas semanas a lo sumo, puedes esperar que nos volveremos a ver.

»Cuento, querida Hulda, con encontrarte aún más bonita que lo eras cuando partí, y, como a tu madre, con buena salud, lo mismo que al atrevido y bravo camarada, mi primo Joël, tu hermano, que no desea otra cosa que serlo mío.

»Al recibo de la presente, da todos mis afecto a la señora Hansen, que me figuro verla desde aquí, sentada en su gran sillón de madera, cerca de la estufa del salón. Repítele que la quiero doblemente: primero, porque es tu madre; y después, por ser mi tía.

»Sobre todo, no os molestéis en venir a buscarme a Bergen, pues sería posible que el Viken fuese divisado antes de lo que indico. Sea lo que sea, veinticuatro horas después de desembarcar, puedes contar, mi querida Hulda, con que estaré en Dal. Pero no te sorprendas si llego antes de lo que presumo.

»Hemos sido rudamente zarandeados por el mal tiempo durante este invierno, el peor que nuestros marinos han pasado jamás. Por fortuna, el bacalao del gran banco se ha dado con abundancia. El Viken conduce cerca de cinco mil quintales, con destino a Bergen, vendidos ya por la eficacia de los hermanos Helps. En fin, lo que debe interesar a la familia, es que hemos salido bien de nuestra empresa, y el provecho será bueno para mí, que ahora estoy a parte entera en este buen negocio.

»Además, si no es una fortuna lo que os llevo, tengo una idea, o, más bien, tengo como un presentimiento de que debe esperarme a mi vuelta. ¡Sí! La fortuna…, ¡sin contar la felicidad! ¿Cómo? ¡Ése es mi secreto, querida Hulda, y perdóname que tenga un secreto para ti! ¡Es el único! Pero ya te lo diré… ¿Cuándo?… ¡Cuándo llegue el momento; antes de nuestro casamiento, si por cualquier causa imprevista se retrasase; después, si llego en la época fijada, y si, en la semana que siga a mi vuelta a Dal, eres ya mi mujer, como tanto lo deseo!

»Recibe un abrazo, querida Hulda; da otro de mi parte a la señora Hansen y a mi primo Joël. Un beso además para tu frente, sobre la cual la radiante corona de las desposadas del Telemark se convertirá en la diadema de una santa. ¡Adiós, por última vez, querida Hulda, adiós!

»Tu prometido,

Ole Kamp».