Timothy Lambert odiaba viajar en tren. Incluso en primera clase los compartimentos eran tan estrechos que no lograba sentarse cómodamente cuando se quitaba los entablillados de las piernas. Los raíles que unían Greymouth y Christchurch se extendían por paisajes espléndidos, lo que conllevaba, sin embargo, tramos por montañas y valles que a veces sacudían con bastante violencia a los pasajeros. La mayoría lo encontraba divertido, pero la cadera mal soldada de Tim le provocaba unos dolores horrorosos. Además, el itinerario le obligaba a permanecer horas en su sitio, pues no había las pausas frecuentes, que en automóvil o carruaje le hacían el viaje más llevadero. Por todo ello Tim solía evitar el tren siempre que podía.
En esa ocasión, sin embargo, George Greenwood no había dado su brazo a torcer. Por alguna extraña razón, el encuentro con la gente de la Universidad de Wellington, que al parecer tenía que presentar unas novedades supuestamente revolucionarias en la técnica minera, debía producirse a toda costa en Christchurch. Y la comunicación más práctica y rápida era la línea de ferrocarril. No había carreteras que hicieran un trayecto similar por la montaña. Antes de la construcción de las vías, el camino entre Christchurch y la costa Oeste había exigido varios días.
Tim cambió de posición por décima vez en los últimos minutos y miró hacia su mujer, que había insistido en acompañarlo. Cuando estuvieran en Christchurch, había dicho, también podrían ir a visitar a su familia en Kiward Station. Otro viaje en automóvil o carruaje. Tim no quería ni pensarlo.
Pese a todo, la visión de Elaine casi le distrajo de sus dolores. Ese día estaba especialmente hermosa. Hasta entonces nunca se había percatado de que una sencilla visita a su abuela la reanimara hasta tal punto. Sin embargo, desde el comienzo del viaje le brillaban los ojos y el rostro se le había sonrosado de alegría anticipada. Además, se había arreglado: llevaba los bucles rojizos recogidos en un nuevo peinado y el vestido verde, más corto de lo habitual, resaltaba la esbeltez de su silueta. Tim contempló complacido las finas pantorrillas de Elaine.
Ella se percató de su mirada y sonrió. Como para provocarlo, se alzó un poco más el vestido, no sin antes cerciorarse de que Roly dormía profundamente en el otro extremo de compartimento.
El breve coqueteo ejerció en Tim un efecto a todas vistas revitalizador y Elaine respiró aliviada. Había observado preocupada cómo su marido buscaba desesperado una posición relativamente cómoda deslizándose de un lado a otro del asiento. Y, sin embargo, la cadera no era lo que más inquietaba a Elaine. Los dolores disminuirían en cuanto descansase unas pocas horas y Tim podría haberlos evitado recurriendo, de forma excepcional, al opio. A ese respecto, no obstante, su marido se mostraba inquebrantable: mientras fuera capaz de aguantar, no tomaría morfina. Recordaba con demasiada claridad la imagen de su madre, quien a la menor molestia salía en busca de la botellita de opio. Tim no quería convertirse en un ser dependiente y quejumbroso. Sin embargo, en lugar de ello tendía a descargar su irritación en quienes lo rodeaban, y a Elaine eso no le convenía nada.
Se alegró de que el tren llegara al Arthur’s Pass, donde los pasajeros tenían la oportunidad de bajar y estirar las piernas. Tim lo consiguió con ayuda de Roly, signo este de que se encontraba realmente mal. La posibilidad de incorporarse pareció aliviarle, no obstante. Elaine sonrió cuando él la rodeó con el brazo y admiró el paisaje montañoso. En ese momento estaba despejado, pero detrás de los macizos montañosos que se alzaban hacia el cielo se cernían unos nubarrones oscuros, constituyendo un fondo que iluminaba de modo casi artificial las cumbres nevadas. Las nubes filtraban la luz del sol confiriendo unos tonos azulados y casi violetas a los valles. Se diría que el aire estaba cargado de electricidad. La calma que precede a la tempestad.
Aunque también en la esfera privada presagiaba Elaine tormenta, pues no solo los Lambert y Roly se desentumecían delante del coche de primera clase. Caleb Biller acababa de bajar de uno de los vagones y se dirigía a ella para saludarla amablemente. Para Elaine, ver su figura larguirucha en el andén no constituía ninguna sorpresa. Pero ¿no habría podido quedarse en su compartimento? Por otra parte, qué idea tan infantil. Tim no estaba enemistado con Caleb. Los hombres intercambiaron un par de frases amables sobre el tiempo y, naturalmente, volvieron a subir al tren, esta vez juntos. Era obvio que a Tim le incomodaba, pero Caleb no percibió en su actitud los signos de la tempestad y habría sido sumamente desconsiderado despacharlo. Caleb contó de forma vaga que quería reunirse en Christchurch con otros estudiosos. Por el contrario describió con todo detalle sus últimas investigaciones, que consistían en estudios comparativos de la representación de los dioses entre los maoríes y las famosas estatuas de la isla de Pascua.
—Es significativo que los maoríes prefieran colocar las figuras en el interior del wharenui, lo que también los diferencia de las demás tribus polinesias, que…
—Es probable que allí no llueva tanto —sugirió Elaine. Caleb se la quedó mirando. Al parecer la ciencia no había llegado a formular tal hipótesis.
Tim se resignó y ofreció a Caleb asiento en su compartimento. Elaine observó divertida cómo intentaba al principio sacar partido del encuentro y extraer a Caleb un poco de información acerca de Mina Biller, pero no tardó en arrojar la toalla. Caleb no tenía ni idea, simplemente. La mina no le importaba en absoluto, sus intereses geológicos se limitaban a la naturaleza del jade pounamu, así como del molusco paui que ocasionalmente se utilizaba para hacer los ojos de las estatuas de los dioses.
—Esto confiere a las estatuas un aire amenazador, ¿no se ha fijado nunca? Parece que lo miran a uno cuando entra en las casas, pero son los reflejos de la luz en la piedra, lo que…
Tim suspiró y cambió una vez más de postura. Si Caleb no hubiera estado en el compartimento, seguramente habría abandonado en algún momento su orgullo y se habría tendido en el banco para poder al menos estirar las piernas. Pero dada la situación, obviamente, no podía ni planteárselo.
Elaine intentó abordar otros temas de conversación, aunque el asunto «familia» era un punto conflictivo, claro. Caleb les contó, sin gran entusiasmo, que Sam, el segundo de sus hijos, trabajaba ahora en la mina.
—No quería ir al college —se lamentó Caleb—. Ni siquiera a estudiar Económicas, pese a que Florence también lo encontraba razonable. Pero él opina que con leer un par de libros ya tiene suficiente para aplicar lo que aprenda. Es muy… pragmático. —Esto último sonó como si se tratara de un tipo de enfermedad crónica.
Elaine contó que el mayor de sus hijos se interesaba por el derecho, mientras que el mediano parecía más dotado para los estudios técnicos. Bobby todavía estaba en la escuela.
—Pero le gustan las cuentas. Quizá se convierta en comerciante. Ya veremos.
—Sus hijos tienen suerte, Tim. —Caleb sonrió con tristeza—. Pueden hacer lo que quieran; no hay una mina que heredar…
Tim ya iba a responder airado, pero Elaine lo tranquilizó poniéndole la mano en el brazo. Caleb lo decía de buena fe. Es probable que no alcanzara a imaginar lo dolido que se había sentido Tim cuando su padre vendió su herencia. Después todo había sido para bien y había demostrado ser un gerente fantástico, pero durante mucho tiempo había llevado clavada como una espina la pérdida del negocio familiar. Elaine contó con amabilidad a Caleb acerca de un acontecimiento que, por supuesto, Florence ya conocía. Los Lambert habían utilizado las enormes ganancias de los primeros años de la guerra para volver a comprar una parte de las acciones de la mina. A esas alturas ya había algo que heredar y en algún momento los Lambert tendrían que hablar acerca del sucesor de Tim.
Este sonrió orgulloso, pero Caleb parecía considerar ese hecho más bien una carga para las generaciones posteriores. A continuación, los Lambert dejaron que Caleb llevara las riendas de la conversación y se aburrieron como ostras, mientras él les impartía una lección magistral sobre unos huesos con los que se tallaban unos instrumentos musicales maoríes y lo mucho que influía en el sonido del unpahu pounamu, por ejemplo, el hecho de que se golpeara con un tradicional hueso de ballena en lugar de utilizar uno de vaca.
—Kura se sirvió de uno en una gira de conciertos, pero no estaba demasiado satisfecha…
—¿Qué se sabe de Kura? —preguntó Elaine para cambiar de tema, antes de que Caleb abundara en el tema de los huesos. Caleb seguía haciendo los arreglos para los programas de Kura-maro-tini.
—¡Oh, le va muy bien! Están planeando volver a Londres. A William le encanta Nueva York, pero Kura quiere regresar a Europa. Al parecer es más glamurosa… —Caleb sonrió reflexivo—. Y con el nuevo programa intentamos ir más allá de la antigua relación entre lo clásico y, respectivamente, la música popular y el folclore maorí, e incorporar nuevas tendencias musicales. Incluidas las del Nuevo Mundo. Kura quedó muy impresionada por los espirituales negros. Y las síncopas del jazz…
Elaine envidió a Roly, que dormía durante el viaje. Pero cuando el tren entró en la estación de Christchurch, se olvidó de Caleb. George Greenwood los esperaba, y también Elizabeth paseaba por el andén con un bebé en brazos.
Tim frunció el ceño cuando Elaine tiró las muletas al saltar precipitadamente del tren en cuanto este se detuvo. Roly se las recogió y le ayudó a levantarse. Caleb miraba igual de interesado que Elaine el andén. Solo se le veía tan despierto cuando había cerca un piano o un vigoroso maorí bailando en su honor.
—¿Cuál de los hijos de los Greenwood tiene niños pequeños? —preguntó Tim enfurruñado mientras salía, apoyándose en Roly, del estrecho compartimento.
Roly hizo un gesto de ignorancia. No llevaba la cuenta de la numerosa prole de los conocidos de su patrón, aunque algo sabía al respecto, naturalmente. De hecho, incluso había estado discutiendo con su mujer si debía insinuarle algo a Tim. Pero Mary se había opuesto a ello enérgicamente. «¡Tiene que ser un encuentro bonito! ¡Realmente sentimental! ¡Ay, cuánto me gustaría estar ahí!». Y mientras tanto movía de un lado a otro de la mesa La señora de Kenway Station. Roly nunca había visto a Mary leyendo un libro, pero con esa novela llegaba a derramar lágrimas por lo que le ocurría a la protagonista.
Elaine bajó ágilmente del tren. La nueva moda, que había acortado la longitud de las faldas, jugaba en su favor. Dirigió un breve saludo a George Greenwood y corrió hacia Elizabeth y el bebé. Un niño pelirrojo.
Tim no sabía qué pensar. Elaine era una buena madre, pero hasta el momento había mostrado poco interés por bebés ajenos. Estaba claro que prefería los cachorros de perro y los potros.
—¡Buenos días, George! —Tim tendió la mano a Greenwood—. ¿De dónde sale ese niño? Elaine ha salido corriendo a verlo… —Tim observó con mayor detenimiento—. Parece de la familia. ¿De Stephen y Jenny?
El yerno de George, Stephen, era el hermano de Elaine.
George rio burlón.
—Yo más bien diría que se parece a ti…
Tim frunció el ceño. Sin embargo, era cierto que el niño tenía la misma forma angulosa de cara y hoyuelos al reír, sin duda alguna. El rostro, aun así, era un poco alargado…
—En cualquier caso, no se parece en nada a Florence. —Caleb Biller había pronunciado estas palabras con satisfacción. La sospecha que acababa de nacer en Tim se convirtió en certeza.
—George —dijo con gravedad—. Confiésalo. No hay ningún científico de Wellington. Esto es un complot. Y el bebé es…
—Galahad —gorjeó Elizabeth—. ¡Saluda al abuelo, Gal!
El niño miraba perplejo de uno al otro y finalmente se decidió por sonreír a Roly, que le hacía muecas.
De repente, a Tim le resultó difícil conservar el equilibrio.
—Te equivocas: sí hay un científico de Wellington —respondió George—. Ya sabes que yo nunca te mentiría. También sabe un poco de minería…, si se cuenta como ello la explotación de pounamu en Te Tai-poutini, acerca de cuya historia y su repercusión en los mitos maoríes ha pronunciado una larga y grandilocuente conferencia esta mañana mientras los dos desayunábamos.
Elaine reprimió una risita que gustó a Galahad. El bebé gorjeó y la abuela lo tomó de los brazos de Elizabeth.
—Ah, sí, también existe un haka al respecto… —Caleb parecía dispuesto a ampliar un poco el discurso de su hijo, pero luego recordó sus obligaciones de abuelo. Caleb seguía siendo un impecable gentleman. Con expresión grave, sacó del bolsillo una diminuta putara y se la tendió a Galahad—. Es de concha —explicó al bebé, que miraba con interés—, de una especie endémica de las playas de la costa Este. Cuanto más grande es la concha, más profundo es el tono. A lo sumo se lo podría comparar con las trompetas europeas, la…
—¡Caleb! —suspiró Elaine—. ¡Limítate a soplar!
Todos los adultos se taparon las orejas, pero el bebé dio unos grititos maravillado cuando Caleb extrajo del instrumento una estridente nota.
Tim se sintió de repente como un tonto. También él tendría que haber llevado un regalo al niño. ¡Algo para un chico! ¿A qué se debía que Caleb estuviera al corriente?
Roly se acercó a él y le puso en la mano una locomotora de juguete.
—¿Tú…? —Tim susurró a Roly el comienzo de un rapapolvo, pero el joven se limitó a señalar con el dedo a Elaine, que jugaba ensimismada con el bebé. Tim intentó ponerle mala cara, pero solo consiguió mostrar una ancha sonrisa. Galahad había descubierto la locomotora y la cogió con un grito de entusiasmo.
—¡Ha dicho «chu chu»! —señaló asombrada Elizabeth.
Elaine lanzó a Tim una mirada de disculpa, pero el hombre no tenía ganas de volver a discutir sobre los secretos de su esposa.
—De acuerdo —gruñó—. ¿Dónde está Lilian? ¿Y cómo se le ha ocurrido ponerle al niño un nombre como Galahad?
Lilian y Elaine apenas si podían separarse, y lo mismo ocurría con Caleb y Ben. Mientras madre e hija hablaban sin cesar sobre la vida en la isla Norte, padre e hijo discutían con gravedad acerca de la representación figurativa de los mitos en el arte maorí, y casi llegaron a las manos por si había que calificar o no de «estática» la representación de la separación de Papa y Rangi en las tallas de jade y madera de los indígenas. Tim charló algo forzado con George y Elizabeth, bebió whisky para calmar los dolores y se acostó al final con la última novela de Lilian, La beldad de Westport. Media hora más tarde, Roly le llevó el resto de la botella.
—La señorita Lainie vendrá un poco más tarde. Ha acompañado a Lily para ayudarla a acostar a Gila… Galo…, bueno, al bebé. —Los Greenwood habían puesto a disposición de los Lambert la habitación de invitados; los Biller dormían en un hotel vecino—. Pero ha dicho que a lo mejor lo necesita. Y que no se lo tome a la tremenda.
Tim le lanzó una mirada rencorosa.
—Ve a dormir, Roly, mañana tendremos mucho trabajo. ¡Tú sujetarás a mi hija mientras yo le propino una buena tunda!
—Me gustaría que os quedarais —dijo George Greenwood durante el desayuno, para el cual todos se habían vuelto a reunir en su casa—. Pero es mejor que viajéis hoy mismo a Kiward Station. Estoy preocupado por la señorita Gwyn; cuando ha telefoneado parecía muy nerviosa. Si la he entendido bien, está completamente sola en la granja, salvo por un joven maorí que les ayuda con los animales. Jack y Gloria han ido a la montaña para intentar bajar los rebaños. ¡En medio de la tormenta! La señorita Gwyn está muy preocupada, y no sin motivo; he llamado a la estación meteorológica y esperan una terrible tempestad.
Tim y Elaine le dieron la razón. Ya lo habían sospechado al ver las nubes negras y la extraña luz desde Arthur’s Pass. Pero ¿qué hacían las ovejas de Kiward Station tan pronto en las montañas?
Lilian, parapetada tras los rizos que se había desprendido del moño —un peinado que le daba un aire mucho más adulto—, no se atrevía a decir esta boca es mía. Tim había bajado su libro y lo había colocado junto al plato con una elocuente expresión. Acto seguido, Lilian se había puesto roja como un tomate. Nunca habría deseado que sucediera una catástrofe que distrajera la atención de su novela, pero tampoco le fue mal del todo.
—Ya hablaremos en el coche de esto —señaló con severidad Tim—. ¡Vale más que medites sobre lo que has pensado! George, ¿nos prestarías un coche, o podemos alquilar uno? Uno grande, si es factible. Necesito un poco de espacio para la pierna.
Tras el viaje en tren, todavía le dolían todos los huesos y no habría opuesto ninguna objeción a volver a meterse en la cama con otro de los novelones de Lilian. Claro que era literatura de mala calidad, además de un escándalo en lo tocante a la historia familiar de los Lambert, pero hasta ese momento nada le había hecho olvidarse hasta tal punto de sus dolores.
George asintió.
—Venga conmigo, Roly, tenemos varios automóviles de la compañía…
Lilian vio su oportunidad.
—¡No, yo conduzco! ¡Por favor, por favor, tío George! Siempre he sido el chófer de papá…
Elaine alzó la vista al cielo.
—¡Compórtate como una dama por una vez, Lily, y no le quites a Roly el trabajo!
Lilian sacudió la cabeza, dejando al momento sueltos más mechones del cabello.
—¡Pero yo soy mucho más rápida! —protestó—. Roly no pensará que lo dejamos de lado, ¿verdad que no? —Arrojó una mirada suplicante al muchacho, que, como era de esperar, acabó cediendo. Sus estrategias siempre habían funcionado con el chico, al igual que con Tim.
Roly cambiaba el peso de una pierna a la otra.
—Claro que no, señorita Lily. Además…, yo me encargaré del bebé. ¿Cómo se llama, que no me acuerdo?
Cuando Lilian conducía no se conversaba demasiado en el coche. Solo Ben pronunció una detallada conferencia sobre la actividad de su esposa como escritora. Comparó los libros de ella primero con inofensivas historias románticas como Jane Eyre, pero al final acabó diciendo que —debido a la falta de verosimilitud— se aproximaba más al género fantástico. Y puso como ejemplos Frankenstein o Drácula. Tim, de nuevo de mal humor, lo interrumpió al final señalando que Lilian sin duda había cometido un error al comercializar la historia de su familia; pero ni transformaba a sus personajes en vampiros ni había que desenterrarlos en los cementerios. Lilian sonrió agradecida a su padre, lo que provocó que el coche derrapara un poco.
A continuación Ben impartió otra clase sobre el tema del vampirismo en la tradición oral polinesia. Elaine se ocupaba de Galahad, que estaba acostumbrado al estilo de conducción de su madre y agitaba complacido y gorjeando su locomotora de juguete. Roly estaba encogido en un rincón del vehículo y se daba ánimos pensando que había logrado sobrevivir en Galípoli.
Llegaron a Kiward Station en un tiempo récord. Lilian se sintió un poco ofendida de que nadie lo valorase, pero supuso que al menos su bisabuela estaría orgullosa de ella.
No obstante, Gwyneira no se interesó por los récords de Lily. En realidad, ni siquiera atendió como debía a su tataranieto Galahad. Por primera vez en todos los años que había pasado en Kiward Station, Gwyneira McKenzie estaba totalmente desconcertada y al límite de sus fuerzas.
—Se morirán ahí arriba —repetía una y otra vez—. Y yo tengo la culpa.
Elaine se ocupó de que Moana y Kiri preparasen en primer lugar té para todos. Las dos mujeres maoríes parecían tan desorientadas como su señora y contaron, por añadidura, algo sobre una pelea entre Marama, Rongo Rongo y Tonga que había sacudido los cimientos de su mundo tanto como la tormenta el de Gwyneira.
—Marama dice que si Glory y Jack mueren será por culpa de Tonga, y Rongo dice que los espíritus están enfadados…
Eso último parecía inquietar mucho a Kiri, lo que Ben explicó ampliamente diciendo que el mana dañado de un jefe tribal influía hasta en las esferas más sutiles del equilibrio de una sociedad maorí. Al menos según la opinión de los afectados.
Lily sonrió y se sirvió té.
—Por el momento no se ha muerto nadie —señaló Tim—. Y si he visto bien al pasar, las primeras ovejas ya están aquí, ¿no?
Gwyneira asintió. De hecho, el pequeño Tane había llegado sano y salvo a la granja con los jóvenes carneros. Lamentablemente, los animales habían escapado de nuevo. El corral adonde los había llevado Tane no era demasiado seguro.
—Si alguien me dice dónde están las herramientas, lo reparo —se ofreció Roly, queriendo ser útil.
—La causa está, sobre todo, en la falta de forraje —informó Gwyneira—. En los corrales no crece nada más y si los conducimos al último pastizal…
Tim y Elaine escuchaban con el ceño fruncido la explicación e intentaban comprender todo ese lío sobre una promesa, los tapu y los espíritus.
—Un momento, ¿he entendido bien? —preguntó al final Tim—. Abuela, el Anillo de los Guerreros de Piedra pertenece a tus tierras, ¿no? Pero para autorizar que el abuelo James fuera enterrado ahí, el jefe exigió el derecho de explotación exclusivo de otros terrenos que tampoco le pertenecen, ¿es así?
—No los explotan… —susurró Gwyneira.
—¿Y qué sucede con ese mana?
—Para decirlo en pocas palabras, el mana significa la influencia que ejerce un hombre en la sociedad tribal. Pero también tiene matices espirituales. Se aumenta cuando… —Ben inició un nuevo discurso.
—Entre otras cosas, cuando se presiona a una anciana —observó Tim, que estaba de bastante mal humor. El trayecto, a menudo por carreteras accidentadas, había agravado sus dolores. En esos momentos habría preferido acostarse un rato a andar resolviendo problemas familiares—. En serio, se trata de esto. El hombre quiere impresionar a su gente controlando a los pakeha locales y ejerciendo su influencia sobre la explotación del terreno y el mercado laboral. ¡Abuela, tienes que impedirlo! A partir de ahora llevarás a las ovejas a donde haya pasto, y si se altera por eso, perturbaremos un poco su mana, simplemente. Sería interesante ver qué repercusiones tendría en el mundo de los espíritus el que le amenazaras con echar a su gente de tus tierras. Dile que vas a demoler el poblado del lago.
Gwyneira lo miró horrorizada.
—¡Los seres humanos llevan siglos viviendo ahí!
Tim se encogió de hombros.
—Y en Greymouth hace milenios que hay carbón bajo la tierra. Ahora lo extraigo. Por el momento no hay espíritu que se haya enfurecido por eso.
—¡No exageremos! —intervino Elaine—. Además, las ovejas están recién esquiladas y fuera sopla el viento y llueve. Para sacarlas a pastar, bien podría haberlas dejado en la montaña. ¿No os queda nada de forraje, abuela?
—Solo un poco para los caballos. Jack pensaba que tenía que pedir piensos compuestos. Pero el comerciante está en Christchurch y no quiere enviar transportistas…
—¿Qué? ¿Dónde está el teléfono? —Tim había encontrado por fin una víctima en quien descargar su mal humor.
Un par de minutos después regresó echando pestes.
—Ese tipo asegura que no puede hacer el suministro antes de la semana que viene. ¡Por el tiempo! Como si la lluvia fuera una excepción. Le he dicho que le enviamos un coche y recogemos el pienso nosotros mismos. ¿Podemos disponer de un hombre para ello?
Gwyneira sacudió la cabeza.
—Ahora mismo no contamos con nadie más que con Tane. Y a él es imposible enviarlo solo a Christchurch.
—¡Pues ya voy yo! —se ofreció Lilian—. ¿Verdad que tenéis algo así como un carro entoldado, abuela? Tenemos que proteger el pienso para que no se moje. ¿Y qué caballo engancho? Por supuesto, un automóvil sería todavía mejor…
Elaine puso los ojos en blanco.
—Prefiero que cojas las riendas —observó—. Confío más en la sensatez de los caballos.
—Y que te acompañe Ben —ordenó Tim—. Por más que cargar sacos no se ajuste a su área de actividades.
—¡En eso se equivoca, señor! —Ben le sonrió irónico, se arremangó la camisa y le mostró unos bíceps considerables—. Antes de que Lilian empezara a escribir esos…, hum…, libros, trabajaba por las noches en el puerto.
Tim sintió por vez primera respeto hacia su yerno. Hasta entonces no lo había visto capaz de ganarse el sustento de su familia con un trabajo manual. Por otra parte, Lilian también había admirado su carrera de deportista antes de que se casaran. Si mal no recordaba, el joven no solo practicaba el remo, sino que también había ganado una competición. Tim se sintió más tranquilo: pese a todas las similitudes externas y los mismos e irritantes ámbitos de interés: Ben no era Caleb. Su yerno era un hombre hecho y derecho.
—Si él quiere y la abuela no tiene nada en contra, también puede recoger a su padre —refunfuñó Tim condescendiente—. Nos hemos olvidado totalmente de él con la precipitación de la partida. Si está solo en Christchurch, no disfrutará de su nieto…
Gwyneira recuperó los ánimos cuando acompañó a la joven pareja a los establos y les señaló un cob y un coche cerrado. Elaine fue con ellos y se encargó enseguida de organizar la cuadra.
—Hay que limpiar el estiércol. Se ocupará Tane. ¿O lo necesitas para reparar el cercado, Roly? Ay, ¿sabes? Olvídate de la cerca. Llevaremos las ovejas a un cobertizo. Y prepararemos los otros para cuando Jack y Gloria traigan más animales.
Jack y Gloria. Con la idea de dar de comer al ganado casi se habían olvidado de la gente que estaba en la montaña. Sin embargo, el tiempo era bastante inquietante. Elaine tomó prestado un anticuado traje de montar y un abrigo encerado de Gwyneira, pero cuando hubo encerrado los carneros con ayuda de Tane, estaba empapada. En las montañas la lluvia caía en forma de nieve. Y esto tan solo era el inicio del huracán, si había que creer lo que decían los meteorólogos de Christchurch.
—¿Serviría de algo salir a buscarlos? ¿Qué crees? —preguntó a Tim, mientras se acurrucaba junto a la chimenea para entrar en calor. Su marido se había dado por vencido y estaba tumbado en el sofá abrigado con una manta. Antes había estado hablando varias veces con George Greenwood por teléfono. Greenwood Enterprises aportaría otro coche de reparto que llegaría con forraje por la noche. Los empleados permanecerían en la granja y ayudarían a alimentar a los animales y a realizar otras faenas.
—Esos no han visto nunca una oveja, pero sabrán manejar una horca para limpiar el corral. Y en caso de necesidad, hasta yo mismo puedo ensañarles cómo reparar una cerca. Esto. —Tim se señaló impaciente la pierna— debería estar mejor mañana.
Elaine lo dudaba, ya que Tim solía sentirse peor cuando hacía mal tiempo y llovía, pero no insistió. Le preocupaban más los que estaban acampados en la montaña.
—A las ovejas no las bajaremos antes de la tormenta. Pero ¿podría quizás avisar alguien a las personas que están ahí?
Gwyneira hizo un gesto de impotencia.
—No tenemos tiempo para ello —murmuró—. Suele ser una cabalgada de dos días. Bueno, un caballo muy rápido y con un buen jinete tal vez necesitaría solo de un día…
—Imposible, ahí arriba ya está nevando —intervino Tim—. ¿Y dónde debería ir a buscarlos el mensajero? Pueden estar…
—Sé donde están. Y… —Gwyneira hizo ademán de ir a levantarse.
—¡Tú te quedas donde estás, abuela! —ordenó Elaine—. ¡No hagas tonterías! Según parece, solo tenemos que esperar… y confiar en la experiencia de Jack en las montañas.
Gwyneira gimió.
—En estos últimos tiempos, no se puede confiar especialmente en Jack.
Roly O’Brien, que también se calentaba junto al fuego tras haber pasado todo el día limpiando los establos y ordenándolos, la miró ofendido.
—¡En el señor Jack siempre puede uno confiar! Ha estado enfermo, ¡pero si tiene que hacerlo, sacará sus ovejas del infierno!
Al principio Gwyn pareció desconcertada. Luego contempló al joven con más detenimiento y dio la impresión de vacilar.
—Así que usted es Roly —dijo al final—. Estuvo con Jack. ¿Me hablaría usted de la guerra, señor O’Brien?
Roly nunca se había explayado tanto acerca de Galípoli, lo cual, con toda certeza, no fue fruto del excelente whisky con que Gwyneira contribuyó a soltarle la lengua, sino del vivo interés con que la anciana lo escuchaba. La mujer de ojos cansados escuchaba en silencio, pero cuanto más hablaba Roly, más vivaz se hacía su mirada y más se reflejaban la tristeza y el horror en sus fascinantes iris azules.
Ambos siguieron un buen rato al calor de la lumbre después de que Tim y Elaine se retiraran. Tim necesitaba una cama y Elaine casi se había quedado dormida en el sillón después de ocuparse de las ovejas. En la noche la sobresaltó un ruido que al principio no supo identificar. El delirio de Gwyneira de salir ella misma en busca de los desaparecidos la había alarmado. Se levantó para comprobar qué la había despertado.
En realidad tan solo se trataba de la llegada del vehículo procedente de Christchurch cargado con el forraje. Gwyn y Roly, que habían estado sentados junto a la chimenea hablando, saludaron al conductor en el salón y sirvieron whisky a los empapados y cansados hombres. Fuera bramaba una tormenta de nieve, pese a que no debía de ser tan violenta como en las montañas.
—Bien, Roly, vamos a dar el pienso a las ovejas —suspiró Elaine tras echar un vistazo por la ventana—. Todavía perderemos más si no comen suficiente con este frío. ¿Está todavía enganchado el carro? Entonces lo llevaremos directamente al cobertizo y lo descargaremos ahí.
Roly se tambaleaba bastante, pero por supuesto acompañó a Elaine y contempló satisfecho cómo comían los animales.
—Siempre quise tener una granja —suspiró Elaine—. Cuánto envidié a Kura-maro-tini por ser la heredera de Kiward Station. Pero en noches como esta…
—Jack no ha contado nada de la guerra —susurró Roly de forma incoherente—. Su madre no sabía nada, y él se quedaba en la habitación acostado, mirando las paredes. La gente fina tiene mucha paciencia. Mi madre ya haría tiempo que me habría dado una paliza.
Al día siguiente, Elaine inspeccionó los cobertizos con los nuevos ayudantes, preparó la comida y esparció paja para las ovejas madre. Tim estuvo mirando por el área interior de la granja y no quedó muy satisfecho.
—La valla rota casi es lo de menos. La granja necesita una buena puesta a punto, abuela. Maaka tiende a improvisar un poco: un remiendo por aquí, un parche por allá… Cuando Jack esté de vuelta, tendrá que repararlo todo bien.
—Pues a los cobertizos de esquileo les pasa lo mismo —intervino Elaine—. Parecen a punto de derrumbarse. ¿Nunca has pensado en construir un edificio nuevo? Ahora tenéis muchas más ovejas. Necesitáis instalaciones más amplias.
—Y el problema de personal… —Tim se había quedado perplejo cuando por la mañana aparecieron tres maoríes a trabajar como si no hubiera pasado nada—. No se trata de que la gente se presente cuando le apetezca.
—Es el tiempo; no pueden salir a cazar —explicó Gwyn—. Y las provisiones de grano ya están agotadas. Esperan que les demos alimentos si dejan plantado a Tonga.
—Pues menudo mana tiene —farfulló Tim—. Pero en serio, abuela, ¿les pagáis en especies? ¡Es antediluviano! ¿Y no tienen contrato de trabajo? Jack ha de tomar cartas en el asunto, ¡vivimos en el siglo veinte! ¡Hoy en día la cuestión de personal ya no se rige según la benevolencia del amo! Te aconsejo que recurras a especialistas, abuela. A lo mejor se podría contratar a gente de Gales o Escocia. ¡Es inconcebible que solo el capataz sepa de qué va el asunto!
A primera hora de la tarde aparecieron Lilian, Ben y Caleb con una nueva carga de forraje y más mano de obra. El probado método de Lily de entablar conversación con todo el mundo les había obsequiado con un pastor experimentado. El hombre procedía de la isla Norte, donde había tenido un lío familiar. «Un amor desgraciado», puntualizó Lilian abriendo los ojos teatralmente. Antes había trabajado en un comercio para comida de animales. Prefería, confesó tras intercambiar unas pocas frases, volver a trabajar con ovejas. Lilian lo contrató en un periquete.
Avanzada la tarde los ánimos en Kiward Station estaban por los suelos. Durante el día todos se habían distraído trabajando, pero a esas alturas la tormenta ya se había desencadenado en las llanuras. Cualquiera era capaz de imaginar cómo sería en las montañas.
—Nosotros al menos teníamos carros entoldados —dijo Gwyneira en voz baja y mirando por la ventana—. Si…
—Con este tiempo un toldo sale volando igual que una tienda —observó Elaine. Prefirió callarse que si ahí arriba se había desencadenado realmente un huracán, hasta los carros volarían.
Solo Marama les llevó un poco de esperanza. Había acompañado a Kiward Station a su marido, que por fin acudía de nuevo a trabajar. Los días anteriores no se había atrevido a oponerse abiertamente a Tonga, ya que en su origen no pertenecía a la tribu y tenía poco mana. Pero en esos momentos, Marama llevaba al experimentado pastor y esquilador a la granja. Estaba totalmente segura de que pronto tendría tareas que realizar ahí.
—Quizá vengan mañana con las primeras ovejas —aventuró—. Y la mitad ya estarán pariendo la primera noche que pasen en casa.
Con un gesto de la mano acalló los temores de Gwyneira y Elaine por Gloria y los hombres.
—¡Si les hubiera pasado algo a mis hijos, yo lo sabría!
Estaba firmemente convencida de ello, al igual que años atrás había estado convencida de que Kura estaba bien, aunque nadie sabía dónde se había metido la joven.
Tim volvió a fruncir el ceño cuando Elaine le informó de los presentimientos de Marama.
—¿Sabías que yo estaba vivo cuando se derrumbó la mina? —preguntó.
Elaine sacudió sincera la cabeza.
—No, pero siempre supe que Lilian se encontraba bien.
Tim alzó la vista al cielo.
—¡Cariño, los presentimientos que se basan en los informes de detectives privados no cuentan!
Lilian intentaba distraer a Gwyneira jugando con Galahad y haciéndole carantoñas, pero el pequeño estaba cansado y llorón. Acabó metiéndolo en la cama y se reunió en silencio con sus padres.
Los únicos que hablaban en voz baja, pero emocionados, eran Ben y Caleb Biller. Para Caleb, el hecho de discutir cara a cara con su hijo en lugar de cartearse simplemente con personas afines debía de ser como estar en el paraíso. Ben se explayaba con todo detalle acerca del concepto de mana y su relación con principios similares en otros territorios polinesios. Caleb lo vinculaba al tamaño de la representación de las figuras divinas, lo cual suscitó una agitada controversia sobre cuánto mana habían tenido en realidad los distintos dioses y semidioses.
—Sería de gran ayuda contar con los apuntes de la señorita Charlotte —señaló Caleb, quien pasó a ensalzar los méritos de la malograda joven.
Gwyneira, corroída por la inquietud y contenta de hacer algo, se puso en pie.
—Mi hijo ha dejado las cosas preparadas. Si lo desean, voy a buscarlas.
Caleb no deseaba causar molestias, pero Ben parecía un niño al que hubieran dejado sin postre.
—No es molestia alguna.
Gwyneira subió las escaleras, esforzándose por no hacer caso a la artritis. Nunca entraba en la habitación de su hijo sin avisar, pero había visto las carpetas de Charlotte sobre la mesa. Y si se confirmaban todos sus temores, pronto tendría que ordenar y limpiar la habitación. Tomó aire al entrar, el mismo que él había inspirado. De repente se sintió mareada.
La anciana se sentó en la cama de Jack y hundió el rostro en la almohada. Su hijo. No lo había comprendido. No había entendido nada. En silencio lo había tomado por un cobarde. Y ahora tal vez no volviera nunca más.
Al final se repuso y buscó las carpetas. Había una junto a la pila de las demás. Gwyneira la levantó e intentó en vano sujetar el montón de dibujos. Las imágenes se esparcieron por el suelo.
Gwyneira suspiró, encendió la luz cuando se inclinó para recoger las láminas, se sobresaltó al sentir la mirada de una calavera.
Gwyneira había pasado la noche anterior en Galípoli.
Esa noche transcurrió en el Mary Lou y el Niobe.
Al día siguiente la tormenta había amainado, pero el aire era gélido. Elaine y Lilian temblaban mientras se ocupaban de las ovejas y los caballos. Roly, Ben y los nuevos ayudantes recogían agua. Y entonces desembocó en la granja un verdadero torrente de ovejas empapadas y muertas de frío. Hori y Carter estaban ahí. Habían bajado de las montañas las primeras ovejas sin sufrir grandes pérdidas y alcanzado los refugios antes de que estallara la tormenta.
—¡Pero pensábamos que el viento arrancaría las cabañas! —informó Carter—. Hay que enviar a alguien a repararlas. Parte del techo se ha desprendido. Esta mañana nos hemos puesto en camino muy pronto. ¿Saben algo del señor Jack y la señorita Gloria? Hemos visto bengalas.
—¿Y no han vuelto a subir para buscarlos cuando la tormenta se ha calmado? —preguntó Elaine con severidad.
Hori sacudió la cabeza.
—Señorita Lainie, si ahí arriba todavía queda alguien con vida, se las apañará sin nosotros. Y si no queda nadie…, al menos habremos traído aquí las ovejas.
Como casi todos los maoríes era práctico.
—Bengalas —comunicó Elaine a su marido. Tim supervisaba un par de reparaciones en el cobertizo—. Pidieron ayuda, pero nosotros ni siquiera lo vimos.
—¿De qué habría servido verlo? En realidad es extraño hasta que lo hayan intentado. Jack tenía que saber que estaba a dos días a caballo de cualquier lugar civilizado. Si hubieran disparado después de la tormenta, habría tenido su lógica. Las señales habrían procedido de algunos supervivientes necesitados de socorro. Pero ¿disparar ahí bengalas en medio de una tormenta de nieve? No parece una iniciativa bien meditada. —Timothy Lambert había aprendido a conservar la calma incluso en las situaciones más extremas. Su especialidad como ingeniero de minas era la seguridad de las galerías. Sin embargo, Elaine casi se tomó a mal que dudase de la responsabilidad de Jack.
—¡Vaya por Dios, nadie piensa continuamente de forma lógica! Tenemos que reunir un grupo de búsqueda…
—Harías mejor en ocuparte primero de las ovejas —recomendó Tim—. Y no te metas con los hombres. Han actuado de forma totalmente correcta. —El hombre se volvió de nuevo a los trabajadores—. ¿Cómo está la abuela?
Gwyneira había vuelto al salón una hora después de haberlo dejado. Con una palidez mortal, había tendido en silencio los cuadernos a los Biller. Luego se había retirado enseguida y hasta el momento no había vuelto a hacer acto de presencia.
—Kiri le ha llevado el desayuno. No quiere ver a nadie y no ha comido nada, pero se ha bebido el té. Creo que más tarde me cuidaré de ella.
Elaine se puso a distribuir al rebaño recién llegado por los cobertizos y establos de ganado vacuno. Algunas ovejas madre estaban a punto de parir, otras iban acompañadas de corderitos minúsculos. El nuevo empleado de Lilian se encargó de los animales. Demostró ser un diestro asistente al parto, propuso colocar unos cuencos con carbón en los cobertizos para tener una fuente de calor adicional para las crías más débiles y pareció entenderse de inmediato con los perros pastores.
Elaine envió a Hori y Carter a dormir. Estaban muertos de cansancio.
Mucho más tarde fue a informar a su abuela. Gwyneira por fin había bajado y estaba sentada junto a la chimenea. Ausente, jugaba con Galahad. Perecía haber envejecido años.
—Los hombres han conducido dos mil animales, de los cuales ochocientos son ovejas madre. La mayor parte de los corderos que nacieron ayer por la noche no pudieron sobrevivir a la tormenta de nieve. Pero muchas dan a luz hoy y Jamie hace auténticos milagros.
—¿Quién es Jamie? —preguntó distraída Gwyneira.
—El nuevo pastor que ha conseguido Lilian. Ah, sí, y han venido cuatro o cinco maoríes más. Tim les ha puesto los puntos sobre las íes por lo de Tonga. Como se repita algo así, no volverán a ser contratados… —prosiguió Elaine.
Gwyneira tenía la sensación de que la dirección de la granja se le escapaba de las manos. Y no era una sensación desagradable.