Gloria cabalgó a través de la niebla esperando que o bien esta escampara o que el escarpado camino por la montaña simplemente la dejara a sus espaldas. Se preguntaba cómo era posible que Rihari, que la precedía, encontrara el camino con tal seguridad, y cómo lograban los perros Kuri y Nimue descubrir y recoger con un ladrido entusiasta y de forma tan natural las ovejas. Para entonces ya habían formado un rebaño de casi cincuenta animales, sobre todo carneros viejos y jóvenes, que a menudo se mostraban reticentes a que Nimue los obligara a no romper filas. Todos se habían marchado a solas o en pequeños grupos. Marginales o intrigantes, pensó Gloria sin poder contener la risa. Rihari cabalgaba en silencio delante de ella. La tranquilizaba que pareciera conocer el camino.
Cuando salieron del banco de niebla, ante Gloria se abrió un panorama imponente. Era como si las cumbres nevadas flotasen sobre las nubes. La cima del Aoraki asomaba al otro lado y los caballos parecían caminar por puentes encantados y casi invisibles que se alzaban entre valles y abismos. Las montañas daban a veces la impresión de ser dunas, elevándose suavemente, para, de repente, quebrarse con brusquedad, como si alguien las hubiera cortado con un cuchillo afilado.
—¿Crees que todavía encontraremos ovejas por aquí? —preguntó Gloria. No podía dejar de admirar la belleza de las montañas, pero era consciente de que les esperaba un largo descenso, posiblemente dando muchos rodeos tras otras ovejas descarriadas.
Rihari sacudió la cabeza en un gesto negativo.
—Solo he subido porque quería comprobar el tiempo que hacía —explicó, y su voz resonó extrañamente hueca—. Porque… porque quería ver eso. —Gloria había estado mirando hacia el sur, hacia el monte Cook, pero Rihari señalaba hacia el oeste.
También la formación de nubes que se aglomeraba ahí era un espectáculo de la naturaleza, pero en lugar de resultar fascinante, la visión hacía temblar a cualquier observador más o menos avisado.
—¡Oh, maldita sea, Rihari! ¿Qué es eso? ¿La próxima tormenta? ¿O es que se desmorona el mundo? —Gloria contemplaba horrorizada la masa de nubes negras y grises que de vez en cuando emitían unos rayos espectrales—. ¿Se acerca?
Rihari asintió.
—¿No lo ves?
En efecto, el frente, de un negro profundo, se aproximaba incluso mientras hablaban.
Gloria levantó las riendas y se irguió.
—Tenemos que bajar al campamento lo más rápido posible y avisar a los demás. Maldita sea, Rihari, si es tan horrible como parece, nos arrancará las tiendas…
Gloria obligó a Ceredwen a dar media vuelta y silbó a los perros. Rihari la siguió. Los caballos, a su vez, tenían prisa por regresar al campamento y aceleraron el paso hasta tal punto que la muchacha tuvo que frenar a veces a la yegua cob. El riesgo de resbalar y caer al vacío era demasiado elevado. Rihari intentaba controlar las ovejas, pero al final cedió la tarea a los perros. El frente tormentoso se acercaba y el pánico se iba apoderando de los animales. Sin embargo, esta vez los jinetes no se internaron en la niebla, ya que el viento la había despejado: mala señal. Enseguida se puso a llover.
—Gloria, no podemos quedarnos aquí en el desfiladero. —Rihari se abrió penosamente paso a través de la lluvia fustigante para colocarse junto a la joven—. Si cae una nevada como la de ayer, empujará a los caballos al vacío. Sin contar con que no veremos a dos palmos de nuestras narices.
—¿Y adónde vamos? —El viento le arrancaba las palabras de la boca.
—Hay cuevas en un valle que está justo al lado…
—¿Y? —preguntó Gloria impaciente—. ¿Por qué no estamos ahí? Podríamos haberlas utilizado como campamento.
—Son tapu —gritó Rihari—. Los espíritus… Pero tú ya conoces pourewa. Estuviste ahí con Rongo, ¿no?
Gloria reflexionó unos minutos. La partera la había llevado por muchos valles y montañas para mostrarle sus cuevas y formaciones de piedra, donde en tiempos inmemoriales habían vivido algunos antepasados. En ese momento Gloria intentaba recordar el significado de la palabra. Y de repente recordó una fortificación de piedra. Un valle rodeado de montañas. Un cráter o un nevero en el que milenios antes había formado una especie de fortín.
—Los espíritus tendrán que adaptarse a las visitas —declaró Gloria—. Rihari, ¿dónde está la fortaleza? Quedaba por aquí cerca, pero bastante lejos del campamento central. Rongo y yo estuvimos horas subiendo por la montaña.
—Rongo es anciana… —Rihari vacilaba al hablar. Conocía el lugar sagrado y era evidente también que estaba cerca, pero no parecía dispuesto a profanarlo. Por otra parte, la tormenta se aproximaba…
Gloria no hizo caso de las vacilaciones de Rihari.
—Llévanos hasta allí, luego dispararemos —decidió—. Puede que a los otros se les ocurra buscarnos ahí. ¿Tenemos bengalas?
Rihari hizo un gesto de ignorancia. Pero Gloria estaba casi segura de que sí. La abuela Gwyn había hecho alusión a ello mientras inspeccionaba las alforjas.
Los dos jinetes seguían recorriendo unos angostos corredores a través de la lluvia, que caía como una cascada ante ellos. Rihari condujo a Gloria hacia abajo un rato, luego de nuevo montaña arriba. Era probable que ningún caballo hubiera pasado antes por allí y, al menos en los últimos siglos, solo un puñado de seres humanos.
Gloria tuvo la sensación de reconocer el lugar. Resuelta, adelantó con Ceredwen el caballo de Rihari, que seguía vacilando, y avanzó con brío. La lluvia se transformó en una ligera nevada y Gloria se colocó la bufanda ante el rostro para resguardarse. Casi pasó de largo la entrada al cráter, pero Rihari conocía el lugar.
—Espera… —gritó para dejarse oír por encima de la tempestad—. Creo que es aquí.
Gloria atisbó entre los remolinos de nieve. Casi parecía como si los espíritus camuflasen la entrada a ese valle que en verano había sido cautivador y a duras penas pasaba desapercibido. Rihari, sin embargo, dirigió el caballo con seguridad hacia dos rocas que formaban algo así como el arco de una puerta, el portón al pourewa de los espíritus. Era evidente que el joven maorí tenía escrúpulos a la hora de cruzar ese umbral a lomos del caballo. Si hubiera sido cristiano probablemente se habría santiguado.
Gloria, en cambio, no se lo pensó tanto. Respondiendo a su silbido, los perros condujeron las ovejas a través de las puertas de piedra. Y entonces se ofreció de nuevo ante sus ojos una visión que la había cautivado por completo cuando estaba con Rongo. Las rocas de la entrada señalaban el camino hacia un valle profundo formado por peñascos que se alzaban cortados a pico pero cuya base parecía erosionada. Un poeta habría equiparado los amplios espacios, surgidos por un capricho de la naturaleza, a una catedral o una sala de ceremonias. Para Gloria, no obstante, el lugar ofrecía refugios naturales lo suficiente grandes para sus ovejas. Hombres y animales estarían ahí protegidos de la peor de las tormentas.
Entre los peñascos se extendía un escaso pastizal en torno a un pequeño lago. Este resplandecía en verano de un azul intenso casi irreal, pero ese día se lo impedían las negras nubes que recorrían el cielo.
Gloria se debatía consigo misma. Tenía el refugio perfecto, no solo para sus animales, sino para todos, para Jack y sus hombres.
¿Debía bajar y avisar a los demás? Sería lo más adecuado, pero ignoraba si lo conseguiría antes de que se desatara la terrible tormenta. ¿O debía disparar la munición luminosa y esperar a que Jack la viera y entendiera correctamente su significado? Pero ¿qué sucedería si interpretaba esos disparos como una llamada de auxilio? Tal vez enviara una cuadrilla de rescate, el grupo se dividiría y al final todos estarían todavía más expuestos a la tormenta. A esas alturas los hombres también debían de haber visto el frente de nubes. Si Jack se encontraba en buen estado, haría levantar el campamento.
—¿Conocen los demás este sitio? —preguntó Gloria.
Rihari intentó a un mismo tiempo negar y afirmar moviendo la cabeza.
—Tal vez Wiremu, pero los otros seguro que no. Yo lo conozco solo porque una vez acompañé a Rongo. Nos encontramos con otra tribu que venía de las McKenzie Highlands y cuya hechicera quería visitar el lugar. Rongo la condujo aquí. Y ya conoces a Marama: siempre se preocupa por Rongo porque ya es muy mayor. Qué aburrido fue con las dos ancianas… Y para colmo tuve que esperar fuera. Si entras aquí con las ovejas, los espíritus se enojarán mucho, Gloria.
La muchacha puso los ojos en blanco y tomó una decisión.
—Más enojado de lo que ahora se muestra Tawhirimatea no llegará a estarlo ningún inofensivo espíritu de la tierra —observó. Tawhirimatea era el dios del tiempo—. Escucha, Rihari, espérame aquí. Fuera o dentro, me es igual, pero no dejes a mis ovejas desamparadas. Yo voy al campamento. Me llevo a Kuri, me guiará en el camino de vuelta si me pierdo. He de ir a buscar a los otros antes de que estalle realmente la tormenta.
—No lo conseguirás… —replicó Rihari—. No sabes dónde está.
Gloria resopló.
—Siempre me ha gustado correr, y seguro que encuentro el campamento. Me limitaré a descender hasta que pueda orientarme, no debe de ser tan difícil. Así que espérame… Ah, sí, y dispara la escopeta de vez en cuando, me ayudará a encontrar el camino de vuelta. A lo mejor los otros me salen al encuentro. Si Wiremu sabe algo, tal vez tenga entendimiento suficiente para olvidar por una vez los tapu y conducir a la gente hasta aquí.
Rihari parecía compungido.
—No sé…, ¿no será mejor que baje yo a caballo? Le prometí al señor Jack que cuidaría de ti.
Gloria lo fulminó con la mirada.
—Ya sé cuidar de mí misma. Y cabalgo diez veces mejor que tú.
Como para demostrarlo, Gloria azuzó a su reticente yegua y le hizo dar media vuelta sobre las patas de atrás. Ceredwen se había sentido mucho más segura en el valle de los espíritus que en medio de una tormenta de nieve, pero obedeció las órdenes. Nimue ni se planteó no acompañar a su ama. A Kuri, el obstinado perro de Rihari, hubo que obligarlo a seguirlas.
Gloria dejó que Ceredwen galopara montaña abajo. Nunca había sentido miedo sobre un caballo, pero en esos momentos casi se moría de espanto. Naturalmente, Ceredwen no debía advertirlo. Gloria confiaba en el paso seguro de la yegua, pero llevaba las riendas para dar al animal tanto apoyo y ayuda como fuese posible. A veces su montura resbalaba entre los guijarros cuando, ágil como un gato, saltaba sobre los salientes de piedra y se lanzaba por los recodos estrechos, y Gloria sentía que le daba un vuelco el corazón. Entretanto, había empezado a llover a raudales abajo, a los pies de los Alpes, aunque todavía no nevaba. Gloria escapaba de la tormenta, que no había llegado ni mucho menos a su mayor intensidad, aunque ya vapuleaba violentamente los escasos árboles que crecían a esa altura. Gloria se sobresaltó cuando una rama se quebró junto a ella y el viento la empujó. Ceredwen tomó el incidente como pretexto para acelerar todavía más el paso. Al menos no parecía tener la menor duda de adónde dirigirse, y también Nimue y Kuri corrían ahora en la misma dirección. Gloria respiró aliviada cuando vio a sus pies el valle donde habían montado las tiendas el día antes, ahora lleno de ovejas. Los hombres habían reunido miles de ellas durante el día.
La muchacha intentó observar el campamento con mayor atención y reconoció a algunos de los hombres. Al parecer, todos los pastores habían regresado y desarmaban las tiendas: apilaban con rapidez las lonas mojadas juntas y se diría que se les había indicado que se apresurasen.
Gloria buscó a Jack y finalmente lo distinguió junto a una hoguera. Estaba apoyado en una silla de montar, con una manta sobre los hombros, dando indicaciones y echando inquietas miradas hacia el oeste. Gloria se mordió los labios. Todavía debía de sentirse mal, pues delegaba en los hombres en lugar de ayudarlos. Esperaba que fuera capaz de subir al caballo…
Ceredwen luchaba impaciente con las riendas, pero Gloria no le permitió que entrara corriendo en el campamento, sino despacio entre el rebaño. La joven desmontó por fin y guio a la yegua entre las últimas ovejas. El rostro pálido de Jack se iluminó cuando la vio. Algo cansando, se levantó y se dirigió hacia ella.
—¡Gloria, Dios mío, Gloria! ¡Habría bajado si te hubiera encontrado! —Jack la estrechó entre sus brazos y ella se sintió de golpe exhausta. Lo que más le habría gustado era tenderse. Anhelaba volver a sentir el calor de Jack en la noche, dentro de la tienda.
Sin embargo, se separó de él.
—No hemos de bajar… —dijo sin aliento—. Hemos de subir, hacia el oeste. Lo sé, parece una locura, pero hay un valle…
—Pero es tapu —objetó Wiremu.
Jack le lanzó una mirada severa.
—¿Teatro maorí? —preguntó.
El muchacho bajó la vista.
—Quería ir a los refugios de abajo… —explicó Jack, indeciso—. Este mediodía he enviado hacia allí a Hori y Carter con una parte de las ovejas.
—Llegarán antes de que se desencadene la tormenta. ¡Pero nosotros no, Jack! Es un día de viaje a caballo. En una o dos horas estaremos en las cuevas.
Quería decir «confía en mí», pero no lo hizo.
Jack se lo pensó unos segundos. Luego asintió.
—Seguimos a Gloria —declaró, dirigiéndose a los hombres—. Daos prisa, tenemos que ser más rápidos que la tormenta.
—Pero en esa dirección vamos hacia ella —objetó uno de los pakeha.
—Razón de más para darnos prisa.
Wiremu acercó a Jack su caballo y mientras este montaba, Gloria se volvió hacia el joven maorí.
—¿Lo conseguirá?
—No le queda más remedio —respondió Wiremu, tras un gesto de impotencia—. Lo mismo da que suba o que baje la montaña, de ninguna de las maneras puede quedarse aquí. En un terreno abierto estaríamos perdidos. Eso no es una tempestad, es un huracán. Y se desencadena de repente…
—La niebla lo había cubierto —gritó Gloria contra el viento—. Seguidme, voy delante. ¡Los jinetes poco diestros que se agarren bien! Iremos deprisa y el camino es irregular, pero no muy peligroso salvo en uno o dos sitios.
Era improbable que los corderos recién nacidos lograran seguir el brioso ritmo, pero eso ya no se podía tener en consideración. A Gloria se le partía el corazón al pensar en las crías que balaban, pero así salvaría al menos a las ovejas madre. Intentó subir al galope los primeros kilómetros, pues el terreno ahí no era tan escarpado. Sin embargo, pese a la premura, no avanzaban tan deprisa como Gloria había esperado. Los caballos, incluso Ceredwen, se asustaban por cualquier menudencia. Se negaban a internarse en la oscuridad, pues su instinto les empujaba a huir de la tempestad. A las ovejas les ocurría exactamente lo mismo y los perros debían esforzarse al máximo para cumplir su cometido.
El tiempo fue empeorando. La lluvia se transformó primero en nieve y a continuación no tardó en granizar; las piedras azotaron los rostros como dardos. Gloria miraba preocupada a Jack y a los jinetes menos hábiles del poblado maorí, que valientemente se sujetaban como monitos a las crines de sus pacientes caballos. Jack, por el contrario, se veía totalmente desfallecido. Gloria pensó en si debía detenerse y ocuparse de él, pero luego se retuvo y siguió espoleando a Ceredwen. Jack tendría que apañárselas. No había otra posibilidad de llegar a la fortaleza de piedra.
Jack cabalgaba encorvado sobre el cuello de Anwyl, encogido y con una bufanda delante del rostro para protegerse del frío y la humedad lo mejor posible. Le escocían los pulmones y daba gracias al cielo por cada peñasco que pasaban y que les ofrecía un poco de protección. Le dominaba la inquietud por haber decidido aceptar la propuesta de Gloria. Si salía mal, si la tormenta los sorprendía ahí, en el camino… Morirían todos.
Gloria, por su parte, pensaba lo mismo. Su preocupación iba en aumento a medida que la tormenta empeoraba y el avance se hacía más lento. El descenso le había parecido breve, pero el ascenso se estaba prolongando horas. Los abrigos de los jinetes llevaban tiempo cubiertos de nieve y hielo, pero Gloria no tenía tiempo de reparar en el frío. Ponía toda su atención en encontrar el camino exacto, pese a que la nieve le impedía casi totalmente la visión. Aun así, Kuri parecía saber dónde estaba y, sobre todo, hacia dónde quería ir. La muchacha se agarraba de la cuerda con la que impedía que el pequeño perro mezclado de Rihari partiera por su cuenta. Solo esperaba que el animal no los condujera por senderos que pusieran en peligro sus vidas. Si quería ir directo hacia su amo, seguramente elegiría pasos intransitables para caballos y ovejas.
De repente, los hombres que iban detrás de Gloria gritaron. La detonación de un disparo superó el bramido de la tormenta. También ella distinguió entonces un débil centelleo detrás de la cortina de nieve. Rihari disparaba bengalas. Se acercaban al refugio. No había tiempo que perder. Los caballos se oponían con todas sus fuerzas a la tormenta, los perros se refugiaban del viento tras el rebaño, los jinetes seguían a los animales casi a ciegas. La tormenta agitaba en el aire la cellisca y obligaba a los viajeros a protegerse el rostro. No les quedaba más remedio que confiar en los caballos, cuyos largos copetes ya hacía tiempo que estaban cubiertos de hielo. Cuando Anwyl tropezó y él apenas logró enderezarse, Jack estuvo a punto de dar orden de detenerse. Pensó en que tal vez se salvarían si se apretujaban los unos con los otros. Había leído acerca de un hombre en Islandia que había sobrevivido a una tormenta al matar a su caballo y abrirle el cuerpo para calentarse estrechándose contra las entrañas calientes. Pero Jack era consciente de que era incapaz de ordenar algo así. Mejor morir.
Una vez más, Dios no se atuvo a las reglas. Algo sí era cierto: siempre se le ocurrían nuevas tretas. Jack se aferró a su humor negro y sujetó inquebrantable las riendas de Anwyl. Y entonces oyó que Kuri gemía.
—¡Ahí está! —gritó Gloria por encima de la lluvia—. ¡Ahí está la entrada! ¿Veis las rocas? ¡Seguidlas y enseguida encontraréis el orificio!
El perro ya pasaba a través de ellas. La joven había soltado la correa y Kuri corría ladrando hacia su amo. Los hombres y los animales aceleraron el paso hacia el valle.
Naturalmente, Rihari no había esperado delante del valle. Cuando la lluvia y la nieve se hicieron insoportables, pidió perdón a los dioses y se reunió con sus ovejas y el caballo. Si uno avanzaba lo suficiente entre las piedras erosionadas, era factible encender un fuego. Al principio, Rihari dudó, pero luego pensó en Gloria, en los hombres que conducían el ganado y en Jack, que estaba enfermo. Si los espíritus se enojaban con ellos, de una forma u otra estarían perdidos. Rihari reunió ramas y hierba seca que el viento había arrastrado entre las rocas. Al final rompió también el último tapu y mató un viejo carnero que tampoco habría sobrevivido al trayecto. La carne del animal se asaba encima de la hoguera cuando los hombres aparecieron exhaustos. Más que desmontar, Jack se desplomó del caballo y tomó agradecido una taza de té.
—Los otros tienen que esperar un poco, la olla es muy pequeña —se disculpó Rihari. En sus alforjas y las de Gloria solo había un servicio de urgencia.
Gloria se mantuvo inflexible fuera, a merced de la tormenta y el viento, hasta que la última oveja hubo pasado por la abertura de piedra. Solo entonces penetró ella también en el valle y apenas si dio crédito a lo muy protegidos que se encontraban ahí los animales. Por supuesto, la tempestad seguía soplando entre los peñascos y la nieve le golpeaba la cara, pero las rocas frenaban la velocidad del viento y Gloria casi se sintió a gusto.
Todavía más caliente y casi protegido totalmente de las ráfagas se estaba en las cuevas. El olor que impregnaba el lugar era penetrante; Gloria vio estiércol seco, así que un par de animales también debían de conocer el lugar y no se habían preocupado del tapu. Las ovejas se amontonaban en esos momentos para instalarse en las cuevas y los hombres tuvieron que silbar a los perros para que dejaran libre al menos un poco de espacio para ellos. Gloria se atrevió a hacer un breve recuento mientras se entibiaba las manos congeladas en un cazo con té. También para «la jefa», como ahora la llamaban todos respetuosamente, se había reservado el primer sorbo de bebida caliente.
—¿Qué tal? —preguntó Jack en voz baja. Wiremu le había desensillado el caballo y estaba sentado junto al fuego apoyado contra la silla de montar.
Gloria hizo una mueca con los labios.
—No hemos perdido tantos corderos como yo pensaba. Seguramente hemos de dar las gracias a que los caballos no querían avanzar, porque de lo contrario habríamos ido más deprisa y las crías no habrían podido seguir el ritmo. En cualquier caso, será un año flojo. Por ahora tenemos, como mucho, dos terceras partes de los animales de cría. El resto todavía está fuera. Ya veremos cuántos superan la tormenta. ¿Cómo estás?
A Jack los pulmones le ardían con cada bocanada de aire que inspiraba, y el frío le llegaba hasta los huesos. Pese a todo ello, respondió que se encontraba bien, y logró que sonara auténtico. Durante la última hora no había creído que lograra superar la tormenta, e incluso sus indicaciones habían nacido más de la desesperación que la seguridad. Había ordenado el descenso a las cabañas solo con la esperanza de evitar la tremenda furia del huracán. La tormenta sin duda se desataría con más furia ahí en las montañas. Al menos los hombres tendrían una pequeña oportunidad de alcanzar a tiempo territorios menos afectados. Sin embargo, Jack no se habría marchado con ellos. No sin Gloria. Ahora sentía un profundo alivio.
Wiremu les llevó a él y a Gloria carne y té recién hecho que había bautizado con un buen chorro de whisky. Los hombres sentados junto al fuego lo bebían directamente de la botella mientras brindaban por «la jefa». No se olvidaron de Rihari, y cuanto más ebrios, más brindaron también por los espíritus.
—Tienen que montar las tiendas antes de que estén totalmente borrachos —señaló Gloria. Se había acercado a Jack, que estaba tendido algo apartado junto a una pequeña hoguera—. ¿Conseguiremos clavar las estacas en el suelo? ¿O es piedra?
Wiremu se sentó junto a ellos con un trozo de carne.
—Aquí no deberías comer nada —le recordó Gloria, maliciosa.
Wiremu sonrió.
—Como donde quiero. Voy a dejar la tribu, Gloria. Regreso a Dunedin.
—¿Para seguir estudiando? —preguntó la chica—. A pesar de… —Se tocó la cara como si señalase un tatuaje invisible grabado en el rostro.
Wiremu asintió.
—No pertenezco a ninguno de los dos mundos, pero el de allá me gusta más. Voy a formular de nuevo mi pepeha. —La miró fijamente—. Soy Wiremu y mi maunga es la Universidad de Dunedin. Mis antepasados llegaron a Aotearoa en el Uruao y ahora yo recorro el país en autobús. En mi piel está grabada la historia de mi pueblo, pero mi historia la escribo por mí mismo.
Wiremu montó la tienda de Jack y le ayudó a entrar. Había vuelto a calentar piedras para caldear el ambiente y tras aplicarle un nuevo saquito de hierbas, el enfermo respiraba mejor. Wiremu acompañó a Gloria a realizar una última inspección de los animales. Se prolongó: tres ovejas cojeaban y había nacido un nuevo cordero, pero la madre no sobrevivió.
Jack se despertó cuando Gloria se introdujo a su lado en el saco de dormir. Esta vez, era ella la que temblaba. Tras ese día agotador y las últimas tareas durante el parto, estaba medio congelada. Jack habría querido estrecharla contra él, pero se esforzaba por contenerse.
—¿No había nadie que montara tu tienda? —preguntó.
—Sí —dijo ella—. Wiremu comparte la suya con dos corderos huérfanos. Seguro que será un buen médico, pero no creo que se especialice en asistencia al parto. Cuando la oveja madre murió, tenía la cara verde.
—¿Así que una nueva oveja perdida? —inquirió Jack.
Gloria suspiró.
—Todavía perderemos algunas más. Pero no todas, ni mucho menos. Es una raza resistente.
Jack sonrió.
—No solo los cuadrúpedos —dijo con dulzura.
Gloria se acurrucó, dándole de nuevo la espalda.
—¿Has visto mis dibujos? —preguntó con un hilo de voz.
Jack asintió con la cabeza, pero cayó en la cuenta de que ella no lo veía.
—Sí, pero ya lo sabía.
—¿Tú…? ¿Cómo? ¿Cómo es que lo sabías? —Gloria se dio la vuelta. A la luz del farol, Jack vio que se había sonrojado—. ¿Se me nota?
Jack sacudió la cabeza. No pudo evitar alzar la mano y apartarle con una caricia el pelo del rostro.
—Elaine —respondió—. Elaine lo sabía. Mejor dicho, lo suponía. Naturalmente, no conocía los detalles, pero dijo que ninguna muchacha en el mundo lo habría podido conseguir de otro modo.
—Ella no se… —Gloria buscó las palabras— vendió —susurró la final.
Jack arqueó las cejas.
—Según tengo entendido, debe su virtud solo a la circunstancia de que la propietaria del burdel buscara una pianista de bar y no otra chica de vida alegre. Si tú hubieras tenido elección, también habrías escogido tocar el piano.
—Nadie habría querido escucharme —murmuró Gloria con un tinte de humor negro.
Jack rio y luego se atrevió a ponerle la mano en el hombro. Gloria no protestó.
—¿La abuela Gwyn? —preguntó la joven a continuación, conteniendo la respiración.
Jack la acarició en un gesto sosegador. Notaba el hombro huesudo de la joven bajo el grueso jersey. No era el único que tenía que comer más.
—Mi madre no tiene que saberlo todo. Tu versión del grumete la ha convencido. Es mejor para ella.
—Me odiaría —susurró Gloria.
Jack sacudió la cabeza.
—No, no lo haría. Deseaba más que nadie que regresaras. El modo en que lo hiciste… Tal vez la hubiera matado la inquietud, pero antes habría odiado a los tipos que se aprovecharon de ti. ¡Y a Kura-maro-tini!
—Siento tanta vergüenza… —reconoció Gloria.
—También yo siento vergüenza —dijo Jack—. Pero yo tengo más razones. He ocupado una playa ajena, la he estropeado con unas horribles trincheras, me he colocado allí y he matado a golpes de pala a los auténticos propietarios. Esto es mucho peor.
—Cumplías órdenes.
—A ti también te las dieron —replicó Jack—. Tus padres querían que te quedaras en Estados Unidos, en contra de tu voluntad. Estuvo bien que te negaras. Todavía puedes mirarte en el espejo, Gloria. Yo, no.
—Pero los turcos te dispararon —objetó ella—. No tenías otra elección.
Jack se encogió de hombros.
—Podría haberme quedado en Kiward Station contando ovejas.
—Yo podría haberme quedado en San Francisco planchando los vestidos de mi madre.
Jack sonrió.
—Ahora duerme, Gloria. ¿Puedo… puedo abrazarte?
Esa noche, Gloria descansó la cabeza sobre el hombro de Jack. Cuando despertó, él la besó.