Los hijos de Marama y hermanastros de Kura-maro-tini esperaban delante de los establos. El más joven acababa de cumplir los quince años y estaba impaciente por correr esa aventura. A ellos se habían unido dos pastores maoríes más, ambos hombres con experiencia y mucho mana, que osaban desobedecer a Tonga. Pero había un tercero cuya presencia levantó las sospechas de Jack: Wiremu.
—¿Has trabajado alguna vez con ovejas? —preguntó Jack de mal humor. No tenía ninguna razón para rechazar al hijo de Tonga, pero ignoraba cuál sería la reacción de Gloria al verlo.
Él sacudió la cabeza.
—Solo de joven, luego me enviaron a la ciudad. Pero sé montar, y creo que no os sobran hombres. —Hundió la cabeza—. Creo que se lo debo a Gloria.
—Entonces dejemos que sea ella quien decida —resolvió Jack—. Ya sabéis todos que será una cabalgada dura y no carente de peligros. Debemos marcharnos lo antes posible. Si hemos de hacer caso de los pronósticos, el tiempo empeorará. Así que elegid los caballos.
En el establo, Jack se encontró con los tres pakeha que habían quedado, todos hombres jóvenes y sin experiencia, que acababan de aprender tres silbidos para los perros. Suspiró. Nunca había ido a buscar el rebaño con un grupo tan variopinto, nunca había sido la misión tan peligrosa. Le repugnaba llevarse al pequeño Tane. Pero como decía Wiremu: no sobraban hombres.
Gloria se había puesto una ancha cinta maorí bajo la capucha para mantener el cabello recogido. La había encontrado en el fondo del armario y no había tenido tiempo para pensar en su aspecto. Esperaba que la prenda tejida a mano la ayudara a conservar calientes las orejas si realmente caía una tormenta de nieve.
Llovía a raudales cuando once jinetes y cinco caballos de carga emprendieron la marcha. El día era muy desapacible, parecía negarse a clarear. Jack lo atribuía a que las nubes se habían acumulado en los Alpes e impedían el paso a la luz del sol. Las montañas, que en general constituían un panorama conmovedor como telón de fondo de las praderas, daban esa mañana la impresión de ser sombras amenazadoras, vagamente perceptibles tras la cortina de lluvia. Hacía semanas que los caminos vecinales sin pavimentar estaban enfangados, por lo que era inconcebible avanzar deprisa. La lluvia y el viento aplastaban sin piedad contra el suelo los primeros y tiernos brotes de hierba que habían aparecido con los primeros días de primavera. Jack esperaba que al menos no granizara.
Hasta el mediodía no llegaron a caminos más firmes, poco transitados a caballo y aun menos en coche, por lo que el suelo era más sólido y era factible poner los caballos a trote y galope. Jack aceleró el paso, pero sin exigir en exceso a sus monturas. Pese a ello, las pausas eran breves: nadie quería descansar sin estar al cubierto de la lluvia. Por la tarde se encontraron con los rebaños de los carneros jóvenes que Gloria tantas veces había sacado de las tierras sagradas de Tonga. Era evidente que regresaban a casa.
—¡Chicos listos! —los elogió Jack—. Nos los llevamos con nosotros. Pasaremos la noche en el refugio de Gabler’s Creek. Ahí también podrán pastar. Mañana, Tane volverá con ellos a casa.
El menor de los hijos de Marama parecía alternar la decepción por tener que terminar ya la aventura y el orgullo de conducir él solo un rebaño de ovejas. Tenía un perro pastor al que daba órdenes con destreza. Jack estaba convencido de que llegaría bien a su meta. Una preocupación menos: le pesaba la responsabilidad de llevar al muchacho.
Mientras seguía avanzando, colocó al caballo junto al de Gloria. La había visto sobresaltarse cuando había mencionado el refugio.
—Podemos montar una tienda para ti —dijo—. O si lo prefieres dormirás en el establo. Aunque no me gusta que te quedes sola…
—En la tienda también estaría sola —observó la joven.
—Pero entre tu tienda y el refugio estaría mi tienda —respondió Jack. Él buscó su mirada, pero ella no lo miró a los ojos.
En el fondo le espantaba la idea de acampar con la lluvia; si bien, por otra parte, le horrorizaba tanto como a Gloria compartir el alojamiento.
—Entonces podrías… —Gloria mantenía la cabeza baja y hablaba en susurros—. Entonces podrías dormir tú también en el establo.
En la cabaña habría sido más cómodo. En la época en que James McKenzie robaba ganado, los barones de la lana habían mandado construir en la montaña sencillos refugios que se ocupaban en verano. Consistían en pequeñas y sólidas construcciones con chimeneas y alcobas. Los hombres encendieron la lumbre y enseguida ofrecieron una de las camas a la muchacha.
—La señorita Gloria prefiere dormir en el establo —adujo Jack—, pero primero dejadle sitio junto al fuego, por favor, para que entre en calor. ¿Quién cocina?
Wiremu sugirió que los hombres durmieran en el establo y los demás aceptaron, aunque de mala gana. Pero Gloria se negó.
—Entonces no quedará espacio para los caballos —señaló—. Y no quiero tratos especiales. Aquí hay sitio para todos. Si yo no quiero compartir el alojamiento, es asunto mío.
Al final, la joven se deslizó en su saco de dormir y se acurrucó en la paja junto a Ceredwen, que la mantenía bastante caliente. Nimue y dos de los cachorros se tendieron a su lado y le habrían proporcionado todavía más calor si no hubieran estado completamente mojados. Jack hizo valer su autoridad y los mandó a dormir en un rincón del establo.
—Nos los quedamos aquí, ¿no? —preguntó Gloria mirando a los perritos, que contemplaban encogidos y asustados cómo Jack extendía su saco de dormir en el otro extremo del establo, justo en la puerta que unía la cabaña con el granero.
—Sí, creo que será lo mejor —asintió con una sonrisa, contento de que ella se hubiera referido a «nosotros», y se tranquilizó cuando poco después oyó la respiración regular de Gloria.
Todavía recordaba cómo la había escuchado cuando era niño. Entonces ella solía deslizarse en su cama y le contaba sus sueños, sobre todo si había sufrido pesadillas. A veces le ponía de los nervios.
Esa noche, Jack se alegró de que ella todavía no tuviera ganas de hablar.
A la mañana siguiente despejó un rato y hacia mediodía encontraron más ovejas. Reunirlas no supuso ningún problema. Los maoríes encendieron fuego y asaron pescados recién atrapados. Conducir al ganado casi empezaba a resultar divertido. Sin embargo, no tardó en comenzar a llover de nuevo y a soplar el viento. Subían a buen paso y hacia la tarde llegaron al valle en que los hombres de Kiward Station montaban habitualmente el campamento. Gloria también lo había conocido en el viaje con los maoríes. Era un valle con pastos hundido entre montañas y limitado por altos roquedales, lo que facilitaba mantener agrupados a los animales. Saldrían de ahí al día siguiente para ir a buscar y reunir el resto de las ovejas.
Por lo general, las rocas protegían del viento, pero esta vez no había manera de contener las fuertes ráfagas. Pese a que todavía no eran las seis de la tarde, casi estaba oscuro y las gotas de lluvia se convertían en copos de nieve mientras los hombres se disponían a montar el campamento. Dos hombres se debatían con cada una de las tiendas. Se trataba realmente de una lucha, pues el viento se estaba volviendo tempestuoso y azotaba los rostros de los pastores, arrancándoles las lonas de las manos tan pronto como intentaba descargar los caballos de carga. A Jack le costaba respirar. El aire gélido le escocía en los pulmones. Además, bajo la gruesa ropa de abrigo tenía el cuerpo empapado de sudor tras haber conseguido al final desatar de las sillas las estacas de la tienda. Los caballos permanecían estoicamente allí, las grupas vueltas al viento. Las ovejas se apretujaban unas contra otras muertas de frío.
—Dos ovejas están dando a luz… —anunció Wiremu para colmo de desgracia. Se había desenvuelto muy bien a la hora de montar la tienda, que compartía con el hijo mayor de Marama. No obstante, aquello le superaba.
Jack avanzó contra la tormenta hacia el primero de los animales y uno de los maoríes con experiencia se ocupó del otro. Por fortuna, los dos partos transcurrieron sin la menor complicación. Solo tuvieron que ayudar a un cordero.
—¡Deja que yo meta las manos! —pidió Gloria—. ¡Las tengo más pequeñas!
Jack tosió.
—¡Pero llevas años sin hacerlo! —vociferó contra la tempestad.
—Como tú —respondió Gloria.
La muchacha metió con habilidad la mano derecha en la vagina de la oveja, buscó el cordero, que estaba atravesado, y colocó la pata delantera que tenía torcida en la posición correcta. Con un último borbotón de líquido amniótico la cría salió a la luz.
—Me lo llevo con nosotros, señor Jack —dijo el anciano maorí, arrastrando a su tienda al cordero recién nacido, que protestaba débilmente, para protegerlo del viento.
Jack se acercó dando traspiés al revoltijo de lonas y estacas que todavía constituían su propia tienda. Nadie había pensado en montarla mientras él se ocupaba de las ovejas. Debería haberlo ordenado. Pero ahora todos los hombres se hallaban al abrigo. Todos menos Gloria… La joven agarraba las piezas sin decir nada; quería ayudar, pero el viento le arrancaba las lonas y las estacas de las manos. Jack aguantaba las estacas jadeando, mientras Gloria las fijaba. Cuando por fin la tienda estuvo montada, Jack se sentó temblando. La muchacha introdujo los sacos de dormir y se desplomó totalmente agotada en un rincón. En ese momento, Jack cayó en la cuenta de que la tienda de la chica todavía era un paquete de lonas y estacas en la nieve.
—Ahora soy incapaz de montar otra —susurró Jack—. Tenemos que pedírselo a un par de hombres…
Los trabajadores ya hacía rato que se habían refugiado en sus tiendas, de dos de las cuales surgían los balidos de las ovejas madre. Los tolerantes maoríes se las habían repartido, pero seguro que ninguno se expondría otra vez de buen grado a la tormenta para montar la tienda de Gloria. La joven miraba llena de miedo el angosto espacio, la mitad del cual estaba ocupado por el lecho provisional de Jack. No era justo. Él le había prometido…
Fue entonces cuando oyó el sonido estertóreo de la respiración del hombre.
Jack estaba tendido sobre su manta con los ojos cerrados e intentaba respirar calmadamente, pero cuando el aire por fin empezaba a caldearse, sufrió un ataque de tos.
—Lo siento, Glory. Puede… puede que más tarde, pero…
Gloria se arrodilló junto él cuando empezó a toser.
—Espera —dijo, y rebuscó en las alforjas. La abuela Gwyn había metido algunas medicinas y ella misma había añadido otras.
—¿Té…? ¿Aceite del árbol de té? —intentó bromear débilmente, recordando el remedio que entregaban a los australianos entre las provisiones básicas…
—Va bien para las ampollas de los pies —observó Gloria.
—No teníamos que pelear tanto con ellas. —Jack volvía a toser.
Gloria tendió un frasquito de jarabe de rongoa.
—Toma un trago. —Le llevó la botella a los labios al ver que no reaccionaba—. Tienes fiebre —dijo preocupada.
—Es solo el viento… —susurró Jack, temblando.
Gloria buscó el saco de dormir del hombre y lo abrió. Jack apenas si consiguió meterse dentro. Gloria lo ayudó a cerrarlo, pero observó inquieta que no entraba en calor.
—¿Quieres que vaya a ver si los otros han logrado hacer té? —preguntó. No quería ir a las otras tiendas; además, fuera la tormenta soplaba furiosa. Pero estaba inquieta por Jack.
—Con esta ventolera…, no hay fuego que aguante —respondió, mientras todo su cuerpo temblaba—. Glory, yo… Yo no te haré nada, ya lo sabes. Hazte la cama e intenta dormir.
Gloria estaba indecisa.
—¿Y tú?
—Yo también dormiré —dijo Jack.
—Tienes que quitarte la ropa mojada.
Al desplomarse en la tienda, Jack solo se había desprendido del impermeable. La camisa y los pantalones de montar húmedos tendrían que secarse por sí solos. Pero vestido con esas prendas caladas, era imposible que entrara en calor.
Miró a Gloria escéptico.
—No me importa —dijo ella—. Sé que no me harás nada.
Alejada de donde estaba tendido, sacó de las alforjas una camisa de franela, seca, y unos pantalones de algodón. Jack se desprendió de las prendas mojadas. Temblaba tanto que apenas conseguía ponerse la ropa seca y el esfuerzo le provocó otro ataque de tos. Gloria se acurrucó en su rincón y lo miró preocupada.
—Estás enfermo…
Jack sacudió la cabeza.
—Duerme, Gloria.
Ella apagó la linterna con que habían iluminado provisionalmente la tienda. Jack yacía en la oscuridad, intentando entrar en calor y escuchando la respiración de la joven, mientras Gloria permanecía acostada, atenta, escuchando la de él. Parecieron transcurrir horas mientras Jack seguía tosiendo y temblando. Al final, Gloria se levantó y se acercó a él.
—Tienes fiebre —dijo—. Y escalofríos.
Él no respondía, pero su tembloroso cuerpo hablaba por sí mismo. Gloria se debatía con sus propios sentimientos. Él no dormiría si no entraba en calor y al día siguiente todavía se sentiría peor. Recordó las cartas desde el sanatorio. Tenía los pulmones delicados. Podía morir…
—No me agarrarás, ¿verdad? —susurró—. Que no se te ocurra… —Entonces abrió con los dedos temblorosos el saco de Jack y se metió en él. Notó el cuerpo delgado del hombre junto al suyo y procuró acercarse más para darle calor. La cabeza del hombre se hundió en el hombro de la joven y por fin se quedó dormido.
Gloria quería permanecer despierta, mantenerse vigilante, pero los esfuerzos del día exigían su tributo. Cuando despertó, estaba acurrucada, como era habitual. Y Jack la rodeaba con un brazo.
Gloria, asustada, quiso librarse de él, pero luego se percató de que el hombre todavía dormía. Y no la había agarrado. Tenía la mano abierta, el brazo parecía formar una especie de nido protector. Al otro lado estaban Nimue y Tuesday. A Gloria casi se le escapó una sonrisa. Al final se desprendió con cuidado del abrazo de Jack; le resultaba menos vergonzoso mientras seguía dormido. Pero él abrió los ojos.
—Gloria…
Ella se quedó inmóvil. Nadie había pronunciado su nombre con tanta dulzura. Tragó saliva y carraspeó.
—Buenos días. ¿Cómo… cómo te encuentras?
Jack habría querido asegurarle que se encontraba bien, pero no era cierto. Le dolía la cabeza y volvía a sentir ganas de toser.
Gloria le colocó con cuidado la mano sobre la frente. Ardía.
—Tienes que quedarte acostado.
Jack sacudió la cabeza.
—Ahí fuera me esperan un par de miles de ovejas —dijo con fingida alegría—. Y yo diría que ha dejado de nevar.
En efecto, así era, pero el cielo estaba gris y cubierto, y la nieve del día anterior formaba una densa capa. Gloria ya sentía miedo ante la idea de cabalgar con este tiempo. Jack tenía la sensación de que el vapor cubría sus pulmones como una película.
En las tiendas de los pastores pakeha ya ardía el fuego.
—Tendríamos que tomar un té caliente y luego marcharnos lo antes posible. —Jack intentó enderezarse, pero al sentarse, la cabeza empezó a darle vueltas. Respirando con dificultad, volvió a acostarse.
Gloria lo cubrió con otra manta.
—Tú te quedarás aquí —decidió—. Yo me las apaño con las ovejas.
—¿Y con los hombres? —preguntó él en voz baja.
Gloria asintió resuelta.
—Y con los hombres.
Sin esperar respuesta, se puso otro pulóver y el impermeable, y abandonó la tienda.
—¿Todo en orden, chicos? ¿Habéis pasado bien la noche?
La voz de Gloria sonaba animosa y controlada. Si tenía miedo, sabía al menos disimularlo. Pero la visión del campamento le infundió valor. Los hombres se acuclillaban muertos de frío delante de las tiendas, seguro que ahí a nadie se le pasaba por la cabeza abalanzarse sobre una mujer. Las ovejas y los caballos pastaban alrededor del campamento, vigilados por los cachorros y los perros pastores.
Paora, el más anciano de los maoríes, se dirigió a Gloria.
—Todos los corderos están vivos. Dos ovejas más han parido durante la noche. Una cría ha muerto, las otras están vivas. Nos las hemos llevado a las tiendas. Estábamos un poco apretados.
Gloria esperaba que alguien soltara una indirecta sobre Jack y ella, pero gracias a Dios los hombres como Frank Wilkenson o Bob Tailor ya había abandonado el grupo. Eso la animó a dar las indicaciones pertinentes.
—Beberemos un té y luego saldremos con los caballos a reunir todos los animales que podamos. En cualquier momento el tiempo puede ponerse como ayer. Pero el señor Jack está enfermo. Debe quedarse en la tienda. Wiremu, ¿te ocupas tú de él…?
Este lanzó a Gloria una mirada afligida.
—No soy médico, yo…
—Estudiaste un par de semestres y has ayudado a Rongo Rongo. Cada verano, según me contó. Y no eres imprescindible para conducir el ganado. —Gloria evitó cualquier réplica, dirigiéndose a los demás hombres—. Paora y Hori, formad equipos con Willings y Carter y salid a los lugares en los que las ovejas suelen reunirse. Anaru, ve con Beales… ¿Has llevado ovejas alguna vez, Anaru? ¿No? Pero seguro que nos acompañaste en la migración, debes de conocer el terreno. Que Paora te cuente dónde hay más posibilidades de que se encuentren los rebaños más grandes. Rihari irá conmigo.
Rihari, el hijo mediano de Marama, era un buen jinete y rastreador y tenía un perro mezclado que también cazaba con destreza.
—Seguiremos buscando en lo alto de las montañas a los animales extraviados. Kuri y Nimue encontrarán su pista. Paora y Hori, vosotros tenéis vuestros propios perros. Anaru, Willings, Carter y Beales, llevaos cada uno un cachorro. Son dóciles y vosotros ya conocéis los silbidos habituales.
Para asegurarse de que en efecto era así, Gloria ejecutó los silbidos más importantes y se enorgulleció cuando los cachorros reaccionaron perfectamente ante las señales. Los perros de los maoríes obedecían las órdenes en la lengua de sus amos y Gloria recordó que el abuelo James siempre hablaba a sus perros pastores en galés. Pero Gwyneira había insistido desde el principio en adiestrar a los cacharros con un sistema estándar. Gloria siempre lo había encontrado restrictivo y aburrido; sin embargo, en esos momentos comprendió el sentido de su decisión. Los perros pastores de Kiward Station trabajaban con cualquier instructor, estaban entrenados para ello, se adaptaban rápidamente y enseguida cumplían sus faenas.
Jack hizo un gesto de agradecimiento cuando Gloria entró en la tienda con un cuenco lleno de té.
—Yo lo habría hecho exactamente igual —dijo con suavidad—. Pero no te habría enviado sola a la parte alta de la montaña. ¿Estás segura…? —Se calentaba las manos en el recipiente de barro caliente.
Gloria puso los ojos en blanco.
—Abajo no hago nada. Ni Rihari ni yo conocemos los valles por los que suelen pasear los rebaños. Lo máximo que podemos hacer es reforzar a los otros equipos, pero ellos también se las apañan sin nosotros. Si recorremos los pasos montañosos, podemos salvar a docenas de animales.
—Ten cuidado. —Jack le acarició la mano con los dedos.
Gloria sonrió.
—Y tú serás bueno y obedecerás a Wiremu, ¿de acuerdo? Él no lo acepta, pero Rongo dice que es tohunga. Está amargado porque no pudo estudiar en la universidad pakeha. Juega a cazador y trampero, en lugar de hacer lo que quiere y sabe hacer.
—No parece que le odies —dijo Jack medio en serio medio en broma.
Gloria hizo un gesto de indiferencia.
—Si tuviera que odiar a todos los cobardes de este mundo…
Luego salió de la tienda.
Mientras Jack permanecía acostado, sus sentimientos oscilaban entre el orgullo y la preocupación por Gloria. Los pasos de montaña entrañaban peligro, sobre todo cuando las temperaturas descendían de forma inesperada. Pero entonces apareció Wiremu y Jack apenas si tuvo tiempo para pensar. El joven maorí encendió una hoguera delante de la tienda, calentó piedras en ella y las colocó alrededor de Jack para darle calor. Poco tiempo después, el enfermo estaba empapado de sudor. Wiremu colocó saquitos de hierbas sobre su pecho y le hizo inhalar vapores.
—Te hirieron en el pulmón —dijo tras inspeccionar brevemente la cicatriz—. Se destruyó una buena cantidad de tejido pulmonar y es un milagro que hayas sobrevivido. El lóbulo derecho está cicatrizado. El órgano ya no puede asimilar tanto oxígeno como en su estado normal, por eso te cansas antes y no tienes tanta fuerza.
Jack tenía la sensación de que las hierbas le quemaban los pulmones.
—¿Y esto qué significa? —preguntó entre toses—. ¿Tengo que quedarme en casa como una… una chica?
Wiremu sonrió irónico.
—Las chicas de los Warden no suelen quedarse en casa —señaló—. Y eso tampoco te sentaría bien a ti. El trabajo normal en la granja no plantea ningún problema. Pero deberías evitar esfuerzos físicos fuertes con un tiempo como el de ayer. Y tienes que comer más. Estás demasiado delgado.
Wiremu le sirvió té y, de nuevo, el jarabe de rongoa de Gloria.
—Es muy eficaz, aunque nadie lo diría a la vista del teatro que se monta alrededor de él. Antes de recoger Rongo las flores, ejecuta tres danzas… —Wiremu hablaba en tono despectivo. Había renunciado a la medicina maorí solo para encontrarse después con que la medicina pakeha no lo aceptaba.
—Solo pretende mostrar el respeto que tiene hacia las plantas —observó Jack—. ¿Qué hay de malo? Muchos pakeha rezan una oración antes de partir el pan. En el internado también tenías que hacerlo.
Wiremu sonrió irónico.
—Teatro pakeha.
—Wiremu…, ¿qué dijo Gloria? —preguntó Jack de repente—. Entonces, en el marae. A Tonga. Desde lejos vi que ella le soltaba algo, pero no conseguí oír qué era.
Wiremu se ruborizó.
—Su pepeha, la presentación de su persona en la tribu. ¿Sabes en qué consiste?
—Solo aproximadamente —respondió Jack con un gesto de ignorancia—. Algo así como «Hola, soy Jack, mi madre llegó a Aotearoa en el Dublin…».
—En general se menciona antes la canoa en que llegaron los antecesores del padre —corrigió Wiremu—. Pero esto no es tan importante, lo es más el significado. Con el pepeha recordamos nuestro pasado porque define el futuro. I nga wa o mua, ¿comprendes?
Jack suspiró.
—El contexto. Para entender el principio, hay que haber llegado en las primeras canoas a Aotearoa. ¿Y qué hubo de terrible en los barcos con que los Warden y Martyn llegaron hasta aquí?
Wiremu le repitió las palabras de Gloria.