—Has sido valiente —dijo ella más tarde, cuando regresaban a casa empapados y cansados.
Jack se sentía completamente exhausto después de haber metido en el establo a todos los caballos, darles de comer y ocuparse de las ovejas y vacas que quedaban. Y ahora tenía que comunicar a su madre, con la debida precaución, que había despedido, además, a la mayoría de sus hombres. Pocos eran los pakeha que no habían pertenecido a la pandilla de Wilkenson. Era de esperar que ellos regresaran al día siguiente al trabajo. Maaka estaba en Christchurch. Los hombres de Tonga boicoteaban Kiward Station. Y por añadidura llovía a cántaros. Pese a todo, se sentía satisfecho, casi feliz. Gloria iba a su lado, tranquila y más relajada que antes de la pelea.
—Estuve en Galípoli —le recordó con sonrisa amarga—. Somos héroes.
Gloria meneó la cabeza.
—He leído tus cartas.
Jack se turbó.
—Pero pensaba que…
—Mis padres me las enviaron después.
—Oh.
Jack no recordaba cada una de las palabras que había escrito, pero sabía que se avergonzaría de algunos fragmentos. Mientras escribía, había visto a Gloria como una niña frente a sí. Entonces ella no habría comprendido algunos de sus pensamientos, los habría leído por encima, como casi cualquier otra chica. Salvo Charlotte. Y salvo la mujer en que Gloria se había convertido.
—Ya no envié las últimas cartas —añadió Jack.
Casi se sentía aliviado por ello. Esas últimas misivas (desde el hospital de Alejandría y luego desde Inglaterra) eran las peores. Había estado al límite y había escrito a una muchacha a la que creía muerta más que viva. Gloria había desaparecido durante meses, casi un año en total.
—¿No? —preguntó ella asombrada. Solo le quedaban dos cartas por abrir cuya lectura había postergado tras ver el último parte de Galípoli. Sin embargo, habían llamado su atención ya el primer día, pues la escritura del sobre era distinta. Menos fluida, más bien torpe. Y la dirección estaba incompleta, faltaba el código postal. Incluso sin ese dato, los carteros de Nueva York no habían abandonado la búsqueda. Y el nombre de la agencia de los conciertos estaba escrito correctamente.
Gloria creía sospechar lo que había sucedido. Jack debía de haber dejado las cartas en algún lugar y luego una enfermera —o tal vez ese Roly al que Jack había ayudado en tantas ocasiones— había escrito la dirección y las había franqueado. Sí, debía de ser Roly. Seguro que en alguna ocasión anterior había llevado a correos la correspondencia de Jack y se había fijado en el nombre de la agencia.
De repente, Gloria tenía prisa por llegar a su habitación. Tenía que leer esas cartas.
Queridísima Gloria:
Escribirte carece totalmente de sentido, pues sé que nunca recibirás esta carta, pero me aferro a la esperanza de que estés todavía viva en algún lugar y de que quizá pienses en mí. De todos modos, sé que has pensado en todos nosotros, aunque tal vez con rabia. En el ínterin he llegado a la conclusión de que no recibiste nunca la carta que te envié a Inglaterra. En caso contrario me habrías pedido ayuda. Y yo…, ¿habría acudido? Estoy aquí acostado, Gloria, y me preguntó qué otra cosa habría podido hacer. ¿Había alguna posibilidad de salvar a Charlotte? ¿Te habría salvado el que un amor no me hubiera hecho olvidar el otro? Quería creer que eras tan feliz como yo y te traicioné. Y luego, tras la muerte de Charlotte, hui. De mí y de ti, a una guerra ajena. He combatido y matado a unos hombres que no han hecho más que defender su tierra, y he traicionado a mi hogar.
Mientras escribo oigo la llamada a la oración del almuecín. Cinco veces al día. Los demás pacientes afirman que eso les vuelve locos. Pero a la gente de aquí eso les hace la vida más fácil. Islam significa «conformidad», asumir las cosas como vienen, aceptar que Dios no se atiene a las reglas…
Inglaterra. Y ahora aterrizo yo también aquí y pienso en ti, Gloria. Aquí has visto el cielo, el verde de los prados, los árboles enormes y tan poco familiares. Dicen que tengo consunción, tuberculosis pulmonar, un diagnóstico que no es concluyente pues un par de médicos tienen dudas al respecto. Pero seguro que no es del todo erróneo, pues experimento una suerte de agotamiento, la sensación de que me estoy consumiendo y de que sería más fácil morir que seguir viviendo. En este momento no hay nada que tema más que volver a Kiward Station, vacío tras la muerte de Charlotte y de tu desaparición.
Llevas mucho tiempo lejos, Gloria, y pese a que mi madre no arroja la toalla y espera que llegues un día a Kiward Station, se dice que «según todos los indicios» ya no puedes estar con vida. En cualquier caso, la policía de San Francisco ha abandonado la búsqueda y los detectives que mi madre y George Greenwood contrataron por su parte no han encontrado la menor pista. Tal vez sea absurdo, tonto, sí, escribir esta carta, casi como si quisiera alcanzar tu alma. Solo la idea de que Dios demuestre lo ilógico de «todos los indicios» que guían a los humanos me da fuerzas.
Gloria sostuvo las cartas en el regazo y lloró, tanto como no había vuelto a hacer desde aquella noche en brazos de Sarah Bleachum. Jack le había estado escribiendo a Inglaterra. Siempre había pensado en ella. Y también se avergonzaba. Tal vez… tal vez él había hecho cosas mucho peores que ella.
Gloria no era dueña de sus actos. Como en trance arrancó los dibujos del cuaderno y los colocó en el último cuaderno de apuntes de Charlotte McKenzie sobre la mitología de los ngai tahu. Antes de la migración había leído todos los escritos y el último borrador todavía estaba sobre la estantería. Jack lo buscaría.
Gwyneira paseaba inquieta arriba y abajo del salón y oía el sonido del viento y la lluvia tras las ventanas. Apenas despejaba. Seguía haciendo frío y lloviendo, y no quería ni pensar cómo estaría el tiempo en la montaña. Claro que las ovejas sabrían apañárselas; también en verano había tempestades. Pero en esa época tan temprana y recién esquiladas… Hacía tiempo que Gwyneira se arrepentía de la decisión que había tomado de llevar las ovejas al monte. Sin embargo, ahora ya no se podía cambiar. Era imposible encontrar hombres adecuados en tan corto plazo para volver a bajarlas. Frank Wilkenson era el único con experiencia suficiente para conducir un rebaño en tales circunstancias.
Aun así, Gwyneira se maldecía por no haber prescindido antes de ese trabajador. No cabía duda de que Jack había estado en lo cierto al haberlo despedido de inmediato, pero ella misma debería haberse dado cuenta antes de que Frank estaba molestando a Gloria. Si pensaba en lo sucedido en el cobertizo… ¡Nunca más podría volver a mirar a su bisnieta de frente! Gwyneira se sirvió un whisky y se encaró a los hechos: había perdido la visión global. Ya no sabía lo que sucedía en la granja. Antes habría sido capaz de percibir la menor rivalidad entre trabajadores; habría sabido quién tendía a la fanfarronería o a la bebida y quién necesitaba de un control especial. ¡Y desde luego, no habría permitido que Tonga campase a sus anchas! Un par de años antes todavía habría comprobado de inmediato qué parcela de los maoríes era realmente sagrada; no habría cedido más terreno sin presentar batalla. En cambio ahora lo había dejado todo en manos de Maaka, a quien a todas luces la tarea lo superaba. Maaka era un buen pastor, pero no era un capataz nato. Y Jack…
El estridente timbre del teléfono arrancó a Gwyneira de sus agitados pensamientos. La centralita anunció una llamada desde Christchurch. Poco después se oyó la voz de George Greenwood.
—¿Señorita Gwyn? En realidad quería hablar con Jack, pero usted misma puede darle el recado. Dígale que tenga listos los apuntes de Charlotte; el experto de Wellington se presentará la semana próxima.
La voz de George sonaba viva y alegre.
—¡Y adivine quién lo acompaña, señorita Gwyn! ¡Yo no me he ocupado de todo el secreteo, pero a mi esposa y Elaine les encanta jugar a ser Mata Hari! En cualquier caso, Wellington envía a Ben Biller y Lilian viajará con él. El joven no tiene ni idea de todas las intrigas familiares. Lily le está engañando, igual que Elaine a Tim.
Gwyneira se sintió algo más animada.
—¿Se refiere a que Lily viene aquí? ¿Con el niño…? ¿Cómo se llama, que no me acuerdo?
—Galahad —contestó George—. Un nombre muy extraño. Celta, ¿no? En fin, da igual… Sí, va hacia ahí. Y es muy probable que Elaine y Tim también. Kiward Station es un lugar mucho mejor para el reencuentro que mi pequeña casa. Prepárese, señorita Gwyn, porque tendrá todas las habitaciones llenas.
El corazón de Gwyneira dio un salto de alegría. ¡Todas las habitaciones ocupadas! Un bebé gritando por ahí, las bromas entre Lilian y Elaine… ¡Y Lily siempre había conseguido hacer reír hasta a Gloria! Sería maravilloso. Tal vez tendría que invitar a Ruben y Fleurette también…
—Ah, sí, quería pedirle otra cosa de parte de Maaka —prosiguió George en un tono más profesional que amistoso—. Haga el favor de despedir lo antes posible a ese Wilkenson y recoja las ovejas. Los meteorólogos y las tribus maoríes procedentes de las montañas anuncian fuertes tormentas. Amenaza una nueva bajada de las temperaturas en los Alpes. ¿Cómo es que ha dejado las ovejas allí, señorita Gwyn? Tan temprano…
Fue como un jarro de agua fría. El invierno regresaba… Tribus que bajaban a las llanuras porque su tohunga se temía la llegada de tormentas de nieve…
Gwyneira se despidió deprisa de George y se bebió otro whisky. Luego hizo lo que debía.
Jack llamó a la puerta de la habitación de Gloria. No había encontrado el último cuaderno de notas de Charlotte y solo podía tenerlo la muchacha. A fin de cuentas, ella misma le había mencionado uno de los escritos, así que debía de haber leído los textos.
Y tal vez la joven entablara una breve conversación. Jack se sentía solo tras la desagradable discusión con su madre. Así y todo, Gwyneira se había mostrado juiciosa e incluso parecía sentirse culpable en parte. Respecto al tema de Wilkenson, daba a su hijo la razón y había prometido sin mucho entusiasmo hablar también con Gloria. Pero la conversación en general había sido deprimente. Gwyneira tenía un aspecto tan enfermizo y ajado…, y se la veía totalmente desbordada con la nueva situación. Jack había intentado garantizarle su ayuda, aunque no sabía exactamente en qué consistiría. Antes, en un caso así, uno habría ido a caballo a Haldon, habría pedido una cerveza en la taberna y anunciado en voz alta que Kiward Station buscaba pastores. La mayoría de las veces, respondía uno y luego algún que otro aventurero. Pero ¿todavía se estilaba ahora eso? ¿Y sería capaz Jack de decidirse a actuar?
Gloria abrió apenas la puerta.
—Supongo que estás buscando esto… —Le tendió el borrador a través de la estrecha rendija y apenas se expuso a su mirada. Jack no percibió más que un atisbo de su rostro enrojecido. ¿Había llorado? Tenía revueltos los espesos rizos y parecía haberse estado atusando los cabellos en lugar de cepillándoselos.
—¿Sucede algo, Gloria? —preguntó Jack.
La muchacha sacudió la cabeza.
—Nada. Aquí… aquí tienes los apuntes.
Gloria cerró la puerta antes de que él acertara a hacer más preguntas. Jack se retiró cabizbajo. El cuaderno que sostenía parecía más grueso que los demás, no acababa de cerrar bien, como si hubiesen intercalado algo entre las páginas. Jack se lo llevó a la habitación y lo abrió a la luz de la nueva lámpara eléctrica.
Las imágenes le sobrecogieron.
Una ciudad oscura se destacaba ante un cielo sin estrellas. En las callejuelas entre las casas un diablo reía y un barco dejaba el puerto. Jack vio que había izado la bandera con la calavera y los huesos, pero la muerte era una muchacha desnuda. Sobre la cubierta había un joven que miraba fijamente al diablo. Belicoso, seguro de su victoria, mientras a la muchacha de la bandera le caían lágrimas de los ojos muertos.
Luego una joven en brazos de un hombre… ¿O era más bien el diablo de la imagen anterior? Se diría que la autora no se había decidido. El hombre sujetaba a la muchacha y la poseía, pero la joven no lo miraba. Los dos yacían en la cubierta de un barco y la mirada de la muchacha se dirigía hacia el mar, o hacia una isla lejana. No se quejaba, pero no disfrutaba en absoluto de la proximidad del hombre. Jack enrojeció al ver el miembro viril, demasiado grande, clavándose como un cuchillo entre las piernas de la joven indiferente.
Y otra ciudad más. Pero distinta a la anterior, esta vez con edificios más pequeños, un conjunto de casas. Entre ellas un salón de té o algo similar. Algo más parecido a los establecimientos orientales que a los cafés o tabernas europeos. El hombre bebía con el diablo. Y entre ellos, servida como un pescado sobre una bandeja, yacía la joven. A su lado, los cuchillos estaban listos. El diablo —se reconocía con claridad— tendía dinero al hombre. La joven no iba desnuda esta vez, pero su vestidito sencillo y gastado no hacía sino subrayar su indefensión. Su expresión era de incomprensión, de miedo.
A partir de entonces, las imágenes plasmaban pura crueldad. Jack contempló a la joven encadenada en el infierno, rodeada por diablos danzantes que la acosaban de modos siempre distintos. Jack se ruborizó ante los espantosos detalles que mostraban algunos. Estos se habían dibujado para luego tacharlos con los trazos rabiosos de un carboncillo negro: la imagen original solo se reconocía de forma vaga. La pluma había rasgado el papel en parte, tal vez debido a la intensidad con que Gloria había dibujado. Jack casi era capaz de sentir en su propia piel el horror de la chica.
Al final, tras una serie casi infinita de escenas espeluznantes, la joven estaba en una playa. Dormía, el océano estaba entre ella y los demonios. Pero más allá de la playa la esperaban nuevos monstruos. Los siguientes dibujos mostraban una nueva odisea a través del infierno. Jack se sobresaltó al ver la cabeza rapada de la joven que de una imagen a otra iba asimilándose cada vez más a la calavera de un muerto. En los últimos dibujos los rasgos de la joven eran irreconocibles, solo tenía huesos y las cavidades de los ojos. La chica, representada como un esqueleto, llevaba un vestido oscuro y una blusa blanca y cerrada. Subía a un barco y volvía a mirar hacia la isla que ya se percibía en las primeras imágenes.
Gloria había dejado que Jack la acompañara en su viaje.
—¡Estás loca! —La voz de Gloria resonó penetrante a través del salón mientras Jack bajaba las escaleras al día siguiente.
La muchacha estaba en frente de Gwyneira: otra de esas fastidiosas peleas, demasiado emocionales, entre bisabuela y bisnieta que ese día, precisamente, Jack necesitaba menos que nunca. De todos modos, Gwyneira no respondía del modo habitual. Tranquila —o más bien contenida—, dejó que el arrebato de Gloria siguiera su curso sin mostrarse afectada por ello. Jack observó pasmado que llevaba el traje de montar y las alforjas al hombro.
—¡Quiere ir a caballo a la montaña! —gritó Gloria, cuando vio a Jack. Estaba tan alterada que ni siquiera pensó en los dibujos ni se fijó en sus ojos enrojecidos por la falta de sueño—. Tu madre quiere ir a buscar las ovejas a la montaña.
Gwyneira los miró, arrogante.
—No me hagas quedar como una loca, Gloria —dijo sin perder la calma—. He cabalgado a la montaña más veces que vosotros dos juntos. Sé perfectamente lo que me hago.
—¿Y quieres ir sola? —preguntó Jack, estupefacto—. ¿Quieres ir sola a las laderas de los Alpes y recoger diez mil ovejas?
—Los tres pastores pakeha que quedan aquí me acompañarán. Y esta noche he estado con Marama…
—¿Qué estás diciendo? ¿Esta noche has ido a caballo hasta O’Keefe Station y has hablado con Marama? —Jack apenas si daba crédito.
Gwyneira lo fulminó con la mirada.
—Has sufrido grandes pérdidas en la guerra, Jack, pero hasta el momento creía que todavía no tenías problemas de oído. De acuerdo, repito: he hablado con Marama y nos envía a sus tres hijos. Lo que diga al respecto Tonga, le da igual. Es posible que se apunten algunos más, he ofrecido doblar la paga. Y ahora me marcho. Me llevó a Ceredwen, Gloria, si te parece bien. Está bien adiestrado.
Jack seguía en una especie de trance.
—Tiene razón, estás loca… —Nunca antes había hablado así a su madre, pero el plan de Gwyneira le parecía una monstruosidad—. Tienes más de ochenta años. ¡Ya no puedes conducir un rebaño!
—Puedo, si me veo obligada a hacerlo. He cometido un error y ahora tengo que enmendarlo. Los animales han de bajar de la montaña, amenaza tormenta. Y puesto que nadie está dispuesto ni es capaz de…
—Calla, madre; yo iré. —Jack se irguió. Un instante antes todavía se sentía cansado y desalentado, pero su madre tenía razón: haz lo que debas. Y no debía permitir que la obra de la vida de sus padres, y la herencia de Gloria, fuera destruida por una tormenta de nieve.
—Yo te acompaño —anunció la joven sin vacilar—. Con los perros, cada uno de nosotros vale por tres hombres. Y las ovejas se darán prisa por volver a casa.
Jack sabía que no sería así. Con el mal tiempo, los animales estarían desorientados y se dejarían manejar peor que de costumbre. Pero de todas formas, Gloria no tardaría en darse cuenta.
—¿Has mandado ensillar caballos de carga? —preguntó a su madre—. Y ahora no te pongas a discutir conmigo, el asunto está decidido. Nosotros nos vamos y tú lo preparas todo aquí. Busca en Haldon a alguien que te ayude, seguro que se puede organizar todo por teléfono. Y procura pedir avena y maíz; las ovejas tendrán que reponer fuerzas tras recorrer el camino en medio de la tormenta. Las llevaremos a los cobertizos de esquileo y a los antiguos establos de las vacas. Han de refugiarse de la lluvia. Y luego… Pero eso ya lo hablaremos más tarde. Gloria, revisa el contenido de las alforjas. Madre, dile lo que necesita. En cualquier caso, mucho whisky; hará frío. La gente necesita calentarse por dentro. Voy a la cuadra a buscar a los hombres.
Después de haber sido herido, era la primera vez que Jack pronunciaba tantas palabras seguidas, y además en ese tono. El cabo McKenzie había muerto en Galípoli. Se diría que, de golpe, había vuelto Jack McKenzie, el capataz de Kiward Station.