También sobre el poblado maorí brilló de nuevo el sol esa tarde y los hombres se reunieron para salir a cazar. Tal vez ninguno de ellos supiera con exactitud dónde había decretado Tonga un tapu y dónde no, pero el primogénito del jefe iba a la cabeza del grupo.
Por la noche informó a su padre acerca de los rebaños que pastaban alrededor del Anillo de los Guerreros de Piedra.
—No, no es una mera casualidad. Hay cientos de animales. La señorita Gwyn ha faltado a lo pactado.
A la mañana siguiente, un destacamento de hombres liderados por Tonga se dirigió a Kiward Station.
Gwyneira McKenzie dormitaba sobre unos papeles en el despacho. En los últimos tiempos eso le sucedía con frecuencia: el cansancio le impedía prestar la atención necesaria a todas las cuentas, facturas y justificantes. La contabilidad la había aburrido toda la vida. De hecho, llevaba tiempo considerando la posibilidad de forzar a Jack o a Gloria a encargarse de este asunto, pero hasta para eso le faltaba energía. Debido a ello, había depositado sus esperanzas en la joven esposa de Maaka, que, a fin de cuentas, había trabajado con Greenwood. Debía de manejarse bien con el papeleo.
—¿Señorita Gwyn?
Gwyneira salió de su ensueño y, para su horror, se encontró frente a unos guerreros reales y armados hasta los dientes. Claro que enseguida reconoció, al segundo golpe de vista, a Tonga, pero antes de que llegara a increparlo, tenía que calmar su desbocado corazón.
—¿Tonga? ¿Qué diablos te trae aquí?
—Más que diablos, lo que me trae aquí son los espíritus de nuestros muertos —respondió Tonga con voz grave.
Gwyneira sintió que en ella despertaba una rabia antigua. ¿Qué se había creído ese insolente, irrumpiendo en su casa con su clan y dándole un susto de muerte?
—¡Sea quien sea quien te trae por aquí, podría haber esperado tranquilamente hasta que Kiri o Moana te anunciara! Es una falta de educación presentarse así sin más y…
—¡Señorita Gwyn, nuestra demanda es urgente!
Los ojos de la anciana centellearon.
Tonga y sus hombres llenaban el pequeño despacho, que antes había sido una sala de recibir. Los guerreros se veían ridículos y fuera de lugar entre los elegantes y claros muebles lacados, pero estaban muy lejos de amedrentar a Gwyneira.
—¿Y eso? ¿Cómo es? ¿Existe la posibilidad de resucitar a los espíritus, asustando a una anciana? —La mujer estaba furiosa de verdad.
Tonga contrajo la boca en un gesto de enojo.
—¡No blasfeme! Lamento, por supuesto, haberla despertado. —La formación británica de Tonga volvió a manifestarse. En seis años de formación con Helen O’Keefe había aprendido unos modales que no se olvidaban fácilmente.
Gwyneira se levantó dignamente de la silla de su escritorio, cogió un portaplumas y reprodujo los gestos de la gerente de una granja ocupada en asuntos importantes.
—Sea como fuere, Tonga…
—Jefe, si no le importa. —Tonga le recordó el tratamiento formal.
Gwyneira puso los ojos en blanco.
—¿Cómo es posible que siempre vea delante de mí al crío con calzones y pies descalzos que solía pedirme caramelos cuando llegaba a Kiward Station?
Los hombres rieron detrás de Tonga, quien les lanzó una mirada amenazadora.
—Está bien, jefe. ¿Qué dicen los espíritus? —preguntó Gwyn, dando señales de impaciencia.
—Ha roto usted al pacto, señorita Gwyn. Las ovejas de Kiward Station están pastando en los lugares sagrados de los ngai tahu.
Gwyneira suspiró.
—¿Otra vez? Lo siento, Tonga, pero tenemos muy poco pasto. Cuando están hambrientos, los animales se vuelven más ingeniosos. Por deprisa que vayamos, se escapan antes de que hayamos reparado los cercados. ¿Dónde se habrán metido esta vez? Enviaremos a un hombre para que los traiga de nuevo aquí.
—Señorita Gwyn, no se trata de un par de docenas de ovejas descarriadas. Se trata de miles de animales que fueron conducidos a propósito a nuestras tierras.
—¿A vuestras tierras, Tonga? Según la resolución del gobernador… —A Gwyneira se le había agotado la paciencia.
—¡Tierras sagradas, señorita Gwyn! ¡Y una promesa que usted ha roto! Recuerde que me garantizó…
Gwyneira asintió. Tonga había pedido un par de favores cuando había permitido que James fuera enterrado en el círculo de piedras. Kiward Station tenía pastizales para dar y vender, y Gwyn había prometido de buen grado dejar vírgenes un par más de supuestos santuarios maoríes. Pese a ello, en los últimos años a los primeros se habían ido sumando otros lugares sagrados más.
—Estoy segura de que ha sido un despiste, Tonga. —Suspiró—. Quizás uno de los nuevos pastores que hemos contratado…
—¡O quizá Gloria Martyn! —bramó Tonga.
Gwyneira frunció el ceño.
—¿Tienes alguna prueba de ello? —Estaba furiosa con Tonga, pero si Gloria realmente se había atrevido a contravenir sus órdenes expresas…
Tonga la miró con frialdad.
—Apuesto a que no costará hallar las pruebas. Limítese a preguntar en los establos, seguro que alguien habrá visto u oído algo.
Gwyneira le dirigió una mirada iracunda.
—Yo misma preguntaré a mi bisnieta. Gloria no me mentirá.
Tonga resopló.
—Gloria no es conocida precisamente por su rectitud. Sus hechos contradicen sus palabras. Y no conoce respeto alguno por el mana.
Gwyneira dibujó una sonrisa perversa.
—¿Te ha contrariado? Lo lamento sinceramente. Y delante de toda la tribu, por lo que he oído decir… ¿Es verdad que no quiso casarse con tu hijo? ¿La heredera de Kiward Station?
Tonga se irguió cuan alto era e hizo ademán de dar media vuelta.
—¡Todavía no está todo dicho sobre la herencia de Kiward Station! Por el momento, a fin de cuentas, Gloria tampoco se ha decidido por ningún pakeha. ¡Quién sabe lo que nos depara el futuro!
Gwyneira suspiró.
—Por fin una frase con la que estoy completamente de acuerdo. Mantengámonos a la expectativa, Tonga, y dejemos de urdir planes. Por lo que sé, lo mismo aconsejan vuestros espíritus. Yo me ocupo de las ovejas.
Tonga se tranquilizó, pero no se marchó sin pronunciar la última palabra.
—Así lo espero, señorita Gwyn. Pues hasta que no se aclare este asunto, no habrá hombre de los ngai tahu que aparezca por Kiward Station. Nos ocuparemos de dar de comer a nuestros propios rebaños y de cultivar nuestros propios campos.
Dicho esto, marchó orgulloso al frente de su delegación hacia la entrada principal de la mansión.
Gwyneira llamó a Gloria.
—¡No importa cuáles eran vuestras intenciones ni lo que es o no es tapu! —exclamó Gwyneira fuera de sí, mientras Gloria y Jack permanecían frente a ella como dos niños que se hubieran ganado una regañina. Ambos se avergonzaban de su actitud sumisa, pero cuando Gwyneira se encolerizaba todavía lograba echar chispas—. ¡No tendríais que haber incumplido mis indicaciones! ¡Tonga se ha plantado aquí y yo no sabía nada de nada! ¿Qué debería haberle dicho?
—Que en un caso de urgencia, tuviste que faltar temporalmente a la promesa que le hiciste en unas condiciones totalmente distintas —aclaró Jack—. Lo lamentas, pero estás en tu derecho.
—¡Yo no he faltado a mi promesa! —exclamó Gwyneira dignamente.
—Pero tu bisnieta y heredera sí. Después de acordarlo con la ministra plenipotenciaria de los dioses, si se me permite la expresión. Rongo Rongo dio su bendición…
—¡Aquí no se trata de la bendición de Rongo Rongo, sino de la mía! —replicó Gwyneira—. Gloria no tiene ningún tipo de poder de decisión. ¡Y tú has renunciado a tu puesto de capataz, Jack! ¡Así que no me vengas con exigencias! ¡Mañana me lleváis las ovejas a la montaña! O no, vosotros dos os quedáis en casa. A saber qué se os pasa por la cabeza…
—¿Arresto domiciliario, abuela Gwyn? —preguntó Gloria con insolencia.
Gwyneira la miró enfadada.
—Si quieres llamarlo así… Te comportas como una niña pequeña. Así que no te quejes cuando te tratan como tal.
—Tendríamos que haberlo manejado de otro modo —dijo Jack, mientras ambos contemplaban impotentes cómo Maaka y los pastores pakeha que habían quedado reunían primero las ovejas y luego las conducían hacia el oeste—. No anda equivocada del todo. Deberíamos haber actuado con franqueza.
—No tiene razón —replicó Gloria con un gesto de impaciencia—. Y para ella, ya no se trata de las ovejas ni del tapu ni de nada de eso. Todo ha pasado tal como habíamos previsto. La supuesta profanación ya se había producido y la tierra no era virgen. Y si Tonga se negaba a enviarnos a sus trabajadores…, pues muy bien, entonces tampoco habríamos contado con gente suficiente para sacar las ovejas del tapu. La abuela Gwyn habría conseguido que Tonga se ahogara con su propia cuerda. Pero no quería. ¡Quería colgarme a mí!
Gwyneira se preguntaba cómo había llegado todo a tal situación. Quería a Gloria con toda su alma y, sin embargo, no hacía más que pelearse con ella. Pero es que no soportaba ese odio en los ojos de la muchacha ni esa expresión amarga, que le recordaba a su hijo Paul y que surgía cada vez con mayor frecuencia a medida que Gloria se hacía mayor. Antes era diferente. Antes también veía la expresión dulce de Marama en los rasgos de la joven.
Ese día Gwyneira no había aguantado permanecer encerrada en casa. Allí Gloria y Jack se parapetaban en sus respectivas habitaciones y, por añadidura, este no hacía más que bajar una caja tras otra con las pertenencias personales de Charlotte McKenzie Greenwood. Eso le recordó dolorosamente el tiempo en que Jack y Charlotte habían sido felices, en que en la casa resonaban las risas y se esperaba la llegada de descendencia. Ahora, sin embargo, solo reinaban la tristeza y el resentimiento. Gwyneira recorría los establos y corrales vacíos. Todos los hombres estaban en la montaña, solo se habían quedado con ella unos pocos pakeha que se reunían sarcásticos en torno a Frank Wilkenson. Por fortuna, Maaka todavía estaba ahí. El capataz había ido a trabajar como cada día pese a la orden de su jefe. También había intentado que Gwyneira cambiara de decisión.
—Señorita Gwyn, por el momento parece que el tiempo ha mejorado, pero puede variar, acaba de empezar octubre. Los animales están recién esquilados, si vuelve a bajar la temperatura no aguantarán ni dos semanas en la montaña. ¡Deje que Tonga proteste, ya se tranquilizará otra vez!
—No se trata de Tonga —insistió Gwyneira—, se trata de mi autoridad. Yo cumplo mis promesas y exijo que los demás sigan mis indicaciones. Así pues, ¿te marchas ahora, Maaka, o prefieres que pida a Wilkenson que conduzca él las ovejas?
Maaka había hecho un gesto de resignación. Y Gwyneira se sentía más sola que nunca. Se dirigió a los caballos y les puso algo de heno. Gloria se ocupaba de alimentar a los animales, era de esperar que lo hiciera. Desde su último enfrentamiento la muchacha permanecía de morros en su habitación, pero los caballos le gustaban mucho.
Gwyneira, ensimismada, acarició la frente de Princess, la yegua poni. Todo había empezado con ella. Gwyneira se maldijo una vez más por haber permitido a Gloria que se fotografiara a lomos del animal como una niña asilvestrada. Seguía estando convencida de que eso había sido el motivo de que los Martyn pensaran que la pequeña no recibía suficiente formación. Y luego, el segundo error… Gwyneira recordaba demasiado bien la expresión de Gloria cuando había preguntado por el potro de Princess. Jack le había prometido el caballo. ¿Cómo había podido ella regalárselo a Lilian? Y ahora pronto llegaría otro potro por el que Gloria no mostraba el menor interés.
Gwyneira acarició al caballo.
«Es probable que todo sea por mi causa. —Suspiró—. Seguro que tú no tienes la culpa».
Ignoraba que justo Princess sería, al cabo de pocos días, causa de un nuevo conflicto.
Los hombres habían regresado y volvía a llover. Se trataba de una cálida lluvia de primavera, pero no por ello menos molesta. Los trabajadores permanecían en el henil y jugaban a las cartas. Jack seguía revisando los apuntes de Charlotte, pero Gloria suponía que a él le sucedía lo mismo que a ella con las cartas de Galípoli. Le resultaba insoportable hacerlo todo de una sola vez. Era probable que Jack pasara el tiempo en las habitaciones de Charlotte sumido en sus pensamientos y sin hacer nada.
Gloria, por su parte, intentaba atenerse a cierta rutina. Si permanecía encerrada, rellenando cuadernos con esos lúgubres dibujos, se volvería loca. Así que se dedicaba aplicadamente a adiestrar a los perros y llevaba a Ceredwen de paseo. Princess pronto pariría el potrillo…
La muchacha, que en ese momento pasaba por el patio a caballo, echó un vistazo a los corrales. La yegua poni se encontraba entre dos cobs en un cercado cuyo terreno, antes cubierto de hierba, se había convertido en un cenagal intransitable. Para las yeguas cob eso carecía de importancia. Andaban por ahí estoicamente y se protegían de la lluvia y el viento gracias a un espeso pelaje. Princess, por el contrario, daba la impresión de estar incómoda. Gloria observó que tensaba el lomo y temblaba. Ahí estaba pasando algo.
Gloria recurrió al primer trabajador que encontró a mano en los corrales. Se trataba de Frank Wilkenson, al parecer de vuelta del retrete y de camino a la timba que los hombres jugaban en el henil.
—Señor Wilkenson, ¿podría por favor sacar a Princess y darle algo de avena? Luego la taparé, está temblando de frío.
Wilkenson sonrió desdeñoso.
—Señorita Gloria, los caballos no tiemblan de frío. —Acentuó el tratamiento como si a la joven no le correspondiera esa fórmula de cortesía—. Y no nos sobra el forraje, está racionado.
Gloria hizo acopio de paciencia.
—Sus caballos de tiro y los Welsh cobs no se mueren de frío. Pero Princess tiene una alta porción de purasangre, la piel suave, el pelaje sedoso y apenas tiene pelo en las cuartillas. Estos caballos se quedan calados hasta los huesos cuando llueve tanto tiempo. Así que, por favor, guarde al animal, tal como le he dicho.
Wilkenson rio. Gloria se percató sobresaltada de que estaba bebido, al igual que los otros hombres, que entretanto habían advertido que algo sucedía y los miraban desde los cobertizos.
—¿Y si lo hago, señorita Pocahontas? ¿Qué gano yo con ello? ¿Volverá a enseñarnos su faldita de lino seco?
Tendió la mano sonriente hacia el cabello húmedo de Gloria y retorció un mechón entre los dedos.
Gloria buscó su cuchillo, pero no lo llevaba con ella. Justo ese día… Se había olvidado de sacarlo del bolsillo de su vieja chaqueta de piel y de meterlo en el del impermeable. Además se había quitado el pesado y mojado abrigo encerado cuando llevaba el caballo al establo. Gloria se maldijo por su falta de precaución. Había empezado a sentirse segura. Un error por su parte.
—¡Quíteme las manos de encima, señor Wilkenson! —Habló con toda la firmeza y autodominio que le fue posible, pero la voz le tembló.
—Vaya, ¿y si no lo hago? ¿Me lanzarás una maldición, princesita maorí? Lo soportaré. —En un abrir de cerrar de ojos la tenía agarrada por los brazos—. ¡Ven, Pocahontas! ¡Dame un beso! ¡A cambio te guardo tu caballito!
Gloria empezó a agitar la cabeza de un lado a otro y mordió al hombre, que la apretaba ahora riéndose contra un par de balas de paja. Nimue y los cachorros ladraban, Ceredwen cambiaba inquieta el peso de un casco al otro. Los hombres gritaban alborozados en el henil.
De repente, la puerta se abrió de par en par. Jack McKenzie estaba en la entrada, tirando de Princess con una correa. Por una fracción de segundo se quedó mirando el alboroto que reinaba en el establo, luego se plantó en dos zancadas junto a Gloria mientras el poni volvía hacia fuera perplejo. Jack dio media vuelta a Wilkenson y no se lo pensó demasiado: el gancho de derecha acertó de pleno.
—Usted no va a guardar nada —declaró—. Queda despedido de inmediato.
Wilkenson pareció considerar por unos segundos la idea de devolver el golpe. No era más alto que Jack, pero pesaba unos kilos más y sin duda era más fuerte. Pero luego estimó que era demasiado arriesgado meterse con el hijo de Gwyneira. Retrocedió y mostró una sonrisa burlona.
—¿Y quién dice que la ratita se haya quedado de brazos cruzados? —preguntó.
Jack volvió a propinarle un puñetazo, tan deprisa y con tanta precisión que tomó por segunda vez desprevenido a Wilkenson. Gloria, con un brillo de locura reluciendo en sus ojos, agarró de forma instintiva un cuchillo para desatar las gavillas que colgaban junto a la puerta del henil. Se acercó a Wilkenson, que en esos momentos se levantaba trabajosamente. El hombre había caído mal y parecía haberse hecho daño en el brazo derecho, así que intentaba ayudarse con el izquierdo.
—Vamos, pequeña, podemos hablarlo…
Gloria parecía estar a kilómetros de distancia. Se acercaba lentamente hacia el hombre con el cuchillo desenvainado, como si tuviera que cumplir una misión sagrada.
Jack percibió el brillo en sus ojos. Lo conocía. Con esa mirada fanática, y sin embargo vacía, los hombres habían saltado fuera de las trincheras sin otra idea en la mente que no fuera la de matar.
—¡Gloria…! ¡Gloria, esta desgracia humana no lo merece! ¡Gloria, deja el cuchillo!
La joven parecía no oír a Jack y este tenía que tomar una decisión. Gloria sabía lanzar un cuchillo. Jack la había observado cuando lo practicaba. Como un juego, cuando era pequeña, y también en los últimos meses, aunque de forma menos lúdica. Jack la había contemplado a escondidas y habría jurado que se lo tomaba muy en serio.
Tenía que detenerla, pero no quería agarrarla del brazo. No podía permitirse ser el siguiente hombre que la agarrara o la tocara sin permiso. Jack se interpuso entre la joven y Frank Wilkenson.
—Gloria, no lo hagas. No todos son iguales. Soy Jack. No quieres hacerme daño.
Por un segundo creyó que no lo reconocía, pero entonces la luz volvió a los ojos de la joven.
—Jack, yo… —Gloria se arrojó sollozando a una paca de heno.
—Tranquila… —Jack hablaba con dulzura, pero todavía no se atrevía a tocarla.
En lugar de ello se volvió hacia Wilkenson.
—¿Va para largo? ¡Mueva el culo y desaparezca de esta granja!
Se diría que Wilkenson no era plenamente consciente del peligro. Siguió mirando a Jack con rabia.
—Pero le voy a dejar una cosa clara, McKenzie. Si me largo, me llevo como mínimo tres hombres…
Volvió la vista a Tailor y otros compañeros de borracheras.
—¿Se refiere a esos desgraciados del henil? —preguntó Jack con un gesto de indiferencia—. No hace falta que se tome la molestia, también ellos están despedidos. No se esfuerce, ya he oído cómo vitoreaban a gritos. Dime con quién andas… ¡Y ahora, fuera de aquí! ¡Ayudad a vuestro estupendo cabecilla a levantarse y a montar, y largaos!
Jack esperó hasta que los hombres se pusieron en movimiento farfullando. Tailor ayudó a Wilkenson a ponerse en pie.
—Ven, tenemos que guardar a Princess —dijo Jack a Gloria—. Vuelve a estar fuera.
Gloria temblaba.
—Antes… Antes tengo que desensillar a Ceredwen —susurró ella.
Primero el caballo, luego el jinete. Gwyneira se lo había inculcado a todos sus hijos y nietos prácticamente desde el primer instante de vida. Nadie debía perder los nervios mientras hubiera un caballo que cepillar.
Jack asintió.
—Entonces me encargo de Princess. ¿Puedes quedarte sola?
Gloria empuñó el cuchillo y le dirigió una mirada que Jack no supo interpretar.
—Siempre estaba sola… —dijo luego en voz baja.
Una vez más, Jack reprimió el deseo de estrecharla entre sus brazos. A la niña perdida y a la mujer ultrajada. Pero Gloria no querría. Jack ignoraba qué veía ella en él para estar todavía tan lejos de darle su confianza.