Jack McKenzie nunca había discutido tan violentamente con su madre como esa noche.
—¿Cómo puedes cederle primero la supervisión del cobertizo y luego desacreditarla? Lo más probable es que Gloria tuviera toda la razón. ¡Bob Tailor es un desgraciado!
—Todos sabemos que no es un angelito —contestó Gwyneira, mientras doblaba su servilleta—. Pero Glory tiene que aprender a no hacer caso de un par de tonterías. Dios mío, cuando yo era joven, también me tiraban los tejos. Solo son hombres. No han asistido a ningún curso de urbanidad.
—¿Y qué ocurre si las cosas se han desarrollado de manera totalmente distinta? ¿Por qué Frank Wilkenson interviene en favor de ese tipo? ¿Tenía algo que ver? Al menos podrías haber escuchado la versión de Gloria. E incluso si su decisión fuera incorrecta, ella se encargaba de supervisar el esquileo, su palabra era ley. Siempre lo hemos hecho de este modo. O confías en ella o no confías. —Jack alejó el plato y pensó en Gloria, que una vez más se había levantado sin comer. Sin embargo, después de todo un día de fatigoso trabajo, tenía que estar realmente hambrienta. Así no dejaría de adelgazar. Jack pensó en su rostro, que no solo había reflejado cólera esa noche, sino pura desilusión.
—Esta es justamente la cuestión, Jack. No sé si puedo confiar en ella —respondió Gwyneira—. ¡Es tan rebelde, le tiene tanta rabia a todo el mundo! En la granja no se las apaña bien, y es evidente que tampoco con los maoríes. Algo pasa con esa chica…
—Madre… —Jack no sabía cómo decirlo. En verdad no debía decir nada. Sería traicionar a Gloria, sería casi como abusar de su confianza. De acuerdo: ella no le había contado su historia. Lo que él creía saber procedía de terceras personas. Pero ¿quién era él para exponer algo que ni la misma Gloria confesaba?
A la mañana siguiente, salió de su encierro y cabalgó hasta el cobertizo. En realidad no quería entrar; tampoco sabía qué hacer para ayudar a Gloria. A fin de cuentas, el hecho de que él cogiera el mando no sería menos desalentador. Pero algo tenía que pasar.
Jack empujó la puerta y casi se sintió golpeado por las sonoras protestas de las ovejas y los gritos de los hombres dando sus resultados a Gloria. Notó en las mucosas el polvo del cobertizo y luchó por contener la tos. Buscó a Gloria, que estaba en pie en el centro del recinto, junto a la pizarra. Se la veía pequeña y frágil. En la primera fila de esquiladores trabajaban Frank Wilkenson y Bob Tailor.
—Jack… —Gloria no parecía saber si tenía que alegrarse o indignarse. ¿Lo había enviado Gwyn para relevarla?
Él sonrió levemente.
—Yo… Quería comprobar si todavía me acuerdo —dijo en voz tan alta que Wilkenson y los otros esquiladores de primera clase lo oyeron—. ¿Me abres una cuenta?
Un par de los más antiguos esquiladores aplaudió. Jack McKenzie había formado parte de los mejores.
También Gloria lo sabía. Le dirigió una sonrisa desgarradora.
—¿Estás seguro?
Jack asintió.
—No creo que pueda ganar. ¡Pero participo! —Cogió los utensilios necesarios y se buscó un lugar donde trabajar—. Vamos a ver cuánto he olvidado…
Jack agarró la primera oveja y la volteó patas arriba con un gesto rutinario. Por supuesto, no había olvidado nada. Había realizado ese gesto miles de veces. Sus manos volaban por el cuerpo del animal.
Hacia mediodía, Jack estaba agotado, pero ya le llevaba diez ovejas de ventaja a Wilkenson, si bien en el recuento general el profesional Rob Scheffer iba a la cabeza.
Jack dejaba sola a Gloria de mala gana, pero sabía que si seguía ahí tendría una recaída. Los pulmones le ardían y estaba extenuado. Así que volvió a pedir disculpas pretextando de nuevo el trabajo con el legado de Charlotte.
—¡Y que vuestra jefa no tenga motivo para avergonzarse de vosotros! —se despidió, lanzando una mirada penetrante a Wilkenson—. Es la primera vez que la señorita Gloria hace este trabajo, pero pronto tomará ella las riendas de la granja. Creo que si ganáis, mandará abrir un barril más.
Al salir recibió una mirada de agradecimiento por parte de la muchacha.
Por la noche, Gloria se cambió para cenar, pese a que le desagradaba la idea de encontrarse con Gwyneira. Era posible que volviera a tener que dar cuentas de algún asunto cualquiera. De hecho, por la tarde Wilkenson había intentado otra vez cuestionar las anotaciones de Gloria, pero en esta ocasión toda la cuadrilla de esquiladores se había puesto en contra de él.
—Hasta ahora no he visto ninguna irregularidad —declaró Rob Scheffer—. ¡A lo mejor tendrías que apañártelas para esquilar más deprisa!
Gloria no entendía por qué, pero tras la asistencia de Jack se había ganado el respeto de los trabajadores.
Abandonó cansada su habitación y se sorprendió al descubrir que Jack estaba esperándola. Daba la impresión de que todo le dolía, tenía los músculos resentidos tras el inhabitual ejercicio, le lloraban los ojos del polvo del cobertizo y cuando digirió la palabra a Gloria tuvo que reprimir las ganas de toser.
—He perdido la costumbre de hacer algo bueno —bromeó cuando Gloria lo miró preocupada—. Espero que te apetezca la carne asada. Ah, sí, y llévate una chaqueta. Hoy comemos con los esquiladores. Madre ha ofrecido un carnero y nosotros llevamos un barril de cerveza. Ya ha llegado el momento de sentarnos con todos junto a la hoguera.
—Pero tú… —Gloria se interrumpió. Tal vez eran imaginaciones suyas, pero le había parecido que Jack evitaba la compañía masculina tras Galípoli.
Jack la tomó de la mano y Gloria se sobresaltó al sentir el roce, pero venció sus miedos. El hombre entrelazó suavemente los dedos con los de la chica.
—Lo conseguiré —dijo—. Y tú también.
Aterrada, Gloria ocupaba un lugar junto al fuego con los hombres y contestaba a sus bromas solo con monosílabos, pero eso no evitaba que los esquiladores brindaran a su salud por haberles regalado el barril de cerveza. Los más antiguos entre ellos todavía recordaban la infancia de Gloria en la granja y se burlaban de su refinada educación en un internado inglés.
—¡Sed amables con la señorita! —aconsejaban a los hombres, en su mayoría más jóvenes, del cobertizo tres—. O volverá a huir de nosotros. Ya nos temíamos que no fuera usted a volver, señorita Glory. ¡Pensábamos que se casaría ahí con un lord y a vivir en un castillo!
Gloria consiguió esbozar una sonrisa.
—¿Qué iba a hacer yo en un castillo sin ovejas, señor Gordon? —preguntó—. Estoy precisamente donde quería estar.
Se encontraba excepcionalmente animada cuando Jack la acompañó hasta la puerta de su habitación. Habían dejado el fuego del campamento al ver que empezaba a llover de nuevo. Gloria volvía a luchar con su cabello, que con la humedad todavía se le encrespaba más. La joven intentaba en vano peinárselo hacia atrás, mientras volvía a dar las gracias a Jack.
—Te lo tendrías que afeitar, y asunto resuelto —observó Jack sonriente, y se quedó perplejo al ver que Gloria de repente empalidecía.
—¿Lo encontrabas bonito cuando…?
Jack pensaba en las imágenes de muchachas modernas con el cabello corto, no había ninguna indirecta en su inocente observación. Gloria, no obstante, vio los rostros de todos los hombres que se habían sentido movidos a tener relaciones con ella al ver su cabeza rapada, y la sangre se le congeló en las venas.
—Yo siempre te encuentro bonita… —añadió Jack, pero Gloria ya no oía nada más. Se encerró horrorizada en su habitación y cerró la puerta tras sí.
Gloria necesitó dos días antes de ser capaz de volver a ver a Jack. Este, que no comprendía en absoluto qué sucedía, se disculpó varias veces, pero pasó mucho tiempo hasta que la muchacha se relajó de nuevo. Solo entonces comprendió que Jack tal vez había utilizado la palabra «afeitar» en broma y recordaba que de niña llevaba el pelo cortísimo. Se reprendió una vez más por haber sido tan tonta, pero no supo qué explicación darle a Jack. Al final ninguno de los dos le dio más vueltas al tema.
El esquileo transcurrió entretanto sin más incidentes y el cobertizo tres ganó, en efecto, el campeonato. Los hombres no cabían en sí de alegría, pero Gloria se negó violentamente cuando intentaron llevar sobre los hombros a su «jefa» y dar una vuelta al cobertizo para celebrar el día. Jack intervino y le sujetó diplomáticamente el estribo del caballo. Rob Scheffer, el vencedor absoluto, condujo a Anwyl alrededor del cobertizo mientras los otros berreaban, más que entonaban, Porque es un muchacho excelente. Jack, que ya había temido que surgieran tales complicaciones y solo por eso se había unido con desgana al grupo, la saludó, y Gloria pudo reír y celebrar el triunfo alegremente con todos. La abuela Gwyn se mostró por fin satisfecha.
Tras la celebración, cuando las cuadrillas de esquiladores se marcharon, la euforia descendió. Volvía a llover y Jack y Gloria se hallaban desconcertados en los rediles, contemplando a las ovejas sin lana. Gywneira había dado indicaciones de que condujeran a los animales a las montañas en cuanto el frente de mal tiempo —en su opinión el último— desapareciera.
—Están muy delgadas —dijo Gloria, preocupada—. En general no están así, ¿verdad?
Jack le dio la razón.
—Tras el invierno y con la escasez de comida están más delgadas. Las ovejas madre dedican todos sus recursos a los corderos. Pero la situación no es crítica. Un par de semanas en el pastizal y volverán a engordar.
—Ojalá hubiera donde pastar —murmuró Gloria—. Por el momento solo se están congelando. Tienen frío, ¿verdad?
Jack asintió.
—Con lo delgadas que están y sin la lana… Era demasiado pronto para esquilarlas, y sobre todo es temprano para subirlas a la montaña. ¿Qué dice Maaka de todo esto?
Gloria resopló.
—Solo piensa en su boda. Y desde ese punto de vista ya le conviene que las ovejas se vayan. Así no tendrá remordimientos si deja sola a la abuela con las ovejas y ese impresentable de Wilkenson. No cabe duda de que está mal de la cabeza. Pero espero que la abuela Gwyn no vuelva a comportarse como una tonta…
—¡Gloria! —exclamó Jack—. Tu abuela no es tonta.
La joven arqueó las cejas en un gesto de duda.
—En cualquier caso, Maaka se marchará a Christchurch en cuanto tenga oportunidad —señaló.
Weimarama, la hermosa hija de Reti, había acabado por aceptar la petición de matrimonio de Maaka; pero era cristiana e insistía en casarse según el rito pakeha. Maaka estaba tan loco por ella que incluso quería ser antes bautizado. En cualquier caso, se había planeado celebrar un montón de fiestas cristianas en Christchurch. A continuación, se daría la bienvenida a la novia en el marae del novio, es decir, se realizarían más festejos entre los ngai tahu. Como era de esperar, Maaka había invitado a Gwyneira y Jack y, tras dudar un poco, amplió la invitación a Gloria.
—Si le apetece a usted, señorita Glory —dijo—. Naturalmente, tengo que invitar a Tonga y Wiremu, pero…
La muchacha había aceptado sin gran entusiasmo. En primer lugar había que solucionar el problema de las ovejas. Y a ese respecto tenía planes determinados.
—¿Qué sucedería si simplemente las sacamos a pastar? —preguntó a Jack—. Por el resto de los pastizales de Kiward Station. Sin tener en cuenta el tapu de Tonga. ¿Mejoraría la situación?
—Claro que mejoraría —respondió él haciendo una mueca—. Incluso en condiciones excelentes perderíamos animales si las ovejas paren en la montaña. Es evidente que al pie de los Alpes hace más frío que aquí, y además solo dos pastores como máximo se quedan con los animales. Apenas se cuenta con ayuda para el parto. Pero si dejamos pastar a las ovejas madre junto al Anillo de los Guerreros de Piedra…
—En otra parcela de terreno que Tonga reclama hay bosque y cuevas naturales —añadió Gloria—. Ahí tendrían también refugio. Jack, ¿por qué no les presentamos el hecho consumado a Tonga y la abuela? Con los cuatro cachorros y Nimue habremos sacado a todas las ovejas en una noche. Por la mañana ya se habrán comido la hierba; entonces podremos decir que ya está, de todos modos, profanado el territorio.
Jack reflexionó.
—Eso nos dará muchos quebraderos de cabeza —objetó.
—Jack, ¡piensa en los corderos! —imploró Gloria—. Ahí arriba se morirán de frío. Si dejamos que agoten primero los pastos de Kiward Station, ganamos cuatro semanas. Para entonces hará mejor tiempo.
Jack no tenía ningunas ganas de enfrentarse a Gwyneira. Pocas semanas antes le habría dado casi igual lo que pasara con los animales. Pero casi doscientas de esas flacas figuras que balaban como almas en pena habían aguantado el esquileo entre sus muslos. Además, pronto los pastizales estarían llenos de diminutos corderos. Él había sentido sus movimientos en los vientres de las ovejas madre al afeitarlas. Jack recordó la enorme satisfacción que se sentía cuando uno ayudaba a dar a luz gemelos que se habían atascado y no podían nacer. Incluso en razas robustas no era extraño que surgieran complicaciones en el alumbramiento. Esa era la razón por la que Gwyneira dejaba que los animales pariesen en la granja y los soltaba después. Hasta ese año… Jack asintió.
—Bien, Gloria. Pero actuaremos con mucho sigilo. Primero llevamos este grupo a los establos de las vacas que hay junto al poblado maorí. Ahí entrarán en calor. Y si hoy por la noche no llueve, los sacamos. Desde los establos no se ven los demás rediles, así que nuestro amigo Wilkenson no podrá irse de la lengua. Y a Maaka tampoco le decimos nada, aunque es probable que se ponga de nuestra parte: con boda o sin ella, quiere a sus ovejas. Venga, ¡llama a los perros!
Deslizarse fuera de la casa y sacar a los caballos del establo fue toda una aventura, y tal vez algún trabajador de la granja se percatara de lo último. A Gloria se le agolpaba la sangre en el rostro solo de pensarlo: la gente volvería a cotillear sobre el paseo nocturno a caballo con Jack. Pese a ello, luego casi disfrutó de la cabalgada bajo el cielo estrellado a su lado. Hacia el anochecer las nubes se habían disipado, así que la luna iluminaba un poco el camino.
—Ahí está la Cruz del Sur, ¿la ves? —preguntó Gloria, señalando una vistosa constelación—. La señorita Bleachum me la enseñó. Es guía de navegantes…
—¿Y a ti te sirvió en Australia? —preguntó Jack en voz baja—. En Galípoli había gente del outback. Decían que era hermosísimo, pero extenso y peligroso…
Gloria se encogió de hombros.
—Yo no lo encontré bonito —respondió lacónica—. Esto sí es bonito.
Ante ellos se alzaba el Anillo de los Guerreros de Piedra. Los perros habían despertado muy deprisa a las somnolientas ovejas y las hacían avanzar animadamente. La cabalgada no había durado ni una hora y en esos momentos las ovejas madre se dispersaban comiendo satisfechas alrededor del círculo de piedras. Jack rodeó el lugar sagrado con alambre de espino que había llevado.
—¿Crees que el espíritu del abuelo James está aquí realmente? —preguntó Gloria, mientras le ayudaba a tender el alambre entre las enormes piedras. No era miedosa, pero las sombras de los guerreros de piedra a la luz de la luna le provocaban una extraña sensación.
Jack asintió con gravedad.
—¡Pues claro! ¿No lo oyes reír? Padre experimentaba una pícara alegría con estas historias. Recordaba que por las noches, en los pastizales de la montaña, se apropiaba de las ovejas de las granjas grandes, mientras los pastores jugaban a las cartas en los refugios. Sea lo que sea lo que diga madre mañana, James McKenzie estaría orgulloso de nosotros.
Gloria sonrió.
—¡Hola, abuelo James! —gritó al viento. Jack se esforzó por contener las ganas de abrazarla.
La hierba parecía responder con un susurro.
Ambos, con los perros, estuvieron trabajando hasta la mañana repartiendo por diversos pastizales las aproximadamente cinco mil ovejas. Jack cayó rendido en la cama y concilió por fin un sueño profundo, sin sueños y sin recuerdos de Charlotte o Galípoli.
Gloria dormitó intranquila. Esperaba que de un momento a otro un rapapolvo la sacara de la cama, pero no pasó nada. Sin embargo, por la mañana los pastores forzosamente se habrían percatado de la ausencia de las ovejas, pues, a fin de cuentas, había que darles de comer.
En realidad, los trabajadores no acudieron enseguida a Gwyneira, sino que se dirigieron a Maaka. Este, ya entrada la mañana, llamó a la puerta del dormitorio de Jack. Tras la noche clara, la mañana estaba brumosa y volvía a llover.
—He encontrado las ovejas —anunció con brevedad el maorí—. Solo quería decirte que no se lo contaré a Tonga. Sugerí que los animales pastaran allí hace tres meses, no solo a la señorita Gwyn, también hablé con Tonga. Y con Rongo Rongo.
—¿Quizá también con los espíritus? —preguntó Jack—. Chico, la semana próxima vas a bautizarte.
—Esto no aleja a los espíritus del mundo —replicó Maaka, resignado.
Jack rio.
—En cualquier caso —prosiguió Maaka—. Rongo no tenía ningún tipo de inconveniente. Tonga, por el contrario, se comportó como si Te Waka a Maui fuera a convertirse de repente en una canoa y marcharse por el agua si una oveja se comía una pequeña brizna de hierba sagrada. No te lo tomes muy a pecho. Si tenéis suerte, se dará cuenta cuando yo ya me haya marchado y entonces no podrá hacer nada. Solo no logrará traer de vuelta a los animales y los pakeha andan bastante perdidos sin dirección. Claro que Wilkenson…
—Ese solo está esperando a ocupar tu puesto —advirtió Jack.
Maaka rio irónico.
—Es lo último que Tonga desea. Un capataz maorí le conviene mucho más. ¿Cuándo vuelves por fin, Jack? ¡La granja te necesita!
Jack frunció el ceño.
—Ya estoy aquí.
Maaka sacudió la cabeza.
—Tu cuerpo está aquí —puntualizó—. Tu alma está en dos playas: una en la isla Norte y la otra en ese país…, ni siquiera sé pronunciar el nombre. En cualquier caso es un lugar malo para tu alma. ¡Vuelve de una vez a casa, Jack!
Para distraer sus pensamientos, Jack empezó entonces a revisar las cosas de Charlotte. Abrir los cajones, sacar su ropa blanca y colocar sus pertenencias en cajas para llevarlas a la beneficencia fue un tormento. Jack encontraba hojas de rosa y lavanda secas y veía a Charlotte ante sí, extendiendo con esmero las hojas sobre papel secante y poniéndolas al sol.
Jack encontró su papel de carta y el comienzo de un texto dirigido a la Universidad de Dunedin. Cuando lo leyó, las lágrimas inundaron sus ojos. Charlotte ofrecía a la Facultad de Lingüística el resultado de sus investigaciones. Caleb Biller tenía razón. Ella quería donar sus apuntes. Y se había temido no volver más de ese viaje a la isla Norte. Lo que ignoraba era que Jack, años más tarde, iba a ordenar su legado. Él se sentía culpable. ¿Qué más iba a descubrir?
En el rincón más escondido del secreter de su esposa había un paquetito:
«Jack».
Él leyó su nombre escrito en la letra grande de Charlotte. Abrió el paquetito temblando y de él cayó un pequeño colgante de jade. Así que Charlotte no lo había perdido en el mar. Lo había dejado ahí. Para él. Por vez primera, Jack lo contempló con mayor detenimiento y comprobó que la piedra de jade representaba dos figuras entrelazadas. Papatuanuku y Ranginui, el cielo y la tierra, antes de que los separasen. Jack extendió la hoja en que estaba envuelto el amuleto.
Ten en cuenta que el sol no pudo brillar hasta que Papa y Rangi fueron separados. Disfruta del sol, Jack.
Con amor.
CHARLOTTE
Jack lloró a Charlotte esa tarde por última vez. Luego abrió la ventana y dejó que entrara el sol.