6

Tras un pesado día con la familia de Elaine en el que tanto esta como sus hijos tuvieron que enseñarle sin falta todos sus caballos y perros, Jack cogió el tren nocturno hacia Christchurch. En la estación un hombre alto y delgado, de cabello claro y rostro alargado, se dirigió a él. Jack no recordaba su nombre, pero el hombre se presentó cortésmente.

—¿Señor McKenzie? Soy Caleb Biller. Nos hemos visto en alguna ocasión. Mantuve un par de interesantes conversaciones con su esposa cuando estuvo aquí.

Jack lo reconoció y le tendió la mano.

—Encantado de volver a verle, señor Biller. Ya sabrá que Charlotte… —Todavía le dolía hablar de ello.

Caleb Biller asintió.

—Su esposa murió hace unos años. Lo siento mucho, era una brillante investigadora. Más tarde leí un par de artículos escritos por ella.

—Sí —respondió Jack en un murmullo. Se preguntaba qué querría Biller de él. Seguro que no habría ido a la estación para darle el pésame años después del fallecimiento.

—No quisiera molestarle, señor McKenzie, pero… estaría interesado en saber si ha ordenado el legado de su difunta esposa y cómo. Se deducía de su artículo que había reunido, anotado y traducido mitos maoríes…

Jack asintió, al tiempo que deseaba que el tren llegara pronto. Pero no pudo eludir tan pronto a Caleb Biller.

—Anotó cientos de ellos —confirmó.

Los ojos de Caleb centellearon.

—Es lo que sospechaba. Estaba muy entregada. Pero lo que me interesa saber es… ¿dónde están esos apuntes? ¿Los ha puesto a disposición de algún instituto?

Jack frunció el ceño.

—¿Un instituto? ¿Quién iba a interesarse por esas cosas?

—Cualquier buena universidad, señor McKenzie. ¿Por ventura no habrá tirado los escritos? —Parecía que la mera idea horrorizaba a Biller.

No menos a Jack.

—¿Tirarlos? ¿Qué se ha creído, hombre de Dios? ¿Después de todo el esfuerzo que le costaron a Charlotte? Claro que todavía los tengo. Sigo conservando todas sus cosas… Tal vez debería… —Jack pensó no sin cierta culpabilidad en los armarios atestados de vestidos y zapatos, las estanterías llenas de libros y los muchos archivadores repletos de textos escritos con la diáfana caligrafía de Charlotte. Ya hacía tiempo que debería haberlo revisado todo, haberse decidido por un par de recuerdos personales y regalado el resto.

Caleb Biller suspiró aliviado.

—Es lo que esperaba. Mire, señor McKenzie, con todos mis respetos hacia sus sentimientos, pero Charlotte no llevó a término su tarea de investigadora para que los resultados de sus pesquisas permanecieran encerrados en un cajón. Seguro que se proponía ponerlos a disposición de otros científicos y, con ello, de la posterioridad. ¿Podría usted reflexionar acerca de mi propuesta?

Jack esbozó un gesto de resignación.

—Si se refiere a que alguien desea tener esos documentos…, ¿quiere que se los envíe? —Se echó al hombro el petate. Por fin llegaba el tren.

Caleb Biller vaciló.

—No soy el interlocutor apropiado —observó—. El material sería más bien para una facultad que se dedicara a la lingüística y la literatura. Yo me intereso por el arte y la música de los indígenas, ¿comprende?

Jack lo comprendía, pero eso no le era de gran ayuda.

—Bien, señor Biller, tengo que subir al tren. Dígame lo que le preocupa. ¿A quién tengo que enviar esos papeles?

—Básicamente a cualquier universidad que…

—¡Señor Biller! ¿A cuál? —El comportamiento ambiguo de Caleb Biller sacaba a Jack de quicio. Evidentemente, ese hombre quería proporcionar los documentos a una facultad determinada, pero no se atrevía a hablar con franqueza.

—¿Quizás a… Wellington? Acaban de crear una cátedra que… —sugirió Caleb Biller, alternando el peso entre un pie y el otro.

Jack asintió.

—De acuerdo, señor Biller. A Wellington. En cuanto encuentre el momento de ordenar el material lo haré. ¿A un destinatario concreto?

Biller se ruborizó.

—En realidad querría pedirle… Bueno, seguro que es mucho papel. Y… tal vez la universidad prefiera enviar a alguien que lo ordene él mismo…

En resumen: ese hombre quería atraer hacia Christchurch a un docente determinado de la Universidad de Wellington. Jack se preguntaba qué saldría de todo ello. De pronto acudió a su mente otro contexto en el que había oído el apellido de Biller.

—Disculpe, pero ¿no es su hijo el que se ha escapado con mi sobrina segunda Lilian?

Biller se ruborizó.

—¿Ese chico que compara dialectos polinesios o algo por el estilo?

Biller le dio la razón.

—Mi hijo apreciaría los apuntes de su esposa más que ningún otro —se justificó. Se diría que proporcionar proyectos de investigación interesantes a algún familiar constituía una violación de alguna máxima académica.

Jack sonrió burlón.

—Sin duda. Y tal vez pueda vincularse de paso la clasificación del material que realice su hijo con un pequeño reencuentro familiar.

Biller puso cara compungida.

—Todavía no se lo he contado a Elaine —respondió—. Y, por supuesto, tampoco a mi esposa y Tim Lambert. Ellos no saben nada de los chicos. Para ser franco, la idea se me ocurrió ayer, cuando oí decir que estaba usted aquí. Pero no se me ocurrió por egoísmo, señor McKenzie. Las investigaciones de su esposa…

Jack puso por fin el pie en la plataforma de tren.

—Escribiré a Wellington. Prometido —dijo amablemente—. En cuanto me sienta con ánimos… Comprenderá que antes quiero examinar yo mismo el material.

Caleb alzó la mano para despedirse.

—Se lo agradezco, señor McKenzie. Espero que pronto encuentre tiempo para hacerlo…

Jack se forzó a esbozar una sonrisa. El tiempo no era el problema. El problema residía en entrar en la habitación de Charlotte, respirar su perfume, tocar las cosas que ella había tocado. Pero Caleb estaba en lo cierto. Había que hacerlo. Charlotte así lo habría querido. No deseaba ningún mausoleo… Jack sintió un dolor en el pecho y de pronto vio frente a sí las tumbas faraónicas de Egipto. Almas encerradas entre muros con enorme cantidad de objetos terrenales, encadenadas a este mundo, lejos de Hawaiki. Charlotte lo habría odiado. Jack decidió ocuparse de la habitación de su esposa al día siguiente.

Viajar en coche a Kiward Station casi le tomó todo el día. Habría ido más deprisa, pero Jack no confiaba del todo en la técnica y recelaba de pisar el acelerador a fondo. Agotado y tenso, finalmente llegó a la granja por la tarde, condujo el vehículo a la cochera y decidió entrar por la puerta trasera. Si conseguía evitar a su madre, todavía podría dormir dos horas antes de la cena. Entonces estaría más preparado para hablar de la boda y enfrentarse a Gloria.

Sin embargo, enseguida vio a esta última en el corral junto a los establos. El círculo cerrado se utilizaba para adiestrar tanto a caballos como a perros. La muchacha estaba ahí con un collie de unos seis meses, un perro de la misma camada que Tuesday y Shadow.

—¡Siéntate! —ordenaba ya con un ligero tono de impaciencia en la voz, y Nimue, que estaba fuera del vallado tomaba asiento obedientemente. El perrito, sin embargo, seguía de pie, moviendo la cola, frente a Gloria, mirándola ansioso pero sin hacer el menor gesto de ir a sentarse pese a que ella tiraba del collar—. ¡Siéntate!

Al inclinarse sobre el cachorro, a Gloria le cayó sobre el rostro el cabello revuelto. Desde que había dejado a los maoríes ya no llevaba la cinta en la cabeza, sino que intentaba sujetar sus rizos mediante pasadores, con escaso éxito. Jack percibió que casi perdía el control sobre sí misma. Sabía que nunca había que impacientarse en el trato con los animales, pero su semblante reflejaba la más pura frustración. A ojos de Jack se veía muy joven… y muy hermosa. Apreció su empeño, pero tal como actuaba no llegaría a nada.

Jack se acercó.

—Le das señales contradictorias —indicó—. No entiende lo que tiene que hacer.

—¡Pero no puedo hacer otra cosa más que darle señales! —respondió Gloria apesadumbrada. Empujaba hacia abajo el cuarto trasero del animal, pero él volvía a ponerse en pie en cuanto ella lo dejaba—. Y a Nimue se lo enseñé. A lo mejor es tonto…

Jack rio.

—¡Qué no te oiga tu abuela! Un Kiward collie tonto sería algo así como un cordero a cuadros. No, eres tú, te has olvidado de la técnica. Observa.

Jack pasó entre dos vallas al interior del corral y saludó al perrito con unos golpecitos amistosos. Luego cogió la correa y tiró de ella para dar una breve orden. El trasero del cachorro cayó al suelo.

—¡Increíble! —exclamó Gloria—. ¿Y por qué a mí no me hace caso?

—Cometes un pequeño error —indicó Jack—. En el momento en que le das la orden y el impulso con la correa, te inclinas hacia él. Por eso se acerca a ti moviendo la cola. Está bien. Sería mucho peor que te tuviera miedo y te evitara. Pero en lugar de sentarse lo único que se le ocurre es jugar contigo. Mira cómo lo hago…

Gloria contempló fascinada que Jack erguía el dorso cuando daba la orden de sentarse al perro. El cachorro alzaba la vista hacia él y dejaba caer el trasero.

—¡Déjame probar! —Gloria reprodujo la postura de Jack y tiró con destreza de la correa… El collie se sentó. Los dos, Gloria y Jack, lo elogiaron con entusiasmo.

—¿Lo ves? —Jack sonrió—. No hay perros tontos, solo…

—Solo la tonta de Gloria. Nunca hago nada bien. Creo que me rindo. —Gloria dio media vuelta. Por lo general no habría soltado unas palabras así, pero ese día había llegado al límite.

Por la mañana, Tonga se había presentado ante Gwyneira con expresión grave y se había quejado porque había un par de ovejas en tierras sagradas de los maoríes. De hecho, los animales habían cruzado las fronteras de O’Keefe Station y pastaban en un terreno en el que los rebaños de Howard O’Keefe se habían alimentado durante años, la mayoría de las veces guardados por pastores maoríes. Con el tiempo, la tierra había pasado incuestionablemente a manos maoríes, pero los pastizales que se extendían alrededor del arroyo estaban muy lejos de ser «sagrados».

Tonga y su gente podrían haberse contentado con devolver a los animales extraviados en lugar de meter cizaña, y Gloria así se lo había dicho al jefe de la tribu. La abuela Gwyn la había increpado por ello de malas maneras y había dado la razón a Tonga, un comportamiento que Gloria no entendió. Gwyneira y Tonga llevaban discutiendo desde que la muchacha tenía uso de razón y en otros tiempos la abuela Gwyn habría defendido con toda certeza su posición. En esos días, sin embargo, Kiward Sation sufría de una gran falta de personal. Los pakeha casi nunca trabajaban en granjas de ovejas. Los aventureros que solían ofrecerse para ello se habían alistado en el ANZAC y luego se habían quedado en las grandes ciudades. Esta era la causa por la que Gwyneira no podía prescindir de los pastores maoríes. Si Tonga decidía boicotearla ahora, se quedaría sola con cien mil ovejas. Antes de correr el riesgo, hacía concesiones.

Gloria lo veía de otro modo y no se privó de manifestarlo.

—¡Habría sido mejor amenazar con el despido a los trabajadores de los ngai tahu! —alegó, iracunda por la injusta reprimenda que había recibido delante del jefe, quien escondía su ironía tras una sonrisa prudente—. No tardarán mucho en protestar. La cosecha fue mala, las familias necesitan trabajo. Tonga no tiene, ni mucho menos, tanto mana como para que la tribu emprenda una migración en medio del invierno porque aquí no hay nada que comer. ¡Eres demasiado blanda, abuela!

El reproche le sentó fatal a Gwyneira, quien, no sin motivo, se envanecía de dirigir prácticamente sola la granja desde hacía años. Ya en vida de Gerald Warden era ella quien tomaba todas las decisiones.

—Cuando heredes la granja, Gloria, podrás hacer lo que te apetezca —señaló enfadada—. Pero mientras sea yo quien lleve las riendas, tendrás que amoldarte a lo que yo diga. Sal ahora y ve a reunir esas malditas ovejas.

La joven se había precipitado hacia el exterior con los ojos anegados en lágrimas y se había llevado al caballo y el perro, pero no había pedido ayuda a nadie; decisión nefasta, según se comprobó más tarde. Las ovejas descarriadas eran unos vigorosos y jóvenes carneros que se habían escapado de un redil. Incluso con la experimentada Nimue, Gloria precisó de toda la mañana para reunirlos y reparar de forma provisional la valla. Maaka informó después a Gwyneira de que los animales volvían a estar sueltos. Otro punto negativo para Gloria. La chica era demasiado orgullosa para confesar a su bisabuela que justo después de su regreso había pedido a Frank Wilkenson que enviara a unos hombres con herramientas para asegurar bien la cerca. Una vez más, Wilkenson no le había hecho ningún caso y solo Maaka, horas más tarde, se había encargado del asunto. Los carneros no habían tardado en encontrar un hueco para salir del corral, donde apenas había hierba que comer.

Después de eso Gloria se había encerrado en su cuarto y de nuevo se había dedicado a leer las cartas de Jack, pero la descripción de la vida cotidiana en el campamento, entre los ataques, y su desbordante tristeza todavía la deprimieron más. Y el dibujo, durante el día, no funcionaba. Gloria necesitaba oscuridad para plasmar en el papel lo que guardaba en su mente.

Al final había salido para adiestrar a los perros y había sufrido una nueva derrota. Aquello fue la gota que colmó el vaso y lo que le llevó a desahogarse, excepcionalmente.

Jack sacudió la cabeza.

—¡Tienes tan poco de tonta como el cachorro! —respondió—. Pero no conocías el truco. No hay nada de malo en ello.

—¿Conoces todavía más trucos? —preguntó Gloria, malhumorada.

Jack asintió.

—Cientos —afirmó—. Pero hoy estoy demasiado cansado. ¿Qué te parece si te los enseño mañana?

En el semblante de Gloria apareció una sonrisa que a Jack casi le quitó la respiración. Desde que había regresado a Kiward Station, casi nunca la había visto sonreír. Conseguía esbozar, como mucho, una mueca, pero en esos momentos sus ojos centellearon. Volvió a ver surgir una chispa de la confianza que Gloria le había tenido de niña y de su admiración también.

—De acuerdo —murmuró ella—. Pero donde no nos vean…

Los ejercicios con Gloria y los collies eran una razón bien recibida para postergar la tarea de ocuparse del legado de Charlotte. Si bien Jack no acababa de entender por qué habían de trabajar a escondidas, cedió a los deseos de la muchacha y se reunió con ella en rediles apartados y, un par de veces, también en el Anillo de los Guerreros de Piedra, para enseñarle primero las bases del adiestramiento canino con Tuesday y Nimue, y luego practicar con los cachorros.

—¿Es cierto lo que dijiste una vez? —preguntó el hombre, mientras regresaban a casa por el pastizal de un tono castaño invernal pero frondoso—. Sobre que en esta tierra no hay ningún tapu.

—Claro —respondió Gloria—. Hasta puedes leer la historia. Rongo Rongo dice que se la contó a tu… tu esposa.

—Se llamaba Charlotte —susurró Jack—. Y reunió miles de historias.

—En cualquier caso, esta data de doscientos años atrás y cada uno la cuenta a su manera. Al parecer en el círculo de piedras se produjo en una ocasión una especie de duelo. Dos hombres de fuerte mana lucharon por algo…

—¿Por una mujer? —preguntó Jack.

Gloria hizo un gesto de ignorancia.

—Rongo Rongo mencionó un pez. Un pez que hablaba o algo similar, no lo recuerdo bien. Tal vez un espíritu en un pez… Pero se trataba de a quién le correspondía la fama de haberlo cautivado. Así se reforzaría todavía más el mana del pescador. El suceso acabó en un derramamiento de sangre, los dos hombres murieron y desde entonces el lugar de la confrontación es tapu. No es nada especial: muchos lugares sagrados fueron en un origen escenarios de guerra.

Jack asintió, al tiempo que pensaba en Galípoli. Habría sido una buena idea dejar la playa sin tocar para la eternidad.

—En el interior del círculo de piedra, los maoríes no pueden…, no podemos comer ni beber. Es un lugar donde recogerse y recordar a los espíritus de los antepasados. En rigor, tampoco habrían tenido que aceptar la presencia de una tumba ahí, pero Tonga es así: declara tapu un lugar según le pase por la cabeza. En el exterior del círculo de piedras no ocurrió nada. Si pastan o no allí un par de ovejas carece de importancia para la religión de los maoríes.

—Supongo que los Warden tampoco llevaron a ninguna oveja allí para que no se introdujeran en un descuido en el interior —señaló Jack.

—Es probable que empezara así —opinó Gloria—. Pero da igual lo que Tonga diga: no sería ningún sacrilegio cercar el círculo para mantener a las ovejas fuera, no es demasiado estimulante tener que rezar en medio de un recinto cercado de alambre de espino, pero…

—De todos modos, nadie viene aquí con este tiempo… —observó Jack.

Era un día gris y brumoso. Los Alpes apenas se perfilaban detrás del velo de humedad, llovía y soplaba el viento. Jack no hacía más que preguntarse por qué, con un tiempo así, no realizaban los ejercicios del adiestramiento en un granero. De todos modos, poco a poco iba dándose cuenta del trato que los trabajadores dispensaban a Gloria. Era difícil no percatarse de las bromas picantes de los pakeha si uno se detenía con frecuencia en el establo. Y se diría que los maoríes se esfumaban en cuanto aparecía ella. No era de extrañar que para ganarse el respeto la joven pensara en aplicar medidas severas.

—Y no sería para siempre —añadió Gloria—. Solo un par de semanas para ahorrar el heno. Casi no queda. Maaka ya ha preguntado en otras granjas, pero por desgracia ninguna dispone de paja para vender. No tengo ni idea de cómo piensa resolver este problema la abuela Gwyn.

Gloria se estremeció de frío pese al abrigo encerado. Tenía pegados a las mejillas los espesos rizos que la lluvia y el viento empujaban hacia su rostro. Impaciente, se echó el cabello hacia atrás. Jack recordaba ese gesto: ya lo hacía de niña, cuando el cabello rebelde se negaba a permanecer recogido en una cola. En algún momento se lo había cortado. Jack sonrió al recordar la reacción escandalizada de la señorita Bleachum. En la actualidad, el corte que llevaba la joven estaría a la última moda, ya que en Inglaterra las chicas más osadas empezaban a atreverse a lucir los primeros cabellos cortos. A Gloria le sentarían bien.

—La abuela Gwyn es vieja, tiene más de ochenta años —disculpó Jack a su madre—. No tiene ganas de entrar en conflictos.

Gloria se encogió de hombros.

—Entonces debería ceder la dirección de la granja —advirtió con frialdad.

Jack se mordió los labios e intentó reprimir sus sentimientos de culpabilidad. Ya hacía años que Gwyneira y James McKenzie le habían traspasado la dirección de Kiward Station. Había sido el capataz mientras vivía con Charlotte en la granja. Si bien había discutido alguna vez sus decisiones con sus padres, ninguno de los dos las habían cuestionado en serio jamás. Ya hacía tiempo que Gwyneira habría podido descansar si él no se hubiera alistado en esa absurda guerra. Jack pensó en los intentos de Maaka por devolverle, tras su regreso, el mando de la granja. Tenía que hacer un esfuerzo y estudiar al menos una vez los registros de las provisiones de heno y luego hablar en serio con Gwyneira sobre el terreno que reclamaba Tonga. Sin embargo, ni siquiera tenía energía suficiente para poner orden en las cosas de Charlotte. Lo único que no le fatigaba eran las horas que pasaba con Gloria. Antes al contrario, cada vez las disfrutaba más.

—De todos modos, ahora tampoco las tierras que rodean el círculo de piedras nos salvarían —dijo al final—. Ganaríamos tal vez una o dos semanas…

Gloria arqueó las cejas.

—Jack, el círculo de piedras solo es la punta del iceberg. Puedo mostrarte cuatro o cinco terrenos más donde no llevamos a las ovejas a pastar por consideración hacia los maoríes. En condiciones normales no habría ningún problema, pero, lo dicho, en este inverno… Además, en la mayoría de los casos, que reivindiquen esos terrenos es injustificado.

—La ley así lo indica, de todos modos —observó Jack—. La tierra fue legítimamente adquirida por los Warden, incluso Tonga lo ha reconocido hace poco.

—No hay ningún aspecto que justifique tal reclamación —insistió Gloria—. No es que cualquier rinconcito se convierta en tapu simplemente porque dos chicos maoríes se rompieron ahí las narices. Todo eso es invento de Tonga. Le toma bastante el pelo a la abuela Gwyn.

—Las cuadrillas de esquiladores llegarán mañana —anunció Gwyneira McKenzie a su hijo y su bisnieta durante la cena.

Ya eran mediados de septiembre y el tiempo había mejorado. Jack y Gloria creían percibir a veces la primavera cuando salían a cabalgar con los perros. El adiestramiento proseguía, casi cada día, en un corral u otro. Los cuatro cachorros ya habían adquirido las bases y Nimue, que lo había aprendido todo de nuevo, se hallaba en el mejor de sus momentos. No quedaba sino aplicar el conocimiento adquirido al trabajo con las ovejas, pero los cachorros lo asimilaban en un abrir y cerrar de ojos. Como todos los buenos border collies, eran perros pastores natos. Gloria casi reventaba de orgullo ante sus cuatro pequeños pupilos y no quería ni pensar que en verano seguramente los venderían. Kiward Station contaba con suficientes animales adultos y completamente adiestrados.

—¿Ya? —preguntó Jack—. ¿No es demasiado temprano, madre? Nunca hemos esquilado antes de octubre ni tampoco los primeros días de ese mes.

Gwyneira se encogió de hombros.

—No tenemos heno, así que debemos llevar a los animales a la montaña antes. Si el tiempo se mantiene como hasta ahora, las ovejas madre estarán a mediados de octubre en las montañas.

—Pero es absurdo, es… —Gloria dejó caer el tenedor y miró con ojos centelleantes a su abuela—. ¡Es demasiado pronto! ¡Perderemos la mitad de los corderos!

Gwyneira estaba a punto de dar una respuesta desagradable, pero Jack hizo un gesto apaciguador con la mano.

—El tiempo puede cambiar en cualquier momento —objetó sin perder la calma.

—Puede, pero no lo hará —afirmó Gwyneira—. Mejorará. Tras este verano horrible y el invierno lluvioso… En algún momento tiene que dejar de llover.

—En la costa Oeste llueve trescientos días al año —señaló Gloria, enfadada.

—Sin duda dejará de llover —intervino Jack. Dio vueltas a su comida en el plato. También él había perdido el apetito. Gloria tenía razón: su madre estaba a punto de tomar una decisión errónea—. Pero no antes de que la primavera empiece del todo. Y no forzosamente en los Alpes, madre. Ya sabes el tiempo que hace ahí.

—No nos queda otro remedio. El tiempo se tendrá que poner a nuestro favor. ¿Y ahora qué ocurre con los cobertizos de esquileo? ¿Alguno de vosotros quiere ocuparse de uno? El número tres todavía no está concedido, a no ser que me encargue yo misma.

Gwyneira paseó una mirada escrutadora de uno a otro. Nunca lo habría admitido, pero esperaba urgentemente que la ayudasen. Recientemente, en parte debido a la humedad, le dolían las articulaciones. Cada vez se acordaba más de James y de los dolores que le causaba la artritis.

—No, eso es inaceptable —respondió Jack.

A su madre ya se le notaba demasiado la edad. En los últimos meses, Gwyneira parecía haberse encogido. Siempre había sido menuda, pero ahora daba la impresión de ser diminuta y frágil. Tenía el cabello totalmente blanco y sin vigor. Gwyneira solía recogérselo despreocupadamente por las mañanas. Su rostro surcado de arrugas le confería el aspecto de una de las antiquísimas hadas del bosque de su patria celta, así como sus ojos, que todavía eran despiertos y de un brillante azul claro. Las hadas del bosque británicas no se dejaban vencer.

—Si ninguno de vosotros va a hacerlo… —señaló Gwyneira fría e irguiéndose.

—Yo me encargo —declaró Gloria, y sus ojos brillaron amenazadores. Sabía a la perfección que su bisabuela había esperado que Jack se ofreciera. ¡Pero no osaba expresarlo en voz alta!

En lo concerniente a la supervisión del cobertizo de esquileo, Gloria experimentaba sentimientos encontrados. Por una parte ardía en deseos de encargarse de la tarea. Sabía de qué se trataba; a fin de cuentas, ya de pequeña había ayudado a apuntar en una pizarra los resultados de cada uno de los esquiladores y de la cuadrilla que trabajaban en el cobertizo. El que contaba con los mejores esquiladores obtenía al final un premio y, naturalmente, Gloria había vibrado con «sus» trabajadores. Se alegraba de asumir la responsabilidad sola, dominaría la tarea.

Por otra parte, los hombres no se lo pondrían fácil. Para una mujer siempre resultaba complicado imponerse, y lo que se contaba ahora sobre Gloria no facilitaba las cosas. A esas alturas se decía que había vagado por América trabajando de bailarina con su madre, y una bailarina era, para esos hombres rudos que solo conocían la música del pub, algo solo un poco mejor que una puta. De ahí que Gloria tuviera que luchar cada vez más con indirectas que no eran tan fáciles de contener como los primeros acercamientos de Frank Wilkenson.

Sobre todo Wilkenson… Parecía haberse tomado a mal su rechazo. Al parecer, que ella decidiera unirse a los maoríes había herido su orgullo. Detrás de ese acto, eso lo daban los hombres por seguro, se escondía un guerrero de la tribu, y los enfurecía que una de las ya de por sí escasas mujeres blancas se decidiera por un indígena. Siempre que era posible, Wilkenson y sus amigos dejaban notar a Gloria su desprecio, con lo que la chica también tenía que cargar con esa parte de su historia.

Pero el miedo de que a la larga salieran a la luz más aspectos de su pasado suponía un constante desvelo para la joven. Gwyneira y Jack podían aceptar que hubiera cruzado el océano y atravesado Australia haciendo de grumete y temporero, pero los camaradas de Wilkenson no se lo creerían jamás. Conocían a fondo las condiciones de vida de los vagabundos y aventureros. Una chica vestida de hombre nunca pasaría inadvertida.

La abuela Gwyn no se veía satisfecha con la decisión de Gloria. De hecho lanzó a Jack unas miradas muy explícitas, aunque él fingió no darse cuenta. No obstante, el hombre luchaba con su sentimiento de culpabilidad. Al menos podría haber ofrecido ayuda a Gloria, pero la verdad es que se estremecía ante la mera idea del ruido, las voces masculinas, las risas y la sonora y evidente camaradería que también habían caracterizado la vida en el campamento. Tal vez al año siguiente…

—Tengo que ocuparme de una vez de las cosas de la habitación de Charlotte —pretextó—. He escrito a esa universidad. Pronto contestarán y entonces…

Gwyneira había aprendido a tratar a su hijo con cautela, así que no hizo ningún ademán ostentoso y se limitó a lanzar un mudo suspiro.

—Está bien, Glory —dijo al final—. Pero haz el favor de contar bien y no dejarte influir por nada. La competición entre los cobertizos no tiene nada que ver con la vanidad personal, solo sirve para acelerar la tarea. Así que no te propases…

—¿Falsificar las cifras? —soltó a su abuela—. ¡No lo dirás en serio!

—Solo te lo advierto. Paul… —Gwyneira se mordió los labios. Años atrás, Gerald Warden había encargado a su hijo Paul la supervisión de uno de los cobertizos de esquileo y el joven había provocado un lío tremendo.

Jack conocía la historia; Gloria, sin duda, también. Los viejos pastores se habían metido con ella cuando era niña por la falta de habilidad de su abuelo para llevar las cuentas.

—¡Madre, Paul Warden era entonces todavía un niño! —protestó Jack.

—Y William… —insistió Gwyneira.

Gloria hizo un gesto de contención. Tampoco su padre se había mostrado especialmente ducho como capataz, pero no era honesto venirle ahora con los errores de su progenitor. De repente solo se sintió cansada. Tenía que levantarse enfadada para no llorar.

—¡Ya no aguanto más! —exclamó al final—. Si crees que soy demasiado tonta o vanidosa para hacer una lista correctamente, abuela, entonces hazla tú misma. En caso contrario, mañana a las ocho estaré en el cobertizo tres.

Gloria temía armar un pequeño escándalo cuando apareciera en pantalones de montar al trabajo, pero al menos el personal de Kiward Station conocía los amplios pantalones en que la muchacha solía pasear a caballo. Con el tiempo, ella misma había llegado a confeccionarse esa prenda y no veía en ello el menor problema. A fin de cuentas, solo se diferenciaba de las modernas faldas pantalón en que las botas de montar iban por encima en lugar de por debajo. Había intentado esto último, pero resultaba poco práctico. Y dado que esa mañana lo que estaba programado no era tanto el esquileo como reunir a las ovejas, Gloria apareció montada en su caballo y ataviada con su indumentaria habitual. Los hombres de las cuadrillas de esquileo que llegaron hacia el mediodía se la quedaban mirando maravillados… y, en la siguiente pausa, los pastores se apresuraron a informarles acerca de todos los escándalos que se contaban en torno a Gloria Martyn.

Para colmo, Frank Wilkenson fue destinado al cobertizo tres. Gloria supuso que Gwyneira lo había hecho adrede. El hombre ocupaba el puesto siguiente al de capataz, posiblemente con la misión de vigilarla a ella. Eso provocó que ambos se mirasen con desconfianza, como ya era habitual de todos modos.

Sin embargo, Wilkenson solo tenía la tarea de esquilar, como todos los demás hombres de Kiward Station que estaban disponibles y que conocían la técnica. Por otra parte, era corriente que los empleados de la granja ayudaran a las cuadrillas —como antes James y mucho más tarde también Jack McKenzie—, rivalizando así con los profesionales. Esto todavía hacía más emocionante la competición. Quien supervisaba los cobertizos también tenía que ocuparse de que todos los hombres trabajasen por igual y no se limitaran a animar y alentar a los contrincantes. También en el cobertizo tres, Wilkenson y los elementos más rápidos de la cuadrilla de esquiladores se pusieron enseguida manos a la obra y Gloria apenas si conseguía anotar sus resultados. Esto espoleaba a los demás y Gloria tenía la sensación de tener el trabajo bajo control…, hasta que Frank Wilkenson y sus hombres cuestionaron lo que había anotado.

—Venga, Pocahontas, ¡no puede ser! Era la oveja doscientos, no la ciento noventa. Te has descontado.

Gloria se esforzó por no reaccionar con agresividad.

—Señorita Gloria, si no le molesta, señor Wilkenson. Y la suma era correcta. El señor Scheffer está en la doscientos, usted está diez animales por detrás. Así que debería darse prisa y esquilar en lugar de armar cizaña.

—Pero yo también lo he visto —intervino Bob Tailor, el amigo de Wilkenson y su colega preferido de borracheras—. Yo también he hecho cuentas.

—¡Tú no tienes ni idea de contar, Bob! —exclamó uno de los otros hombres.

—Al menos no puede contar al mismo tiempo que esquilar —señaló Gloria—. Aunque posiblemente se deba a este intento frustrado el que vaya solo por el animal ochenta y cinco…

—¡Ahora no te pongas insolente, hija del jefe!

Bob Tailor se puso en pie frente a Gloria. Ella buscó su cuchillo…, pero no tardó en comprender que esa no era la forma correcta de comportarse. Gloria intentó respirar con calma.

—Señor Tailor —explicó, conteniéndose—, esto no funciona así. Salga de aquí, queda usted despedido. Y que los demás sigan trabajando, por favor.

Miró iracunda al pastor, que a continuación bajó la mirada. Gloria suspiró aliviada cuando Tailor se dirigió a la puerta.

—¡Esto no quedará así! —amenazó, no obstante, cuando estaba a punto de abandonar el cobertizo.

Gloria pensaba haber ganado…, hasta que Frank Wilkenson levantó la vista de su trabajo y dirigió una sonrisa a su amigo.

—Primero tengo que ganar este campeonato, Bobby, pero luego lo aclaro con la señorita Gwyn, ¡no te preocupes!

Gloria volvió a amonestarlo, pero siempre sin perder la calma. Lo había aprendido durante los primeros tiempos que había pasado en la granja: los arrebatos de cólera no conducían a nada. Sin embargo, pasó el resto del día atenazada por el miedo.

Los temores de Gloria eran justificados. Frank Wilkenson demostró ser el esquilador más rápido del cobertizo tres y al final de la tarde se encontraba, con doscientas sesenta ovejas esquiladas, en lo alto del recuento general.

Cuando Gloria, sucia y cansada, volvía a casa tras el trabajo lo vio en el despacho de Gwyneira.

—… siempre tiende a reaccionar de forma un poco exagerada, y Bob…, bueno, no puede remediar meterse con las chicas…

Gloria sabía que tenía que acercarse, dar su versión de los hechos y defender su decisión, pero al recordar el último desencuentro con su abuela a propósito de Tonga decidió dejarlo estar y se metió en el baño, ofendida.

Durante la cena, Gwyneira le comunicó que había readmitido a Bob Tailor. Gloria se quedó sin palabras y subió a su habitación. Una vez que se hubo desahogado llorando, buscó consuelo en su pila de cartas. Ya había leído la mayoría. La que tenía en esos momentos en la mano era del 6 de agosto de 1915. Debían de haber herido a Jack poco después de haberla escrito.

Gloria desplegó la hoja.

Hoy han muerto dos mil hombres en un ataque simulado. Solo para desorientar a los turcos. Mañana irá en serio. Saltaremos de nuestras trincheras y nos abalanzaremos gritando entre el fuego del enemigo. Y las tropas que acaban de llegar incluso parecen alegrarse de ello. Hoy por la noche me sentaré con ellos junto al fuego y soñarán con convertirse en héroes. En lo que a mí respecta, cada vez odio más este sentimiento de alegría en torno al fuego del campamento. Los hombres con los que hoy estoy bebiendo mañana tal vez estén muertos. Y beberemos, han repartido whisky. Esta guerra está perdida.

Gloria sabía exactamente cómo se había sentido Jack. Pasó media noche dibujando.