—¿No sales a acompañar el rebaño? —preguntó Jack.
No había pensado encontrar a Gloria en el desayuno. Los conductores del ganado se habían marchado muy temprano para reunir las ovejas en la montaña y meterlas en el corral. Lo hacían casi cuatro semanas antes de lo acostumbrado, pues a ese verano desagradable y húmedo había seguido un otoño frío y cargado de lluvias. Gwyneira temía perder demasiados animales, además de una irrupción precoz del invierno. Cuando en las montañas había fuertes tempestades y nevadas, también resultaba peligroso ir a caballo por las inmediaciones de los Alpes. Por no mencionar que era difícil encontrar a los animales en la nieve.
—¿Sola con un montón de salvajes? —refunfuñó Gloria.
Jack puso una expresión compungida. Claro que Gloria no podía ir sola a la montaña con los pastores. Tal vez si él los hubiera acompañado… Lanzó una mirada a su madre y distinguió un reproche mudo en los ojos. Para Gwyneira, su negativa a participar en la tarea era, como para los conductores de ganado pakeha, pura holgazanería. Lo que pensaban los maoríes nadie lo sabía. Pero su madre y sus hombres no se creían esa debilidad pertinaz. Estaba sano. Si quería, era capaz de cabalgar. Y el mismo Jack era consciente. Sin embargo, no podía soportar pensar en las tiendas de campaña, los fuegos del campamento, las palabras jactanciosas de los hombres. Todo eso no haría más que despertar el recuerdo de esos jóvenes risueños y fanfarrones que luego murieron en Galípoli. Y la imagen de Charlotte, que les acompañó una o dos veces a conducir el ganado y que se encargó del carro de la cocina. Habían compartido una tienda y se habían retirado temprano para tenderse el uno junto al otro, mientras la lluvia repiqueteaba sobre la lona o la luna brillaba tanto que iluminaba el interior del refugio provisional. En lugar de eso ahora sufriría incesantes pesadillas pobladas de sangre y muerte.
Al menos, Gloria no parecía echarle nada en cara. Había aceptado sus disculpas con indiferencia. Al parecer le era completamente indiferente que él interviniera o no en las tareas de la granja.
En efecto, Gloria no había dedicado ningún pensamiento al hecho de que Jack colaborase en conducir el ganado. Ya tenía demasiado con su propio dilema. Desde que había regresado de la expedición con los maoríes, volvía a aparecer por los establos y estaba dispuesta a trabajar con las vacas y las ovejas que habían quedado en la granja. Los empleados, sin embargo, se mostraban reacios. Ninguno le daba faenas, ninguno le enseñaba alguna tarea y ninguno estaba dispuesto a trabajar con ella. Entretanto, Gloria se había dado cuenta de que había cometido un grave error al partir con los maoríes y, todavía más, al regresar vestida como los indígenas. Los trabajadores pakeha, que consideraban indecente tal vestimenta, todavía se reían a espaldas de ella y la llamaban la «novia del jefe» o «Pocahontas». Ya no podía esperar respeto por su parte. No seguían sus indicaciones y contestaban a sus preguntas de forma lacónica o bien con ironía. En el mejor de los casos, los hombres se contentaban con un breve «Sí, señorita Gloria» o «No, señorita Gloria», pero luego se dirigían a Maaka o a Gwyneira. En el peor de los casos miraban a otra parte o se burlaban abiertamente.
Los pastores maoríes no eran mucho mejores. Pese a que Gloria se había ganado su respeto —palabras como las del wharenui impresionaban a la tribu—, guardaban las distancias con ella. Una cosa era la resistencia pasiva con su fanático jefe Tonga, pero gritarle y tirar a los pies de su hijo las estatuas de los dioses era ir demasiado lejos. Para los maoríes de la tribu de Tonga, Gloria era tapu, aunque ella ignoraba si había sido declarada como tal o si simplemente era un desenlace natural. La gente la evitaba.
La joven, no obstante, estaba acostumbrada a que la marginaran, así que eso no la desconcertaba, sino que miraba imperturbable hacia el frente cuando la ignoraban o no hacían caso de sus indicaciones. Por dentro, sin embargo, esto la roía y no siempre le resultaba fácil encontrar por sí misma en qué ocuparse. A veces se pasaba horas paseando a caballo o intentaba adiestrar a los cachorros en la granja, aunque ya había perdido la práctica de esto último. Con frecuencia cometía errores y oía reír a los hombres cuando uno de los pequeños collies no obedecía. Lo mismo le sucedía con los caballos jóvenes. Maldecía los años que había desperdiciado con los poco provechosos estudios en lugar de aprender el trabajo en la granja pasando por todas sus tareas.
Por consiguiente, cada vez más dejaba de pasar todo el día fuera y se retiraba, como mucho por la tarde, a su habitación. En la mayoría de los casos abría una de las cartas de Jack y se sumergía en las descripciones de la guerra.
Nos atrincheramos. ¡Deberías ver el sistema de trincheras que se realiza aquí! Es casi como una ciudad enterrada. Los turcos hacen lo mismo frente a nosotros; si se piensa en ello es para volverse loco. Ahí nos quedamos, acechándonos mutuamente y esperando a que un atontado del otro lado sienta curiosidad y se asome. Entonces le levantamos la tapa de los sesos como si eso modificara de algún modo el transcurso de la guerra. En nuestras filas un par de los más listos han construido un periscopio. Mediante una barra y dos espejos se puede observar el exterior sin correr riesgo alguno. Todavía están mejorando un dispositivo de tiro.
Pero en el fondo, los turcos son los que tienen las mejores cartas. Ellos solo han de conservar las posiciones elevadas de las montañas; si sus disparos llegaran más lejos alcanzarían el interior de nuestras trincheras. Por suerte, no es ese el caso. Pero no consigo imaginar cómo vamos a conquistar esta tierra.
Estos días pienso mucho en el valor, Gloria. Hace una semana, los turcos emprendieron un ataque con una valentía poco menos que inconcebible. Matamos a miles de ellos, pero seguían saliendo de sus trincheras sin cesar e intentaban asaltar las nuestras. Al final habían muerto dos mil turcos. ¿Te imaginas, Gloria? ¿Dos mil hombres muertos? En algún momento dejamos de disparar, no sé si porque nos lo ordenaron o simplemente porque se impuso un sentido de humanidad. Las tropas de salvamento turcas recogieron a los muertos y los heridos de tierra de nadie. Y entonces llegó la siguiente oleada de asalto. ¿Es eso puro valor o estupidez, Gloria? ¿O desesperación? Al fin y al cabo es su tierra, su hogar, lo que defienden. ¿Qué haríamos nosotros si esto ocurriera en nuestra casa? ¿Y qué hacemos aquí?
El corazón de Gloria latía fuertemente al leer estas líneas ¿Comprendería Jack lo que había hecho para regresar a Kiward Station?
Para distraer su mente, volvió a recurrir al lápiz.
Después de que hubieran bajado las ovejas, Kiward Station rebosaba de vida. Había que limpiar los corrales y dar de comer a los animales. Gwyneira trazó un laborioso plan para explotar los pastizales existentes, pues veía que el heno almacenado estaba desapareciendo. Sin embargo, ni Jack, que se encerraba en su habitación, ni Gloria, que también solía retirarse esos días, se ocupaban especialmente de cuidar de los animales o de supervisar a los hombres.
Gwyneira, desesperada, volvió a hablar con Maaka, pero el maorí respondió lacónico que él no necesitaba a la chica.
—No hace más que espantarme a los hombres —observó escueto, y Gwyneira no siguió preguntando. Recordaba el estilo catastrófico de mandar de su hijo Paul y atribuía a Gloria el mismo error. Una o dos veces intentó tocar ese tema con su bisnieta, pero de nuevo careció de diplomacia suficiente.
En lugar de preguntar a la joven por los sucesos a los que Maaka se refería, le hizo reproches. La muchacha los rechazó ofendida y acabó recluyéndose de nuevo en su habitación.
La anciana no sospechaba que allí lloraba de rabia y de desamparo. Habría necesitado apoyo, pero de hecho la abuela Gwyn les daba la razón a sus rivales.
Tampoco de Jack cabía esperar ayuda alguna. La vida en la granja parecía estar pasándole de largo, él no participaba en ella.
Gwyneira creía en algunos momentos que todo eso la iba a volver loca. Perseveraba en las cenas compartidas de toda la familia, pero Jack y Gloria solo se quedaban callados cuando, por ejemplo, hablaba de la escasez del heno o expresaba su preocupación por el abastecimiento de los animales de la granja. Jack no parecía oír nada, Gloria se mordía los labios. Las primeras semanas de invierno había dado alguna que otra sugerencia, pero Gwyneira las había rechazado de plano. A fin de cuentas, las observaciones de Gloria únicamente solían acarrear nuevas dificultades.
—La tierra que rodea el Anillo de los Guerreros de Piedra no es tapu —objetaba, por ejemplo la muchacha—. Si escasea el alimento, deja que los animales pasten ahí. Hay casi dos hectáreas. Claro que es más bonito que el santuario esté en tierra virgen, pero la hierba acaba creciendo otra vez. A los dioses les da igual y Tonga no tiene que tomárselo de esta manera.
La sugerencia escandalizó a Gwyneira. Al fin y al cabo hacía decenios que los maoríes afirmaban que era un lugar sagrado y no quería remover ahora este asunto. De acuerdo, Tonga cada vez reclamaba más tierras, pero Gwyneira no quería pelearse. Y menos en esos momentos.
Gloria volvió a sentirse traicionada y calló.
Poco después de Navidad, Jack sorprendió a su madre y a Gloria comunicándoles que se marchaba a Greymouth.
—En realidad no me apetece —confesó—, pero no sé en qué momento le prometí a Roly que asistiría a su boda. Y ahora insiste en ello, respaldado por Elaine y Timothy Lambert.
En efecto, Jack sentía horror a desplazarse al lugar donde había pasado el viaje de luna de miel con Charlotte. Pero en esta ocasión no tendría que volver a visitar todos los lugares de interés de la costa Oeste: se limitaría a pasar dos días en casa de Elaine, o, aun mejor, en un hotel. Ya se las apañaría para aguantar la fiesta y el reencuentro con Greg, de quien aún conservaba el recuerdo de un joven respondón, ahora en una silla de ruedas. Se lo debía a Roly.
Resignada, Gwyneira puso el coche a su disposición y Jack pasó unos días aprendiendo a manejar el vehículo. Luego se marchó dando sacudidas a Christchurch, desde donde tomó el tren hacia Greymouth.
Elaine y sus hijos fueron a recibirlo rebosantes de alegría.
—¡Qué buen aspecto tienes, Jack! —dijo Elaine—. Al menos has engordado un poco. Ten cuidado, porque ahora yo también voy a cebarte…
Jack necesitó de toda su energía para hacerle comprender que prefería instalarse en un hotel que disfrutar de su hospitalidad. Elaine pareció sentirse al principio profundamente decepcionada, pero luego se repuso y bromeó con él.
—¡Pero no en el Lucky Horse, Jack, no me hago responsable! Aun así, Roly insiste en celebrar la boda justamente allí, y Tim y el resto de los tertulianos están encantados con la idea. Pero pernoctar en ese sitio ¡atentaría contra tu virtud!
Jack tomó al final una habitación en un hotel muy bonito del muelle, y pasó horas mirando las olas antes de que Roly y Tim lo recogieran.
—¡La víspera de la boda! —dijo Roly entre risas—. ¡La despedida de soltero! Esta sí que la vamos a celebrar, señor… —Sonrió irónico—. ¡Perdón, Jack! ¡Lo siento, señor Tim!
Tim Lambert rio.
—Roly, como tú creas… ¿Qué tipo de parentesco tenemos, Jack? De todos modos, a mí me da igual cómo llames a Jack. Y si esta noche la bebida corre según está planeado, es posible que acabemos todos tuteándonos.
Jack simpatizaba con el marido de Elaine e intentó seguirle la broma.
—Creo que Elaine es mi sobrina, pero, tranquilo, Tim, no te sientas obligado a llamarme «tío».
Greg McNamara había asumido su suerte de forma más serena de lo que Jack se temía. Al menos esa noche en que el whisky corrió a mares. Entre los hombres, el inválido de guerra disfrutaba de un estatus de héroe. Mientras que era evidente que a Roly y Jack les resultó lamentable el primer brindis por los «héroes de Galípoli», Greg pareció entusiasmado y, a continuación, no se hartó de contar las hazañas en el cabo Helles que habían acabado con su bienestar. Mucho más tarde apareció también una chica que aparentaba escuchar con interés lo que decía y que para ello se acomodó en los muñones de las piernas del chico.
—Sí, es un prostíbulo —señaló Jack sorprendido a Tim, quien con la propietaria del establecimiento, Madame Clarisse, bromeaba e intercambiaba anécdotas de cuando se había prometido con Lainie.
—¡Lo ha pillado! —rio la anciana gerente del hotel—. ¿De dónde lo habéis sacado, Tim? ¿Del último corral de ovejas de las llanuras de Canterbury? Pensaba que había estado en la guerra, señor McKenzie. ¿Nunca buscó…, bueno, evasión, por llamarlo de algún modo, con una heroína de la noche?
Jack se sonrojó. No lo habría confesado, pero no había vuelto a abrazar de verdad a ninguna mujer desde la muerte de Charlotte. Desde luego a ninguna de las chicas que se vendían en el puerto de Alejandría o en los míseros bares en torno al campamento de El Cairo.
—¡Hera, ocúpate de este hombre!
La joven a la que había llamado resultó ser una muchacha maorí, o al menos ese era su aspecto. En realidad no debía de pertenecer a una tribu, de lo contrario no estaría en el establecimiento de Madame Clarisse. Jack era lo suficiente educado para no preguntar. Suspiró aliviado de que se tratara de una chica regordeta, de tez morena y cabello negro y largo, que no recordaba en absoluto a Charlotte. Jack consiguió intercambiar un par de frases con Hera antes de retirarse temprano a descansar.
—¿Ya estás cansado? —preguntó la joven, asombrada—. Bueno, en realidad es muy razonable no beber hasta perder el sentido la noche antes de la boda. Habría que aconsejárselo también al novio. Pero aquí también tenemos camas… —Sonrió sugerente.
Jack agitó la cabeza.
—Tal vez mañana —respondió evasivo, y de inmediato se avergonzó de haber dicho una frase tan trillada. Claro que no tenía pensado acostarse con la joven prostituta el día siguiente.
Hera también se limitó a reír.
—¡Volveré a insistir en ello! —amenazó.
Jack se alegró de escapar de allí. Durmió intranquilo en su habitación de lujo con vistas al mar y soñó con Charlotte y Hera, cuyos rostros se transformaban en su sueño en uno solo. La muchacha a la que acababa besando era… Gloria.
Los O’Brien eran tan católicos como los Flaherty, los padres de la novia. De ahí que el indulgente reverendo de la iglesia metodista tuviera que hacer acopio una vez más de toda su permisividad para que el casamiento se celebrara en la festiva atmósfera de la pequeña iglesia. Así fue: abrió la casa de Dios a un hermano católico de Westport y Elaine tocó al órgano Amazing Grace, una canción no muy apropiada pero sí por todos conocida.
Madame Clarisse hizo acto de presencia con todas sus chicas y Hera dirigió una sonrisa a Jack, al tiempo que las respetables madres de la novia y el novio castigaban con su desprecio a todo el personal del Lucky Horse. Los hombres tenían todos un aspecto trasnochado y las mujeres de estar algo disgustadas por ello, pero al final todo el auditorio femenino al menos lloró cuando el sí de Roly y Mary resonó con claridad.
Jack recordó su boda con Charlotte y apenas si logró contener las lágrimas. A su lado, Greg lloraba como una Magdalena. Él ni podía plantearse una boda. La muchacha con la que salía antes de estar en Galípoli lo había dejado cuando había vuelto. Por otra parte, ¿cómo iba él a mantener a una mujer?
Tras el enlace se celebraba un banquete en el Lucky Horse, lo cual exigió toda la tolerancia de Madame Clarisse, pues la señora O’Brien y la señora Flaherty ocuparon la cocina.
—Con ellas dos habríamos ganado en Galípoli —observó Elaine, quien durante un breve período había sido blanco de críticas—. Madame Clarisse ya tiene miedo de que todas sus ovejitas se conviertan hoy al catolicismo. En cualquier caso, es evidente que ni a Charlene ni a mí nos necesitan. ¿Dónde está el champán?
Paseó la mirada por la taberna, que antes había adornado con flores y guirnaldas con ayuda de dos mujeres más. No tenían que limpiar, de esto se encargaba el personal de cocina de Madame Clarisse. El Lucky Horse siempre estaba impecable. Ese día, se habían desplazado a un lado una parte de las mesas y se había dejado una pista de baile en medio del local. Roly y Mary estaban ahí, emocionados, recibiendo los deseos de felicidad y los regalos de los invitados. Mary bebía a sorbitos la primera copa de champán de su vida y con su vestido de novia de color marfil estaba preciosa. Por supuesto, el traje se había confeccionado en el taller de la madre de Roly, quien, una vez más, se había superado a sí misma. Nadie dominaba tan a la perfección como ella la técnica de las modernas máquinas de coser.
La señora Flaherty, por su parte, destacaba en la cocina. Incluso los asiduos al Lucky Horse tuvieron que admitir que nunca habían comido tan opíparamente.
Tim Lambert había regalado el champán, pero la mayoría de los invitados volvió al whisky. Jack estaba sorprendido de que Hera, que al parecer se bebía el licor a litros, no acabara ebria.
Elaine y Charlene, la guapa y morena esposa de Matthew Gawain, se tronchaban de risa. Las mujeres se habían unido a Jack, que estaba a una mesa solo. Los otros hombres todavía se hallaban junto a la barra.
—Las chicas de Madame Clarisse no prueban el alcohol —explicó Charlene—. O, en cualquier caso, solo de forma muy comedida. Los sábados, después de la jornada, siempre había una copa, ¿verdad, Elaine?
Esta asintió.
—Me encantaba ese momento. Y eso que yo solo tocaba el piano. Pero, en serio, Jack, en el vaso de Hera solo hay té negro. Hoy es algo distinto porque Roly lo paga todo, pero por regla general las chicas se ganan unos centavos por cada vaso al que las invitan. Es un extra considerable, incluso yo casi acababa borracha de té algunas noches. —Sonrió, a medias nostálgica, al recordar.
Jack todavía seguía con la mirada a Hera, que no cesaba de bailar con uno u otro hombre. En realidad, como en casi toda la costa Oeste, también en esa sociedad había más hombres que mujeres, y las chicas de Madame Clarisse tenían que estar listas para lo que se presentara. Hera parecía estar ya bastante acalorada.
—Pero seguro que acepta de buen grado que la invites a champán —observó Elaine, dando un empujoncito a Jack en dirección a Hera—. Madame sin duda les habrá prohibido servirse bebidas refinadas.
Charlene asintió.
—Tráigase tranquilamente a esa chica a nuestra mesa, señor McKenzie —lo animó también ella—. Necesitará una pausa.
—¿Esa pobre chica? —preguntó Jack—. Ayer daba la impresión de estar pasándoselo la mar de bien aquí.
Charlene resopló.
—Es parte del trabajo, señor McKenzie. ¿O pagaría usted por una puta que no parase de llorar?
Jack se encogió de hombros.
—Todavía no he tenido que pagar por una puta —admitió—. Pero si las chicas no se lo pasan bien…, ¿por qué lo hacen?
Elaine y Charlene, ya no del todo sobrias, dieron teatrales muestras de asombro.
—Tesoro —dijo Charlene con la voz profunda que Elaine no había vuelto a escucharle desde que se había casado con Matt—. Para ello hay un montón de causas. Pero de «divertirse» todavía no he oído hablar.
Jack vaciló.
—¿Usted… usted también trabajó aquí? —preguntó, desconcertado.
—¡Exactamente, tesoro! —contestó Charlene entre risas—. Y para anticiparnos a la pregunta: no, no sé tocar el piano. Hacía lo mismo que las demás chicas.
Jack no sabía adónde mirar.
Charlene puso los ojos en blanco.
—Si siente usted aversión hacia quienes han sido putas, debe evitar la costa Oeste —señaló enojada—. Las chicas de Madame casi siempre se casan y se marchan, en cuanto ella puede salir a buscar una segunda hornada. Solo a Hera, la pobre, no la quiere nadie. Si a los hombres les gustan las mujeres maoríes, se casan con alguna que pertenezca a las tribus. Ella también se alegra y no está gastada.
—No siento aversión —se defendió Jack—. Solo pensaba que una chica siempre tiene la elección… —Jugueteó con la copa de champán.
Charlene le sirvió un whisky.
—Bébase algo que valga la pena; el agua con gas no le gusta nada. Y en cuanto a la elección…
—Claro que siempre puedes morirte de hambre dignamente —terció Elaine—. Es posible que yo lo hubiera hecho. Por aquel entonces habría preferido morirme que rozar siquiera a un hombre. —Elaine había llegado a Greymouth tras el matrimonio con su violento primer esposo.
—Si hubieran consultado, cielo. —Charlene rio con tristeza—. Madame Clarisse no fuerza a ninguna, pero en la mayoría de los establecimientos los hombres son los que deciden. Y cuando se cruza en su camino una pobre chica como eras tú, que es evidente que tiene algo que esconder y a la que es probable que nadie ande buscando, se aprovechan de ella. Luego ya está usada y lo aguanta todo.
Jack se tomó un buen trago de whisky.
—Y a la pequeña Hera —prosiguió Charlene— la vendieron. Ni siquiera tenía diez años. La madre era maorí y un tipo, un buscador de oro, la sedujo y la separó de la tribu. La llevó de la isla Norte a la isla Sur. No tenía posibilidades de regresar con los suyos. Cuando dejó de haber oro, el tipo vendió a la chica y luego a la hija. A ella nadie le consultó, Jack.
—Y aunque te consultaran —intervino Elaine—. Bueno, yo tenía una amiga en Queenstown que lo hizo voluntariamente para pagar la travesía desde Suecia. Fue simplemente la elección entre dos malas opciones…
Jack vio la oportunidad de contradecir.
—Pues Gloria hizo la travesía disfrazada de grumete. No tuvo que…
Charlene bebió otro trago de champán.
—¿De grumete? ¿Todo el trayecto desde Inglaterra hasta Nueva Zelanda?
—¡Desde América! —exclamó Jack.
Charlene frunció el ceño.
—¿Y en todo ese tiempo no se quitó el grumete la camisa? ¡Por no hablar de los calzoncillos! A ver, yo también era una niña cuando emigramos, pero recuerdo muy bien el calor que hacía en el Pacífico. Los marineros trabajaban con el torso desnudo y los hombres saltaban por la borda para refrescarse y se dejaban arrastrar por el barco un rato agarrados a unas cuerdas. Era una prueba de valor, de vez en cuando se moría alguno.
Jack no quería seguir oyendo hablar acerca de pruebas de valor de jóvenes marineros.
—¿Qué… qué quiere usted decir con ello? —preguntó en tono agresivo. Elaine le colocó la mano sobre el brazo.
—Quiere decir que…, si fue así…, y solo sé lo que la abuela Gwyn cuenta… Entonces al menos uno o dos hombres de la tripulación tuvieron que estar al corriente…
—¿Uno o dos? —se mofó Charlene—. ¿Desde cuándo los grumetes ocupan habitaciones de dos camas? Venga, Lainie, duermen en cuartuchos de seis o diez. Una chica no pasa por alto.
—De acuerdo, seguro que había algún cómplice… —Jack volvió a servirse un whisky. Le temblaban las manos.
—¿Y mantuvieron en secreto que Gloria no era un chico sin sacar nada a cambio? —replicó Charlene—. ¡Quítele la aureola de santa a esa chica y la verá tal como es!
—Deberías salir a bailar, Jack… —Elaine advirtió que el hombre tenía los nudillos blancos de tanto apretar el puño en torno al vaso—. Hera…
—Hera puede venir a beber conmigo, pero no me gusta bailar. —Jack suspiró. No solía enfurecerse. Y menos cuando alguien se limitaba a decir la verdad.
—Y puede que tú también, Charlene. —Elaine indicó con una señal a su amiga que se marcharse—. Cógete a Matt y hazlo moverse un poco. Y de paso me envías a Tim. Ya lleva mucho rato en la barra y luego todo le hará daño; además, quiere volver a casa a eso de las once…
Jack se bebió en silencio media botella de whisky. Primero solo, luego junto a Hera, quien simplemente aguardaba. Al final se lo llevó arriba y él durmió en brazos de la muchacha.
Al día siguiente pagó por toda una noche.
—¡Pero si no ha pasado nada! —protestó la joven—. Has de saberlo…
Jack meneó la cabeza.
—Ha pasado más de lo que tú te imaginas.
Por vez primera en su vida, Jack McKenzie pagó por los servicios de una puta.