Gwyneira McKenzie nunca había destacado por su paciencia y el paso de los años no la había cambiado en este aspecto. Ese verano le había exigido una indulgencia extrema: primero el regreso de Gloria y su rechazo; luego su nueva desaparición, esta vez con los maoríes; y ahora Jack. La visita de Elaine la había animado un poco. Resultaba agradable contar con la compañía de su vivaz nieta y sus despiertos hijos. Los traviesos muchachos insuflaban nueva vida a la casa. Sin embargo, Jack no había hecho acto de presencia; vagaba por las habitaciones como un alma en pena. Y tampoco Gloria daba noticias de cómo se encontraba, pese a que Gwyn estaba convencida de que la tribu que había migrado y los maoríes que permanecían en Kiward Station seguían en contacto. Aunque Gywneira no dominaba el maorí a la perfección, le había parecido entender que Kiri y Moana charlaban sobre visitas. Habría sido fácil transmitirles sus saludos. Pero Gloria se ocultaba en el silencio y Gwyneira temía que sus sentimientos reprimidos estallaran.
Finalmente, el día en que los maoríes concluían su migración, se descargó en Jack. Kiri y Moana pidieron permiso para marcharse antes y prepararon una cena rápida y fría para los señores.
—¡Tribu de vuelta, celebramos! —explicó alegre Moana.
A partir de entonces, Gwyneira esperó que Gloria apareciese, pero la muchacha no se presentó. Cuando la tarde pasó sin que la joven regresase, Gwyneira llamó a la puerta de la habitación de Jack. Como nadie contestaba, abrió.
Su hijo estaba tendido en la cama, mirando el techo. No parecía haber oído los golpes. Tuesday, que yacía a sus pies, se puso en pie de un brinco y ladró para saludarla. Gwyn lo apartó.
—No sé qué cosa tan importante tienes que hacer aquí —dijo a su hijo—, pero vas a hacerme el favor de dedicarme un par de horas para ir a caballo a O’Keefe Station. La tribu está de vuelta. Quiero… No, exijo que Gloria venga hoy mismo aquí. Me parece que no es demasiado pedir, maldita sea. Ha tenido todo el verano para ella. Ahora quiero saber que está bien y sería todo un detalle que al menos me hiciera un pequeño resumen de lo que ha hecho durante los últimos meses. Aunque se limite a observaciones como «Ha sido muy bonito, abuela Gwyn».
Jack se puso lentamente en pie.
—No sé…, ¿no deberíamos esperar a que…?
No sabía exactamente qué sentía. Por una parte ardía en deseos de ver a Gloria desde que Maaka había comunicado por la mañana que la tribu regresaba. Por otra parte, temía el encuentro. Tenía miedo de cómo reaccionaría la joven cuando lo viera. ¿Se asustaría como la mayoría? ¿Se compadecería de él? ¿Sentiría desdén? El mismo Jack se menospreciaba a veces por su decaimiento y veía en los ojos de otros hombres que desaprobaban su conducta. Por ejemplo, ese joven pastor, Frank Wilkenson. Él todavía creía en el prestigio de Galípoli. Había querido recibir a Jack como un héroe y casi se había disculpado por haber renunciado a participar en el mito creado en torno de esa maldita playa. Jack le había dado un buen chasco. Y ahora, cuando el chico veía lo que la guerra había hecho de él, consideraba a Jack McKenzie un cobarde sin dignidad.
—¡Ni hablar, hijo, yo ya no espero más! —respondió Gwyneira dando vueltas por la habitación—. Y si está celebrando una boda, harás el favor de coger a la novia y traerla aquí antes de que se acueste con Wiremu en el dormitorio común.
Jack casi se echó a reír. Su madre no era ninguna mojigata, pero era la primera vez que la oía hablar así.
—Lo intentaré de buen grado, madre, pero me temo que Tonga me atravesará con su lanza. Además, supongo que te habría invitado. ¡Estoy seguro de que no se privaría de ello!
Gwyneira resopló.
—¡Me lo habría dicho por la mañana! —dijo con aire melodramático—. Para enseñarme la sábana manchada de sangre.
Jack obvió remitirla a las costumbres maoríes. Tal vez en el pasado había existido un ritual según el cual las hijas de jefes tribales llegaban vírgenes al matrimonio para complacer a algunos dioses, pero una chica maorí normal hacía tiempo que no era virgen cuando escogía al hombre a quien quería por esposo. Por lo general, probaban con distintos hombres antes de decidirse por uno. Por supuesto, Gwyneira lo sabía. Si Gloria había resuelto casarse con Wiremu seguro que no era el primer hombre con quien había estado.
Jack sintió ante tal pensamiento enfado y una pizca de tristeza. ¿Celos? Sacudió la cabeza. Qué tontería, Gloria era una niña. Y él se alegraría por ella si realmente la encontraba en brazos de Wiremu.
Anwyl, el caballo de Jack, esperaba en el establo. Jack se sentía culpable cuando pensaba en el caballo castrado. Salía muy pocas veces, al igual que Tuesday. La perrita brincaba alrededor del joven.
—¿Quiere que se lo ensille, señor Jack? —preguntó Frank Wilkenson con un desdén apenas disimulado. Jack había aceptado la oferta en algunas ocasiones esos últimos meses, pero en ese momento se avergonzaba de ello.
—No, no se preocupe, lo haré yo mismo. —Combatió la debilidad que le invadía al levantar la pesada silla.
Anwyl permaneció pacientemente inmóvil hasta que volvió a aclararse la oscuridad que inundaba los ojos de su dueño. Jack sabía que no guardaba relación con la herida. Simplemente le faltaba práctica. Tenía que…
Jack ciñó la cincha y puso las bridas a Anwyl, luego lo condujo fuera del establo.
—Voy a O’Keefe Station —indicó lacónico—. Regresaré en dos horas. —Justo después se reprendió por anunciar sus planes como una chica que salía a dar un paseo a caballo sola. Nunca lo había hecho. Pero antes no había sufrido ninguna herida. Jamás habría pensado que pudiera sucederles algo a él y a su caballo que precisara que salieran en su busca y encontrarlos lo antes posible.
—De acuerdo, señor Jack… A recoger a la hija pródiga… —Frank Wilkenson sonrió mordaz.
A Jack se le pasó por la cabeza despedirlo, pero le faltó energía para reprenderlo.
Hacía un día bonito, uno de los pocos días cálidos y soleados de ese verano que no había sido propiamente verano. Pasados los primeros kilómetros, Jack empezó a disfrutar de la cabalgada e incluso espoleó a Anwyl para galopar un poco. Recordó las carreras que tanto le gustaba hacer a Gloria. Y el caballo que le había prometido. No había preguntado a Gwyneira qué había sucedido con el potro. No obstante, la pequeña Princess volvía a estar preñada. ¿Habría vendido Gwyneira la yegua Vicky? ¿Quería su madre calmar ahora su mala conciencia?
Jack cruzó el arroyo que marcaba la frontera entre Kiward y O’Keefe Station. Los maoríes habían derribado el edificio de la granja y levantado su marae un poco más al oeste. También allí se había erigido antes un poblado, pero, ahora que la tierra pertenecía de forma oficial a la tribu, habían construido las espléndidas casas dormitorio y de asambleas que eran tradicionales en la isla Sur. Jack cabalgó por un camino trillado entre pastizales vallados. La tribu maorí tenía ahí un par de docenas de ovejas, aunque en esa época todavía estaban en las montañas con los rebaños de Kiward Station.
Ya alcanzaba a distinguir las casas del poblado. Un gentío vestido de fiesta se había reunido frente al wharenui. Jack desmontó para dirigir el saludo ritual y solicitar que le permitieran el acceso al marae. Normalmente, los maoríes ya deberían de haberlo visto, pese a que se había aproximado al pueblo por la parte posterior. Incluso si Tonga no había apostado ninguna guardia —lo que siempre intentaba hacer hasta que sus hombres se aburrían y le desobedecían—, nunca faltaban niños y mujeres que iban a buscar agua, a cuidar de los animales u ocuparse de los huertos.
Ese día, no obstante, toda la atención se hallaba concentrada en algún suceso acaecido en la casa de las asambleas. De pronto vio que una chica se apartaba del grupo y salía pausadamente del recinto. Al principio, Jack pensó en una sacerdotisa que celebraba alguna ceremonia. La muchacha llevaba el tradicional vestido maorí, la falda de lino y la prenda superior tejida con los colores de la tribu. Luego, cuando dobló la esquina y ya no podía ser vista desde el wharenui, empezó a correr. La muchacha corrió hacia el bosquecillo por el que Jack acababa de pasar, si duda hacia el arroyo y en dirección a Kiward Station, y casi tropezó con Jack y Anwyl.
Cuando la chica descubrió al hombre y su montura, se asustó y se quedó inmóvil. Sus ojos centelleaban cuando levantó la vista hacia él.
Jack contempló un rostro ancho, pero algo más fino que el de la mayoría de las mujeres maoríes. Lo primero que llamó su atención fueron los tatuajes artísticamente dibujados, que enfatizaban el tamaño de los ojos de la joven. Ojos azules… Jack se la quedó mirando. Era joven, pero no una niña; debía de tener unos veinte años. Y su cabello…, unos rizos espesos, indomables, de color castaño claro, que, conforme a la indumentaria tradicional, recogía con una cinta ancha.
—¡Déjeme pasar! —En el semblante de la joven no se apreciaba miedo ni reconocimiento, tan solo cólera. Algo la había enfurecido.
Asustado, Jack distinguió el brillo de la hoja de un cuchillo.
Elevó las manos para mostrarle que no iba a hacerle nada, y en ese momento una única palabra acudió a sus labios.
—¿Gloria?
Ella se estremeció. Pareció serenarse un poco y se tomó tiempo para observarlo con mayor detenimiento.
Jack esperaba que la mirada de la joven expresara reconocimiento, y después pena, susto, rechazo. Pero el semblante de Gloria solo mostraba agotamiento y cansancio.
—Jack —dijo al final.
El hombre se la quedó mirando. Ya era toda una mujer. Habían pasado diez años desde que la niña le había arrancado, con los ojos inundados de lágrimas, una promesa imposible: «Si… si lo paso muy mal, vendrás a buscarme, ¿verdad?».
—Vengo a llevarte a casa —dijo en voz baja.
—Llegas tarde. —Ella se acordaba.
—Lo has logrado sin mí. Y tú…, tú…
Gloria estaba en pie delante de él, sosteniéndole la mirada.
Jack no sabía cómo expresar con palabras la impresión que le producía. Gloria seguía sin tener nada de etéreo, pero su rostro había ganado relieve. Se apreciaban los altos pómulos que prestaban a Kura-maro-tini su extraordinaria belleza, pero también la forma redonda y la nariz ancha de sus antecesores maoríes. La tez de Gloria estaba bronceada tras el largo verano en el campamento, lo que contrastaba intensamente con sus ojos claros. La mandíbula cuadrada confería a sus rasgos una determinación de la que carecía la mayoría de los rostros de los indígenas. El cabello crespo se liberó de la cinta. También era un claro legado pakeha: Jack nunca había visto un cabello así en una mujer maorí. En el aspecto de Gloria las dos razas no se unían en un todo de belleza ideal, como en Kura, sino que parecían más bien combatir por ejercer su dominio. Y en los ojos de la joven se apreciaba una expresión extraña. Tan vieja como el mundo y, pese a ello, combativa y de una rebeldía joven.
—¿Acaso no quieres venir conmigo? —preguntó al final.
Gloria asintió.
—Iba hacia allí.
—¿Así vestida? —Jack señaló las prendas maoríes—. No me interpretes mal, estás preciosa, pero me refiero a…
—Me cambiaré en casa.
Gloria se puso en camino, decidida.
—¿No quieres montar conmigo? —preguntó Jack, y al instante se percató de lo desatinado de su propuesta. Gloria ya no era una niña a la que llevar a sus espaldas en la grupa del caballo. Y de ninguna de las maneras con las piernas sin cubrir y con esa faldita tan corta.
Sin embargo, no estaba preparado para la mirada desconfiada, casi aterrorizada con que Gloria respondió a sus pretensiones. La joven pareció ir a decir algo, pero luego apretó los labios.
Al final reaccionó.
—Eso… no sería decente.
Jack reprimió una sonrisa triste. A la Gloria de antes nunca le habría importado lo que era adecuado para una muchacha. Y esta nueva y distinta Gloria… La palabra «decente» sonaba como si le hubiera costado encontrar el vocablo correcto en una lengua extranjera.
—Entonces sube tú sola —dijo él—. Sentada de lado. Todavía te acuerdas, ¿no?
Gloria le lanzó una mirada burlona.
—Quien no puede montar es que está muerto —advirtió.
Jack sonrió y le tendió las riendas de Anwyl.
—Pero no sé si yo todavía me acuerdo. —Jack se colocó al lado de Anwyl. Habían pasado años desde que no había ayudado a montar a una dama según el protocolo.
Gloria pareció querer protestar en un principio, pero luego se impuso su educación o reconoció que la faldita dejaría sus piernas totalmente al descubierto si colocaba el pie izquierdo en el estribo y realizaba los complicados movimientos que requería montar al estilo de una amazona sin ayuda de un caballero.
Así que se limitó a poner las manos sobre el cuerno de la silla, levantó cautelosa, casi con amaneramiento, la rodilla derecha y permitió que Jack la impulsara para subir.
La última vez que se había encontrado en una situación similar, él había ayudado a Charlotte a montar. Era ligera como una pluma, pero había tenido que levantarla; ella, por su parte, no había hecho nada para subirse al caballo. Gloria, por el contrario, se empujó con la pierna y le facilitó la tarea. Se deslizó casi con elegancia en la silla y luego se esforzó por encontrar una posición más o menos firme. En una silla de amazona había uno o dos cuernos que mantenían la posición de la pierna derecha y con frecuencia también la de la izquierda. Pero Gloria tenía que encontrar ahí el equilibrio, algo que consiguió sin esfuerzo. Se acomodó sobre la grupa derecha y segura.
—Como una princesa maorí —apuntó Jack, sonriendo.
Gloria lo miró.
—Las princesas maoríes iban a pie.
Jack se ahorró los comentarios. Esperó a que Gloria hubiera cogido las riendas y luego comenzó a andar junto a ella. El camino era largo, pero Jack no estaba cansado. Al contrario, hacía mucho que no sentía tanto vigor.
—Tienes un caballo en Kiward Station —dijo al final—. ¿Volverás a montar ahora?
—Claro —respondió Gloria.
No parecía que planeara seguir con los ngai tahu. Jack pensó en si debía preguntar por Wiremu, pero lo dejó. A sus espaldas se oyó un crujido. Jack se sobresaltó y cuando dio media vuelta dispuesto a defenderse, advirtió que Gloria había reaccionado de igual modo. Ambos rieron algo azorados cuando vieron salir de entre las sombras a Nimue. Había tardado en registrar la partida de su ama, pero la había seguido después. Saludó entusiasmada a Jack y, menos convencida, a Tuesday.
Jack y Gloria disimularon su confusión elogiando a la perra. En otros tiempos no se habrían asustado solo por haber oído un ruido entre los arbustos. Nueva Zelanda casi no escondía peligros. No había animales grandes y peligrosos, y con los maoríes se convivía de forma pacífica. Sin embargo, ambos no se calmaron del todo hasta llegar a los pastizales que rodeaban Kiward Station. La llanura se abarcaba bien con la vista.
—Llegamos demasiado tarde para la cena —señaló Gloria—. La abuela Gwyn protestará. —Parecía una niña pequeña.
Jack sonrió.
—Se alegrará de volver a verte. Y Kiri y Moana van al waiata-a-ringa, será de todos modos una cena fría. —Jack no sabía qué decir—. ¡Estoy contento de que estés aquí, Gloria!
—Esta es mi tierra —respondió la joven con calma.
Su seguridad desapareció, sin embargo, cuando poco después llegaron a los establos de Kiward Station. Frank Wilkenson, que había estado bebiendo whisky con un par de pastores más, les recogió el caballo. En ese momento todos, sin excepción, se quedaron mirando la escueta faldita de Gloria. La muchacha se ruborizó. Jack se quitó la chaqueta y se la dio.
—Tendríamos que haberlo hecho antes —dijo, lamentándose.
También tendría que haberle dado un pañuelo para que se limpiara los tatuajes, pero hasta ese momento no se le había ocurrido hacerlo. Ambos se deslizaron al interior de la casa por la cocina, con la esperanza de no tropezarse con Gwyneira.
Esta, no obstante, esperaba en el pasillo que conducía a los cuartos de servicio. Todavía llevaba la ropa de estar por casa de la tarde y parecía agotada. Jack nunca la había visto tan envejecida. Incluso le pareció distinguir las huellas de unas lágrimas en sus mejillas.
—¿Qué me traes, Jack? —preguntó con dureza—. ¿Una novia maorí? No lo dije en serio. No tendrías que haberla secuestrado. En cuanto se presente la oportunidad huirá con su tribu. —Gwyneira dejó a su hijo y se dirigió a su bisnieta—. ¿No podríais al menos haberme invitado, Gloria? ¿No podíamos celebrarlo aquí? ¿Tanto me odias que he de enterarme por mi cocinera de que te has casado?
Jack frunció el ceño.
—¿Quién habla de bodas, madre? —preguntó con suavidad—. Gloria quería participar en un baile, pero luego ha cambiado de idea. Venía hacia aquí cuando me la encontré.
—Siempre has mentido por ella, Jack —observó Gwyneira. Jack se había colocado entre las dos mujeres, pero su madre lo apartó a un lado—. Muy bien, Gloria, ¿qué planes tienes ahora? ¿Vas a vivir aquí con Wiremu? ¿O en el campamento? ¿Demoleréis la casa, como la cabaña de Helen, cuando la tribu se apropie de ella? Claro que antes Kura tendría que dar su consentimiento. La tierra todavía le pertenece.
Gloria se irguió ante su bisabuela y en sus ojos volvieron a asomar la rabia y ese brillo de locura que los habían impregnado al escapar del campamento maorí.
—¡Es mía! ¡Solo mía! ¡Qué no se atreva Kura Martyn a quitármela! ¡Y nunca será de nadie más, abuela! No soy la novia de nadie. ¡Y no seré la mujer de nadie! Soy… —Parecía querer decir mucho más, pero luego cambió de idea, dio media vuelta y escapó una vez más ese día.
El cansancio se apoderó de repente de Jack.
—Yo…, ahora me gustaría retirarme —dijo, tenso.
Gwyneira se lo quedó mirando con ojos furibundos.
—¡Sí, retiraos todos! —le gritó—. ¡A veces me siento harta, Jack! ¡Harta de todo!
Al día siguiente, ni Jack ni Gloria bajaron a desayunar. Gwyneira, que se avergonzaba de su arrebato, supo por Kiri qué los mantenía ocupados, y que esta vez las estrategias de retirada habían cambiado. Gloria permanecía en su habitación y parecía dedicarse a despedazar o romper en trocitos todos los objetos maoríes. Jack, por el contrario, había salido a caballo y pasaba el día en el Anillo de los Guerreros de Piedra. Gwyneira tuvo tiempo suficiente para enterarse de lo que había sucedido en realidad en el marae de O’Keefe Station. Kiri y Moana la informaron gustosas.
—Tonga quería que se casara con Wiremu. Lo anunció, lo dijo a toda la tribu. Menos a Glory y Wiremu. Ellos no querían.
—¡Wiremu, sí! —corrigió Moana.
—Wiremu quería mana. Pero él cobarde… Glory muy enfadada, porque…
—Él no compartir cama con ella —aclaró Kiri algo ruborizada. Cincuenta años al servicio de una casa pakeha habían llegado a socavar sus principios morales tradicionales—. Pero hecho así…
Gywneira maldijo su desconfianza. Debería haber escuchado al menos la versión de Gloria. Pero ahora rectificaría su error presentando al menos disculpas a su bisnieta. Cuando la joven apareció para cenar —vestida con el traje de solterona con que había recibido a Gwyneira en Dunedin—, le pidió solemnemente perdón.
—Estaba apabullada, Glory. Pensaba que te habías dejado engañar por Tonga. Kura estuvo a punto hace años.
Gloria contrajo los labios.
—¡No soy Kura! —protestó, enfadada.
Gwyneira asintió.
—Lo sé… Por favor…, lo siento.
—Está bien —intervino Jack, conciliador.
La tensión entre las dos mujeres casi le producía miedo. Se diría que Gloria hacía responsable a Gwyneira de todas sus penas. Se preguntaba qué le había pasado a la muchacha. ¿Cuánto tiempo había estado viajando sola en realidad? ¿Cómo se las había arreglado para regresar a Nueva Zelanda? Algo se desprendía de su reacción ante el crujido que había salido de los arbustos: Gloria había vivido su propia guerra.
—¡No, no está bien! —exclamó—. ¡Jack, no hables por mí! Estará bien cuando yo lo diga… —se interrumpió—. Está bien —añadió con rigidez.
Gwyneira suspiró aliviada.
Tras la comida, retuvo a la joven cuando esta ya se disponía a volver a su habitación.
—Tengo algo para ti, Gloria. Un paquetito de tus padres. Llegó hace un par de semanas.
Gloria resopló.
—¡No quiero nada de mis padres! —replicó enojada—. Ya puedes mandárselo de vuelta.
—Pero si son cartas, hija —señaló Gwyn—. Kura escribió para informar que te enviaba tu correspondencia. La agencia reunió las cartas y las mandó a Nueva York.
—¿Quién puede haberme escrito? —preguntó Gloria, enfurruñada.
Gwyn se encogió de hombros.
—No lo sé, Glory, no he abierto el envoltorio. Tal vez quieras averiguarlo. Luego puedes quemarlas.
Por la tarde, Gloria había encendido una hoguera delante de los establos y arrojado ahí sus vestidos de fiesta maoríes.
La joven asintió.
Rasgó el paquete en su habitación. La primera carta que escogió estaba abierta. Kura debía de haberla leído. Gloria buscó al remitente: «Soldado Jack McKenzie, ANZAC, El Cairo».
Querida Gloria:
En realidad esperaba poder escribirte ya a Kiward Station. Por fin has terminado la escuela y madre tenía todas sus esperanzas puestas en que regresaras de una vez. Pero ahora me informa acerca de que vas de gira por América con tus padres. Sin duda una experiencia muy interesante que prefieres a nuestra vieja granja de ovejas. Aun así, tu abuela Gwyn está muy triste por ello, aunque se trate solo de medio año.
Como seguramente sabrás yo también he decidido dejar por un tiempo Kiward Station y servir a la patria como soldado. Tras la muerte de mi padre y de mi querida esposa Charlotte quería, simplemente, hacer y ver algo distinto. En cuanto a lo último, lo estoy consiguiendo por mi propio esfuerzo. Egipto es un país fascinante; te escribo, por así decirlo, a la sombra de las pirámides, monumentos funerarios que se alzan como castillos y que custodian a los muertos. Pero ¿qué clase de inmortalidad es esa que encierra las almas y entierra los cuerpos en cámaras mortuorias, meticulosamente escondidos, siempre con miedo a los ladrones de cadáveres? Nuestros maoríes no lo entenderían, y también yo prefiero imaginar a Charlotte bajo del sol de Hawaiki que en una oscuridad eterna…
Gloria alzó la vista del papel y pensó en Charlotte. ¿Qué aspecto tenía? Apenas recordaba a la hija menor de los Greenwood. Y Jack…, ¿cómo se le había ocurrido la idea de escribirle una carta tan larga? ¿O acaso lo había hecho siempre? ¿Habría interceptado la escuela sus cartas? ¿Por qué y por orden de quién?
Gloria revolvió apresurada los demás sobres. Salvo por un par de escritos de la abuela Gwyn y dos cartas de Lilian, ¡todas eran de Jack!
Intrigada, abrió el siguiente sobre.
… El Cairo moderno se considera una capital, pero se echan en falta edificios, plazas y palacios representativos. La gente vive en casas de piedra de un piso y con forma de caja, y las vías públicas no son más que angostas callejuelas. La vida y el movimiento en la ciudad son agitados y ruidosos, los árabes son unos fantásticos comerciantes. Durante las maniobras siempre nos sigue todo un tropel de hombres vestidos de blanco que nos ofrecen refrescos. A los oficiales británicos esto les saca de quicio; al parecer temen que también en el combate confiemos en tener siempre al lado un vendedor de melones. En la ciudad intentan endilgarnos supuestas antigüedades del país que, presuntamente, proceden de las cámaras mortuorias de los faraones. Habida cuenta de la cantidad, esto es inverosímil; es imposible que el país haya tenido tantos soberanos. Suponemos que la gente misma talla las figuras de los dioses y las esfinges. Pero aunque fueran auténticas, me sobrecoge el mero hecho de pensar en robar a los muertos, por muy singular que sea la costumbre de dejar objetos funerarios en la tumba. A veces pienso en el pequeño colgante de jade que Charlotte llevaba al cuello. Un hei-tiki que talló una mujer maorí. Dijo que le daría suerte. Cuando la encontré en la playa del cabo Reinga ya no lo llevaba. Tal vez acompañe a su alma en Hawaiki. No sé por qué te cuento todo esto, Gloria; al parecer, Egipto no me sienta bien. Demasiada muerte a mi alrededor, demasiado pasado, pese a que en esta ocasión no sea el mío. Pero pronto nos trasladarán. Ahora va en serio. Atacaremos a los turcos en la entrada del estrecho de los Dardanelos…
Gloria buscó de forma maquinal su hei-tiki, pero recordó que lo había lanzado a los pies de Wiremu. Mejor así: llevaría su alma maorí a otro lugar.
… Nunca olvidaré la playa, la forma en que yacía al amanecer. Una pequeña bahía rodeada de rocas, ideal para una comida campestre o un romántico encuentro con una mujer amada. Y nunca olvidaré el sonido de ese primer disparo. Y eso que desde entonces he oído cientos de miles de disparos. Pero aquel primero… quebró la paz, destrozó la inocencia de un lugar al que hasta entonces Dios solo podía contemplar con una sonrisa. Lo convertimos en un lugar en el que solo el diablo todavía ríe a carcajadas…
Gloria sonrió cansada. No cabía duda de que el diablo se lo pasaba muy bien en este mundo.
De repente se le quitaron las ganas de seguir leyendo. Pese a ello, escondió cuidadosamente las cartas bajo su ropa blanca. Eran de ella, nadie más debía encontrarlas, y Jack menos que nadie. Era posible que no le pareciera bien que ella las leyera ahora. A fin de cuentas, nunca contaba nada acerca de sus experiencias en la playa de Galípoli. Y además… Jack había escrito a otra Gloria. Debía de pensar en una niña cuando explicaba cómo había montado en camello y reñido a hombres grandes y gordos porque se dejaban acarrear por unos asnos diminutos a través del desierto. Por otra parte, algunas frases se dirigían con toda precisión a la mujer que Gloria era ahora. Marama habría dicho que los espíritus habían guiado la mano de Jack…
Gloria se acostó pero no pudo conciliar el sueño. Tampoco estaba oscuro y miró las paredes de nuevo vacías de su habitación, libres de los objetos maoríes. Gloria se puso en pie y sacó su viejo cuaderno de dibujo del rincón más profundo del armario. Cuando lo abrió, contempló un weta de colores. Gloria arrancó la hoja. Luego dibujó al diablo.