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—¿Y qué sabéis de vuestros niños perdidos? —preguntó Gwyneira, tan ocupada con sus propios problemas que había tardado en interesarse por Lilian y Ben.

La anciana acompañaba a su nieta en la calesa desde Kiward Station hasta Christchurch. Elaine quería visitar a Elizabeth Greenwood y regresar a Greymouth al día siguiente.

Elaine hizo un gesto de ignorancia.

—Tenemos datos contradictorios.

—¿Qué se supone que significa eso? —inquirió Gwyneira, frunciendo el ceño.

No esperaba novedades, pues la misma Elaine ya se las habría contado. Además informaba regularmente a Gwyn por carta sobre la joven pareja y esta sabía del nacimiento del primer tataranieto, al que Lilian, por razones desconocidas, había llamado Galahad.

—Según fuentes de Caleb, es decir, profesores de la universidad, les va bien —respondió Elaine—. Según el detective privado de George Greenwood en realidad les va de maravilla.

Gwyneira sacudió la cabeza sin entender y chasqueó la lengua para azuzar a los cobs que tiraban de la calesa. De forma excepcional, no llovía y Elaine prefería sin lugar a dudas el carruaje. Jeremy y Bobby flanqueaban orgullosos el vehículo a lomos de sendos caballos. De no haber sido así, Elaine no se habría expresado con tanta franqueza. Mantenía en secreto las noticias sobre Lilian y Ben ante su esposo y sus hijos, al igual que Caleb Biller no informaba a su familia. Sin embargo, ambos contaban con fuentes de información. Caleb, que seguía siendo un respetado etnólogo, estaba vinculado al alma máter de Ben, y Elaine obtenía información dos veces al año a través de un detective que George Greenwood había contratado para ella.

—¿Cuál es la diferencia? —preguntó Gwyn.

—Pues bien, acaban de mudarse a Wellington —explicó Elaine—. Ben ocupa allí un puesto como docente. ¡Caleb revienta de orgullo! A un chico tan joven suelen contratarlo como asistente. Ben siempre fue un hombre con aspiraciones; aunque yo no me diera cuenta, lo cual no significa nada.

Gwyneira sonrió.

—¿Y? —peguntó.

—Pues que un puesto de profesor significa un pequeño sueldo. Ben ya no necesitaría trabajar en el puerto o hacer lo que estuviera haciendo para mantener a la familia. Se podría permitir una vivienda pequeña y llegar a final de mes, siempre que Lilian administrase bien la casa. O que diese un par de clases de piano.

—¿Pero? —Gwyneira empezaba a impacientarse.

—Pero la cuestión es que se han mudado a una bonita casa con jardín en las afueras. Ben da pequeñas tertulias para sus estudiantes y por la mañana una niñera saca a pasear a Galahad. Según el detective, en un cochecito muy caro. Lilian lleva vestidos bonitos y cuando se representa una obra de teatro o hay un concierto, los Biller están ahí.

—¿Y cómo pagan todo esto? —preguntó Gwyneira, atónita.

—Esta es la cuestión. —Elaine sujetó el sombrero, que la carrera amenazaba con arrebatarle. Las yeguas cob tenían prisa. Los dos jóvenes se habían adelantado y galopaban delante de ellas.

»Espero que Elizabeth Greenwood tal vez me cuente más. George ha vuelto a poner al detective sobre la pista.

—¿Sospechas de algo ilegal? —preguntó Gwyneira, preocupada. Desde que James se había convertido en ladrón de caballos, siempre consideraba posible algo así.

Elaine rio.

—No. La idea de que Ben Biller llegue a robar bancos nunca se me ha ocurrido, francamente. Eso lo haría interesante. Pero según todo lo que me han contado sobre él, no es más que un soso amable. Como su padre. En la escuela, un empollón; como poeta, un caso perdido; y un inepto como hombre de negocios. El último dato procede de Tim, que se ha informado en el entorno de Mina Biller. Florence no podía dejarlo ni tres minutos solo en el despacho…

—¿Y qué es lo que a Lily le atrae de él? —preguntó Gwyneira—. Es una chica tan vivaracha…

—¡La atracción de lo prohibido! —suspiró Elaine—. Si Florence y Tim no se hubieran comportado de ese modo, es probable que todo hubiera ocurrido de manera totalmente distinta. ¡Pero ninguno de los dos se ha enterado de que los chicos han huido de ellos! Lo que ahora se ha desencadenado entre Lambert y Biller es un guerra. Cada uno de ellos intenta menoscabar los intereses comerciales del otro, a ver quién puede más. Florence se ha endeudado hasta el último centavo por construir su propia fábrica de coque e intenta ahora robarnos clientes reventando precios. ¡Y Tim haría otra locura igual! Si Greenwood no lo frenara enérgicamente, los precios caerían en picado. Pero tío George aconseja mantenerse a la espera. Aun así, la fábrica de coque de Biller trabaja más que la nuestra, pero no resulta rentable. A la larga, terminará sin dar resultado. Esperemos que Florence no se arruine. Y Tim y George están pensando en una fábrica de briquetas para sacar provecho también del último polvo de carbón. Si Florence intenta hacer lo mismo, Biller no tardará en quebrar.

Gwyneira reflexionó.

—Entonces, ¿por qué lo hace? —preguntó—. No me gusta planteártelo, pero ¿hubo alguna vez algo entre Florence Biller y tu marido?

Elaine se echó a reír.

—No directamente, ¡aunque sí que eres un poco bruja! Los dos se tienen algo de manía. El malestar se originó poco después del accidente de Tim. Le iba bastante mal y, encima, su padre y los otros directores del comercio minero lo trataron muy mal. Discutían sobre las minas y Tim se quedaba ahí sentado en su silla de ruedas como si fuera un mueble. No lo dejaban intervenir. Por aquel entonces, Florence hablaba con él. Era muy amable, pero Kura enseguida sospechó que estaba maquinando algo. Es probable que Tim fuera una segunda posibilidad. Florence quería una mina y el único modo de conseguirla era mediante un matrimonio. Tanto le daba si con un tullido o un pisaverde…

—¡Elaine! —exclamó escandalizada Gwyneira.

—Lo siento, pero Caleb Biller… Está claro que llegaron a un acuerdo. En cualquier caso, la querida Florence no tuvo que recurrir al plan B. Se casó con Caleb y de inmediato dejó de hacer caso a Tim. Esto lo ofendió bastante. —Elaine iba controlando a los dos jinetes, pero Jeremy y Bobby se colocaban delante o detrás de la calesa y no atendían a la conversación.

—La señora Biller no acaba de entender que el «mueble» compita con ella… —señaló Gwyn con una sonrisa de iniciada.

—Y además educa sola a sus hijos. Lo que Caleb solo ha conseguido con Ben. Los otros chicos…, pero dejémoslo. Pese a que todo este asunto es bastante absurdo, está degenerando en un drama. ¡Maldita sea, tengo ganas de conocer a mi nieto! ¡Y añoro a Lily! Claro que Tim también, pero nunca lo reconocerá. ¡Tenemos que pensar algo urgentemente!

—¿Lo conoces? —Elizabeth Greenwood tendió a Elaine un libro por encima de la mesa.

Las mujeres tomaban el té y Gwyneira acababa de despedirse. Los chicos se habían ido con ella para decir adiós a los caballos. Elizabeth parecía haber estado esperando esa ocasión.

Elaine cogió el libro con el ceño fruncido. En realidad habría preguntado por Lilian y Ben, pero se obligó a ser paciente. Elizabeth había sufrido mucho en los últimos años. Todavía tenía presente la muerte de Charlotte y se sentía preocupada por Jack. Además estaba un poco afligida por su hijo mayor, Robert. Estaba bien, pero hacía dos años que se había marchado a Inglaterra para ocuparse del legado de su tío y su abuelo. William Greenwood, el hermano menor de George, había fallecido recientemente. Sobre la causa de su muerte solo corrían rumores, pero George opinaba que el alcohol y la cocaína habían desempeñado un importante papel en la desgracia. El asunto de la sucesión no estaba claro. Dos mujeres reclamaron para sus hijos el resto de la fortuna de Greenwood, pero ninguna logró presentar un certificado de matrimonio válido.

Fuera como fuese, Robert había viajado a Londres visiblemente entusiasmado con la idea de volver a dar vida a la compañía de importación y exportación de su abuelo. A George no le parecía mal. Cuando era joven había renunciado a sus derechos en la empresa para no tener que trabajar con William. Como compensación, su padre le había transferido las filiales de Australia y Nueva Zelanda. Había observado desde lejos, después, la decadencia de la empresa paterna y siempre había lamentado la pérdida del negocio. Si Robert quería salvarlo, contaba con el apoyo de George. Su yerno, Stephen O’Keefe, un abogado sumamente capacitado, dirigía mientras tanto las empresas de Nueva Zelanda y Australia. Una magnífica solución para todos, excepto para Elizabeth. No había visto a Robert en dos años y no cesaba de lamentarse desde que el muchacho había contraído matrimonio en Londres. En algún momento el joven iría a verlos con su esposa, pero todavía no había fijado una fecha.

Ese día, sin embargo, Elizabeth no parecía abatida, sino más bien excitada e impaciente.

—Dime, ¿lo conoces? —insistió.

Elaine ojeó el libro por encima.

La señora de Kenway Station. Sí, lo he leído. Te engancha, me gustan estas historias.

—¿Y qué? —preguntó Elizabeth—. ¿No te ha llamado nada la atención?

Elaine se encogió de hombros.

—De la historia, me refiero. Esa granja en el extremo del mundo… El hombre que más o menos tiene encerrada a su mujer…

Elaine se ruborizó.

—¿Quieres decir que tendría… que debería haberme recordado a Lionel Station? —Habría podido mencionar también a Thomas Sideblossom, pero seguía sin pronunciar el nombre de su primer marido.

Elizabeth asintió.

—Yo creo que sí.

Elaine sacudió la cabeza.

—Bueno, tampoco se parecía tantísimo. Además, no recuerdo que la protagonista… Bueno, que ella…

Elaine había disparado contra su marido y huido de él.

—No, a la protagonista la salva un amigo de juventud —admitió Elizabeth—. Así visto, tampoco yo me habría inquietado, pero luego se publicó esto. —Mostró un segundo libro: La heredera de Wakanui.

Elaine leyó el texto de las solapas: «Tras la muerte de su segunda esposa, Jerome Hasting se convierte en un hombre introvertido y difícil. Gobierna con suma severidad su granja, Tibbet Station, y su enemistad con el jefe maorí Mani amenaza a toda la región con acabar en guerra. De no ser por Pau, la hija del jefe, que lo ama en secreto…».

—¿Qué tiene de extraordinario? —preguntó Elaine.

Elizabeth alzó la mirada al cielo.

—Al final los dos tienen un hijo —la ayudó.

Elaine reflexionó.

—Paul y Marama Warden. Kura-maro-tini. ¿No es un poco rebuscado? —Miró la cubierta—. Brenda Boleyn. No conozco a ninguna Brenda Boleyn.

—¿Y también esto es casualidad? —Con gestos teatrales, Elizabeth sacó un tercer libro, La beldad de Westport, y leyó el texto de las solapas.

—«Joana Walton perdió, a pesar suyo, su trabajo de institutriz de Christchurch. En su huida del malvado Brendan Louis llegó a la costa Oeste: un lugar plagado de peligros para una inocente muchacha. Pero Joana permanece fiel a sí misma. Encuentra un humilde empleo de pianista en un bar y a un nuevo amor. Lloyd Carpinter posee acciones en una línea ferroviaria. Pero ¿abandonará a la joven cuando conozca su pasado?».

Elaine palideció.

—Sea quien sea quien lo haya escrito, lo voy a matar.

—¡No exageres! —Elizabeth rio—. Aunque ya no crees que sea una mera casualidad, ¿verdad? He hecho unas averiguaciones por mi cuenta…

—No me extraña. —Elaine suspiró.

—Los libros se publican en una editorial de Wellington vinculada con el periódico para el que Ben Biller ha estado trabajado estos últimos años de forma ocasional.

Elaine asintió.

—La abreviatura B. B., ¿no? Estaba en el archivo del detective. Pero no debe de haber ganado mucho así. Al menos en mi humilde entender. Ese chico es un inepto total. Lo último que leí de él fueron unos torpes versos sobre corazones que fluyen.

—He pedido que me enviaran el periódico —informó Elizabeth tras hacer un gesto de resignación—. B. B. escribe unos relatos muy agradables, conmovedores y con el mismo estilo que Brenda Boleyn.

Elaine sacudió la cabeza.

—No llego a imaginármelo. El chico era completamente incapaz y ese libro… —señaló La señora de Kenway Station—, tal vez no sea alta literatura, pero está escrito con mucha fluidez.

Elizabeth rio.

—Además, tampoco trata de la familia Biller. Sin contar que tras el nombre de Brenda puede esconderse una mujer.

Elaine se la quedó mirando.

—¿Te refieres a que no es él quien escribe? —Se puso en pie y empezó a pasear arriba y abajo de la habitación. Elizabeth tuvo tiempo de evitar que derribase un valioso jarrón chino—. ¡Maldita sea, le voy a dar una azotaina! ¡O la sujetaré para que se la dé Tim! ¡Lleva tiempo deseando hacerlo! ¿Cómo ha podido?

Elizabeth sonrió.

—No pierdas la calma, hay que conocer a fondo la historia de vuestra familia para advertir las similitudes. Dicho sea con franqueza, ni siquiera yo me habría dado cuenta tras leer los dos primeros libros si el protagonista de La señora no se hubiera llamado Galahad.

—¿Ha llamado a su hijo como al protagonista? —A Elaine se le escapó una sonrisa.

—Galahad es el hombre ideal —señaló Elizabeth, lacónica—. No conozco a Ben Biller, pero tendría que ser una persona especialmente brillante para aproximarse siquiera al héroe de La señora. ¿Y ahora qué hacemos? ¿Se te ocurre alguna idea?

Elaine echó la cabeza hacia atrás con tal ímpetu que los rizos se le desprendieron del atildado peinado y el sombrerito se le quedó torcido.

—Lo primero que voy a hacer es escribirle una carta como admiradora de «Brenda Boleyn» y preguntaré prudentemente por detalles de la historia de mi familia. Tal vez se trate de una prima largo tiempo desaparecida quien tan amablemente ha revuelto la descendencia de Kiward Station. Vamos a ver qué contesta Lily.

Elizabeth sonrió burlona.

—Una solución muy diplomática que elude elegantemente a Tim. Brenda tal vez sea una vieja amiga del colegio, ¿no? Pero a la larga tendréis que resolverlo, Elaine. Es toda una farsa que dos familias se peleen por nada.

—Pero es original —observó Elaine—. Los Montesco y los Capuleto se tiran los trastos a la cabeza, mientras Romeo aprende lenguas polinesias y Julieta se lucra con la historia de su familia. ¡Ni siquiera a Shakespeare se le habría ocurrido!

Estimada señorita Boleyn:

Solo tras leer la tercera entrega de su saga me permito expresarle mi enorme admiración y alta estima por su talento narrativo. Pocas veces consigue una autora cautivarme de tal modo con su imaginación.

Permítame, sin embargo, una pregunta: para mi sorpresa, encuentro hasta el momento en todos sus títulos unos interesantes paralelismos con la historia de mi familia. Al principio pensé que era simple coincidencia y luego creí que tal vez se tratara de un posible vínculo mental. Una persona, sin duda sensible como usted, debe poseer las facultades de una médium. Pero ¿por qué describe su posible espíritu protector precisamente a mi familia? En el curso de mis reflexiones he llegado a la conclusión de que tal vez sea usted un miembro de la familia desconocido o desaparecido hasta ahora que ha tenido auténtico conocimiento de mi historia. Si tal fuera el caso, me alegraría sumamente establecer contacto con usted.

Reciba un cordial saludo.

ELAINE LAMBERT

Lily sospechó al principio cuando vio la escritura de la lectora, pero recibía tantas cartas que ya no se concentraba en la caligrafía. Sin embargo, al leer las primeras líneas enrojeció y luego se echó a reír.

Cogió la máquina de escribir, luego se lo pensó mejor y, en uno de sus queridos y perfumados papeles de carta, escribió las palabras: «Querida mamá…».