Mientras que Jack y Sarah Bleachum conversaban, Roly regresó cargado con el petate de Jack y el suyo.
—¡Increíble, señor Jack! —dijo entre risas—. Apenas llegado a puerto y ya con una chica a su lado. Madame… —Roly intentó alisarse con la mano el cabello revuelto y se inclinó ceremoniosamente.
Sarah Bleachum sonrió pudorosa. Jack la presentó.
Roly pareció aliviado cuando se enteró de que formaba parte del sanatorio Princess Alice.
—Entonces puedo dejarle con toda confianza al señor Jack —declaró complacido Roly—. ¿Sabe por casualidad si hoy todavía sale algún tren para Christchurch?
Sarah asintió.
—Yo misma buscaré un sitio para usted, señor McKenzie —se ofreció—. Incluso en el vagón cama. Si llamo a su madre, seguro que envía a alguien de Kiward Station para que lo recoja en la estación. Naturalmente, antes tendría que pasar una revisión, pero por lo que yo sé, el sanatorio Princess Alice está concebido solo como estación de paso para este transporte. Todos los hombres pueden volver a sus casas. Además todos viven repartidos por la isla Sur. Algunos tendrán que esperar un par de días todavía hasta que se organice la continuación del viaje.
Roly asintió vehemente y también Jack sabía, por supuesto, que todos ahí habían sido declarados «sanos». Algunos de los inválidos ya habían sido recibidos en el muelle por sus familias.
—Lo siento, señorita Bleachum, pero pese a todo… estoy cansado, ¿comprende…? —Jack se ruborizó al mentir. No se sentía más débil que en los días anteriores, pero la idea de regresar a Kiward Station le infundía terror. La cama vacía en la habitación que había compartido con Charlotte. La habitación vacía de Gloria. El lugar que antes ocupaba su padre, ahora vacío, y los ojos tristes de su madre, donde también leería ahora compasión. A la larga tendría que soportar todo eso, pero no ese mismo día. No enseguida.
Sarah intercambió una mirada con Roly, que se encogió de hombros.
—Bien, yo me voy. ¡Nos vemos, señor Jack! —Roly agitó la mano y se dio media vuelta.
—¿Roly? —Jack tenía la sensación de que al menos debía un abrazo al joven de pelo revuelto, pero era incapaz de sobreponerse—. Roly…, ¿no podrías llamarme simplemente Jack?
Roly rio. Se desprendió entonces del petate, se dirigió de nuevo a Jack y le dio un abrazo de oso.
—¡Cuídese, Jack!
Este sonrió cuando el muchacho se alejó agitando la mano.
—¿Un buen amigo? —preguntó la señorita Bleachum, mientras cogía el petate de Jack.
El hombre asintió.
—Un muy buen amigo. Pero no me lleve usted el petate. Yo lo haré…
Sarah sacudió la cabeza.
—No, déjeme a mí. Algo tengo que hacer… Puede… Puede apoyarse en mí. —En ningún momento lo interpretó como una propuesta invitadora. Jack recordaba muy bien que la señorita Bleachum era algo mojigata.
—¿Desde cuándo es usted enfermera? —preguntó con amabilidad.
Sarah rio nerviosa.
—En realidad no lo soy, solo ayudo un poco. Tengo… tengo que acompañar un poco a los enfermos…
Jack frunció el ceño. No le costaba imaginar a la señorita Bleachum haciendo de dama de compañía de una anciana, pero no le parecía precisamente la clase de mujer que uno contrataría para entretener a unos hombres. De todos modos, esto no era de su incumbencia. Descendió lentamente con la joven. Sarah se unió a un par de enfermeras más que empujaban sillas de ruedas o conducían a ciegos. La mayoría de ellas llevaba el uniforme azul claro con el cuello blanco y la cofia. Las mujeres miraron disgustadas a Sarah. Probablemente no era la primera vez que elegía a uno de los pacientes más sanos para su cuidado.
Un médico de cabello oscuro iba de uno a otro, saludando a los recién llegados antes de que los ayudaran a subir al vehículo. A Jack el hombre le resultaba conocido, pero sobre todo le desconcertó el modo en que se iluminó el rostro de Sarah cuando se acercó.
—¡Es el doctor Pinter! —dijo animadamente presentando al hombre. También el médico sonrió, pero se puso serio cuando miró a Jack.
—Doctor Pinter, es…
—Nos conocemos, ¿verdad? —preguntó Pinter—. Espere… Ya recuerdo… Sargento primero McKenzie, ¿no es así? Galípoli… El disparo en los pulmones, el herido a quien salvó el perro de Beeston… —Sonrió con amargura—. Durante un par de días solo se hablaba de usted en el hospital. ¡Me alegro de que haya sobrevivido!
Jack asintió.
—Y usted era… ¿capitán?
Pinter se encogió de hombros.
—Comandante. Pero ¿a quién le importa eso ahora? En la tienda del hospital de campaña todos vadeaban la misma sangre. Dios mío, es raro que todavía recibamos a heridos de Galípoli. La mayoría procede de Francia. No volvió usted al frente, ¿verdad?
—No. El señor McKenzie recibió asistencia en Inglaterra —intervino Sarah, quien ya había sacado el expediente de Jack de una carpeta para tendérselo a Pinter.
—¿Y usted? —preguntó Jack trabajosamente. No sentía auténtico interés por el destino del médico, pero de alguna forma se sentía obligado a mantener la conversación. La profesora y el médico subieron con él al autobús. No podía quedarse sentado a su lado en silencio y pasear la mirada por el telón de los Alpes—. Me refiero a que usted… era oficial médico y todavía estamos en guerra…
El doctor Pinter hizo un gesto mortificado. Su expresión se agravó y Jack reconoció las huellas que Galípoli le había dejado en el rostro. También él estaba más delgado y pálido, y tenía el semblante, todavía joven, surcado de arrugas. El médico alzó las manos y las extendió delante del cuerpo. Jack vio que temblaban de forma incontrolada.
—Me resultaba imposible seguir operando —murmuró—. No se sabe qué es…, tal vez una parálisis nerviosa. Empezó en Galípoli…, el último día… Casi habían evacuado a todas las tropas, lo único que todos querían era marcharse… Solo los últimos patrullaban todavía en las trincheras. Debía dar la impresión de que estaban llenas de hombres. Sí, y un par de jóvenes exageraron. Querían hacer un simulacro de combate ante los turcos, pero estos tenían detrás artillería pesada. Los hombres… fueron despedazados. Me pusieron sobre la mesa de operaciones lo que quedaba de ellos. Salvé a uno de diecisiete años, si es que a eso se le puede llamar salvar a alguien. Los dos brazos…, las dos piernas… No hablemos más de ello. Luego empezó el temblor…
—Quizá lo único que necesite sea tranquilidad —señaló con dulzura Sarah.
Pinter bajó la vista.
—Necesito un par de recuerdos distintos —susurró—. No quiero ver más sangre cuando cierro los ojos. No quiero oír más disparos cuando alrededor reina el silencio.
Jack asintió.
—Yo me imagino el agua —dijo en un murmullo—. La playa… La primera visión de la playa antes de desembarcar. Era un lugar hermoso…
Luego, ambos hombres callaron. Sarah quería decir algo, pero no era dada a las conversaciones livianas. Casi con envidia miró a las otras enfermeras, que charlaban y bromeaban con sus pacientes.
Jack obtuvo una habitación de dos camas, que compartía con un hombre mayor y gruñón que andaba todo el día con la botella de whisky. Jack ignoraba dónde la había conseguido, pero no cabía duda de que no estaba dispuesto a ofrecer ni un solo trago.
—Medicamento contra el dolor de cabeza —se limitó a farfullar, señalando una fea cicatriz en el lado izquierdo de la cara.
Otro más que había sobrevivido a una herida con la que no solía acabarse en el hospital de campaña. Un disparo en la cabeza casi siempre era mortal.
—La bala todavía está dentro —añadió el hombre, que a continuación bebió en silencio. A Jack ya le iba bien que fuera así. Contempló el jardín desde la ventana de la habitación. Llovía. Según había dicho Sarah, en las semanas anteriores había llovido mucho. A Jack le pasó por la cabeza la cosecha de heno en Kiward Station. Eso quedaba muy lejos. Galípoli, en cambio, estaba cerca.
A la mañana siguiente lo visitó Sarah Bleachum. El compañero de Jack había desaparecido temprano, era probable que en busca de una reserva de «medicina». Jack, por su parte, sentía la fatiga y el frío habituales, pero se temía que Sarah no iba a dejarlo tranquilo. Así que estaba vestido, junto a la ventana, y observaba la lluvia cuando la joven apareció.
—El próximo tren a Christchurch parte a las once —informó—. ¿Pido que le lleven a la estación?
Jack respondió compungido:
—Señorita Bleachum, preferiría… Me gustaría reponerme un poco…
Sarah Bleachum acercó una segunda silla a la ventana.
—¿Qué sucede, señor Jack? ¿Por qué no quiere regresar a casa? ¿Se ha enfadado con su madre? ¿Guarda malos recuerdos?
Jack hizo un gesto negativo.
—Demasiado buenos —respondió cansado—. Es lo peor, ¿sabe? Galípoli… La sangre… duele, pero en algún momento se desvanecerá. La felicidad, sin embargo…, no se olvida nunca, señorita Bleachum. Deja tras sí un vacío que nada logra llenar…
Sarah suspiró.
—Yo no tengo muchos recuerdos felices —murmuró—. Aunque, por otra parte, pocas veces he sido realmente desdichada. Me gusta dar clases, me gustan mis alumnas. Pero algo grande…
—Entonces es usted digna de envidia, señorita Bleachum —dijo Jack lacónicamente, antes de enmudecer de nuevo.
—¿No desea hablar de ello? —preguntó Sarah con tristeza—. Bueno…, para eso estoy aquí. Aparte de eso, no sirvo de nada, no sirvo de enfermera. No me gusta tocar a los hombres. Las demás enfermeras dicen… dicen que no tengo compasión…
—Tal vez sienta demasiada —apuntó Jack—. ¿Por qué no se busca otro trabajo?
El rostro de Sarah se ensombreció y se pasó la mano por las cejas. Su mirada siguió la figura de elevada estatura del doctor Pinter, que justo en ese momento corría por el patio de la escuela con una lona sobre los hombros para cubrirse de la lluvia.
—¿Por qué no cogerá un paraguas? —preguntó en voz baja la joven—. Se mojará. Qué imprudente…
Jack sonrió.
—Con lo que ya ha contestado a mi pregunta… ¿Corresponde él a sus sentimientos? Dios mío, ¿no le pregunté algo similar en otra ocasión? ¿O fue mi madre? Se trataba de aquel reverendo…
Sarah Bleachum se ruborizó y apretó los labios.
—El reverendo Bleachum no correspondió a mis sentimientos —respondió—. En lo que concierne al doctor Pinter…, mientras no consiga dejar de pensar en Galípoli…
Jack tendría que haberle cogido la mano y haberle dicho unas palabras de consuelo, pero era incapaz. Por más que sabía lo que había que hacer, no conseguía sobreponerse y actuar.
—En realidad era una playa hermosa… —repitió.
—¿Y cree usted que él la olvidará? —preguntó Sarah, esperanzada—. ¿Despertará en algún momento y se fijará tal vez en mí?
Jack asintió, aunque no estaba en absoluto seguro.
—Deje que pase primero la guerra. Llévelo a algún lugar donde deje de ver mutilados. A algún lugar bonito.
—Ojalá quisiera —dijo Sarah—. Kiward Station es bonito. —Dirigió a Jack una mirada escudriñadora—. Y sin embargo a usted le provoca miedo. Justo como a…
—Es un lugar vacío —la interrumpió Jack—. Siento allí a Charlotte. Y a mi padre. Y a Gloria. Pero es como una casa tras una gran fiesta. En las habitaciones todavía flota el humo de los cigarrillos y la fragancia de las velas. Huele a vino y casi se oye el eco de las risas, pero allí no hay nada de eso. Solo vacío y dolor. Creía que lograría asimilar lo de Charlotte. Y mi padre… era anciano. Su muerte se corresponde con las reglas…
Sarah frunció el ceño.
—¿Las reglas? —preguntó.
Jack no respondió.
—Pero Gloria… Desde que Gloria ha desaparecido…, me veo incapaz, señorita Bleachum. Me veo incapaz de mirar a mi madre a los ojos y no ver más que preguntas. Y la única respuesta es que Dios no cumple las reglas…
Sarah le tomó la mano.
—¡Pero Gloria está de vuelta, Jack! ¡Pensaba que lo sabía! ¿No se lo comunicó la señorita Gwyn por carta? Bueno, tal vez estuviera usted en alta mar. Pero Gloria ha regresado, estuvo aquí, conmigo.
Jack la miró atónito.
—¿Y ahora…?
Sarah se encogió de hombros.
—La señorita Gwyn la recogió. Por lo que yo sé, se encuentra en Kiward Station.
La mano de Jack se cerró sobre la de la mujer.
—Es… es… ¿Todavía llego al tren? ¿Llamará usted a mi madre para avisarla?
Gwyneira McKenzie era feliz, pero al dar la bienvenida a Jack en el andén la sobrecogió un inquietante sentimiento de algo ya visto. El joven delgado y pálido que bajaba del tren demasiado lenta y fatigosamente le resultaba ajeno. En su rostro había arrugas que tres años y medio antes no estaban y entre sus cabellos cobrizos asomaban hebras blancas. Demasiado pronto, demasiado pronto para su edad. Sobre todo la sorprendió su abrazo seco. Era lo mismo que había sucedido con Gloria, aunque Jack seguía siendo amable y fingía devolver el cariñoso saludo de Gwyneira.
Y parecía, asimismo, que tampoco quería hablar. Respondía a las preguntas, intentaba mostrar una sonrisa, pero no contaba nada. Se diría que quería enterrar en su interior los últimos años. Lo mismo que Gloria. Gwyneira ya se asustaba ante la idea de ver a dos figuras calladas y encerradas en sí mismas a la mesa durante la cena, aunque, por otra parte, no había otra cosa que deseara más que tener al menos a Gloria de vuelta en casa. La joven viajaba con los maoríes y, pese a las tensiones entre ambas, Gwyneira la añoraba y estaba inquieta por ella. En realidad, Gloria no corría ningún peligro con la tribu, pero la preocupación constante acompañaba desde hacía tanto tiempo a Gwyn que le resultaba casi imposible desprenderse de ella.
Y ahora también Jack. Gwyneira había ido en automóvil a recogerlo. No cesaba de llover, y se estaba haciendo demasiado vieja para hacer un viaje en el carro expuesto al aire libre, cuya capota proporcionaba abrigo de la lluvia, pero no del frío.
—¿Conduces tú misma? —preguntó Jack, asombrado, cuando ella le abrió la puerta.
—¿Por qué no? —inquirió Gwyn—. Dios mío, no cuesta mucho mover esta cosa. Antes era un poco difícil ponerlo en marcha. Pero ahora… Cualquiera sería capaz de hacerlo.
Metió la marcha rascándola y apretó demasiado el acelerador. Luego tocó la bocina para abrirse camino. Jack no empezó a sentirse seguro hasta que salieron de Christchurch y avanzaron ruidosamente por las solitarias carreteras de las llanuras de Canterbury. Ya anochecía y Jack contemplaba la luz difusa. Ante los Alpes se desplegaba un velo de lluvia.
Gwyneira se quejaba de la mala cosecha de heno y de que debería bajar a las ovejas de las montañas antes de lo normal.
—Y ni siquiera aquí abajo crece la hierba tanto como solía. Este verano ha sido demasiado frío. He reducido ya el número de vacas, mejor menos pero bien alimentadas que tan flacas. ¡Estoy contenta de que hayas vuelto, Jack! Es cansado hacerlo todo sola. —Gwyneira puso la mano en el hombro de su hijo, pero este no reaccionó.
»¿Estás cansado, Jack? —Gwyneira intentaba con todas sus fuerzas provocar en él una reacción normal—. Ha sido un día pesado, ¿verdad? Un viaje largo.
—Sí —respondió Jack—. Lo siento, madre, pero estoy agotado.
—¡Aquí pronto te recuperarás, Jack! —exclamó con optimismo Gwyneira—. Tienes que volver a engordar. Y que te dé el sol. Estás blanco como una sábana. Esos hospitales… Lo que necesitas es un poco de aire fresco, un buen caballo…, y tenemos cachorros, Jack. Tendrás que elegir uno. ¿Qué día es hoy? ¿Martes? Entonces tendrás que llamarlo Tuesday. Tu padre siempre puso a los perros el nombre de los días de la semana…
Jack asintió fatigado.
—¿Todavía… todavía vive Nimue? —se aventuró a preguntar.
—Claro —respondió Gwyneira—. Pero está con Gloria, descubriendo sus raíces. —Resopló—. Aunque en realidad para ello Nimue tendría que viajar a Gales. Pero Gloria estudia en la actualidad su legado maorí. Está migrando con la tribu de Marama. Si quieres saber mi opinión, Tonga está tramando casarla. Antes de que partieran corrían rumores sobre Gloria y Wiremu.
Jack cerró los ojos. Así que, en efecto, una casa vacía. Solo los ecos de las voces y de los sentimientos en las habitaciones abandonadas.
¿O no? Para su sorpresa, Jack notó que sentía algo. Un soplo de ira, o de celos. Otra vez intentaban quitarle a Gloria. Primero los Martyn, ahora Tonga. Y siempre llegaba demasiado tarde para protegerla.
—No sé qué más tengo que hacer. Se enclaustra en su habitación. Es casi peor que con Gloria. Ella al menos sale con el caballo…
Gwyneira vertió té en la taza de su nieta Elaine. Como casi todos los años al final del verano, Elaine visitaba Kiward Station con sus dos hijos menores para respirar un poco de aire campestre. El mayor estaba ahora en un internado de Dunedin y pasaba las vacaciones en Greymouth. Se interesaba muchísimo por el trabajo de su padre y le gustaba ayudar en la mina, no se espantaba de bajar a las galerías. Elaine, por el contrario, disfrutaba del contacto con ovejas y caballos. Ya de niña había envidiado la herencia de Kura y ahora Gwyneira caía de vez en cuando en el desánimo. ¡Cuánto más fácil habría sido todo si su hija Fleurette hubiese heredado la granja y a continuación Elaine y sus hermanos!
—¿Te refieres a que no hace nada en la granja? —preguntó Elaine. Acababa de llegar y todavía no había visto a Jack.
El amigo de este, Maaka, le había pedido que examinase un par de animales de cría. El capataz maorí intentaba por todos los medios despertar de nuevo el interés de Jack por Kiward Station. Sin embargo, Gwyneira ya sabía lo que sucedería. Su hijo lo acompañaría a caballo, echaría un vistazo a los animales y diría un par de vaguedades. Luego se disculparía por su fatiga y se encerraría una vez más en la habitación.
—¡Pero si antes era el capataz! —Elaine tomó la taza de té.
Gwyneira asintió, abatida.
—Mantenía un control absoluto. Lo lleva en la sangre. Jack es un granjero y ganadero nato, y también un adiestrador de perros. Sus collies siempre fueron los mejores de Canterbury. ¿Y ahora? El cachorro que le he regalado lo acompaña, pese a un par de dificultades iniciales. Por no sé qué razón, Jack no quería perros. Pero ya conoces a los collies. Tuesday se quedó gimiendo tanto tiempo ante su puerta que al final lo dejó entrar. Una prueba de aguante, yo ya estaba al límite de mis fuerzas. Ahora lo soporta. Nada más. No lo está adiestrando, solo sale con el animal lo imprescindible… Le hace compañía para «mirar por la ventana». Cuando eso lo aburre, lo deja salir. Entonces se viene conmigo o va a los establos. ¡Ya no sé qué hacer!
—A lo mejor mis hijos y yo lo sacamos de su reserva —sugirió Elaine—. Le gustan los niños.
—Por probar que no quede —respondió Gwyneira, desanimada—. Pero en realidad Maaka lo ha intentado todo. Pone tanto empeño que es conmovedor. Y eso que al principio yo tenía miedo de que se produjera algún tipo de competencia entre los dos. Maaka lleva tres años y medio dirigiendo de hecho la granja, pero enseguida le habría cedido el mando a Jack si este lo hubiera aceptado. La primera noche, Maaka y un par de viejos compañeros más se presentaron con una botella de whisky a recoger a Jack. Ya sabes cómo son los chicos, prefieren beber en los establos. Mi hijo hizo pasar al grupo al salón, les repartió unos vasos… ¡Los muchachos no sabían adónde mirar! Me retiré, en mi presencia todavía estaban más intimidados. Intercambiaron un par de palabras y luego se emborracharon en silencio. Eso al menos es lo que dice Kiri, que les preparó un par de bocadillos. También para gran sorpresa de los pastores. Agarraron la borrachera más civilizada de su vida. Desde entonces, Maaka intenta que Jack salga con él, pero es como dar cabezazos contra un muro.
—¿Maaka no se ha ido con la tribu? —preguntó Elaine. Gwyneira le había contado con todo detalle lo que Gloria estaba haciendo.
Su abuela sacudió la cabeza.
—No, gracias a Dios. No sé lo que haría sin él. Precisamente este verano horrible. La cosecha de heno fue una catástrofe, la mitad se echó a perder con la lluvia. Y si esto sigue igual, tendremos que traer a los animales antes. Espero que para entonces ya hayan regresado los maoríes.
—¡Si no, ya me encargo yo con mis dos cowboys! —Elaine rio y miró por la ventana. Sus hijos se divertían en el prado que había delante de la casa con dos yeguas cob. Frank Wilkenson intentaba enseñarles a montar—. ¿Y sabes qué te digo? Yo también quiero un collie. Hace mucho que ha muerto Callie, pero todavía la añoro. ¡Necesito una sombra nueva! Y atraparé a Jack para el adiestramiento. Tiene que enseñarme cómo se hace. ¡Así se despejará un poco!
Jack apareció una hora más tarde, sudado y cansado tras la cabalgata. En otros tiempos la pequeña excursión no le habría cansado más que un simple paseo, pero después de la larga enfermedad había sido demasiado par él. No obstante, bebió un té e intercambió un par de cortesías con Elaine, interesándose sobre todo por cómo se encontraba Roly.
—Le va bien, ¡por fin va a casarse! —contó Elaine con una alegría forzada. El mal aspecto de Jack la había impresionado profundamente—. Por orden expresa, tengo que invitarte a la ceremonia. Por lo demás, está muy ocupado. En primer lugar, vuelve a cuidar de Tim, lo que a este le hace bien. Se desenvuelve solo, pero le cuesta y no consigue pedir ayuda, sino que descarga el mal humor en la familia. Desde que Roly ha regresado a todos nos va mejor. Tiene, además, un nuevo paciente, Greg McNamara, el joven que se fue a la guerra con él. Es una tragedia. El pobre perdió las dos piernas y la familia se encuentra desamparada. Hasta que Roly regresó, Greg pasaba todo el día en la cama. La madre y las hermanas no pueden levantarlo, y su pequeño subsidio apenas les alcanza para subsistir. Acabamos de regalarle la vieja silla de ruedas de Tim y el reverendo procurará que obtenga ayudas para mantenerse. A Greg le gustaría trabajar, por supuesto, pero ahí lo tiene más negro. La señora O’Brien podría emplearlo en el taller de costura, pero Roly no se atreve a ofrecérselo. Sería casi como «devolverle el dinero».
Jack mostró un rictus de amargura.
—Como te decía, es una tragedia —concluyó Elaine—. Tú has tenido suerte, Jack…
—Sí, desde luego —murmuró con expresión compungida—. ¿Me disculparíais ahora? Tengo que lavarme…
Los planes de Elaine se cumplieron hasta cierto grado. Jack reaccionó con amabilidad cuado le pidió que la ayudara a adiestrar el cachorro y cada mañana esperaba puntualmente en el patio para trabajar con Elaine y su Shadow. Tuesday también sacaba provecho.
Aprendía deprisa y adoraba a su dueño. De todos modos, a diferencia de Shadow, no disfrutaba luego de un paseo a pie o de una cabalgada, ya que Jack se retiraba justo después de los ejercicios. Tampoco parecía divertirse tanto como antes de trabajar con los animales. Cuando alababa a los perros, lo hacía con cortesía y profesionalidad, pero sus ojos no brillaban y en su voz no se percibía alegría.
—Su comportamiento es intachable —comunicó Elaine a Gwyneira—. Pero es como si estuviera muerto.