Jack McKenzie contemplaba el horizonte en el que se iba dibujando la larga franja blanca. Nueva Zelanda: el país de la nube blanca. Al parecer, la isla Sur surgiría ese día ante sus ojos como lo había hecho ante los primeros inmigrantes de Hawaiki. Alrededor de él, los hombres saludaban la primera visión de su tierra. El capitán había anunciado que se aproximaban a su destino y todo aquel que todavía era capaz de caminar o que se hacía empujar en una silla de ruedas se había dirigido a cubierta. En torno a Jack se oían risas, pero también llantos. Para muchos veteranos de Galípoli era un regreso amargo al hogar y ningún hombre era el mismo que se había marchado.
Jack se asomó al agua, las olas lo aturdían. Tal vez debería volver a bajar, ver a los hombres que lo rodeaban lo deprimía. Todos esos jóvenes mutilados regresaban ciegos y cojos, enfermos y mudos de una guerra a la que habían partido cantando, riendo y agitando las manos. Y todo eso para nada. Un par de semanas después de la ofensiva en la que también Jack había sido herido, se habían retirado las tropas de Galípoli. Los turcos habían vencido; pero también ellos habían pagado con sangre su tierra. Jack sentía una carga enorme. Todos sus movimientos seguían siendo un ejercicio de voluntad y también en esa ocasión se había arrastrado hasta la cubierta solo porque Roly había insistido. La primera visión del hogar: Aotearoa. Jack pensó en Charlotte. Un escalofrío le recorrió el cuerpo.
—¿Tiene frío, señor Jack? —Roly O’Brien le colocó diligente una manta sobre los hombros. Hacía frío a bordo. Y ahí, en la playa de Galípoli, el sol pronto volvería a calentar—. Las enfermeras no tardarán en traer el té. Los hombres querrán quedarse en cubierta hasta que se distinga bien la tierra. ¡Qué emocionante, señor Jack! ¿Tardaremos mucho en atracar?
—Solo Jack, Roly… —dijo, cansado—. ¿Cuántas veces he de decírtelo? Tardaremos horas antes de atracar. Aún nos separan muchas millas. Todavía no se ve nada, solo la niebla que hay encima.
—¡Pero pronto aparecerá, señor Jack! —exclamó Roly con optimismo—. ¡Llegamos a casa! ¡Estamos vivos, señor Jack! ¡Bien sabe Dios que algunos días llegué a dudar de que esto sucedería! ¡Alegre un poco esa cara!
Jack intentaba sentir alegría, pero solo experimentaba agotamiento. Tal vez no habría sido mala idea dormir eternamente…, pero luego se reprendió por ser tan desagradecido. Él no había querido morir, solo tentar a Dios. Y ahora había llegado a un punto en que a él mismo le daba igual…
Jack McKenzie debía su supervivencia a una serie de felices circunstancias, pero sobre todo a Roly O’Brien y a un perrito. Roly y el destacamento de rescate habían empleado el intervalo entre dos oleadas de ataque para recoger muertos y heridos del campo de batalla, o, mejor dicho, de la tierra de nadie entre las trincheras enemigas, donde los turcos disparaban a los soldados del ANZAC como si fueran conejos. El ataque estaba destinado al fracaso desde su comienzo. Jack y el resto de los veteranos de la ofensiva turca podrían habérselo comunicado al alto mando. En primavera habían organizado un tiro al blanco contra el enemigo que se acercaba; en agosto la situación se había invertido. Habrían necesitado más de diez mil hombres para pasar por las trincheras turcas, pero tal vez ni siquiera con cien mil soldados lo hubieran conseguido. Tras la primera oleada de ataque el suelo había quedado cubierto de los cadáveres y heridos, y fue por pura gentileza que los turcos dejaron indemnes a las tropas de rescate. De lo contrario, los británicos habrían construido una barricada infranqueable de cuerpos sin vida. Incluso un décima o vigésima oleada de ataques habría caído bajo el fuego enemigo, mientras los turcos dispusieran de municiones. Y las líneas de avituallamiento hacia Constantinopla funcionaban a la perfección. En cualquier caso, los turcos se sentían seguros y en un acto de magnanimidad permitían que los sanitarios enemigos intervinieran en el campo de batalla.
Aun así, Jack no habría sobrevivido si Roly no lo hubiese encontrado. En enfrentamientos como esos los recursos eran limitados. El destacamento de rescate tenía que decidir qué heridos salvaba y a cuáles, mal que le pesase, abandonaba. Los disparos en los pulmones pertenecían a esta última categoría. Incluso cuando los oficiales médicos contaban con la posibilidad de operar con calma, solo sobrevivía una parte de los perjudicados. Dentro del contexto de la guerra y en la agitación de los primeros auxilios no existía prácticamente ninguna posibilidad.
No obstante, Roly prescindió de todo ello. Pese a que sus compañeros daban muestras de disconformidad, él insistió en colocar a Jack McKenzie en una camilla y alejarlo de la línea de fuego.
—¡Haced el favor de daros prisa! —azuzó a los hombres—. Y no os contentéis con dejarlo en la trinchera, sería una pérdida de tiempo. Tiene que entrar en la sala de operaciones de inmediato. Lo llevo a la playa…
Roly era consciente de que estaba superando sus competencias, pero le daba igual. Jack tenía que vivir: el joven sabía muy bien quién le había salvado del consejo de guerra. Así que indicó a los sanitarios que llevaban la camilla de Jack que pasaran de largo del puesto de urgencias de una de las trincheras de mantenimiento. Eso fue otra decisión determinante. Solo se trasladaba directamente a la playa a quien tenía auténticas posibilidades de sobrevivir. De los demás se ocupaban más tarde, si es que todavía era necesario. Roly y sus compañeros se incorporaron a la corriente de sanitarios que transportaban por las trincheras las camillas cargadas con hombres que gemían, se lamentaban o habían perdido el conocimiento. Pasaban junto a jóvenes soldados, de una palidez mortal, que esperaban un ataque en las trincheras de reserva, conscientes ya de lo que los aguardaba. Solo unos pocos reían y bromeaban todavía.
—Podéis dejarlo aquí —indicó Roly, jadeando. Había apremiado a sus hombres en cuanto habían llegado a la zona libre de la playa. En ese momento entraban por fin en el hospital de campaña. Otra nueva selección: ahí eran los médicos los que decidían quién pasaba antes a la mesa de operaciones y a quién no tenía sentido tratar. Esto último, no obstante, sucedía en escasas ocasiones. Quien había llegado hasta ahí solía ser atendido.
Sin embargo, nadie llegaba con una herida como la de Jack.
—Y ahora, daos prisa, volved al frente. Yo iré enseguida. Tengo que encontrar al comandante Beeston. Vamos, ¿a qué estáis esperando?
Los hombres, casi adolescentes, lo miraron cansados. Era evidente que habrían preferido quedarse, aunque también la tienda era un infierno. Olía a pólvora y sangre, éter, lisol y excrementos. Los hombres gritaban y gemían, la arena estaba impregnada de sangre. Pero al menos ahí nadie disparaba. Al menos ahí no se destrozaban más cuerpos.
—¡Marchaos! —instó Roly—. Y… ¡muchas gracias! —Los camilleros abandonaron lentamente su aturdimiento y se pusieron de nuevo en marcha, esta vez en el sentido inverso. Dejaron la camilla. Mejor así. Tardaría lo suyo en trasladar a Jack a una de las camas del hospital de campaña.
Roly le tomó el pulso y le limpió la espuma ensangrentada de la boca. Vivía, aunque no por mucho tiempo si no se producía un milagro.
—Enseguida vuelvo. ¡Aguante, señor Jack!
Reticente, dejó al herido: en ese caos, si un médico lo ponía ahora aparte y lo dejaba morir en una de las tiendas del hospital, nunca volvería a encontrarlo. Pero tenía que actuar.
—¡Comandante Beeston! —Roly salió en busca del médico hacia la tienda.
Pero antes de que encontrara al oficial médico, Paddy descubrió a Jack.
El comandante Beeston amaba a su perro, pero en días como ese lo perdía de vista. No tenía tiempo para ocuparse de si el pequeño animal sin raza estaba bien y con frecuencia no se daba cuenta hasta la noche de que Paddy debía de estar escondido en alguna parte. La mayoría de las veces encontraba en un rincón al espantado animal. A este seguía asustándole el ruido de la batalla, y la sangre y el alboroto del hospital tampoco contribuían a calmarlo. Paddy corría desorientado por el campamento, recibía de vez en cuando un pisotón al cruzarse en el camino de alguien, aullaba y se escondía en otro sitio. Hasta que ya no aguantaba el miedo y volvía a salir en busca de una mano que lo confortara.
Ese día era especialmente malo porque el hospital estaba lleno casi exclusivamente de desconocidos. Puesto que el personal permanente había formado el destacamento de rescate, los recién llegados trabajaban de cuidadores y asistentes de los médicos, y ninguno de ellos dirigía una palabra amable al paticorto perrito. Además, el doctor Beeston llevaba horas operando y no se permitía la entrada de Paddy a la tienda quirófano. El animalito aullaba desamparado delante de la puerta, se colaba en el interior y volvían a echarlo, hasta que distinguió un olor conocido. Gimiendo, Paddy se acercó a la mano de Jack McKenzie, que colgaba fláccida de la camilla. Aunque su viejo amigo no hacía ningún gesto de acariciarlo, estaba ahí; sin embargo, el perrito enseguida advirtió que algo malo estaba pasando. Paddy olió a sangre y muerte, se sentó junto a Jack y se puso aullar de modo desgarrador.
—¿Y ahora qué tiene ese bicho? ¡Es insoportable! —Uno de los jóvenes cuidadores lanzó una mirada a Jack y quiso abrirle la chaqueta del uniforme, pero Paddy le soltó un gruñido.
—¡Lo que faltaba, ahora al chucho también le da por morder! ¿Cómo se le ocurre al comandante dejarlo suelto por aquí? ¡Doctor Beeston! —El joven llamó al médico, que en ese momento salía de la tienda de operaciones y miraba cansado alrededor. Otra avalancha de pacientes… El médico renunció a la idea de ir a tomar unos sorbos de té.
»¿Comandante Beeston? Su perro… Bueno… —El joven sanitario recordó en el último momento que el oficial médico tenía autoridad para enviarlo directamente al frente si en ese instante se expresaba de forma errónea. No le gustaban los perros, pero no era un suicida—. ¿No podría…, esto…, llevarse a su perro? Obstaculiza nuestro trabajo.
El doctor Beeston se acercó desconcertado. Hasta entonces nadie se había quejado de Paddy. Bueno, alguna vez había molestado, pero…
—¡El animal no deja que me acerque al herido, señor! —explicó el cuidador—. Podría… —Volvió a tender la mano hacia la solapa de Jack, pero Paddy se abalanzó sobre él.
El doctor Beeston se acercó a la camilla.
—¿Qué pasa, Paddy? Pero, espere, si es…
El médico reconoció a Jack McKenzie y él mismo le abrió la camisa.
—¡Herida pulmonar, señor! —diagnosticó el joven cabo—. No entiendo cómo ha llegado hasta aquí. Es un caso perdido…
El doctor Beeston lo fulminó con la mirada.
—¡Muchas gracias por la opinión profesional, joven! —observó—. ¡Y ahora a quirófano con el herido! ¡Pero deprisa! ¡Y guárdese para usted sus comentarios!
Roly fue presa del pánico cuando, frustrado, después de haber desistido de encontrar al doctor Beeston se encontró con que Jack había desaparecido. Pero Paddy seguía en el puesto y agitó la cola cuando reconoció a Roly.
—¿Dónde debe de estar, Paddy? ¿No puedes buscarlo? ¿El señor Jack? ¿Nuestro señor Jack? ¡No sirves para nada!
—¿A quién está buscando, soldado? —preguntó el joven cabo al pasar—. ¿Al del tiro en el pulmón? Está en la sala de operaciones. Órdenes personales de Beeston. Ahora son las mascotas las que deciden de quién se ocupa el jefe…
Roly no regresó al frente. Tenía mala conciencia, pero la acalló diciéndose que ayudaría en el hospital hasta que el comandante hubiese terminado de operar. El doctor Pinter, otro oficial médico, descubrió al final al experimentado cuidador y lo envió a su mesa de operaciones. El doctor Pinter era ortopeda. A él iban a parar los hombres con los miembros destrozados por las granadas de mano o las minas. Tras la decimoquinta amputación, Roly dejó de contar. Al salir del hospital con el tercer saco sanguinolento lleno de jirones de carne destrozados, no volvió a preguntar por Jack. Los heridos no cesaban de llegar. Nadie recordaría ahí a un hombre determinado. Roly ya no tenía el destino de Jack en sus manos. Tendría que esperar a que volviera la tranquilidad y salir entonces en busca de su amigo.
Los disparos se extinguieron ya entrada la noche y ya estaba amaneciendo cuando el doctor Pinter envió a los últimos heridos al hospital.
—No atacarán de nuevo, ¿verdad? —preguntó el médico a un capitán. El todavía joven oficial llevaba el brazo en cabestrillo. Dirigió al doctor Pinter una mirada inexpresiva.
—Lo ignoro, señor. Nadie lo sabe. El comandante Hollander cayó ayer, el alto mando todavía está deliberando. Pero si me pregunta a mí, señor…, la batalla está perdida. Esta maldita playa está perdida. Si a los generales les queda todavía una pizca de sensatez, interrumpirán todo esto…
Roly esperaba que el médico censurase al joven oficial, pero Pinter se limitó a mover de un lado a otro la cabeza.
—¡No se vaya de la lengua, capitán! —advirtió con suavidad—. Es mejor que rece…
Las oraciones de los médicos y de los soldados del frente no fueron atendidas.
En lugar de ello, poco después del amanecer, retumbaron los primeros cañonazos. Nuevas oleadas de ataque, nuevos muertos.
La batalla de Lone Pine, como se denominaría más tarde la ofensiva de agosto a partir de la más cruel de las guerras de trincheras, concluyó cinco días más tarde. Con éxito, según el parte militar.
El ANZAC se internó noventa metros en territorio turco. Un avance que se cobró nueve mil muertos.
Roly encontró a Jack la mañana del segundo día, antes de que entraran los nuevos heridos y los médicos exhaustos volvieran a empuñar el bisturí. Habría tenido que buscar durante horas entre los cientos de hombres recién operados que yacían en apretadas filas, y solo en caso de urgencia sobre las camas de campaña, si no hubieran permanecido junto a su lecho Paddy y el doctor Beeston. Jack estaba inconsciente, pero respiraba y ya no escupía sangre. El médico estaba examinando la herida en ese momento.
—¿O’Brien? —preguntó cuando Roly se acercó. El rostro del doctor Beeston estaba casi tan pálido y demacrado como el de su paciente—. ¿Es usted el responsable de que este hombre se encuentre aquí?
Roly asintió con sentimiento de culpabilidad.
—No podía abandonarlo, señor —admitió, al tiempo que se ruborizaba—. Naturalmente, soy consciente de que… Estoy dispuesto a asumir las consecuencias.
—Ay, déjelo estar —suspiró Beeston—. ¿A quién le importa que este muera y el otro viva? Excepto a nosotros tal vez. Si le sirve de consuelo, yo también he traspasado los límites de mis competencias…, o los he dilatado, cuando menos. Tenemos nuestras reglas. No deberíamos emular a Dios.
—¿Acaso no lo habríamos hecho también si lo hubiésemos abandonado ahí, señor? —preguntó Roly.
Beeston se encogió de hombros.
—No: según lo planeado, O’Brien, habríamos seguido las normas. Dios, y puede tomárselo como una blasfemia, no entiende de reglas.
El médico cubrió a Jack con cautela.
—Cuídelo, O’Brien. O se olvidarán de él en el caos aquí reinante. Ordenaré que hoy mismo lo lleven al Gascon… —dijo, refiriéndose al barco hospital mejor equipado.
—¿Rumbo a Alejandría, señor? —preguntó Roly, esperanzado. El traslado a un hospital militar de Alejandría solía significar para un herido el final de la guerra.
Beeston asintió.
—Y usted irá con él —añadió sosegadamente—. Lo que significa que alguien ha jugado a ser Dios por usted, O’Brien. Alguien con buenos contactos. Ayer llegó con el refuerzo la orden de que regresara usted a Nueva Zelanda. Al parecer una persona de Greymouth, un inválido de importancia capital para la guerra, es incapaz de seguir viviendo sin sus cuidados. Sin usted, O’Brien, toda la producción de carbón neozelandés acabaría paralizándose. Ese fue al menos el planteamiento.
Pese a la gravedad de la situación, Roly no logró contener una sonrisa.
—Es demasiado honor, señor —observó.
Beeston alzó la vista al cielo.
—No me atrevo a emitir un juicio. Así que empaquete sus cosas, soldado. Ocúpese de su amigo y, por el amor de Dios, manténgase fuera de la línea de tiro para que no suceda nada más. El Gascon zarpa a las tres de la tarde.
Jack estaba, con toda certeza, más cerca de la muerte que de la vida cuando el barco hospital llegó a Egipto, pero era resistente. Por lo demás, los cuidados incesantes de Roly contribuyeron de forma decisiva a su supervivencia. No había suficientes sanitarios para la enorme cantidad de heridos graves. Una parte de los hombres murió en el barco; otra, poco después de llegar a Alejandría. Jack se fue restableciendo y recuperó la conciencia. Miró alrededor, se percató del dolor que lo rodeaba y de que él había sobrevivido, y advirtió que algo en su interior había cambiado. No estaba endurecido o adusto como muchos otros supervivientes que enmudecían de rabia y miedo ante el futuro, sino que contestaba cortésmente a las preguntas de doctores y enfermeras. Salvo eso, parecía no tener nada más que decir, simplemente.
Jack respondía con el silencio a las bromas y palabras animosas de Roly, y no hacía nada por superar su apatía. Al principio dormía o contemplaba callado el techo encima de su cama y, mucho más tarde, cuando pudo sentarse junto a la ventana, el cielo casi siempre azul de Alejandría. Jack escuchaba la llamada siempre igual del muecín desde el minarete de la mezquita y pensaba en la máxima del doctor Beeston que Roly le había comunicado: Dios entiende de reglas. Se preguntaba si la oración servía de algo, aunque de hecho hacía mucho tiempo que no rezaba.
La convalecencia de Jack se prolongó durante meses. Aunque la herida sanaba, él enflaquecía y sufría una fatiga constante. Roly permanecía a su lado, haciendo caso omiso de la orden de marcharse que había recibido, y los oficiales médicos de Alejandría no le pedían explicaciones. El hospital estaba sobrecargado y no sobraban cuidadores. Además, el regreso a Nueva Zelanda había dejado de ser tan urgente en cuanto Tim se enteró de que Roly ya no estaba en primera línea. El chico escribía de vez en cuando a casa y recibía cartas de Mary y de los Lambert. También llegaban misivas para Jack McKenzie. Roly ignoraba si las leía. Jack, por su parte, no escribía a nadie.
En diciembre de 1915, el alto mando británico evacuó la playa de Galípoli, que a esas alturas recibía el nombre de ANZAC Beach. La retirada de las tropas se realizó de forma ordenada y sin bajas adicionales. Los británicos sacaron a sus hombres del país prácticamente sin que los turcos se enterasen, luego las trincheras se dinamitaron.
Roly informó emocionado a Jack acerca de la exitosa acción.
—Al final, les han atizado —explicaba entusiasmado—. ¡Al dinamitar las trincheras un montón de turcos la ha palmado!
Jack hundió la cabeza.
—¿Y para qué, Roly? —musitó—. Cuarenta y cuatro mil muertos en nuestro bando, y se dice que todavía más entre los turcos. Y todo para nada.
Por la noche volvió a soñar con la guerra de trincheras. Una y otra vez clavaba la bayoneta y la pala en los cuerpos de los enemigos. En cuarenta mil cuerpos… Cuando se despertó bañado en sudor escribió a Gloria y se refirió a la retirada de las tropas del ANZAC. Sabía que ella nunca leería la carta, pero le reconfortaba contar la historia.
En invierno, Jack se vio atormentado por una tos pertinaz. Un médico militar, al ver lo delgado y pálido que estaba, diagnosticó tuberculosis y ordenó el traslado de Jack a un sanatorio junto a Suffolk.
—¿A Inglaterra, señor? —preguntó Roly—. ¿No podemos volver a casa? Seguro que allí también hay sanatorios adecuados…
—No hay instalaciones militares —respondió el médico lacónico—. Usted, señor O’Brien, puede, por supuesto, marcharse a casa. Incluso lo celebraríamos. Si bien nos ha sido aquí de mucha utilidad, usted mismo comprobará que el hospital se está vaciando lentamente. Llama la atención que demos trabajo también a un civil.
—Pero a mí no me han licenciado de forma oficial… —replicó Roly.
—Solo tiene una orden de marcha de hace seis meses. —El médico sonrió—. Haga lo que quiera, O’Brien, pero desaparezca. Si por mí fuera, hasta lo meteríamos de contrabando en el barco que va a Inglaterra. Pero debe abandonar su unidad antes de que alguien lo envíe a Francia.
Una parte de las tropas del ANZAC que se habían retirado de Galípoli se enviaba a Francia y otra a Palestina.
Roly encontró trabajo en una granja, mientras el convaleciente yacía al pálido sol de la primavera inglesa y contemplaba el cielo ahora de un azul mate. Siempre que podía visitaba a su «señor Jack» y cuando los servicios de la casa de salud se ampliaron con el cuidado a inválidos de guerra, incluso realizó tareas de sanitario. Tim Lambert no lo reclamaba a su lado, pero le pidió que informara con regularidad sobre el estado de Jack. La madre de este, escribió, se hallaba muy inquieta. A Roly no le extrañaba. La severa señora O’Brien le habría cantado las cuarenta si la hubiera dejado un año sin contarle que se encontraba bien. Sin embargo, Jack no reaccionó ante los reproches del chico ni cuando este se ofreció a que le dictara la carta.
—¿Qué voy a contarle, Roly?
Jack contemplaba cómo maduraban los cereales en los campos, escuchaba el canto de los segadores y observaba el otoño teñir de amarillo las hojas de los árboles. En invierno miraba la nieve y solo veía la arena ensangrentada de Galípoli. Pasó un año más sin que su salud mejorase. A veces pensaba en Charlotte, pero Hawaiki estaba lejos, más lejos todavía que América o donde fuera que estuviera Gloria.
—Tres años y medio y todavía en guerra… —musitó Roly, hojeando el periódico que estaba sobre la mesa junto a la hamaca de Jack. Era un día inusualmente cálido para la estación del año y las enfermeras habían llevado a los pacientes al jardín. El aire fresco les hacía bien. El aire fresco y la tranquilidad—. ¿Cómo acabará esto, señor Jack? ¿Ganará alguien o seguiremos luchando sin parar?
—Todos han perdido —respondió Jack, con un gesto de impotencia—. Pero al final, está claro que será una gran victoria para quien quiera celebrarla. Por otra parte, yo también tengo algo que celebrar. Los médicos me envían a casa.
—¿En serio, señor Jack? ¿Vamos a regresar? —El rostro de Roly, todavía redondo pese a las huellas dejadas por la guerra, se iluminó de alegría.
Jack sonrió débilmente.
—Preparan un transporte con todos los inválidos de guerra. Todos los que han sufrido amputaciones y los ciegos a los que no pudieron o no quisieron enviar enseguida a casa…
Desde Alejandría, habían mandado a la mayoría de las víctimas de Galípoli hasta Polinesia. Entretanto, los hombres de Aotearoa se consumían en Francia y en otros escenarios de guerra. Por lo general se les cuidaba un tiempo en Inglaterra antes de que estuvieran capacitados para el viaje.
—Entonces yo me marcho con usted. —Roly se alegró—. ¿No necesitan un sanitario?
—Buscan enfermeras voluntarias —señaló Jack.
Roly estaba resplandeciente.
—Es extraño —apuntó—. Cuando estalló, quería ir a la guerra para que no me llamaran más «enfermero». Y ahora estaría dispuesto a ponerme una cofia y regresar a casa como «enfermera».
Y ahí estaba: Nueva Zelanda. La primera visión de la isla Sur, para los que aún disfrutaban del don de la vista. Jack sabía que debería estar agradecido; sin embargo, no sentía más que frío. Y pese a todo, la imagen de la tierra entre la niebla, sobre la que se alzaban como flotando las cimas de los lejanos Alpes, era de una belleza espléndida. El barco atracaría en Dunedin. Jack se preguntaba si Roly habría avisado a Tim Lambert de su llegada y este, a su vez, a Gwyneira. Si era así, seguro que la familia estaría esperándolo en el muelle. Jack se horrorizaba ante tal expectativa, pero también era muy posible que eso no llegara a suceder. El correo se demoraba a causa de la guerra. Incluso en un período normal, Roly habría necesitado mucha suerte para que su carta llegara a Greymouth antes que él.
En Dunedin ingresarían de nuevo a Jack en un hospital; aunque por poco tiempo, pues lo daban por curado.
—Ya no tose, ya no se oye ruido en los pulmones… Lo único que me desagrada es esa debilidad —había dicho el médico en Inglaterra—. Aunque es posible que eso reclame un esfuerzo por su parte. ¡Levántese, pasee! ¡Participe un poco más de la vida, sargento mayor McKenzie!
En los últimos días transcurridos en Alejandría, Jack se había enterado, para su sorpresa, de que lo habían vuelto a ascender a causa de su valor en la batalla de Pine Creek y que lo habían condecorado. Ni siquiera se había dignado mirar el trozo de metal.
—¿Lo quieres? —preguntó cuando Roly lo censuró por su indiferencia—. Toma, todo tuyo; te lo has ganado más que yo. Enséñaselo a Mary, póntelo cuando te cases. Nadie te preguntará por el certificado.
—¡No lo dirá en serio, señor Jack! —replicó Roly, mirando con codicia la medalla—. No puedo…
—¡Claro que puedes! —insistió Jack—. Se te concede por la presente. —Abrió con esfuerzo el estuche—. Arrodíllate o haz lo que se hace en estos casos y yo te la entrego.
Roly se prendió orgulloso la condecoración en la solapa cuando el barco entró en el puerto de Dunedin. Otros muchos hombres también lucían sus condecoraciones. Tal vez les faltaran brazos y piernas, pero eran héroes.
La muchedumbre que los saludaba en el puerto, mucho más reducida que la que se había reunido en su partida, estaba compuesta sobre todo por parientes de los enfermos, que, al verlos, no lanzaban vítores sino lloraban, así como también por médicos y enfermeras. El sanatorio de Dunedin —por lo que decían una escuela femenina rehabilitada— había enviado tres coches y algunos asistentes.
—¿Le parece bien, señor Jack, que le deje ahora? —preguntó Roly no por vez primera. Ya había explicado en repetidas ocasiones sus planes a Jack. El día después de la llegada a Dunedin, a más tardar, quería marcharse a Greymouth, y ahora que el barco había llegado a primera hora de la tarde esperaba llegar a tiempo para coger el tren nocturno a Christchurch—. ¿Y de verdad que no quiere venirse conmigo? Christchurch es…
—Todavía no me han licenciado oficialmente del ejército, Roly —respondió Jack de forma evasiva.
Roly hizo un gesto de despecho con la mano.
—¡Bah!, ¿quién va a preocuparse por ello, señor Jack? Le damos de baja y luego le enviarán la documentación conforme está licenciado. Yo haré lo mismo.
—Estoy cansado, Roly… —objetó Jack.
—Puede dormir en el tren. ¡Por favor, señor Jack! Yo me sentiría más tranquilo si lo dejara con su familia.
—Basta con Jack, Roly. Y no soy ningún paquete.
Roly se marchó para subir el equipaje a cubierta mientras Jack se limitaba a permanecer sentado, observando a las enfermeras que ayudaban a los hombres con sus muletas y sus sillas de ruedas a desembarcar. Al final, también se acercó a él una joven con traje oscuro y delantal de enfermera. Sin embargo, no iba vestida de azul como las profesionales, por lo que posiblemente fuera una voluntaria.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó cortésmente.
Jack vio un rostro fino, enmarcado por un cabello oscuro peinado tirante hacia atrás, en el que unos ojos inteligentes, de color verde claro, se ocultaban tras los gruesos cristales de unas gafas. La mujer se ruborizó al sorprender la mirada escrutadora.
Pero entonces también en su semblante surgió la chispa de un remoto reconocimiento.
Jack se le adelantó.
—¿Señorita Bleachum? —preguntó vacilante.
Ella le sonrió, sin lograr ocultar del todo la sorpresa que le había producido el aspecto del hombre. El capataz fuerte, siempre alegre de Kiward Station, el vigoroso hijo de Gwyneira y James McKenzie, el amigo incondicional e inamovible intercesor de Gloria Martyn yacía en una tumbona, pálido y enflaquecido, envuelto en mantas pese a que no hacía frío, demasiado agotado para desembarcar en su tierra sin ayuda. Jack leyó los pensamientos de Sarah en su semblante y se avergonzó de su debilidad. Al final se irguió y se obligó a sonreír.
—Me alegro de volver a verla.