8

—¿Qué hace Gloria durante tanto tiempo con los maoríes?

Una vez más, Gwyneira abandonó el propósito de evitar hablar de problemas familiares con el capataz Maaka: no tenía a nadie más con quien compartir sus preocupaciones. Gloria hablaba poco, Marama no se mostraba más locuaz, y seguía sin haber noticias de Jack. Al menos no había escrito él directamente. Solo Roly O’Brien, el mozo de Tim y Elaine, daba señales de vida de forma esporádica desde Grecia, primero, y luego desde Inglaterra. Había acompañado el transportador con los heridos que había sacado a Jack de Galípoli y mencionaba de vez en cuando a su amigo. Al principio las referencias eran inquietantes: «El señor Jack se encuentra aún entre la vida y la muerte». Pero más tarde se convirtieron en: «El señor Jack está algo mejor» o «El señor Jack ya puede levantarse por fin». Los fondos de las historias seguían siendo todavía poco claros. Roly no era un escritor de cartas regular ni especialmente dotado. Había entrado en la mina como aprendiz a edad muy temprana y había asistido por muy poco tiempo a la escuela.

Gwyneira se consolaba con el hecho de que Jack siguiera con vida, aunque hubiese perdido un brazo o una pierna. Por qué no escribía él mismo o dictaba al menos las cartas a otra persona era un misterio para ella, pero conocía a su hijo. Jack no compartía sus sentimientos con los demás. Si el destino le había maltratado, se encerraría en sí mismo antes de hablar demasiado. Al igual que en el pasado, cuando tras la muerte de Charlotte permaneció durante semanas en silencio.

A Gwyneira esto le dolía, pero intentaba sofocar la pena. Gloria constituía en ese momento su preocupación más acuciante, si bien los conflictos en Kiward Station se habían serenado. La muchacha ya no buscaba pelea con los pastores ni se metía con el personal, sino que se marchaba casi cada día con el caballo y el perro a O’Keefe Station o bajaba a pie al poblado maorí junto al lago. Gwyneira ignoraba el objetivo de todo este trasiego, pues Gloria apenas hablaba con ella y no solía aparecer a las horas de las comidas. En lugar de ello se reunía con los maoríes y no parecía hartarse de su comida, que precisamente en invierno era más bien pobre. Si los cazadores regresaban con las manos vacías, no había más que boniatos y tortitas de harina, pero daba la impresión de que prefería esto a disfrutar de manjares más sabrosos en compañía de su bisabuela.

De forma paulatina, los dibujos y juguetes fueron desapareciendo de la habitación de la joven para dejar sitio a piezas de arte maorí, algunas tan torpemente elaboradas como los objetos de su niñez, por lo que Gwyneira dedujo que la misma Gloria intentaba tallar y adornar con piedras de jade esas piezas.

Maaka lo confirmó.

—La señorita Gloria hace lo que las mujeres hacen en primavera: sentarse juntas, coser, tallar madera, labores del campo… A menudo está con Rongo.

Al menos no eran malas noticias. Gwyneira apreciaba mucho a la partera maorí.

—Hablan con los espíritus.

Esto inquietó de nuevo a Gwyneira. Estaba claro que Gloria no se comportaba con normalidad desde que había llegado. Si también se dedicaba a conjurar espíritus…, ¿sería que se estaba volviendo loca?

—Abraza el árbol…, siente su fuerza y su alma. —Rongo enseñaba a Gloria a hablar con los árboles mientras preparaba la ceremonia de la cosecha con flores marchitas de rongoa, unas plantas sagradas que solo una tohunga debía tocar. Gloria sí había podido ayudar, por el contrario, a recoger y secar las hojas de koromiko, que combatían la diarrea y el dolor, además de los problemas renales. Gloria seguía obedientemente las explicaciones de Rongo, pero que conversara con el árbol era pedirle demasiado.

—¿Qué es lo que te hace pensar que el árbol posea menos alma que tú? —preguntó Rongo—. ¿El que no hable? Pues eso mismo dice la señorita Gwyn de ti…

Gloria rio desconcertada.

—¿O que no se defienda cuando lo golpean con el hacha? Tal vez tenga sus motivos…

—¿Qué clase de motivos? —preguntó Gloria testaruda—. ¿Qué motivos puede uno tener para dejarse derribar?

Rongo hizo un gesto de ignorancia.

—No me lo preguntes a mí, pregúntaselo al árbol.

Gloria se arrimó a los duros anillos del haya del sur e intentó sentir la fuerza de la madera. Rongo la invitaba a hacerlo con todas las plantas posibles, y también con las piedras y los arroyos. Gloria seguía sus instrucciones porque le gustaba la calma que todas esas… ¿qué?, ¿cosas?, ¿seres?… irradiaban. Disfrutaba estando con Rongo. Y con todos sus espíritus.

Rongo había concluido la ceremonia y en esos momentos la instruía acerca del empleo de extractos de las flores de rongoa.

—Curan el dolor de garganta —decía—. Y se pueden hervir y extraer miel…

—¿Por qué no lo escribes? —Gloria abandonó el árbol y anduvo junto a Rongo por el claro bosquecillo—. Así todos lo leerían.

—Solo quien haya aprendido a leer —puntualizó Rongo—. Si no, habrán de preguntarme a mí. —Sonrió—. Pero cuando tenía tu edad pensaba lo mismo. Incluso me ofrecí para escribirlo a mi abuela Matahorua.

—¿Y ella no quiso? —preguntó Gloria.

—Lo encontraba absurdo. Quien no necesita tal conocimiento tampoco debe cargar con él. Quien quiere aprender debe tomarse su tiempo para plantear preguntas. Así se convierte en tohunga.

—Pero si se escribe, el conocimiento se conserva para la posterioridad.

Rongo rio.

—Es lo que creen los pakeha. Siempre queréis conservarlo todo, escribirlo, y por eso lo olvidáis antes. Nosotros conservamos el conocimiento en nuestro interior. En cada uno. Y lo mantenemos vivo. I nga wa o mua… ¿Sabes lo que significa?

Gloria asintió. Conocía la expresión. Literalmente significaba: «Del tiempo que está por venir». Pero de hecho se refería al pasado, para incesante perplejidad de todos los pakeha que habían intentado aprender maorí. La misma Gloria nunca se había interesado por ello, pero ahora se enfadó.

—¿Vivir en el pasado? —preguntó—. ¿Volver a remover lo que preferiríamos olvidar?

Rongo la atrajo junto a una piedra y le acarició el cabello con dulzura. Era consciente de que ya no se trataba de cómo extraer miel de las flores de rongoa.

—Si pierdes tus recuerdos, te pierdes a ti misma —dijo con suavidad—. Tus vivencias te han convertido en lo que eres.

—¿Y si no quiero ser lo que soy? —preguntó Gloria.

Rongo la tomó de la mano.

—Todavía falta mucho para que concluya tu viaje. Reunirás otros recuerdos. Y te transformarás… Esa es otra razón por la que no escribimos. Escribir es dejar por escrito. Y ahora, enséñame el árbol con el que antes has hablado.

Gloria frunció el ceño.

—¿Cómo voy a volver a encontrarlo? Hay docenas de hayas del sur. Y todas son iguales.

Rongo rio.

—Cierra los ojos, hija, te llamará…

Gloria seguía estando alterada, pero siguió las instrucciones de la mujer sabia. Poco después llegó a su árbol.

Rongo Rongo sonrió.

Gloria no sabía cómo manejar sus recuerdos, pero la vida le resultaba más fácil cuando estaba con su familia maorí. Gwyneira tampoco planteaba ninguna pregunta al respecto y era evidente que intentaba no criticar a su bisnieta. Gloria, sin embargo, creía distinguir en sus ojos desaprobación, y en su voz, reproches.

Marama sacudió la cabeza cuando se lo comunicó.

—Tus ojos y los ojos de la señorita Gwyn son iguales. Y vuestras voces son intercambiables.

Gloria quiso objetar que eso era absurdo. Ella tenía los ojos de un azul porcelana, mientras que los de Gwyneira seguían mostrando el fascinante azul celeste que había legado a su nieta Kura. Las voces de ambas tampoco tenían mucho en común: la de Gwyneira era más alta que la de Gloria. Esta, no obstante, hacía tiempo que había aprendido a no tomar al pie de la letra lo que Marama decía.

—Ya lo entenderás —contestaba tranquilamente Rongo cuando Gloria se quejaba—. Tómate tiempo…

—Dale tiempo —decía Marama con su voz cantarina.

Estaba sentada frente a Gwyneira en el wharenui, la casa de asambleas del pueblo. Por lo general, habría recibido a su suegra en el exterior, sin ceremonias, pero llovía a cántaros. De todos modos, la anciana pakeha ya conocía el protocolo. Había cumplido sin dificultades el ritual de saludo antes de entrar en una casa de asambleas, se había quitado los zapatos sin que se lo pidieran y no se había quejado de la artritis al sentarse en el suelo.

—¿Por qué no quieres que se vaya? Con nosotros no le ocurre nada.

El motivo de la visita de Gwyneira era la última «idea loca» de su bisnieta Gloria. La tribu maorí planeaba iniciar una migración y la joven insistía en marcharse con ellos.

—¡Ya lo sé, pero tiene que volver a habituarse a la vida de Kiward Station! Y no lo conseguirá si ahora anda vagando durante meses con vosotros. Marama, si se trata de cuestiones económicas…

—¡No necesitamos limosnas!

Pocas veces alzaba la voz Marama, pero las últimas palabras de Gwyneira habían herido su orgullo. De hecho, el que las tribus de la isla Sur migrasen respondía a cuestiones prácticas. Era evidente que lo hacían con mayor frecuencia que los maoríes de la isla Norte, cuya tierra presentaba mejores condiciones para su modesta agricultura. En la isla Sur las cosechas solían ser más escasas y cuando las provisiones se acababan en primavera, las tribus se ponían en ruta para vivir durante unos meses de la caza y la pesca.

Pese a todo, ni Marama ni los suyos habían hablado de «necesidad». La tierra ofrecía alimentos suficientes, aunque no precisamente donde estaban instalados. Así que iban en pos del sustento, una aventura y, al menos para la población más joven, un placer. Por añadidura, esos desplazamientos tenían carácter espiritual. El individuo se acercaba a la tierra, se unía a las montañas y los ríos que le ofrecían alimento y refugio. Los niños conocían así otros lugares alejados y de trascendencia espiritual, se restablecía la relación con Te Waka a Maui.

Gwyneira se mordió los labios.

—Lo sé, pero… ¿qué sucede con Wiremu, Marama? Maaka dice que Gloria habla con él.

Marama asintió.

—Sí, yo también me he dado cuenta. Es el único hombre con el que habla de vez en cuando. Lo último lo encuentro digno de reflexión. Lo primero, no.

Gwyneira respiró hondo. Era evidente que le resultaba difícil mantener la calma.

—Marama, conoces a Tonga. Esto no es una invitación para salir a pasear con la tribu: es una petición de mano. ¡Quiere que Gloria se una a Wiremu!

Marama hizo un gesto de indiferencia. Su actitud relajada evocaba, todavía en la actualidad, a la muchacha que había sido, la misma que aceptó su propio amor y el inicial rechazo de Paul Warden como algo tan natural como una lluvia de verano.

—Si Gloria ama a Wiremu, tú no los separarás. Si ella no ama a Wiremu, Tonga no los casará. No puede forzarlos a yacer juntos en la casa dormitorio. ¡Así que confía en Gloria!

—¡No puedo! Ella… ¡Ella es la heredera! Si se casa con Wiremu…

—Entonces la tierra seguirá sin ser de Tonga y la tribu, sino de los hijos de Gloria y Wiremu. Tal vez se revelen como los primeros barones de la lana de sangre maorí. Tal vez devuelvan la tierra a la tribu. Tú ya no lo verás, señorita Gwyn, y Tonga tampoco. Pero las montañas sí, y el viento jugará con las copas de los árboles… —Marama hizo un gesto de sumisión ante el poder de los dioses.

Gwyneira suspiró y se revolvió el cabello. Como era propio de su edad, lo llevaba recogido y tirante, pero como siempre que se ponía nerviosa, algunos mechones se rebelaban y se soltaban. Gwyneira, que nunca había sido una persona sosegada, en ese momento sentía el deseo interior de romper algo. En especial el hacha de jefe de Tonga, la insignia de su poder.

—Marama, no puedo permitirlo, tengo que…

Marama la hizo callar con un gesto delicado. Su actitud volvía a parecer más severa que de costumbre.

—Gwyneira McKenzie —dijo con firmeza—. Te he cedido a las dos niñas. Primero a Kura, y luego a Gloria. Las has criado a la manera de los pakeha. ¡Y mira el resultado!

Gwyneira la miró, furibunda.

—¡Kura es feliz!

—Kura es un ser errante en tierra extranjera… —susurró Marama—. Sin un alto en el camino. Sin tribu.

Gwyneira estaba convencida de que Kura lo veía de una forma totalmente distinta, pero desde el punto de vista de Marama, una maorí de pura raza que vivía con su tierra y a través de ella, su hija estaba perdida.

—Y Gloria… —empezó Gwyneira.

—Deja marchar a la muchacha —dijo Marama con dulzura—. No cometas más errores.

Gwyneira asintió resignada. Se repente se sintió vieja, muy vieja.

Como despedida, Marama frotó la frente y la nariz contra el rostro de su interlocutora. Realizó el gesto de una forma más íntima y reconfortante que en un saludo rutinario.

—Vosotros, los pakeha… —susurró—. Vuestros caminos deben ser lisos y rectos. Los arrancáis a la tierra sin oír sus gemidos. Y, sin embargo, a veces son los caminos pedregosos e intrincados los más cortos, y se recorren en paz…

Gloria seguía a Marama a través de la hierba mojada y alta hasta las rodillas. Llevaba horas lloviendo sin parar y hasta Nimue había perdido lentamente el entusiasmo por el largo paseo. Los hombres y las mujeres de la tribu avanzaban estoicos, ensimismados. Las risas y charlas con que solían pasar el tiempo de la marcha se habían desvanecido hacía rato. Gloria se preguntaba si sería la única que ansiaba un refugio, si alguna ciencia o sentimiento común que ella era incapaz de experimentar fortalecía a los demás. Después de tres días de marcha con un tiempo siempre lluvioso casi estaba harta de la aventura. Sin embargo, se había alegrado de la peregrinación, había anhelado la partida desde que Gwyneira por fin le había dado permiso. Gloria habría querido considerarlo un triunfo, pero su bisabuela tenía un aspecto tan triste, avejentado y herido que casi se habría quedado con ella.

«Te dejo ir porque no quiero perderte —habían sido las palabras de Gwyneira… una frase más propia de Marama—. Espero que encuentres lo que buscas».

La convivencia, a partir de entonces, todavía se había complicado más. Gloria intentaba alimentar su rabia, pero tenía mala conciencia. Le molestaba volver a sentirse como una niña.

Al final, no se dejó abrazar durante la despedida, pero intercambió con Gwyneira un cariñoso hongi, en realidad, un gesto más íntimo. Sintió la piel arrugada, reseca y, no obstante, cálida de Gwyneira y su olor a miel y rosas. Era el mismo jabón que utilizaba cuando la muchacha todavía era pequeña, le recordaba abrazos reconfortantes. Jack, por el contrario, olía a cuero y grasa para los cascos de los caballos. Pero ¿por qué pensaba ahora en Jack?

A la postre, Gloria había respirado aliviada cuando por fin emprendieron la marcha y encontró muy hermosas las primeras horas de la travesía. Reía con los demás, se sentía libre y abierta a nuevas impresiones, pero protegida, asimismo, por la tribu. Tal como marcaba la tradición, las mujeres y los niños iban en el centro del grupo y los hombres, cargados con las lanzas y las armas de caza, los flanqueaban. Las mujeres llevaban las lonas de las tiendas, mucho más pesadas, y las ollas. Unas horas más tarde, Gloria empezó a preguntarse si eso era justo.

—¡Es que tienen que poder moverse! —le explicó Pau—. Si alguien nos ataca…

Gloria alzó la vista al cielo. Todavía se encontraban en los territorios de Kiward Station. Y más tarde, en las McKenzie Highlands, tampoco habría tribus enemigas. Nadie amenazaba a los ngai tahu. Pero quizá tenía que dejar de pensar como una pakeha.

Antes de la partida, Gloria no se había planteado nada acerca de las fatigas del viaje. Se consideraba más resistente que los demás. A fin de cuentas había atravesado el desierto australiano, y muchos trechos a pie. Claro que entonces la habían impulsado la voluntad y la desesperación, no tenía sentimientos, su meta era el motor que la impelía.

En cambio, el territorio de las llanuras de Canterbury, que recorrían ahora por las estribaciones de los Alpes Meridionales, era distinto. El clima ahí no era seco y caluroso, sino húmedo y frío, al menos el hecho de andar calado hasta los huesos así lo confirmaba. A las pocas horas había empezado a llover y la chaqueta, la camisa y los pantalones de montar de Gloria no habían tardado nada en quedar empapados. Hasta bien entrada la tarde no se plantaron las tiendas provisionales y las mujeres intentaron encender fuego. El resultado no fue satisfactorio.

Al final los miembros de la tribu se apretujaron los unos contra los otros en busca de calor, solo Gloria se apartó de ellos casi aterrorizada y se envolvió en su manta húmeda. No había previsto que dormirían todos juntos en la tienda común, si bien era obvio que sabía que la tribu también compartía en el poblado una casa dormitorio. Así que permaneció horas despierta, oyendo los sonidos de los otros al dormir y sus gemidos, ronquidos, a veces también una risita fugaz y el grito ahogado de placer de alguna pareja que hacía el amor. Gloria habría deseado salir huyendo, pero fuera la lluvia no cesaba de caer.

El mal tiempo se prolongó durante los días que siguieron. A Gloria se le pasó por la cabeza cómo iban Gwyneira y sus trabajadores a recoger el heno si no amainaba, pero la verdad es que ya tenía bastante con sus propios problemas. Los zapatos, unos botines Jodhpur que siempre había considerado muy adecuados para montar a caballo y para el trabajo en la granja, se deformaban sometidos a esa humedad constante, lo cual constituía un motivo de burla para los maoríes. Ellos andaban descalzos y aconsejaban a Gloria que los imitara. Al final la muchacha se desprendió de los botines empapados, pero no estaba acostumbrada a recorrer tan largos trechos descalza. Se congelaba y se sentía fatal.

El quinto día ya no comprendía cómo había dejado su cómoda y acogedora habitación de Kiward Station por eso. Al final cogió la lona que Wiremu le llevó y que al menos la protegía un poco de las inclemencias. El joven maorí parecía tan desdichado y muerto de frío como ella, aunque, naturalmente, no lo confesaba. Pero también Wiremu había disfrutado de una educación pakeha. Los años transcurridos en el internado de Christchurch habían dejado su huella. Gloria sospechaba que también él se arrepentía de sus decisiones. Deseaba convertirse en médico y ahora avanzaba con su tribu por el desierto. La joven dirigió una mirada a Tonga, imperturbable al frente de los suyos.

—¿No podemos descansar antes? —preguntó Gloria, desesperada—. No entiendo lo que os empuja… —Titubeó al reconocer que había dado un paso en falso. No tendría que haber dicho «os». Tenía que aprender a pensar en ella y los ngai tahu como «nosotros» si quería integrarse. Y no había cosa que deseara más que pertenecer a ellos…

—Se nos han acabado las provisiones, Glory —contestó Wiremu—. No podemos cazar, con este tiempo no hay conejo que se atreva a salir de la madriguera. Y el río va demasiado cargado, los peces no caerán en las trampas. Así que nos dirigimos al lago Tekapo.

La tribu llevaba horas caminando junto al río Tekapo, que con las lluvias se había convertido en un abundante torrente.

Wiremu le contó que acamparían junto al lago por días o tal vez semanas, ya que en esa zona abundaban la caza y la pesca.

—Acampamos allí desde tiempos inmemoriales. —Wiremu sonrió—. Incluso el nombre del lago alude a eso: po significa «noche» y taka «colchón».

Precisamente eso, una casa cálida y sólida, habría deseado Gloria, pero no dijo nada, sino que intentó seguir el ritmo de los demás.

Hacia el atardecer, la lluvia por fin amainó.

—En el lago no llueve —anunció Rongo—. Cómo iba a llorar Rangi ante un espectáculo de tanta belleza…

En efecto, el lago Tekapo a últimas horas del día ofrecía una imagen arrebatadora. Las praderas de Canterbury limitaban con la orilla norte; al otro lado del lago se elevaban, majestuosos, los Alpes Meridionales. El agua tenía un resplandor turquesa oscuro y brillaría a la luz del sol. Las mujeres de la tribu saludaron el lago con cánticos y risas. Rongo sacó la primera agua y esta vez consiguieron también encender un fuego en la orilla. Los hombres abrían filas para cazar y si bien las piezas cobradas todavía eran escasas, se asó pescado en la hoguera y se preparó pan con las últimas provisiones de harina. Marama y unas pocas mujeres sacaron los instrumentos de los envoltorios con que más o menos los habían aislado de la lluvia y celebraron la llegada al lago. Por supuesto, las tiendas y las esteras de dormir todavía estaban mojadas cuando por fin la tribu se tendió a descansar, pero tras la pequeña celebración los ánimos se había levantado. Muchos hombres y mujeres hacían el amor. Gloria sentía asco. Tenía que salir de allí.

Envuelta en la manta, Gloria se deslizó fuera de la tienda. El cielo, por encima del lago, era de un negro profundo, pero las cimas de las montañas todavía estaban cubiertas de nieve. La muchacha alzó la vista e intentó ser una con el todo, como Rongo le había aconsejado. Con el cielo, el lago y las montañas no era difícil. Nunca lo conseguiría con la tribu…

Se sobresaltó al oír unos pasos a sus espaldas. Wiremu.

—¿No puedes dormir?

Gloria no respondió.

—Al principio también a mí me costaba. Cuando volví de la ciudad. Pero de niño me encantaba. —Ella advirtió en la voz del chico que estaba sonriendo—. Íbamos de una mujer a otra, siempre había un brazo libre…

—Mi madre no me quería —dijo Gloria.

Wiremu asintió.

—Lo he oído decir. Kura era distinta, apenas la recuerdo…

—Es bonita —apuntó Gloria.

—Tú eres bonita. —Wiremu se acercó a ella y alzó la mano. Quería acariciar el rostro de la joven, pero ella se apartó.

¿Tapu? —preguntó él con dulzura.

Gloria no podía bromear al respecto. Atenta, regresó hacia la tienda.

—Puedes darte media vuelta, no te atacaré por la espalda. ¿Qué te ocurre, Gloria? —Wiremu corrió tras ella y la agarró por el hombro, pero los reflejos de Gloria no distinguían un contacto amistoso de otro agresivo. No de noche. La joven sacó el cuchillo a la velocidad de un rayo. Wiremu se agachó en cuanto lo vio brillar, se arrojó al suelo y se apartó rodando.

Gloria vio asustada cómo volvía a levantarse ágilmente y la miraba horrorizado.

—Glory…

—¡No me toques! ¡Nunca vuelvas a tocarme!

Wiremu percibió el pánico en la voz de la chica.

—Gloria, éramos amigos. No quería hacerte nada. ¡Eh, mírame! Soy Wiremu, ¿ya no te acuerdas? El que quería ser médico.

Muy despacio Gloria consiguió recuperarse.

—Lo siento —dijo en voz baja—. Pero yo… No me gusta que me toquen.

—Y que lo digas, Gloria… Sabes que respeto el tapu. —Wiremu volvía a sonreír y expuso las manos abiertas. Un gesto de paz.

Ella asintió, intimidada. Juntos, pero sin tocarse, volvieron a la tienda.

Tonga, que dormía en una tienda separada de la tribu, los vio llegar. Satisfecho, se recostó.

El tiempo junto al río era realmente mejor que más abajo, en las llanuras, pero aun así, llovía sin parar. Pese a ello, los ngai tahu no pasaban hambre, había pescado y carne en abundancia, y eso les hacía la vida más fácil. Gloria acompañaba a Rongo a buscar plantas medicinales. Aprendía a trabajar el lino y escuchaba las historias de Marama acerca de Harakeke, dios del lino y nieto de Papa y Rangi. Las mujeres también le hablaban sobre los dioses del lago y de la montaña, describían los viajes de Kupe, el primer descubridor de Aotearoa, y sus combates con peces gigantes y monstruos terrestres.

A veces se reunían con otras tribus, realizaban un largo powhiri —la ceremonia de saludo, completamente ritualizada— y celebraban a continuación una fiesta. Entonces Gloria bailaba con los demás y soplaba el koauau para el haka guerrero de las muchachas. Superó su temor constante a cometer errores. Marama y las demás mujeres no regañaban a sus discípulas, sino que, pacientes, les explicaban cómo proceder. Las pequeñas rencillas entre las chicas nunca eran resueltas con tanta saña como en el internado, y la causa residía en que los adultos nunca tomaban partido. Gloria aprendía a diferenciar las bromas bienintencionadas del escarnio inmisericorde de sus antiguas condiscípulas. Al final consiguió reír con todos cuando Pau se burló de la pelota poi poi que ella misma había confeccionado y dijo que parecía el huevo de un pájaro raro. Como no había conseguido hacerla redonda, al bailar describía unas singulares elipses y cuando le dio a Ani en la cabeza, la chica dijo que era una nueva arma prodigiosa.

—Un poco más blanda, Glory, tienes que intentar elaborar objetos de pounamu.

Lo buscaron en un arroyo y por la tarde Rongo les enseñó cómo labrar las piedras similares al jade para confeccionar colgantes en forma de figurillas de dioses. Gloria y Ani intercambiaron sus hei-tiki, que luego llevaron al cuello orgullosas. Wiremu sorprendió a Gloria más tarde con uno mucho más bonito, pero él había practicado mucho más tiempo.

—¡Toma, te dará suerte!

A Gloria le desagradó que las chicas se pusieran a cuchichear por eso, pero confiaba en Wiremu. No era más que un amigo.

Gloria empezó a disfrutar de los días en el seno de su nueva familia, si bien las noches en la tienda común todavía le resultaban una tortura. En cuanto el tiempo lo permitía, se escurría fuera de la carpa y dormía en el exterior, aunque cualquier ruido la sobresaltaba. Por más que se repetía a sí misma que ahí no la atacarían cocodrilos ni serpientes como en Australia, tenía el miedo profundamente arraigado. Y en esas cálidas noches eran muchos los ruidos que se oían. Las muchachas y muchachos abandonaban risueños la tienda o se retiraban cuando la tribu todavía estaba reunida en torno al fuego. Se amaban entonces en el pinar o en la hierba, tras los peñascos.

Gloria también temía a los hombres que por la noche salían de la tienda a orinar. Sabía que no iban a hacerle nada malo, pero bastaba una silueta masculina ante el espejo del lago para que su corazón se desbocara.

Cuando las noches no eran tan cálidas, pero Gloria no aguantaba permanecer en la tienda, y sola y temblorosa se arrebujaba en su manta húmeda, aparecía Wiremu: se sentaba junto a ella a una distancia prudente y charlaban. El joven le hablaba de su época en Christchurch, de lo solo que se había encontrado al principio y de lo afligido que se sentía cuando los demás se burlaban de él.

—¡Pero aun así te gustó! —se sorprendía Gloria—. Incluso querías quedarte ahí y estudiar.

—Me gustó la escuela. Soy hijo de un jefe. Era alto y fuerte y enseñé a los jóvenes pakeha lo que es el miedo. Eso a veces provocó algún desencuentro con los profesores, cuando mis compañeros les iban con el cuento, aunque en general mantenían la boca cerrada. Mana… ya sabes. —Sonreía.

Gloria entendía. Se había ganado el reconocimiento en la tribu, se había impuesto por encima de los chicos que le fastidiaban.

—Pero estabas solo —respondió ella.

—El mana te obliga a estar solo siempre. El jefe tiene poder, pero no amigos.

Era cierto. Tonga solía estar a solas. Además, quería que así fuera. Debía recordar a su tribu, ya profundamente occidentalizada, los tapu que estaban vinculados a su dignidad.

Más tarde, contó Wiremu, se había ganado respeto en la escuela superior pakeha mediante sus buenos resultados escolares. Solo cuando llegó a la universidad, esto fue en aumento. Por fin encontró nuevos compañeros que nunca habían conocido sus puños. «Entretanto me había civilizado lo suficiente», contaba sonriendo, para no pelearse a puñetazos con los demás.

Gloria, por su parte, apenas hablaba acerca de su infancia en Inglaterra, un poco de la señorita Bleachum y de que las plantas y los animales siempre habían atraído su interés.

—La señorita Bleachum opinaba que tendría que estudiar ciencias naturales. Así podría haberme quedado en Dunedin. Pero sé tan poco… siempre estábamos estudiando música y pintando… y mirando cuadros raros.

Gloria mencionó la pintura de Zeus, que se enamoraba de Europa y se convertía en un toro para escapar de su desconfiada esposa. Wiremu había aprendido latín y un poco de griego en el college y enriquecía las anécdotas con largas explicaciones y dándoles colorido, a la manera maorí. Se divertía mucho. Gloria se ruborizó y sintió compasión y rabia por la princesa secuestrada que seguramente había planeado una vida distinta que ser la amiguita del padre de los dioses.

En los días que siguieron, Wiremu solía llevarle ejemplares de plantas o insectos interesantes y, una noche, la despertó con cautela para mostrarle un kiwi. Ambos siguieron los agudos gritos del ave corredora nocturna, de plumaje marrón y pico largo y arqueado, y descubrieron, en efecto, al tímido animal tras un arbusto. Sin duda había muchas aves nocturnas en Aotearoa, justo al pie de los Alpes, pero ver un kiwi era algo especial. Gloria fue confiada en pos de su amigo para contemplar al animal. Wiremu la invitaba a dar esos paseos nocturnos cada vez con mayor frecuencia, pero no la tocaba.

Como era de esperar, las chicas hablaban de esas excursiones con el hijo del jefe. Tampoco eso pasó inadvertido a las mujeres adultas. Tonga estaba satisfecho.

Pasado un tiempo, los ngai tahu dejaron el lago y se dirigieron montaña arriba. Consideraban el Aoraki, el monte más alto de la isla, un lugar sagrado y querían acercarse a él.

—Algunos pakeha subieron hace un par de años —señaló Rongo—. Pero eso no agradó a los espíritus.

—Entonces, ¿por qué lo permitieron? —preguntó Gloria. Conocía el lugar por el nombre de monte Cook y había oído hablar de la exitosa expedición.

Rongo le dio su respuesta habitual.

—Pregunta a la montaña, no a mí.

Cazaron luego en las McKenzie Highlands y Gloria se atrevió a contar junto a la hoguera la historia de su bisabuelo James y a darle tanto colorido como hacían los maoríes. Con las frases dilatadas e intrincadas de su lengua, narró el encuentro de McKenzie con su hija Fleur y cómo John Sideblossom acabó capturando al ladrón de ganado, que fue extraditado a Australia.

—Pero mi bisabuelo regresó del gran país al otro lado del mar, donde la tierra es roja como la sangre y las montañas parecen brillar. Y vivió por largo tiempo.

El auditorio aplaudió maravillado y Marama le sonrió.

—Vas a convertirte en tohunga si sigues así. Pero no es extraño. También tu padre domina el arte de la oratoria. Si bien hace un uso peculiar de él…

Animada por las alabanzas de Marama, Gloria se ejercitó en el arte de narrar de viva voz. Trabajó intensamente en su pepeha, la forma personal de presentarse que todo maorí exponía cuando una ceremonia lo exigía. Se mencionaba en tal fórmula a los tupuna —antepasados— y se describía la canoa y las particularidades del viaje que los había llevado a Aotearoa. Marama ayudó a Gloria a bautizar a la tribu que los viajeros habían fundado y le mostró el lugar donde habían vivido. Había un valle especialmente atractivo que daba la impresión de ser una fortaleza natural. Había pasado a ser un tapu, pues en algún momento se había producido allí un combate o había ocurrido algo extraño. Los hombres de la tribu tenían miedo de pisar ese lugar, pero Rongo y Marama condujeron a Gloria al interior y meditaron con ella junto al fuego. Gloria incluyó una descripción detallada de la fortaleza de piedras en su pepeha.

Describir de forma precisa la rama pakeha de la familia fue, obviamente, más difícil, pero Gloria mencionó el nombre del barco en que Gwyneira había viajado, señaló Kiward Station como lugar de destino y dijo que los Warden eran su iwi, su tribu. Al final describió con todo lujo de detalles el lugar donde había nacido y sintió algo muy parecido a la añoranza. Los ngai tahu llevaban tres meses migrando. Si bien era obvio que Gloria pertenecía a la tribu y se sentía totalmente aceptada por vez primera en años, con frecuencia tenía la sensación de vivir la existencia de otra persona. Desempeñaba el papel de una chica maorí y sin duda se le daba bien. Pero ¿era eso lo que realmente quería ser? ¿Lo que era? Hasta el momento nunca había opuesto resistencia a lo que los demás esperaban de ella. Se ejercitaba en el manejo de las plantas medicinales. Aprendía a tejer y a comprender el significado de los dibujos del tejido, preparaba la carne que los hombres llevaban, pero cuanto más tiempo pasaba con las mujeres de la tribu, más claro veía que hacía lo mismo que Moana y Kiri en casa, en la cocina. De acuerdo, se trataba de labores manuales y culinarias al aire libre, pero a fin de cuentas esa era la única diferencia. A Gloria, sin embargo, siempre le había gustado más ayudar en la granja y trabajar con las ovejas y los bueyes. Echaba en falta a los animales.

Pero los maoríes no le impedían ir con los hombres a cazar y pescar. Ambas actividades les estaban permitidas a las mujeres también, pues toda muchacha maorí aprendía a subsistir por sí misma en caso de necesidad. Sin embargo, la caza común no era habitual, y cuando una chica se unía a ellos, los hombres tendían a interpretarlo como un intento de acercamiento. Gloria no deseaba correr tal riesgo. Al principio probó a convencer a sus amigas para que fueran a cazar o pescar. Pese a ello, cuando Pau o Ani realmente se animaban a acompañarla, las actividades con los chicos pronto degeneraban en una especie de coqueteo bastante licencioso y Gloria se veía irremediablemente enredada en esa divertida escaramuza, ¡cosa que ella odiaba!

Así que la mayoría de las veces permanecía junto al fuego y solo acompañaba de vez en cuando a pescar a Wiremu. Mientras ella aprendía a tejer nasas de ramas y cañas en las que luego se metía cebo para los peces, las mujeres hablaban en el campamento de su comportamiento hacia Wiremu. Por la noche se burlaban de eso y al día siguiente ella prefería quedarse de nuevo en las tiendas.

Sin embargo, pese a que habría sido más fácil compartir las tareas de los hombres en lugar de sentarse junto al fuego con las mujeres, Gloria también había de aceptar que la caza y la pesca le gustaban poco. Claro que no era remilgada. También en Kiward Station se sacrificaba en ocasiones animales y la joven pescaba desde que era niña, pero no le gustaba, simplemente, tener que matar cada día para comer. No tenía paciencia para construir trampas y acechar, y odiaba sacar pájaros o pequeños roedores que habían caído en ellas. Por el contrario, añoraba el trabajo del criador que conserva largos años sus animales y reflexiona acerca del mejor apareamiento entre oveja y macho cabrío, yegua y semental, y luego celebra el nacimiento y no la muerte. Gloria sabía cuidar de los animales. La caza no era lo suyo.

Así pues, no se entristeció demasiado cuando la tribu emprendió el camino de vuelta. Tonga habría ido gustoso algo más lejos y también Rongo se afligió, pues habría enseñado más aspectos acerca del hogar de los ngai tahu a Gloria. En los últimos tiempos, se concentraba más en introducirla en los tapu y tikanga, todos los usos y costumbres de su tribu. De vez en cuando, Marama insinuaba que la curandera estaba pensando en una sucesora, ya que Rongo tenía tres hijos varones, pero ninguna hija.

Fuera como fuese, el verano estaba finalizando y, como casi siempre ocurría entre las tribus de la isla Sur, eran los hombres y mujeres corrientes quienes imponían su voluntad, aunque fuese opuesta a la del jefe o la mujer sabia. En otoño las ovejas se recogían de las montañas en Kiward Station y para ello se necesitaban hombres, a los que se pagaba bien. Asimismo, las semillas que las mujeres habían sembrado al comienzo de la migración ya habrían madurado. Las familias podían sobrevivir con la cosecha y del dinero que ganarían con los pakeha sin tener que emprender pesadas migraciones y cacerías en medio de la lluvia y el frío. Ya podía Tonga protestar cuanto quisiera porque eso no respondía a las costumbres tribales y porque estaban volviéndose dependientes de los blancos. Un fuego que calentase y un poco de lujo en forma de herramientas pakeha, cazuelas y especias, eran más importantes para los hombres que cualquier tradición.

Claro que eso no significaba que fueran a dar media vuelta y marcharse a las llanuras de Canterbury por el camino directo. También el regreso se dilató semanas, se visitaron lugares santos y marae de otras tribus. A esas alturas Gloria ya dominaba sobradamente las ceremonias apropiadas. Cantaba y bailaba sin inhibiciones con las otras chicas y presentaba su pepeha cuando los anfitriones se sorprendían de su singular aspecto. De ese modo se ganaba siempre un gran respeto, en especial gracias a sus descripciones del viaje de los pakeha desde el lejano Londres por el awa Támesis y el trayecto por las montañas del nuevo hogar, que Helen Davenport había llamado por aquel entonces «montaña del infierno», que avivaban la imaginación de los oyentes. El mana de Gloria en la comunidad crecía. Cuando por fin la tribu volvió a pisar el territorio que los pakeha todavía llamaban O’Keefe Station, la joven avanzaba erguida y orgullosa entre sus amigas. Wiremu, que había partido con los hombres, le dirigió una sonrisa, y ella no se avergonzó de responder al saludo. Gloria se sentía segura.

—¿Así que no piensas volver a casa esta noche? —preguntó Marama, mirando perpleja el vestido de fiesta maorí de Gloria.

Los ngai tahu habían vuelto a tomar posesión de su marae en la antigua granja de Helen O’Keefe y Gloria limpiaba con las otras chicas el wharenui para los futuros festejos. Pau desenrollaba las esteras, Gloria barría. Otras muchachas quitaban el polvo de las esculturas sagradas del tamaño de un hombre. Todas llevaban ya puesta su piupiu y los hombros desnudos, prendas superiores tejidas de colores negro, rojo y blanco. El clima permitía, de manera excepcional, vestir estas prendas ligeras, pues hacía sol y no llovía. Las muchachas bailarían después un haka de saludo ante la casa de asambleas. Marama no había creído que su nieta fuera a participar.

—La señorita Gwyn se habrá enterado de que hemos vuelto. Estará esperándote.

Gloria se encogió de hombros. En realidad era incapaz de tomar una decisión. Por una parte le apetecía festejar con la tribu el regreso a casa, por otra estaba deseando tenderse en una cama cómoda, disfrutar de su habitación para ella sola e incluso sentir el abrazo de la abuela Gwyn, su olor a lavanda y rosas, y saborear los platos que servirían Moana y Kiri. Una mesa como es debido. Sillas como Dios manda.

—¿Qué dices de regresar a casa, Marama? —preguntó Tonga. Acababa de llegar, seguido de sus hijos. Wiremu era el último. Como todos los demás, llevaba la indumentaria tradicional para la fiesta. Los hombres bailarían un haka para saludar a las mujeres en el wharenui—. Esta es la casa de Gloria. ¿Quieres enviarla de nuevo con los pakeha?

El jefe dirigía la ceremonia del regreso al hogar en el marae ancestral, pese a que él y su familia vivían en realidad en el poblado de Kiward Station, adonde se dirigiría al día siguiente. Un pretexto al que Gloria podía recurrir para permanecer un día más con su familia maorí. Kiward Station quedaba lejos para ir a pie, sería más bonito volver con el grupo en lugar de hacerlo sola. Gloria sonrió al pensar en su caballo. Volvería a montar de nuevo. Tras el largo caminar todavía lo apreciaba más.

—No estoy enviando a nadie a ningún lugar —contestó Marama manteniendo la calma—. Es Gloria quien debe saber por sí misma dónde y con quién quiere vivir. Pero es adecuado que al menos visite a la señorita Gwyn para mostrarle que está bien.

—Yo… —Gloria quiso decir algo, pero los mayores la hicieron callar.

—Opino que Gloria ha enseñado y demostrado adónde pertenece —declaró Tonga con solemnidad—. Y creo que debería consumar esa unión con su tribu esta noche. Durante meses hemos observado que Gloria y Wiremu, mi hijo menor, pasan el tiempo juntos. De día y de noche. Ha llegado el momento de que también en presencia de la tribu compartan el lecho en la casa dormitorio.

Gloria intervino.

—Yo… —Quería decir algo, pero le falló la voz. Todo el aprendizaje de whaikorero no la había preparado para esa situación—. Wiremu… —susurró desamparada.

Él tenía que decir algo en ese momento. Por más que deseara gritar su negativa, en el fondo se alegró del pánico que había evitado esa reacción espontánea. El chico perdería el respeto de la tribu si ella lo rechazaba. La decisión debía salir de él.

El hijo del jefe paseaba inquieto la mirada entre los presentes.

—Es… es algo inesperado… —balbuceó—. Pero yo… Bueno, Gloria… —se aproximó a ella.

La joven lo miraba con aire suplicante. Al parecer le resultaba difícil admitir que nunca había habido nada entre ellos. Gloria maldijo el orgullo viril y sintió ascender la cólera en su interior. Tonga había puesto a su vástago en una situación imposible. Y a ella también, claro. Era evidente que ser rechazada por el hijo del jefe delante de toda la tribu no aumentaba el mana. Sin embargo, a Gloria poco le importaba perder mana, al menos comparado con lo que representaría para ella volver a compartir cama con un hombre. En cualquier caso, Tonga no tenía derecho a pedir la mano de ella para su hijo.

—Yo…, esto… —Wiremu seguía titubeando.

Gloria empezó a alarmarse. Claro que no había una fórmula ritual para ese problema, pero Wiremu podía decir delante de ella un simple «No, no quiero» o, si no quedaba más remedio, un dilatorio «Danos tiempo».

—Gloria, sé que nunca hemos hablado de esto. Pero, por mí…, estaría encantado… Bueno… estaría contento de que tú…

Gloria lo miró incrédula. Estaba como petrificada; todos sus sentidos parecían haber muerto de repente. Y no veía nada más alrededor, solo a ese hombre en quien había confiado y que justamente la estaba traicionando.

—Lo podemos hacer solo pro forma… —le susurró en inglés—. Lo de la noche de bodas delante de toda la tribu… —Wiremu había disfrutado de la suficiente educación pakeha para que lo último también le resultara lamentable.

—¡Así que ya está decidido! —se alegró Tonga—. Lo celebraremos esta noche. Gloria, te recibirán en este wharenui como a una princesa… —El jefe de la tribu resplandecía.

Y de nuevo algo se quebró en Gloria. Llena de rabia se arrancó del cuello la cinta con el hei-tiki de Wiremu y se lo lanzó a los pies.

—¡Wiremu, tú eras mi amigo! ¡Juraste que nunca me tocarías! Me dijiste que una chica maorí podía elegir. ¿Y ahora quieres dormir conmigo delante de toda la tribu sin ni siquiera preguntar cuál es mi opinión? —Gloria sacó el cuchillo aunque nadie la estaba amenazando. Simplemente tenía que notar el frío acero, necesitaba algo para sentirse segura. En el fondo era ridículo. Estaba en medio de unos hombres armados con lanzas y mazas de guerra. Armas rituales, desde luego, pero no por ello menos peligrosas.

En ese momento, Gloria se habría enfrentado a todo un ejército. Ya no sentía ningún miedo, solo rabia, una rabia inmensa. Sin embargo, por primera vez su ira no la enmudeció. Ni calló ni buscó palabras en vano. De repente sabía lo que tenía que decir. Sabía quién era.

—Y tú, Tonga, ¿crees que debo fortalecer mi relación con la tribu? ¿Qué solo podría formar parte de esta tierra si perteneciera a vosotros? ¡Escuchad entonces mi pepeha! El pepeha de Gloria, no el de la hija de Kura-maro-tini, no el de la bisnieta de Gerald Warden. No el de los maoríes, no el de los pakeha.

Gloria estaba erguida y esperó a que todos los presentes se reunieran en torno a ella. Entretanto habían entrado más hombres y mujeres que llenaban el wharenui. En otra época, el mero número de oyentes habría hecho enmudecer a Gloria. Pero lo había superado. La apocada alumna de Oaks Garden ya no existía.

—Soy Gloria, y el arroyo, a kilómetro y medio al sur, limita la tierra en que aquí y ahora estoy anclada. Los pakeha la llaman Kiward Station y a mí me llaman la heredera. Pero esta chica, Gloria, no tiene tupuna, no tiene antepasados. La mujer que dice ser su madre vende las canciones de su pueblo por fama y dinero. Mi padre no me concedió nunca mi tierra, tal vez porque una vez su padre lo echó de la suya. No conozco a mis abuelos, y la historia de mis antepasados está impregnada de sangre. Pero yo, Gloria, llegué con el Niobe a Aotearoa. Atravesé el océano con dolor y viajé por un río de lágrimas. Arribé a costas extrañas y crucé un país que abrasó mi alma. Pero estoy aquí. I nga wa o mua, el tiempo, que vendrá y que ha pasado, me encuentra en la tierra entre el lago y el Anillo de los Guerreros de Piedra. En mi tierra, Tonga. ¡Y no oses nunca más disputármela! Ni con palabras, ni con hechos ni, desde luego, con trampas.

Gloria lanzó una mirada iracunda al jefe. Cuando más tarde los ngai tahu hablaran de ese incidente, mencionarían un ejército de espíritus furiosos cuyas almas infundieron fuerzas a la joven.

Gloria, en realidad, no necesitaba espíritus. Y no esperaba respuesta. Erguida, dejó el wharenui y a la tribu.

Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, echó a correr.