En los meses que siguieron, Lilian Biller escribió, firmando con las iniciales B. B., sobre bautizos de barcos, el aniversario del tratado de Waitangi, congresos de la industria maderera y la ampliación del edificio de la universidad. Era capaz de sacar el aspecto chistoso del tema más cotidiano, lo que entusiasmaba al señor Wilson. Personalmente, Lily encontraba ese trabajo tan divertido que fue reduciendo de forma paulatina las clases de piano. El trabajo para el Auckland Herald no resolvía del todo su problema, pues también tenía que salir de casa para asistir a funciones y realizar entrevistas. Con el embarazo cada vez estaba más hinchada y pesada, por no mencionar que luego no podría llevar al niño cargado a la espalda y la joven familia precisaría con el tiempo de mayor cantidad de dinero.
Que Ben llegara a sustituirla era impensable. No tenía un estilo ágil y entretenido; Ben necesitaba irremisiblemente palabras de peso, tendía a emplear fórmulas farragosas y solo en textos científicos renunciaba a cierta ampulosidad. Lilian no sabía qué hacer y acabó contándole sus cuitas a Thomas Wilson cuando el embarazo ya fue evidente.
—¡A mí no se me ocurre ninguna idea más! Es imposible que vaya a la recepción de ese duque. ¡Y luego todo será mucho peor!
El editor reflexionó unos momentos. Luego se frotó la arruga del entrecejo que se le marcaba siempre que se concentraba.
—¿Sabe una cosa, Lilian? Lo que realmente necesitamos (mucho más que informes sobre la visita del duque Fulano de Tal con motivo de la inauguración del edificio Tal Cual) serían un par de cuentos simpáticos. Algo que levante el ánimo de la gente. Estamos en el tercer año de guerra, llenamos las planas con informes sobre combates y pérdidas. En las calles vemos a los héroes de Galípoli con muletas y los jóvenes del ANZAC se desangran en Francia y Palestina. Exceptuando la demanda de armamento, la economía está estancada, y las personas preocupadas. Y no les falta razón: el mundo se ha convertido en un campo de batalla y nadie entiende por qué. El hombre de a pie teme que cualquier demente también nos ataque aquí. En cualquier caso, los ánimos están bajos…
—Ah, ¿sí? —preguntó Lilian, quien hasta ese momento no se había dado cuenta de nada de todo eso. Salvo por los problemas de dinero, ella seguía estando con Ben en el séptimo cielo.
—Qué bonito debe de ser el amor… —farfulló Wilson. A esas alturas conocía un poco mejor a su joven redactora y sabía a grandes rasgos su historia con Ben.
Lilian asintió.
—¡Sí! —gorjeó.
Wilson se echó a reír.
—Bueno, lo que yo quería decir es que estaría dispuesto a ampliar el suplemento cultural con un par de cuentos optimistas. Relatos breves, es decir, nada de trabajo de investigación, sino pura fantasía. Aunque, claro está, deben tener cierta verosimilitud pese a todo. O sea, que nada de «corazones que fluyen» ni cosas parecidas —concluyó, moviendo el dedo con gesto amenazador.
Lilian se ruborizó.
—¿Qué opina? ¿Sería usted capaz de escribir algo así?
—¡Puedo intentarlo! —respondió Lilian. Y ya camino a casa se le ocurrió la primea idea.
Dos días más tarde llevó a Wilson la historia de la enfermera de un hospital infantil de Hamilton que cada domingo tomaba el ferrocarril interurbano para visitar a su anciana madre en Auckland. Procedía así desde que habían inaugurado la línea y Lilian se explayó de forma amena en la descripción del modo en que Graham Nelson, un cobrador, conocía a la joven por vez primera. A partir de ese día, la veía cada semana en el tren y ambos se enamoraban, aunque no se atrevían a intercambiar más de dos palabras y mucho menos a confesarse sus sentimientos. Solo tras varios años, cuando la madre moría y la enfermera dejaba de repente de ir en tren, Nelson reaccionaba y salía en su busca… Cómo no, todo concluía en boda. Lilian lo enriquecía todo con descripciones paisajísticas, evocaba el orgullo que sentía Nueva Zelanda por sus compañías ferroviarias y el espíritu de sacrificio de la enfermera, que, por amor, no se separaba de los pequeños pacientes del hospital.
Wilson puso los ojos en blanco, pero publicó el texto el sábado siguiente. Los lectores, sobre todo el público femenino, se sintieron conmovidos hasta las lágrimas por el relato. Lilian elaboró a continuación la historia de un héroe de Galípoli, cuya novia, pese a darlo por muerto, rechaza todas las peticiones de mano hasta que el hombre regresa a casa años después, herido.
De ahí en adelante, tuvo asegurado un espacio en el suplemento. Las lectoras esperaban ansiosas las nuevos relatos de B. B. Ben Biller se estremecía cuando leía las historias.
—¡Es pornografía! —declaró horrorizado, ya que de semana en semana las escenas de amor de los relatos se hacían más elocuentes—. Como se descubra un día que yo tengo algo que ver con esto…
—¡Qué va, cariño! —Lilian reía mientras iba en busca del sombrero. Había terminado el relato y se preparaba para ir a entregar el texto a Queen Street. Sin embargo, Ben no tardaría en tener que encargarse él de hacerlo, tanto si le gustaba como si no. Con el paso de las semanas, Lilian se había puesto como una ballena varada. Solo quedaban dos meses para que naciera el bebé y su cabeza bullía de ideas para nuevos y conmovedores relatos.
La pareja pasaba por momentos de extrema necesidad. Si bien el aumento de ingresos había hecho factible que Lilian comprara dos vestidos de premamá y había ahorrado algo de dinero para la canastilla, mudarse de apartamento era impensable. Ben estaba ocupado con su doctorado y ganaba por ello menos en el puerto.
—Sin mi pornografía no llegamos a final de mes. ¡A la gente le gusta! —insistió Lilian, airada.
Ben le dirigió una mirada herida. Nunca entendería por qué la mayoría de la humanidad se interesaba más por asuntos como el matrimonio del rey de Inglaterra que por la belleza de la gramática polinesia. Además, para entonces también sus propios poemas le parecían lamentables.
—Debería intentar escribir una novela —señaló Thomas Wilson, tras echar un breve vistazo a los nuevos manuscritos de Lilian—. La gente espera sus relatos con avidez. En serio, Lilian, si hiciera caso de las cartas de los lectores, tendría que imprimir cada día una de sus historias sentimentales.
—¿Se paga bien? —preguntó Lilian.
Pese a lo avanzado del embarazo, su aspecto era encantador. El vestido holgado de cuadros escoceses en tonos verdes claros y oscuros armonizaba con sus vivaces ojos y su tez, en esos días algo pálida. Se había recogido el pelo, sin duda para parecer algo mayor. Tenía la frente perlada de sudor, pues la larga caminata por el barrio portuario hasta el centro urbano debía de haberla agotado.
Wilson sonrió.
—¡Ah, el vil metal! ¿Dónde se esconde el deseo artístico de la autorrealización?
Lilian frunció el ceño.
—¿Cuánto? —insistió.
Wilson la encontró irresistible.
—Preste atención, Lilian, procederemos de esta manera: escriba a modo de prueba uno o dos capítulos y luego la acompaño a ver a un editor que es amigo mío. Para eso tendremos que viajar a Wellington. ¿Podrá?
Lilian rio.
—¿Qué? ¿Viajar en tren o escribir los dos capítulos? Para lo último no tengo el menor problema. Y si acabo pronto, el niño no vendrá en el compartimento.
—¡Se lo suplico! —gruñó Wilson.
Tres días más tarde, Lilian ya estaba de vuelta con una ordenada carpeta que contenía el manuscrito de los dos primeros capítulos y un breve resumen de la novela. La señora de Kenway Station contaba la historia de una joven escocesa que se marchaba a Nueva Zelanda seducida por un pretendiente. Lilian, mezclando las vidas de su bisabuela Gwyneira y de Helen, describía con todo detalle la travesía y el primer encuentro de la protagonista con el barón de la lana Moran Kenway, un sujeto sumamente lúgubre. La muchacha acababa rodeada de lujo pero encarcelada, maltratada y desdichada en una granja alejada de cualquier asentamiento humano. (Lilian sintió solo unos ligeros escrúpulos cuando se refirió al primer matrimonio de su madre, Elaine). Pero por suerte, el amigo de juventud de la protagonista nunca la había olvidado. Salía en pos de ella hacia Nueva Zelanda, en un abrir y cerrar de ojos amasaba una fortuna en un yacimiento de oro y corría a liberar a la chica.
Thomas Wilson leyó el texto y se frotó los ojos.
—¿Qué? —preguntó Lilian, que parecía no haber dormido mucho esa noche. Excepcionalmente, en esa ocasión la causa no era el amor ni el ruido del pub, sino el éxtasis provocado por la escritura: era incapaz de abandonar la historia—. ¿Cómo lo encuentra?
—¡Espantoso! —respondió Wilson—. ¡Pero la gente se lo arrancará de las manos! ¡Lo envío inmediatamente a Wellington! A ver qué dice Bob Anderson.
Ben Biller se resistía a que Lilian viajara sola a Wellington y solo se calmó cuando Wilson también compró un billete de tren para él. De este modo, Ben se reunió con representantes de la universidad de esa ciudad y habló con ellos sobre posibles cursos como profesor invitado, mientras Wilson y Lilian negociaban con Bob Anderson. Al final, Lilian no solo firmó un contrato por La señora de Kenway Station, sino también por la continuación. Wilson le aconsejó que esperase todavía, pues era probable que el anticipo aumentase si el primer libro se vendía bien. Pero Lilian se negó.
—Necesitamos el dinero ahora —contestó, y de inmediato ideó la siguiente historia. La heredera de Wakanui se presentaba como una especie de versión neozelandesa de Pocahontas en la que un pakeha se enamoraba de una princesa maorí.
—¡Me lo imagino sumamente romántico! —aseguró Lily, entusiasmada, cuando se reunieron a cenar en un restaurante de lujo—. ¿Sabe que cuando los combatientes maoríes estaban en guerra tenían que pasar a gatas entre las piernas de la hija del jefe? Era como si cruzasen un umbral que les permitiera dejar de ser hombres pacíficos para convertirse en guerreros sin piedad. Y los sentimientos de ella cuando sabe que su padre envía a esos hombres en contra de su amado…
—Las hijas de jefes tribales, que desempeñaban una función de sacerdotisas, estaban sometidas a unos tapu sumamente restrictivos —observó Ben con expresión amarga—. Es imposible que una muchacha así llegara a ver siquiera a un pakeha, y mucho menos que él saliera con vida de tal encuentro…
—Ahora no exageres con tus conocimientos, cariño —dijo Lilian, riendo—. No estoy escribiendo un ensayo sobre la cultura maorí, sino una historia con gancho.
—Pese a que ese ritual, en su función de deshumanización del guerrero, constituía casi una sobrecarga emocional… —Ben inició una larga explicación. Lilian lo escuchaba atentamente y sonriendo con dulzura mientras disfrutaba de sus ostras.
—No haga caso —susurró Thomas Wilson al señor Anderson—. La pequeña lo adora como una especie de exótico animal doméstico que ignora las formas de expresarse y de comunicarse, y paga de buen grado la comida y el veterinario.
Luego se volvió de nuevo a Lilian.
—¿Qué hacemos entonces con su nombre, Lilian? Le sugiero que utilice un seudónimo. Pero ¿le parece que mantengamos las iniciales? ¿Qué opina de «Brenda Boleyn»?
Lilian pasó las últimas semanas de embarazo ante el escritorio de su nueva y acogedora vivienda entre Queen Street y la universidad. El anticipo de sus libros no solo bastó para pagar el alquiler, sino que alcanzó para adquirir un mobiliario mejor y para dar a luz en un hospital que tanto Ben como Thomas Wilson tenían en gran consideración. Los dos estaban sufriendo por Lilian, mientras que ella se lo tomaba tranquilamente. Las contracciones empezaron cuando acababa de escribir la última frase de La señora de Kenway Station.
—Lo cierto es que quería volver a corregirlo… —señaló Lilian apenada, pero dejó que Ben la acompañara en un coche de alquiler. Para entonces, casi no había más que automóviles y Lilian se enfadó con el conductor porque circulaba, según su parecer, demasiado lento.
El parto fue una experiencia horrible, no solo porque no permitieron que Ben estuviera presente —el héroe de su novela había asistido personalmente a la hija de su enemigo en el parto, en circunstancias muy dramáticas, y quería criar de forma desinteresada a la recién nacida como hija propia—, sino también porque la sala de partos era fría y apestaba a lisol, porque le ataron los pies a una especie de horquillas y porque una antipática enfermera le soltaba un bufido en cuanto se quejaba un poco. La mujer no guardaba el más mínimo parecido con el ser angelical del primer relato de la incipiente escritora. Lily llegó a la conclusión de que, en la realidad, tener hijos era mucho menos emocionante de como se describía en canciones y novelas.
Solo la visión de su retoño la reconcilió de nuevo con su situación.
—¡Lo llamaremos Galahad! —dijo cuando al fin dejaron a entrar a Ben, más blanco que un muerto y totalmente desconcertado.
—¿Galahad? —preguntó desconcertado—. ¿Qué nombre es ese? En mi familia…
—¡Es un nombre para un héroe! —explicó Lilian, pero no confesó a su marido, por si acaso, que su hijo no solo sería bautizado con el nombre de un caballero del santo Grial, sino con el del protagonista de La señora de Kenway Station—. Y si miro a tu familia…
Ben rio.
—¿Crees que algún día se atreverá a enfrentarse a su abuela?
Lilian soltó una risita.
—¡Es posible que incluso llegue a echarla de su mina!
Mientras Lilian tecleaba La heredera de Wakanui en la máquina de escribir que Tomas Wilson le había regalado por el nacimiento de su hijo, el pequeño Galahad descansaba a su lado en la cuna, mecido ocasionalmente o adormecido con canciones románticas. Por la noche dormía entre sus padres y evitaba en un principio que se produjera otro nacimiento. A ese respecto, Lilian también obraba con mayor prudencia. Ben se había decidido finalmente a consultar entre sus colegas si conocían métodos anticonceptivos que fueran seguros y había comprado los condones prescritos. Aun así, era algo pesado tener que ponerse esas gruesas gomas antes de hacer el amor, pero a Lilian no le apetecía nada tener que volver a ver a ese sargento de comadrona de Auckland. Ben estaba de acuerdo. Se sentía contento, sobre todo, por haberse librado por fin del trabajo en el puerto. La señora de Kenway Station ya llevaba medio año alimentando a toda la familia. Lilian firmó un contrato por dos nuevas novelas y Ben se tituló a comienzos de 1918: fue uno de los doctores más jóvenes del Imperio británico y obtuvo un puesto de profesor invitado en Wellington.
El joven matrimonio era feliz.