Una vez que hubieron transcurrido las primeras y estimulantes semanas entre la huida, la búsqueda de vivienda y el enlace matrimonial, Lilian Biller comprobó estupefacta que su dinero disminuía mucho más deprisa de lo que había supuesto, por más que el alquiler era realmente razonable. Sin embargo, la joven se había equivocado totalmente en cuanto a lo que comida y ropa se refería, libros para la carrera de Ben y un mobiliario básico, cubertería y ropa de cama y mesa. Y eso que había pasado ese primer período de su matrimonio buscando gangas y había procurado comprar muebles de segunda mano. En cualquier caso, en Auckland no se regalaba nada, el coste de la vida era sin duda alguna más elevado que en Greymouth.
Lilian reflexionó sobre de qué modo ganar dinero y habló al respecto con su marido:
—¿No podrías encontrar trabajo en la universidad?
Ben apartó desconcertado la mirada del libro que estaba estudiando en esos momentos.
—¡Cariño, trabajo cada día en la universidad!
Lilian suspiró.
—Me refiero a un empleo remunerado. ¿No necesita ayuda tu profesor? ¿No puedes dar alguna clase o algo así?
Ben hizo un gesto negativo, disculpándose. La Facultad de Lingüística de la Universidad de Auckland se estaba formando. El número de estudiantes apenas si justificaba una plaza de profesor a tiempo completo, así que mucho menos la de un asistente. Y en lo que se refería al campo especial de Ben, por más que despertara un gran interés en su profesor, temas como «Comparación entre dialectos polinesios con objeto de delimitar el origen de los primeros inmigrantes maoríes» no llenaban un auditorio.
—Pues entonces tendrás que buscarte otra cosa. —Lilian interrumpió la correspondiente y detallada explicación—. Necesitamos dinero, cariño, y no hay discusión posible.
—¿Y mi carrera? Si ahora me concentro en ella, más tarde podré…
—Más tarde nos habremos muerto de hambre, Ben. Pero no tienes que trabajar todo el día. Búscate algo que seas capaz de hacer mientras estudias la carrera. Si yo también me pongo a trabajar, lo conseguiremos.
Lilian lo besó animosa.
—¿En qué vas a trabajar? —preguntó él, pasmado.
En Auckland nadie quería aprender a dibujar, pero en cambio Lilian reunió en poquísimo tiempo un número considerable de alumnos de piano. Se concentró en el barrio de los artesanos y se apartó recelosa de las familias de los académicos, pues podría surgir el caso de que el ama de casa tocara el piano mejor que ella. Eso, sin embargo, no supuso ningún contratiempo. Entre los diligentes inmigrantes de segunda generación, que con frecuencia habían amasado con sus prósperos talleres una fortuna más que discreta, reinaba el deseo de imitar a los «ricos», y eso conllevaba, según la opinión imperante, dar a los niños una formación musical básica.
Los anuncios que Lilian colgó en tiendas de comestibles y pubs enseguida encontraron una respuesta insospechada. A fin de cuentas, nadie tenía que superar el temor a una escuela de música o un profesor diplomado. Lilian tampoco intimidaba a nadie, sino que se granjeaba las simpatías tanto de los azorados padres como de los pupilos. Claro que impresionaba que hubiera estudiado música en Inglaterra y que, a pesar de ello, se pudiera hablar con naturalidad con ella. A eso se añadía que Lilian no insistía demasiado en los principios clásicos. Reducía los ejercicios de los dedos y las escalas a un mínimo, de modo que al tercer o cuarto día de clase el alumno ya tecleaba una melodía sencilla. Y dado que su clientela solía preferir cantar que asistir a conciertos de piano —con frecuencia el griterío de los parroquianos del pub no dejaba dormir a Ben y Lilian—, puso también especial atención en los modestos acompañamientos de canciones populares y patrióticas. Fue una buena estrategia: nada convencía más a los padres de los alumnos del talento de sus hijos y de la genialidad de su profesora como el hecho de que, al poco tiempo, en la siguiente fiesta familiar, se reunieran todos en torno al piano y cantaran alegremente It’s a Long Way to Tipperary.
Era evidente que a Ben le costaba más ganar dinero. Se vio obligado a recurrir a la fuerza física en lugar de emplear las dotes de que más o menos disponía. Por otra parte, prácticamente a todas horas del día o de la noche se encontraban trabajos de temporero en el puerto. Ben cargaba y descargaba barcos y camiones, por lo general de buena mañana, antes de empezar las clases.
Durante un par de meses los dos contaron con dinero suficiente, lo bastante incluso para comprar un par de prendas de vestir nuevas, así como una mesa para comer apropiada y dos sillas. Aun así, la situación de la vivienda, encima del pub, seguía sin satisfacerles. El vocerío era continuo, apestaba a cerveza y grasa rancia, y Lily se quejaba de que por las tardes no podía aceptar a ningún alumno más porque tenía miedo de regresar sola por ese barrio. El baño del pasillo era un desastre, a ningún otro inquilino se le pasaba siquiera por la cabeza que había que limpiarlo. En una ocasión, Lilian se llevó un susto de muerte cuando uno de los hombres que siempre estaban borrachos y cuyas familias se hospedaban en los otros dos apartamentos se equivocó por la noche, aporreó hecho una furia la puerta de la joven pareja e irrumpió en el apartamento. A la larga, Lilian ni podía ni quería permanecer ahí, sobre todo cuando empezó a sentir náuseas por las mañanas.
—¡Así que en esas estamos! —señaló risueña una de sus bastante ajadas vecinas cuando la vio salir dando traspiés del baño hacia el apartamento con la cara pálida y todavía con la bata puesta—. Ya me preguntaba yo cuándo os pondrías manos a la obra.
La mujer tenía cuatro hijos, por lo que sabía de qué hablaba. No obstante, Lilian se permitió una visita al médico, que consumió todos sus ahorros. A continuación corrió alegre hacia el puerto para salir al encuentro de Ben.
—¿A que es maravilloso, Ben? ¡Un bebé! —Lilian lo saludó en el muelle con la estupenda noticia. El muchacho arrastraba en ese momento un par de sacos desde un barco hasta un camión y parecía agotado, pero ella no se percató. Estaba loca de alegría y con la cabeza repleta de proyectos.
Ben, por su cuenta, no se puso tan contento. Había empezado a trabajar a las cinco, luego había pasado el día en la universidad y en esos momentos ayudaba de nuevo a descargar mercancías. De esa forma añadiría algo a la caja común, y pretendía, en realidad, ponerse a estudiar sin interrupciones en los días siguientes. Desde que había empezado con el doctorado, aprovechaba cualquier minuto que tuviera libre. El embarazo de Lilian le obligaría a trabajar todavía más. A fin de cuentas había que mantener a la familia, y en un futuro próximo debería hacerlo él solo.
—¡No será tan difícil, Ben! —lo consoló Lilian—. Mira, todavía daré clases un par de meses más que tú puedes aprovechar para adelantar los estudios. Cuando ya te hayas doctorado, seguro que te ofrecen un trabajo pagado. ¡El profesor está encantado contigo!
Y así era, en efecto, aunque uno no vivía de la estima académica. En cualquier caso, Ben no era optimista respecto a la creación de una segunda cátedra de Lingüística en la Universidad de Auckland. Desde luego, no para un doctorando tan joven. Lo normal, después de doctorarse, era enseñar en distintas universidades, ofrecer allí cursos y seguir formándose. A veces también se encontraban becas de investigación, pero era improbable que estas se concedieran en la singular disciplina de Ben. Y sin contar con todo ello, era casi imposible, aun para un estudiante tan dotado como él, terminar un curso de doctorado en apenas nueve meses.
Lilian hizo un gesto compungido cuando Ben se lo explicó.
—Pero trabajando por horas en el puerto tampoco ganas dinero suficiente —observó—. Sobre todo si tenemos que encontrar otro apartamento.
Ben suspiró.
—Ya se me ocurrirá algo —prometió vagamente, y después sonrió—. Ya lo conseguiremos. ¡Ay, Lily, un bebé! ¡Y lo hemos hecho los dos solos!
Lilian amaba a Ben con toda su alma, pero ya hacía tiempo que había descubierto que sus sensacionales golpes de ingenio estaban más relacionados con la sintaxis y la cadencia de las frases de relativo polinesias que con la solución de los problemas cotidianos más simples. Así pues, no esperó a que se le ocurriera algo, sino que ella misma pensó en cómo sacar partido de las cualidades de su marido. La idea surgió cuando, camino a casa de uno de sus alumnos de piano, pasó por delante del despacho de Auckland Herald. ¡Un diario! ¡Y Ben era poeta! Debería resultarle más bien fácil escribir noticias y artículos. Seguro que estaba mejor pagado que descargar transatlánticos gigantes.
Sin pensárselo dos veces, Lilian se dirigió al local y entró en una sala relativamente grande donde varias personas aporreaban unas máquinas de escribir, hablaban a voces por teléfono o clasificaban papeles. Reinaba un alboroto considerable.
Lilian se dirigió a quien tenía más cerca.
—¿Quién manda aquí? —preguntó con su más dulce sonrisa.
—Thomas Wilson —respondió el hombre, sin apenas dirigirle la mirada. Parecía estar corrigiendo un artículo mientras mordisqueaba un lápiz o lanzaba ansiosamente nubes de humo de un cigarrillo. Lilian frunció el ceño. Si Ben se habituaba a fumar ahí, perderían lo que ganaran de más con ese empleo.
—Ahí… —El hombre señaló con el lápiz una puerta con una placa: jefe de redacción.
Lilian llamó a la puerta.
—¡Entre, Carter! Y espero que haya acabado de una vez —tronó una voz desde el interior.
Lilian se introdujo en el despacho.
—No quisiera molestarle… —dijo con suavidad.
—No molesta. Siempre que los tipos de ahí fuera me entreguen por fin los textos para que pueda revisarlos e imprimirlos. Aunque se diría que va para largo. Así pues, ¿en qué puedo ayudarla?
El hombre que estaba sentado tras el despacho, corpulento, aunque no realmente barrigudo, no hizo gesto de levantarse, pero con un gesto invitó a Lilian a tomar asiento. Tenía el rostro ancho, en esos momentos algo enrojecido, y dominado por una nariz bulbosa. Su cabello era oscuro, aunque ya empezaba a encanecer. Los ojos de Wilson, de un azul grisáceo, no eran grandes, pero observaban a su interlocutora despiertos y con una expresión casi juvenil.
Lilian ocupó una silla tapizada de piel delante del escritorio cubierto de papeles sin orden aparente. También había ceniceros, ya que el director fumaba puros.
—¿Qué hay que saber para trabajar en su diario? —Lilian no se anduvo con rodeos.
Wilson rio irónico.
—Escribir —respondió lacónico—. Y también sería deseable saber pensar, pero como demuestra cada día ese montón de gente que hay ahí fuera, esto último no es imprescindible.
Lilian frunció el ceño.
—Mi marido es lingüista. Y escribe poesía.
Wilson miraba fascinado el centelleo de los ojos de la joven.
—Con esto quedan satisfechas las condiciones básicas —observó el hombre.
Lilian se entusiasmó.
—Es maravilloso… Bueno, si es que todavía contrata personal. ¡Necesitamos trabajo urgentemente!
—Por el momento no tenemos ningún puesto fijo vacante… Aunque podría ocurrir que hoy mismo despidiera a alguien. Sin embargo, siempre se necesitan colaboradores externos. —Wilson aspiró una profunda bocanada del puro.
—En realidad también estamos buscando un trabajo que le permita compaginar los estudios universitarios —puntualizó Lilian.
Wilson asintió.
—¿Se gana mucho como lingüista? —inquirió.
Lilian lo miró con expresión desdichada.
—Por el momento, ¡nada en absoluto! Y eso que Ben es brillante, según su profesor. Todos lo dicen, estaba becado en Cambridge, pero con la guerra…
—¿Su marido todavía no ha publicado ningún escrito? —inquirió Wilson.
Lilian sacudió la cabeza, compungida.
—No. Pero lo dicho, escribe poemas. —Sonrió—. Unos poemas preciosos…
Wilson resopló.
—Nosotros no publicamos poemas, pero estaría dispuesto a leer una de sus elegías. Tal vez su marido pudiera traérmela…
—¡Aquí tiene! —Lilian lo miró con aire de felicidad mientras hurgaba en el bolso. Con expresión triunfal tendió un trozo de papel de carta arrugado y casi roto en los dobleces—. Siempre llevo el más bonito conmigo.
Buscando aprobación contempló a Wilson mientras este desplegaba la hoja y leía por encima el texto. Las comisuras de la boca del jefe de redacción se contrajeron casi de forma imperceptible.
—Al menos escribe sin faltas —observó.
Lilian movió la cabeza, ofendida.
—¡Pues claro! Además habla francés, maorí y un par de dialectos polinesios más que…
Thomas Wilson sonrió con ironía.
—Está bien, está bien, señorita. He comprendido, su marido es una joya. ¿Ha dicho maorí? Entonces también se las apañará bien con el mundo de los espíritus, ¿no?
Lilian levantó las cejas.
—No acabo de entender qué quiere decir…
—Solo era una broma. Pero si a su marido le apeteciera, nos han invitado a una sesión de espiritismo. Una tal señora Margery Crandon, de Boston, así como algunas damas respetables de Auckland, tienen la intención de convocar esta noche a un par de espíritus. La señora lo hace como profesional, es una médium. Al menos eso es lo que ella dice, y creo que le gustaría realizar más sesiones por aquí. Por esta razón tendría muchísimo interés en que se publicara un artículo acerca de este asunto, que tal vez incluiríamos en el suplemento cultural. Los chicos, sin embargo, se han negado rotundamente: no hay ninguno que quiera resucitar a los muertos con la señora Crandon. A mis colaboradores externos ya les he encargado otros trabajos, así que si su marido quiere pasarse por aquí, esto serviría de prueba. Luego ya veremos.
—Bueno… Esto…, ¿ganará algo de dinero? —quiso saber Lilian.
Wilson rio.
—¿Se refiere a la conjura de los espíritus o el artículo? Bueno, a los colaboradores se les paga por líneas. Pero a los médiums, por lo que yo sé, no se les paga por la cantidad de espíritus invocados…
Antes de que Lilian planteara una pregunta más, uno de los trabajadores se asomó al despacho de Wilson.
—¡Aquí están los textos, jefe! —Arrojó una pila de hojas recién corregidas y que no parecían muy ordenadas sobre el escritorio.
—Se ha hecho esperar —gruñó Wilson—. Aquí tiene, señorita…, ¿cuál es su nombre? Aquí tiene la invitación. Quiero el texto mañana a eso de las cinco en mi escritorio, mejor si es antes. ¿Entendido?
Lilian asintió.
—Ben Biller —tuvo tiempo a responder—. Bueno, el de mi marido.
Wilson ya estaba ocupado en otros menesteres.
—Nos vemos mañana.
—Yo estuve una vez en una de esas sesiones —dijo Lily, mientras sacaba el único y, por tanto, el mejor traje de Ben—. En Inglaterra. Solía pasar los fines de semana con amigas y la madre de una de ellas era espiritista. Siempre invitaba a médiums. Una vez coincidió con que yo estaba ahí. Fue bastante extraño.
—La cuestión no reside tanto en si es extraño como en si supera un análisis científico —respondió Ben algo disgustado. La intervención de Lilian en el tema trabajo lo había sorprendido, sobre todo por el comienzo tan repentino de la actividad. Pese a ello, la redacción de un texto le resultaría más fácil que seguir vaciando cargueros, aunque Ben no estaba seguro de si el hecho de colaborar con un vil diario no enturbiaría su prestigio como investigador.
—¡Utiliza otro nombre! —le contestó Lilian impaciente—. Ahora no pongas pegas y cámbiate de ropa. ¡Este trabajo lo haces con los ojos cerrados!
Lilian ya dormía cuando Ben regresó a casa bien entrada la noche y seguía durmiendo cuando él se marchó temprano para trabajar en el puerto. De ahí que pasara toda la mañana preocupada por si su marido conseguiría terminar el artículo en el plazo señalado. De hecho, no llegó a casa hasta las cuatro y media, pero para respiro de Lilian, había escrito el texto entre dos seminarios de la universidad.
—¡Date prisa y llévaselo al señor Wilson! —le azuzó—. Llegarás a tiempo, dijo que a las cinco a más tardar.
—Oye, Lily, he aceptado hacer un trabajo más con el profesor —informó Ben, abatido—. En realidad tengo que irme ahora mismo. ¿No puedes llevar tú el artículo?
Lilian se encogió de hombros.
—Claro que puedo, pero ¿no deberías conocer personalmente al señor Wilson?
—La próxima vez, cariño, ¿de acuerdo? Dejemos que en esta ocasión hable el trabajo por sí mismo. Seguro que no hay problema, ¿no crees?
Ben ya había salido por la puerta antes de que Lilian llegara a contestarle. Resignada, se echó una capa por encima. Por fortuna, en Auckland no era preciso llevar abrigo de invierno. El clima siempre era suave y Lilian ya casi se había acostumbrado a la vegetación tropical. De todos modos, enfiló en ese momento hacia el centro de la ciudad. Las oficinas del Auckland Herald se hallaban en una de las bonitas casas victorianas que abundaban en Queen Street.
Thomas Wilson se hallaba inclinado sobre un par de textos que corregía con el ceño fruncido.
—¡Vaya! ¿Otra vez usted, señorita? ¿Dónde se ha metido su marido? ¿Lo ha hecho desaparecer la señora Crandon?
Lilian sonrió.
—En realidad más bien hace que aparezcan cosas… ectoplasma o algo similar. Por desgracia, mi marido no ha podido ausentarse de la universidad, pero me ha pedido que le trajera el artículo.
Thomas Wilson contempló con benevolencia a la menuda muchacha cuyo cabello rojo y largo asomaba bajo un atrevido sombrerito verde. Ropa barata, pero una forma de expresarse cuidada y un inglés impecable. Y entregada a ayudar a su marido a salir a flote. Ojalá el tipo se lo mereciera.
Wilson echó un vistazo al artículo. Luego lo arrojó sobre el escritorio y miró indignado a Lilian. Mostraba de nuevo el rostro enrojecido.
—Pero, mujer, ¿qué se ha creído usted? ¿Tengo yo que imprimir estas sandeces? Con todo el respeto hacia la admiración que siente usted por su marido, seguro que sus virtudes tendrá. Pero esto…
Lilian se sobresaltó y cogió la hoja.
Auckland, 29 de marzo de 1917.
La noche del 28 de marzo, la señora Margery Crandon, de veintinueve años y procedente de Boston, ofreció ante un reducido grupo de intelectuales de Auckland una fascinante visión de la variabilidad de las dimensiones. Incluso aquellos escépticos acerca de la existencia de fenómenos espiritistas tuvieron que reconocer ante la médium estadounidense que la aparición de una sustancia blanca y amorfa, cuya presencia ella convocaba empleando métodos puramente mentales, resultaba inexplicable atendiendo a las leyes de la naturaleza. Esa frágil materia, que responde al nombre de «ectoplasma» en el lenguaje especializado, proyecta la imagen del espíritu protector con el que la señora Crandon se comunica en un idioma cautivador. «Enoquiano», en lo que a sintaxis y dicción se refiere, no corresponde, sin embargo, a la glosolalia propia del contexto más bien religioso. En lo que respecta a la comprobación de la identidad de los espíritus que la señora Crandon convocó a continuación, el observador profano depende, naturalmente, de interpretaciones subjetivas. No obstante, la señora Crandon se remite, en lo que concierne a este tema, al conocido autor y militar sir Arthur Conan Doyle, quien clasificó de auténticas las declaraciones de la médium y cuya integridad, por supuesto, queda por encima de toda duda.
—¡Ay, Dios! —exclamó Lilian.
Thomas Wilson sonrió burlón.
—Me refería, claro, a… ¡Ay, Dios, cómo he podido olvidarme! Señor Wilson, lo siento muchísimo, pero mi marido me había pedido que introdujese un par de pequeñas modificaciones en este texto antes entregarle a usted la copia en limpio. Esto es, por supuesto, solo el primer borrador, pero yo… Se me ha olvidado, ni más ni menos, y estos garabatos… —Sacó del bolso una hoja en la que Thomas Wilson reconoció sin dificultad el papel de carta con el poema—. No puedo pretender que los acepte, claro. Por favor, concédame un poco de tiempo para realizar las correcciones que ha señalado mi marido. —El rostro de Lilian estaba ligeramente sonrosado.
Wilson asintió.
—Entrega a las cinco —declaró, señalando el reloj dorado—. Le quedan, pues, quince minutos. Póngase manos a la obra. —Le lanzó un bloc de notas y volvió a ocuparse de sus manuscritos. Por el rabillo del ojo, advirtió que la joven dudaba unos segundos antes de deslizar a toda prisa el lápiz sobre el papel. Un cuarto de hora más tarde, Lilian, agotada, le entregaba un nuevo texto completo.
¿MÉDIUM O CHARLATANA?
UNA ESPIRITISTA SIEMBRA LA DUDA.
EN LA SOCIEDAD DE AUCKLAND.
El pasado día 28 de marzo se presentó ante un grupo de honorables representantes de la sociedad de Auckland y de un periodista del Herald, la espiritista, de veintinueve años de edad, Margary Crandon. De nacionalidad estadounidense según su pasaporte, la misma señora Crandon señala, no obstante, sus orígenes en el seno de una aristocrática familia rumana. Permítase al autor de estas líneas la asociación de ideas con El barón gitano de Strauss, pues gran parte de la puesta en escena de la señora Crandon recuerda a una opereta o más bien a un espectáculo de variedades. El escenario y la introducción produjeron el esperado efecto de agradable desasosiego. La señora Crandon demostró asimismo poseer un considerable talento interpretativo en la polifacética conversación en lenguas desconocidas como el «enoquiano», al igual que en la creación de «ectoplasma», manifestación, al parecer, de su «espíritu protector». No obstante, cabe señalar que este guardaba más semejanzas con un pedazo humedecido de tul que con una aparición del otro mundo.
La señora Crandon se dirigía tanto a este como a otros espectros con la maestría de una experta titiritera, gracias a lo cual consiguió de hecho persuadir a algunos de los presentes de la autenticidad de los fenómenos que había conjurado. No superó, sin embargo, la imparcial mirada crítica del Auckland Herald, ni tampoco nos convenció la referencia a sir Arthur Conan Doyle, quien al parecer la adora. Sir Arthur Conan Doyle es un hombre que une un exceso de fantasía con una muy elevada integridad personal. Sin duda le resulta más fácil creer en la conjura de los espíritus que en el hecho de que una dama, cuya actuación parece estar por encima de cualquier duda, ose mentir acerca de sus respetables y aristocráticos antepasados.
Thomas Wilson no logró reprimir la risa.
—Su esposo tiene una pluma afilada —observó, complacido—. Y al parecer también se le da bien la comunicación telepática, puesto que le ha dictado este escrito… ¿O se lo había aprendido de memoria? Pero da lo mismo. Me da totalmente igual cómo escribe el señor Biller los textos. En lo que a este respecta, tache usted El barón gitano. La mayoría de nuestros lectores no son tan cultivados. Hay, sin lugar a dudas, otras palabras con demasiadas sílabas y las frases tendrían que ser algo más cortas. Por lo demás, muy bien. Le pagaré veinte dólares. Ah, sí, y mañana envíe a su marido al malecón. Llega de Inglaterra un cargamento de inválidos que combatieron en Galípoli. Nos gustaría contar con un artículo lo suficiente patriótico para que nadie se sienta ofendido, pero lo bastante crítico para que cualquiera se pregunte por qué nuestra juventud la ha palmado en una playa junto a un pueblucho turco de mala muerte. ¡Qué pase un buen día, señora Biller!
Lilian fue al puerto con Ben y habló con una enfermera y un par de veteranos cuya visión la impresionó profundamente. Luego sustituyó el insípido informe de Ben, que hacía hincapié en las peculiaridades geográficas de la costa turca y la importancia del estrecho de Dardanelos para el transcurso de la guerra y las posiciones defensivas de los turcos, por la abundante descripción de los últimos ataques y la sumamente emotiva reseña de la retirada, al final exitosa, de las tropas: «Pese al orgullo por esta hazaña que hace historia, un sentimiento de angustia envuelve, sin embargo, al autor de estas líneas al contemplar a esos jóvenes que han perdido la salud en una playa del Mediterráneo, que con toda certeza ocupará por ese motivo un lugar en la historia mundial. Galípoli siempre será sinónimo de heroísmo, pero también de la crueldad y el absurdo de la guerra».
—Tache «sinónimo» —apuntó Thomas Wilson—. Nadie entiende qué es. Escriba «símbolo». Y dígame de una vez cuál es su nombre. ¡No voy a llamarla Ben!