—Señorita Gwyn, ¿qué le pasa a la joven señorita Gloria?
Maaka había estado dándole vueltas desesperadamente a esta pregunta y por fin se había atrevido a planteársela a Gwyneira, quien, para ser sincera, ya llevaba tiempo esperándola.
—Todos queremos ser amables con ella, pero ella es mala. Hace un momento pensé que iba a pegar a Frank, y él solo quería ayudarla a subir al caballo.
Gwyneira ya se había temido que algo malo ocurría cuando había visto a Gloria marcharse a lomos del caballo. Demasiado deprisa para el animal, todavía frío, y como alma que lleva el diablo. Claro que Ceredwen, la yegua negra que la chica había elegido, no precisaba que la estimularan especialmente. Era un animal brioso y díscolo, y Gloria todavía no estaba a la altura de ese temperamento. Después de tanto tiempo sin practicar, Gwyn nunca habría aconsejado ese caballo a su bisnieta, pero la chica hacía caso omiso de todas las recomendaciones y sugerencias. Frank Wilkenson era el que más había sufrido por ello, tal vez porque tenía especial interés en la joven. A Gwyn le parecía que él estaba un poco enamorado y que Gloria no sabía cómo manejar el asunto. Aun así, Wilkenson no la asediaba en absoluto, sino que se contentaba con adorar a la muchacha desde lejos. Una pequeña sonrisa de vez en cuando o que aceptara alguno de los numerosos servicios para los que se había prestado habrían bastado para hacerlo dichoso. Pero Gloria lo trataba mal y, según contaba Maaka, ese día había llegado a levantar la fusta de montar contra él. Por una razón insignificante… Si esto seguía así, el joven, ofendido, acabaría por despedirse, y Gwyneira perdería a un valioso trabajador.
Los demás pastores, en su mayor parte maoríes, tenían menos problemas con la joven señora, pero guardaban las distancias después de que les hubo soltado dos o tres bufidos. A Frank, por el contrario, se diría que eso más bien lo espoleaba, quizá debido a su convicción de que la joven quería ser conquistada.
Gwyn suspiró.
—Yo tampoco lo sé, Maaka —respondió—. En casa no se comporta de forma muy distinta, y eso que Kiri y Moana se desviven por complacerla. Pero deberías decirle a Frank que ella va en serio. No está jugando. Si no quiere coquetear, él tiene que aceptarlo.
Maaka asintió. A los hombres maoríes eso les resultaba más fácil de asumir que a los pekeha. Entre los indígenas, las muchachas disfrutaban por tradición del derecho a escoger.
—¿Cómo se las apaña con las ovejas? —En realidad, Gwyneira no quería hablar de los problemas de Gloria con su capataz, pero ahora que había entablado esa conversación íntima con Maaka, le interesaba mucho su opinión. La joven colaboraba desde hacía un tiempo en los trabajos de la granja. Con Nimue contaba con una extraordinaria perra pastora y el trabajo con los animales siempre la había divertido.
Maaka se encogió de hombros.
—Bueno, señorita Gwyn, ¿qué le voy a decir? Naturalmente no tiene gran experiencia. Pero esto no supone mayor problema: Nimue le lee las órdenes en los ojos y la chica tiene mano con los animales. Siempre la ha tenido, como el señor Jack… ¿Ya le han llegado noticias de él?
Maaka intentaba cambiar de tema, pero Gwyneira hizo un gesto cansino de negación.
—Sigo sin saber nada. Solo el dato de que hace un par de meses, en la batalla de Galípoli, lo habían herido. ¡Después de pedir tres veces información a los altos mandos! Galípoli ya no les interesa. Los combatientes del ANZAC se hallan desperdigados. Tendremos que esperar a que Jack nos informe él mismo. O… —Se quedó callada. Al igual que la noticia tardía de la herida, cabía también la posibilidad de que en algún momento llegara una carta de pésame. Gwyneira se obligó a no pensar en ello—. ¿Qué querías decir de Gloria? —insistió al capataz.
Maaka tomó una sonora bocanada de aire.
—Es muy buena con los animales, señorita Gwyn, pero no con los seres humanos. No hace caso y se aísla cuando tendría que darse cuenta de que hay que trabajar en equipo, sobre todo con las vacas. No es tonta, pero da la impresión de que no puede. Marama dice…
—¿Qué dice Marama? —inquirió Gwyneira.
—Marama dice que es como con el canto. Cuando todos coinciden con el tono, pero uno…, a uno le falta aire. Cree que se ahoga. Y cuando recupera el aliento…, entonces solo puede gritar.
Gwyneira meditó.
—¿Debería entenderlo? —preguntó luego.
Maaka se encogió de hombros.
—Ya conoce a Marama…
Gwyn asintió. Su nuera era sumamente perspicaz, pero se expresaba con enigmas.
—Está bien, Maaka. Habla con Frank, dile que se mantenga alejado. Y dale trabajo a Gloria con las ovejas y los perros, en eso no falla. Ah, sí… Y que el semental cubra la yegua poni. Y sabes, la de Gloria. Princess…
Gloria dejó que Ceredwen galopara hasta acabar ambas rendidas. Nimue las seguía, resollando. Por lo general Gloria tenía en cuenta a la perra, pero ese día solo quería escapar y cuanto antes mejor. Era consciente de que su reacción había sido desmedida, de que no tendría que haber alzado la mano contra Frank Wilkenson. Pero cuando él cogió las riendas de Ceredwen y fue a agarrarle el estribo, algo estalló en el interior de ella. La cólera la cegó y su único deseo fue salir corriendo. No era la primera vez que le ocurría, pero hasta el momento esta reacción instintiva y rapidísima siempre le había sido útil. Cuando los hombres distinguían la rabia en sus ojos y el brillo del cuchillo en su mano, se alejaban de ella. Sin embargo, eso mismo iba a crearle problemas en Kiward Station; era posible que Maaka ya estuviera comentando lo sucedido con la abuela Gwyn.
La joven sentía vagos remordimientos, pero la rabia volvió a inundarla. La abuela Gwyn no podía hacer nada. Gloria no permitiría que la obligaran a marcharse; a fin de cuentas no iban a atarla y amordazarla. Además, Kura y William ya no daban muestras de interesarse especialmente por ella. Seguían en América, de nuevo en Nueva York, y presentaban su espectáculo en Broadway. Apenas se habían dado por enterados cuando Gloria había aparecido, lo que permitía a la abuela Gwyn suspirar manifiestamente aliviada.
A primera vista, se diría que Kura no tenía intención de vender la granja. Los Martyn eran felices en el Nuevo Mundo y nadaban en la abundancia. Seguro que la abuela Gwyn no levantaba la liebre quejándose de su bisnieta. La sensación de poder embriagó por unos instantes a la joven: era la heredera. ¡Tenía capacidad para hacer y deshacer como se le antojara!
De hecho había tenido la intención de llevar unas ovejas madre a un pastizal de invierno, pero se había olvidado de los animales tras el desencuentro con Frank. Dar media vuelta ahora carecía de sentido. Prefería echar un vistazo a las instalaciones exteriores o cabalgar hasta el Anillo de los Guerreros de Piedra. Desde su regreso, solo había estado una vez en ese lugar, para visitar la tumba del abuelo James. Aun así, Gwyneira la había acompañado y se había sentido intimidada y observada. ¿Tenía su abuela que corregir constantemente su postura y el modo en que llevaba las riendas? ¿No la había mirado inquisitivamente? ¿No había desaprobado el hecho de que la bisnieta no llorase en la tumba de James? La joven no cesaba de pugnar con su inseguridad cuando estaba con Gwyneira, y en Kiward Station no había nadie en cuya presencia se sintiera segura. Maaka quería explicarle cómo llevar las vacas; Frank Wilkenson creía saber qué caballo era el más adecuado para ella… Todos la fastidiaban…, como en Oaks Garden… No había manera de contentarlos.
Cautiva entre la ira y el remordimiento, Gloria llegó a las estribaciones de la montaña, donde la formación de piedras parecía un juguete abandonado por un niño gigante. Unos bloques pétreos y enormes dibujaban un círculo casi comparable al conjunto de menhires de Stonehenge, si bien en Nueva Zelanda tal obra era fruto de la naturaleza y no de la mano del hombre. Los maoríes veían en el Anillo de los Guerreros de Piedra un capricho de los dioses y para ellos esa tierra era sagrada. Salvo determinados días u horas concretas, solían evitar lugares que consideraban tapu. El Anillo de los Guerreros de Piedra pertenecía casi por entero a los espíritus, excepto cuando algún pakeha se dejaba caer por allí y perturbaba su calma. Los espíritus, renegaba el abuelo James, no se lo tomaban tan mal como el jefe Tonga, que se enfurecía cuando, de forma ocasional, un par de ovejas se extraviaba por los lugares sagrados de su pueblo.
Así que Gloria todavía se quedó más perpleja cuando vio ascender unas nubes de humo en el círculo de piedras. Al acercarse, divisó una pequeña hoguera junto a la que se hallaba sentado un joven maorí.
—¿Qué haces tú aquí? —le increpó.
El joven pareció despertar de una profunda meditación. Volvió el rostro y Gloria se sobresaltó al mirarlo. Unos tatuajes tradicionales, el moko, como lo llamaban los maoríes, cubrían todo el semblante. Unas líneas entrelazadas se extendían por las cejas, pasando por la nariz hacia las mejillas para caer como cascadas en la barbilla. Gloria conocía esos diseños: Tamatea solía maquillar de ese modo a los bailarines de Kura por las noches y también Marama y su gente se pintaban así antes de interpretar un haka o simplemente al celebrar una fiesta. En tales ocasiones, también vestían, empero, la indumentaria tradicional de hojas de lino secas. Ese joven, por el contrario, llevaba pantalones de montar y una camisa de franela, como un granjero. Encima, un chaqueta de piel gastada por el uso.
—Eres Wiremu… —dijo Gloria.
El hombre asintió sin asomo de sorpresa al ser reconocido. El hijo del jefe lucía su nombre escrito en la frente. Nadie que perteneciera a su generación se tatuaba, pues los maoríes de la isla Sur habían abandonado esa tradición en cuanto llegaron los pakeha, amoldándose de buen grado a la indumentaria y el aspecto de los blancos para ser partícipes de ese modo de su nivel de vida, más elevado. La existencia en Te Waka a Maui siempre había sido dura y los pragmáticos indígenas cambiaban gustosos antiguos hábitos, que al parecer intimidaban a los pakeha, por trabajo en las granjas, semillas, comida y calor. Asimismo, aceptaban de buen grado ofertas de formación. Para el padre de Tonga había sido muy importante enviar a su hijo a la escuela de Helen O’Keefe. El mismo Tonga, de todos modos, insistía en ser y seguir siendo maorí. Como muestra de su oposición hacia los Warden se había hecho tatuar de adulto los signos de su tribu en la piel y había marcado con ellos a su hijo, cuando este todavía era pequeño.
Wiremu lanzó otro trozo de leña a las llamas.
—¡Aquí no debes encender fuego! —lo censuró Gloria—. ¡Este lugar es tapu!
Wiremu sacudió la cabeza.
—Aquí no debo comer nada —la corrigió—. Si fuera a permanecer más tiempo, pasaría hambre, pero nadie me fuerza a morirme de frío mientras converso con los espíritus.
Gloria quería seguir enfadada, pero no logró reprimir una sonrisa. Condujo al caballo al interior del círculo y agradeció que Wiremu no le echara en cara lo que ella hacía. No estaba en absoluto segura de que el tapu admitiera la presencia de jinetes.
—¿No querías ir a la universidad? —preguntó. Recordaba vagamente una carta de la abuela Gwyn. Wiremu había asistido a una escuela superior de Christchurch y debía acudir a continuación al Christ College o a la Universidad de Dunedin. Sus calificaciones lo permitían y Dunedin al menos no ponía pegas para la admisión del hijo del jefe tribal.
Wiremu asintió.
—Estuve en Dunedin.
—¿Pero…? —preguntó Gloria.
—Lo dejé correr. —Wiremu recorrió con la mano, como de paso, los tatuajes.
Gloria no preguntó más. Sabía cómo se sentía uno cuando la gente se lo quedaba mirando. En nada difería que eso sucediera porque ella no se asemejaba en nada a su madre o porque él, simplemente, reflejara demasiado la imagen de su pueblo.
—¿Y qué haces ahora? —quiso saber.
Wiremu se encogió de hombros.
—Un poco de todo: cazar, pescar, trabajar en mi mana…
El mana de un hombre maorí determinaba la influencia que ejercía sobre la tribu. Si Wiremu no solo sobresalía por su inteligencia, sino por las virtudes del guerrero, las de un danzarín, un narrador de historias, un cazador y un recolector, se convertiría con toda certeza en un jefe tribal. No importaba que fuera el hijo mayor o el menor. Incluso una mujer podía dirigir una tribu, aunque eso sucedía pocas veces. La mayoría de las mujeres entre los maoríes —al igual que entre los pakeha— ejercían más bien el poder en las sombras.
Por la mente de Gloria pasó fugazmente la idea de que entre los maoríes todo era más fácil. Hasta la llegada de los pakeha habían ignorado la propiedad territorial y lo que a uno no le pertenecía no lo podía legar. Las mujeres tampoco se consideraban una propiedad, no se las conquistaba ni compraba. Los niños eran de toda la tribu, llamaban «madre» a toda mujer joven y «abuela», taua, a las de mayor edad. Y todo el mundo los quería.
Sin embargo, nada de todo ello había evitado que el padre de Wiremu mandara tatuarlo.
—Eres Gloria —dijo el joven. Era evidente que la había observado con mayor detenimiento—. De niños habíamos jugado juntos. —Rio—. Y mi padre ansiaba que nos casásemos.
Gloria lo miró, irascible.
—¡Yo no me caso!
Wiremu volvió a reír.
—Eso defraudará profundamente a Tonga. Menos mal que no eres hija suya. En ese caso, seguro que encontraba un tapu cualquiera que ordenara a la hija del rey a unirse con el hijo de otro jefe. En torno a las hijas de los jefes tribales hay un montón de tapu.
Gloria suspiró.
—También entre los pakeha… —susurró—. Aunque no reciban ese nombre, claro. Y ni siquiera es necesario ser una princesa.
—Ser heredera también tiene lo suyo —añadió Wiremu con perspicacia—. ¿Cómo es América?
Gloria esbozó un gesto de indiferencia.
—Grande —respondió.
Wiremu se dio por satisfecho con la contestación. Gloria le agradeció que no le preguntara por Australia.
—¿Es cierto que allí todos son iguales?
—¿Es un chiste?
Wiremu sonrió.
—¿No quieres bajar del caballo?
—No —respondió Gloria.
—¿Es un tapu? —preguntó Wiremu.
Ella sonrió.
Al día siguiente, Wiremu esperaba junto a la cerca de los pastos de invierno. Los hombres de Gwyneira habían cercado la dehesa poco antes y de forma provisoria con alambre de espino. Las ovejas comían la hierba que, en ese lugar protegido por las piedras, todavía estaba alta, pero no tenían que pisar los pastizales ya agotados que se extendían alrededor y en donde habían estado alimentándose.
Gloria mandó a Nimue y Gerry, otro perro pastor, que condujeran al corral las ovejas madre. Luego dirigió a Ceredwen hacia Wiremu.
—¿Qué haces aquí? —volvió a preguntar, si bien esta vez el tono de su voz fue más suave.
—Superviso un tapu. En serio, lo lamento. Vas a pensar que soy un hechicero, pero mi padre me ha enviado para que compruebe si respetáis los límites.
Gloria frunció el ceño.
—¿El límite no está en el arroyo? Pensaba que detrás se encontraba la antigua O’Keefe Station.
La anterior granja de Helen O’Keefe había sido transferida a la tribu de Tonga como compensación por las irregularidades cometidas en la compra de Kiward Station.
—Pero detrás de ese recodo, mi padre ha descubierto un lugar que debe ser respetado. O algo similar. Por lo visto alguien se batió allí en tiempos remotos y la sangre derramada convirtió la tierra en sagrada. Dice que debéis tener la bondad de respetarlo.
—¡Si fuera por tu padre, toda Nueva Zelanda sería tapu! —gruñó Gloria.
Wiremu sonrió irónico.
—Justamente así lo ve él.
La expresión de Gloria también se volvió risueña.
—¡Pero entonces no podríais comer en ningún lugar!
—¡Touché! —Wiremu rio. Utilizó la palabra francesa con toda naturalidad. Estaba claro que en su college se aprendía más que en Oaks Garden—. Deberías plantearle esta asociación de ideas. Vente al poblado, Gloria; Marama no hace más que lamentarse porque apenas la visitas. Acabo de pescar un par de piezas. En un arroyo sin ningún tapu. Los podríamos asar y… Yo qué sé…, ¿hablar de los tapu ingleses? —Sonrió invitador.
Gloria se hallaba ante un dilema. También Gwyneira le había insinuado que fuera a ver a Marama cuando se dirigiera a caballo hacia O’Keefe Station. Allí, de todos modos, no tropezaría con Tonga, pues este seguía viviendo con una parte de la tribu en el asentamiento junto al lago, en Kiward Station. Esa actitud reflejaba su filosofía de no abandonar jamás la tierra. Gwyneira nunca había creído de verdad que fuera a dejar el antiguo poblado y mudarse con toda su gente a O’Keefe Station.
«¡Su espíritu debió de habitar antes el cuerpo de un pakeha! —había señalado James con énfasis al hablar de la política territorial de Tonga—. ¡Codicioso como la vieja reina! A él solo le faltan las colonias».
—Si no quieres, tampoco es necesario que desmontes —añadió Wiremu, señalando el caballo de Gloria—. Puedo alcanzarte la comida desde abajo.
A Gloria casi se le escapó la risa. Orientó en efecto a Ceredwen, en ese momento algo reticente, en dirección al poblado maorí.
—En otros tiempos (y es posible que en la isla Norte hasta la actualidad) a los jefes no se les permitía tocar la comida que compartían con la tribu —dijo Wiremu mientras caminaba a una respetuosa distancia junto a Ceredwen—. Había unos «cuernos de alimentos» que se llenaban de comida para verterla luego en la boca del jefe. Qué complicado, ¿verdad?
Gloria no respondió. No le gustaban las conversaciones ligeras, temía no lograr mantenerlas.
—¿Qué querías ser en realidad? —preguntó—. Me refiero a tus estudios…
Wiremu hizo una mueca.
—Médico —respondió—. Cirujano.
—Oh. —Gloria casi podía escuchar los cuchicheos a espaldas del muchacho. Era posible que lo llamaran «curandero».
Wiremu bajó la vista cuando se percató de que ella recorría con la mirada sus tatuajes. Era evidente que se avergonzaba, incluso allí, en su propia tierra y con su gente. Y sin embargo las filigranas de color negro azulado no lo afeaban, sino que suavizaban el rostro algo anguloso. Pero… ¿Wiremu en un quirófano occidental? Inconcebible.
—Mi padre habría preferido que yo estudiara Derecho —prosiguió para romper el silencio.
—¿Te habrías desenvuelto mejor?
Wiremu resopló.
—Habría tenido que limitarme a causas relacionadas con maoríes. Me habría ganado la vida, ya que cada vez hay más conflictos legales. «Una tarea para un guerrero…».
—¿Es lo que dice tu padre?
Wiremu asintió.
—No me gusta pelear solo con palabras.
—¿Y qué pasaría si estudiaras las propiedades de las plantas medicinales? —sugirió Gloria—. Podrías convertirte en tohunga.
—¿Para elaborar aceite del árbol del té? ¿Manuka? —preguntó con amargura—. ¿O ser uno con el universo? ¿Escuchar las voces de la naturaleza? ¿Te Reo?
—Lo has probado —dedujo Gloria—. Por eso estabas en el Anillo de los Guerreros de Piedra.
La sangre se agolpó en el rostro del muchacho.
—Los espíritus no han dado muestras de ser demasiado comunicativos —observó.
Gloria bajó la mirada.
—Nunca lo son… —susurró.
—¡Deja simplemente que fluya la respiración! No, Heremini, no arrugues la nariz, esto solo te da un aire divertido, pero no influye en las notas. Así está mejor. Ani, transformándote no te harás uno con el koauau, él te acepta como eres. El nguru quiere sentir tu aliento, Heremini… —Marama estaba sentada delante de la casa de asambleas, profusamente adornada (la gente de Tonga no había escatimado esfuerzos en el embellecimiento del marae de O’Keefe Station), y enseñaba a tocar la flauta a dos muchachas. El koauau, una flauta de madera pequeña y barriguda, se tocaba con la nariz. El nguru, tanto con la nariz como con la boca. Fuera como fuere, Ani y Heremini intentaban en ese momento utilizar su órgano olfativo para producir sonidos y las muecas que ponían para ello hicieron estallar en carcajadas a Marama y a las otras mujeres que las rodeaban.
Gloria casi se asustó, pero las chicas también se echaron a reír. Aunque solo conseguían sacar de las flautas unos sonidos bastante estridentes, no daban la impresión de hacer una tragedia de ello.
—¡Gloria! —Marama se levantó al ver a su nieta—. ¡Cuántas ganas tenía de verte! Vienes tan poco que deberíamos bailar para ti un haka de bienvenida…
En realidad solo los invitados distinguidos, la mayor parte de las veces extraños, eran honrados con una danza, pero Ani y Heremini se levantaron de un brinco y ejecutaron unos pasos de baile y unos saltos alzando las flautas y agitándolas como mere pounamu, mazas de guerra. Cuando con aire travieso empezaron a gritar versos, Marama les pidió que se serenaran.
—Parad de una vez, Gloria no es una forastera, es de la tribu. Además, deberíais avergonzaros de vuestros graznidos. Mejor que sigáis ensayando con las flautas. Gloria…, mokopuna…, ¿no quieres bajar del caballo?
Gloria se ruborizó y descendió de la montura. Wiremu sonrió irónicamente e hizo gesto de cogerle la yegua.
—¿Me permitís que lleve a pastar el trono de la hija del jefe o infrinjo con ello un tapu? —murmuró.
—Los caballos comen en cualquier sitio —respondió Gloria, y se maravilló de que Wiremu se lo tomara a broma y riera alegremente.
—¡Los caballos viven por la gracia de los espíritus! —añadió el chico, desensillando a Ceredwen.
—Taua, aquí tienes unos pescados para la cena. He invitado a Gloria —indicó, dirigiéndose a Marama.
—Los asaremos después —dijo la anciana—. Pero Gloria no necesita invitación, siempre es bien recibida. Siéntate con nosotras, Glory… ¿Todavía te acuerdas de cómo se toca el koauau?
La joven se ruborizó. Marama le había enseñado de niña cómo emitir notas de la flauta y había mostrado habilidad para dirigir el aire, aunque no dominaba las melodías. Sin embargo, no quería rechazar la invitación delante de la tribu. Nerviosa, tomó la flauta y sopló, pero hasta ella se asustó del resultado: del koauau surgió una especie de gemido que se convirtió en grito. Pese a que el sonido carecía de melodía alguna, Gloria no soltó la flauta. Marama cogió el nguru, se lo acercó a los labios y comenzó a marcar un ritmo. Era una melodía agitada e indómita… Gloria se estremeció cuando alguien comenzó a tocar el pahu pounamu, otro instrumento musical típico de los maoríes. Ani y Heremini entendieron la señal, se levantaron y se pusieron de nuevo a bailar. Todavía eran jóvenes, así que no interpretaban de forma demasiado marcial el haka de guerra, pero ya mostraban los movimientos seguros de las guerreras maoríes de antaño.
—¿Interpreta Kura este haka? ¿Cómo es que lo conoces? —preguntó Marama a su nieta—. Es una pieza muy antigua, de los tiempos en que los hombres y las mujeres maoríes todavía combatían juntos. Era más empleado en la isla Norte.
Gloria se ruborizó. En realidad no conocía la danza, había dado de forma casual con esa nota. Pero el koauau había expresado su ira y Marama la había conducido a la guerra. Era raro: Gloria tenía la sensación de que no había interpretado una melodía, sino de que la había vivido.
—¡Kia ora, hijas! ¿Debo asustarme? ¿Ha estallado una guerra?
Una voz grave y rotunda surgió del incipiente crepúsculo y la luz de la hoguera que Wiremu había encendido entretanto iluminó a Rongo Rongo.
—Tengo que calentarme, pequeñas, dejad que me acerque al fuego…, si es que no lo necesitáis para endurecer puntas de lanza. —Se frotó los dedos cortos y fuertes sobre las llamas. Tras ella, Gloria reconoció a Tonga. Se sobresaltó. Desde su regreso todavía no había vuelto a ver al jefe de la tribu y el rostro oscuro y tatuado del hombre, de elevada estatura para ser maorí, casi la atemorizó.
No obstante, Tonga sonreía.
—Vaya, vaya, si es Gloria…, la hija de los que llegaron a Aotearoa en el Uruao y el Dublin.
La muchacha se ruborizó una vez más. Conocía el ritual de presentación de los maoríes: en las ocasiones importantes se mencionaba la canoa en que los antepasados habían llegado a Nueva Zelanda. De eso hacía, por supuesto, cientos de años. La abuela pakeha de Gloria, Gwyneira, había llegado hacía más de sesenta años con el Dublin a Nueva Zelanda.
—¿Has venido para tomar posesión de tu herencia? ¿La de los ngai tahu o la de los Warden?
Gloria ignoraba qué contestar.
—¡Déjala en paz! —intervino Marama—. Está aquí para comer con nosotros y charlar. No le hagas caso, Gloria. Ve a ayudar a Wiremu y las chicas a preparar el pescado.
Gloria huyó agradecida al arroyo que discurría junto al pueblo. No había limpiado pescado desde que, siendo una niña, Jack le había enseñado a pescar. Al principio mostró poca habilidad, pero, para su sorpresa, las otras muchachas no se burlaron de ella. Wiremu se acercó para mostrarle cómo hacerlo. Gloria se apartó de él.
—¿Prefieres ir a buscar boniatos? —preguntó una joven algo mayor que se llamaba Pau y que había advertido la reacción de Gloria—. Pues entonces vente conmigo.
Pau le dio un amistoso golpecito mientras avanzaban por el campo.
—¿Le gustas a Wiremu? —preguntó riendo—. En general no cocina con nosotros, sino que presume de gran guerrero. Pero hoy… Y también se ha ocupado de tu caballo…
—Pues a mí no me gusta —replicó Gloria con brusquedad.
Pau levantó las manos en un gesto conciliador.
—No te enfades, solo pensaba… Es un buen chico y el hijo del jefe. A la mayoría de las chicas le gustaría.
—¡Es un hombre! —soltó Gloria, como si con ello pronunciara una sentencia.
—Sí —respondió Pau alegremente mientras entregaba una pala a Gloria—. Cava en el bancal de la derecha. Y coge los más pequeños, que son más sabrosos. Luego los lavaremos en el arroyo.
—No molestes a la chica, Tonga. Lo mejor es que la dejes en paz. Ha sufrido mucho… —Rongo Rongo se quedó mirando a Gloria mientras esta se alejaba con las otras muchachas para ir a preparar la comida.
—¿Te lo cuentan los espíritus? —preguntó Tonga medio en broma, medio en serio. Respetaba a Rongo, pero, por mucho que recurriera a las tradiciones tribales, la conversación con los espíritus de sus antepasados no se desarrollaba con más fluidez que en el caso de su hijo.
Rongo Rongo alzó la vista al cielo.
—Me lo dice el recuerdo del globo terráqueo que la señorita Helen tenía en la escuela —respondió sin perder la calma. Por aquel entonces, Gwyneira había cogido discretamente la esfera que había en la sala de caballeros de Gerald Warden y la había puesto a disposición de las clases—. ¿Ya no te acuerdas de dónde está América, Tonga? ¿Ni de lo grande que es Australia? Diez veces más grande que Aotearoa. Gloria la ha recorrido a pie o en un vehículo, nadie sabe cómo lo ha conseguido. Una chica pakeha, Tonga…
—¡Es medio maorí! —replicó él.
—Solo en una cuarta parte —corrigió Rongo—. Y ni siquiera una maorí nace sabiendo cómo sobrevivir en el desierto. ¿Has oído hablar de Australia? El calor, las serpientes… No lo ha conseguido totalmente sola.
—¡Tampoco ha cruzado sola el océano! —apuntó Tonga riendo.
Rongo le dio la razón.
—¡Pues eso, justamente! —dijo, y su semblante se entristeció.
Gloria pasó una tranquila velada en el poblado maorí mientras Gwyneira volvía a preocuparse por ella. Temía que Marama le preguntase por Inglaterra, el viaje y, sobre todo, por Kura, su madre. No obstante, Marama no hizo nada de eso. Por su parte, la joven se limitó a permanecer sentada, escuchando el parloteo y las historias que se contaban en torno al fuego. La tribu debía la presencia de Tonga a un pequeño accidente de caza. El jefe había ido a buscar a Rongo para que atendiese a un herido y la había acompañado de vuelta. En esos momentos, los hombres se vanagloriaban a voz en grito de sus hazañas. La cresta desde la que había caído el cazador cada vez era más alta y el barranco, del que los otros hombres lo habían recogido, cada vez más profundo. Rongo no comentaba nada al respecto, se limitaba a escuchar con una sonrisa indulgente.
—No les hagas caso. Son como niños… —aconsejó a Gloria, que parecía sentirse incómoda con todas esas fanfarronadas.
—¿Niños? —preguntó Gloria con voz ahogada.
Rongo suspiró.
—A veces niños con teas en la mano, o lanzas o mazas de guerra…
Cuando al final ensilló el caballo, tras rechazar la ayuda de Wiremu, Tonga se acercó a ella. Gloria se sobresaltó y mantuvo la distancia, como si eso sirviera para cumplir un tapu.
—Hija de los ngai tahu —dijo el jefe—. Sea lo que sea lo que te hayan hecho, te lo hicieron los pakeha…