En efecto, la gente se apartaba un poco de Ben y Lilian cuando al día siguiente viajaban en el tren con destino a Blenheim. No olían a estiércol, pero un tufillo de lanolina todavía impregnaba sus ropas. A Lilian le daba igual, así tenía más sitio junto a la ventana. Si bien el trayecto de Christchurch a Blenheim no era tan atractivo como el recorrido a través de los Alpes, había suficientes cosas que ver. La muchacha quedó especialmente fascinada ante la costa. Había playas blancas como la nieve, pero también cortes abruptos con acantilados que caían en vertical al mar. Las localidades por las que pasaba el ferrocarril eran en su mayoría pequeñas, más comparables a Haldon que a Greymouth, y su principal fuente de riqueza era la cría de ovejas. Solo pocos kilómetros después de Blenheim se extendían las primeras viñas.
Ben y Lilian estaban contentos de que brillara el sol. El territorio en torno a Blenheim disfrutaba del mejor clima de la isla Sur, llovía mucho menos que en Christchurch o en la salvaje costa Oeste. Lilian, que ya había estado ahí con su padre, hablaba entusiasmada de la riqueza de la flora y la fauna.
—¡A lo mejor vemos ballenas en la travesía! ¡Y pingüinos! La última vez bordeé la costa en barco. ¡Fue estupendo!
Ben contribuía de forma científica: en la clase de biología de Cambridge había escrito un trabajo sobre la flora de la isla Sur. Lilian se preguntaba si habría aburrido tanto a los demás alumnos como la estaba aburriendo a ella misma. Pero luego se limitó a dejar de escuchar la conferencia y se dejó acunar por su amada voz. Cuando el tren llegó a Blenheim, Ben tuvo que despertarla.
Después de casi todo un día de viaje, Lilian y Ben estaban demasiado cansados para maquinar una táctica de disimulación. Así que no se bajaron antes de la estación de destino y se pusieron de acuerdo en pagar la habitación de una pensión en lugar de buscar un escondite en el que dormir.
—De todos modos, mañana estaremos en el transbordador, así que da igual —opinó Lilian, estrechándose contra Ben, mientras abandonaban la estación cogidos del brazo—. Pero no tienes que ponerte colorado cuando me presentes como «señora Biller». ¡De lo contrario, la gente creerá que les estamos mintiendo!
Ambos se decidieron al final por un hotelito convencional. No era del todo barato, pero pese a que no comentaron nada al respecto, ambos tenían claro que iban a pasar allí la noche de bodas. Ben pagó con el dinero de su padre, lo que redujo considerablemente su capital. Pensó que si además tenían que añadir el transbordador y quizás una noche en Wellington, su fortuna quedaría en nada.
Lilian no se preocupó: sacó como si tal cosa el tesoro que había reunido, unos trescientos dólares. Tim Lambert siempre había pagado a su hija por su trabajo en el despacho, al contrario que Florence Biller, quien consideraba las tareas de Ben como una contribución al patrimonio familiar. Y si bien Lilian cada mes gastaba alguna suma en papeles de cartas especiales, perfumes, libros de poemas y novelas románticas, algo le quedaba. Había guardado los ahorros debajo del colchón.
—¡Mi dote! —declaró con orgullo.
Ben la besó y ambos inspeccionaron la habitación limpia con la amplia cama de matrimonio y, sobre todo, el baño, dominado por una bañera enorme que reposaba sobre cuatro zarpas de león.
—¡Cabemos los dos! —rio Lilian.
Ben se ruborizó de nuevo.
—No sé… ¿Será decente?
Lilian alzó la vista al cielo.
—Nada de lo que venimos haciendo es decente. Y ya nos hemos desnudado una vez. Entre esto y Arthur’s Pass no hay ninguna diferencia, ¡exceptuando que aquí el agua está caliente!
Chapotear juntos en el agua caliente y perfumada acabó con las pocas inhibiciones que les quedaban. Se lavaron mutuamente el cabello, se enjabonaron, y en esta ocasión Lilian ya no se quejó del tamaño del miembro de Ben. De todos modos, para evitar el peligro de ahogarla en la bañera en el intento de desflorarla, corrió a la cama. Ben apenas la secó a ella y a sí mismo antes de volver a intentarlo.
Tras un largo preludio con caricias y besos, ninguno de los dos sabía cómo seguir, pero Lilian se quejaba en cuanto los avances de Ben le resultaban desagradables. Finalmente consumaron el acto y un auténtico éxtasis la hizo olvidarse de las pequeñas molestias sufridas. Ben se levantó casi triunfal. Al final rieron y lloraron los dos de alegría, se abrazaron y volvieron a acariciarse.
—Así ha estado bien, ¿no? —susurró Lilian cuando por fin se apartaron el uno del otro—. Sangrar un poco es normal. Lo decían las chicas del internado. Suerte que mañana nos habremos marchado antes de que venga la doncella, si no tendríamos que pagar las sábanas. ¡Oye, tengo hambre! ¿Pedimos servicio de habitación?
Con el refrigerio tardío y un opíparo desayuno por la mañana derrocharon casi todo el dinero de Ben, pero se pusieron de acuerdo en ahorrar en la boda auténtica. Al día siguiente estaban tan contentos en el transbordador que habrían llegado volando a Wellington. Mientras el resto de los pasajeros soportaba el mareo como podía, Lilian y Ben salieron a pasear por la cubierta y se troncharon de risa del zigzagueo con que avanzaban por la superficie balanceante.
Finalmente llegaron a Wellington y cogieron enseguida el tren nocturno en dirección a Auckland. Lilian soñaba con un coche cama, pero eso habría superado demasiado el presupuesto. Así que la primera noche de viaje durmió en su asiento, acurrucada contra el hombro de Ben. Este no se atrevía a moverse. Apenas si daba crédito al regalo que el destino le había deparado con Lilian. Mientras el tren recorría la mitad de la isla Norte, compuso mentalmente nuevos poemas.
Tras un día y otra noche más avanzando sobre los raíles, llegaron a Auckland de madrugada. No valía la pena pagar una habitación de hotel para pasar las últimas horas de la noche. Lilian sugirió, pues, buscar casa y quiso informarse al respecto ya en la estación.
—Mirad por el oeste —les aconsejó un amable jefe de estación—. A no ser que seáis más ricos de lo que parecéis.
—¿Dónde está la universidad? —preguntó Ben.
El hombre les dio una breve explicación y ambos se dirigieron primero al campus, fascinados por el aire tibio y cálido de la ciudad subtropical.
—¡Palmeras! —exclamó Lilian—. ¡Y kauris enormes! ¡Todo es más grande que en casa!
La universidad, que solo contaba con unos pocos edificios, se hallaba en Princess Street. Ben la encontró un poco decepcionante comparada con los suntuosos edificios de Cambridge y Oxford, pero a fin de cuentas todo dependía de lo que sucediera dentro. Cansados y hambrientos, pero animados por el éxito inicial de su aventura, vagaron por las calles en torno al campus y esperaron a que un salón de té abriera sus puertas. Lilian enseguida preguntó allí por una vivienda.
—¿Sois estudiantes? —quiso saber la muchacha que les sirvió unos huevos y pan recién horneado—. Parecéis bastante jóvenes.
—Mi marido es estudiante —respondió Lilian con aire de gravedad—. Y lo de la edad engaña. Fue becario en Cambridge, pero tuvimos que marcharnos a causa de la guerra, no dejaban de caer bombas y esas cosas.
—¿En Cambridge? —preguntó asombrada la camarera.
—Bueno, no directamente —intervino Ben para salvar lo que había de salvable—. Pero te presionan para que te alistes voluntario. La universidad está abandonada, algunas partes del edificio se han reconvertido en instalaciones hospitalarias, y resulta extraño estar estudiando idiomas mientras alrededor de uno el mundo se desmorona.
Ben había pasado los primeros meses de la guerra en Inglaterra y sabía de lo que hablaba. La muchacha asintió comprensiva.
—¿Filología inglesa? —preguntó—. ¿Románicas? No somos conocidos por esas carreras; por ahora está sobre todo en auge la Facultad de Químicas.
Parecía conocer bien el tema, ya que al salón de té acudían principalmente alumnos y docentes.
—Estudios maoríes —repuso Ben—. Lingüística comparada.
—¿Y con eso quieres mantener a una familia? —preguntó riéndose la camarera, al tiempo que paseaba fugazmente la mirada por la menuda figura de Lilian—. ¿En serio que estáis casados?
Ben se ruborizó, pero Lilian dijo que sí.
—Y necesitamos urgentemente un apartamento o una habitación…
—Pregunta en la universidad cuando te matricules —aconsejó la chica—. O paséate por las calles a ver si encuentras un cartel que ponga «habitación libre».
Lilian habría solucionado el asunto de la habitación en primer lugar, pero se dio cuenta de que obtendrían mejores resultados si pasaban antes por la universidad. Así que se quedaron bebiendo té hasta que se abrió la oficina de matrículas y Lilian esperó pacientemente a que Ben presentara todos los certificados de estudios que tenía hasta la fecha. Al parecer, le iban a dar la bienvenida con los brazos abiertos. La universidad todavía estaba construyendo las facultades, sin embargo tenía la intención de dedicarse en especial al campo de los estudios maoríes y contar con un estudiante graduado en Cambridge se consideraba enriquecedor. Los jóvenes de la secretaría —estudiantes a ojos vistas que se ganaban unas monedas— enseguida proporcionaron a Ben los nombres y direcciones de los docentes competentes, le tendieron un programa de cursos y le aconsejaron que volviera hacia el mediodía.
—Los señores profesores no madrugan tanto —dijo uno guiñando el ojo—. En Inglaterra no será distinto, ¿verdad?
Antes de que se entablara una discusión más o menos académica sobre los profesores universitarios, Lilian intervino para preguntar por un alojamiento. Estaba muerta de cansancio, aunque, antes de dormir, no tenía inconveniente en repetir, aunque fuera brevemente, la experiencia de la noche de boda. Y para esos menesteres era indispensable una cama.
—Creo que teníamos una lista de habitaciones de alquiler —dijo dudoso uno de los muchachos—. Pero suelen ser habitaciones privadas, es decir, subalquiladas. En general para chicos solos. También hay un par de señoras que acogen a chicas, pero ¿a una pareja?
Tras dar las gracias, Lilian se llevó de todos modos la lista y en las siguientes horas los dos fueron de portal en portal. Tal como se temían, la tarea fue en vano. La mayoría de las habitaciones consistían en cuchitriles diminutos en los que no hubieran cabido dos personas. Sin contar con que nadie pensaba en hospedar a toda una familia.
—No, no, chicos, ahora sois dos, pero en lo que queda de año habrá descendencia, si es que no está ya en camino, y a mi edad no me apetece tener que aguantar los berridos de los críos.
Lilian escuchó desanimada el comentario de la única casera cuya oferta habían tomado en consideración. Era una habitación grande y luminosa justo al lado del campus.
—¿Habrá descendencia este año? —preguntó Lilian burlona cuando volvieron a salir a la calle.
Ben la miró asustado.
—Sería un poco pronto, ¿no? —Por otra parte no tenía ni idea de cómo se evitaba algo así—. ¿Y ahora qué hacemos?
—Nos paseamos por aquí y buscamos, como ha dicho la chica. Pero antes comamos algo. El salón de té era muy agradable. A lo mejor a la camarera se le ocurre algo.
La suerte, sin embargo, no les sonrió. En lugar de la chica de la mañana, a esas horas servía una mujer mayor y antipática que no sabía nada de habitaciones de alquiler. El optimismo de Lilian, pese a todo, era inquebrantable. Tal como había aconsejado el jefe de estación, se encaminaron hacia el oeste tras la pista de una habitación, dejando atrás el distrito universitario. En la parte occidental de la ciudad vivían artesanos y obreros más que estudiantes y profesores. Las dos primeras viviendas que había de alquiler se encontraban sobre una carpintería y una panadería. A Lilian se le hizo la boca agua al percibir el aroma de pan recién horneado. No obstante, los caseros no estaban muy convencidos a la hora de alquilar habitaciones a una pareja joven, sin trabajo, pero con sueños de altos vuelos.
—¿Es usted estudiante? ¿Y cómo piensa pagar el alquiler?
No le faltaba razón porque, en opinión de Lilian, la renta era bastante alta. Desencantados, siguieron avanzando y fueron acercándose paulatinamente al distrito portuario, en el que había menos casas bonitas.
Al final, Lilian descubrió un cartel a la puerta de un pub de aspecto bastante sucio. La vivienda estaba encima. En realidad se trataba más bien de una habitación grande con una cocina en un rincón y un baño en el pasillo.
—Por las tardes hay un poco de ruido —admitió el casero—. Y los muebles… Bueno…, tuve que echar al último inquilino. Menudo bribón…
Los muebles estaban pringosos, embadurnados de líquidos pegajosos, y en el fregadero todavía se veían los platos sucios del último ocupante de la casa. Ben contrajo la boca de asco cuando vio los gusanos.
—¡Es una ratonera! —señaló, cuando el casero volvió a su pub indicándoles que se lo mirasen con calma pero que no se llevaran nada. Como si hubiera algo que valiera la pena robar.
—¡Pero al menos es barato! —replicó Lilian. En efecto, podían vivir ahí del dinero de ella durante meses—. De acuerdo, está un poco destartalado, pero es pasable. A fin de cuentas eres un poeta, un artista…
—¿Te refieres a que también hay goteras? —Ben pensaba en el cuadro del poeta pobre de Spitzweg…
Lilian rio.
—Venga, ¡tiene ambientillo! ¡Debería inspirarte!
—Es una ratonera —repitió Ben.
—Si lo limpiamos a fondo y compramos un par de muebles no estará tan mal. Venga, Ben, no vamos a encontrar otra cosa. Vamos a decir que lo cogemos. A fin de cuentas, hoy tenemos que encontrar un sitio donde dormir…
Ni siquiera Lilian dio el visto bueno al colchón plagado de manchas y el somier hecho polvo.
Un par de horas más tarde habían limpiado la habitación por encima y, por deseo urgente de Ben, aplicado insecticida en abundancia en el suelo y las paredes. En una de las tiendas que les recomendó su nuevo casero, adquirieron una cama de segunda mano pero finamente trabajada que había visto mejores días y, al final, repitieron la noche de bodas en su propia casa. En la taberna reinaba el griterío. «Hay un poco de ruido», era una exageración al revés. Criar a un niño ahí —la observación de la casera de Princess Street no se les quitaba de la cabeza— les pareció totalmente inimaginable.
Lilian y Ben se pusieron de acuerdo en que eso no debía suceder de ninguna de las maneras, pero durante la noche hicieron todo lo posible para que ocurriera…
—La cuestión no es si podemos encontrarlos. La cuestión es si queremos —puntualizó George Greenwood.
Incluso sin someter a minuciosos interrogatorios a los pasajeros del tren, no les había resultado difícil a él y a los Lambert dar con la pista de Lilian y Ben y seguirla hasta el transbordador de Wellington. La única dificultad había residido en la primera etapa del viaje: esperaron casi dos días hasta que Florence Weber se mostró lo suficiente dispuesta a cooperar para mostrarles el transporte desde Mina Biller. El vendedor de billetes de Christchurch se acordó enseguida de Ben y a partir de Blenheim todo fue más fácil.
Tim Lambert estaba fuera de sí cuando oyó que habían pernoctado en el hotel de Blenheim. Elaine se lo tomó con más calma.
—Cariño, era de esperar. Y ahora la isla Norte… Los Biller deberían enterarse. ¿Y si nos encontráramos todos en terreno neutral?
El despacho de Tim Lambert no era precisamente terreno neutral, pero un encuentro allí era lo máximo que Elaine y George lograron obtener de él.
—Es probable que Florence ya lo sepa todo. ¡Lo que nosotros descubramos ella también lo puede averiguar!
Y era cierto, si bien no tan fácilmente como George Greenwood, cuya compañía tenía filiales en casi todas las ciudades grandes de Nueva Zelanda. Y al parecer, los Biller no habían emprendido ninguna acción.
Florence daba la impresión de estar decidida a olvidarse de su depravado primogénito. Solo Caleb respondió a la invitación que le había enviado Tim.
—Estoy convencido de que mi hijo no abriga intenciones deshonestas —declaró a Elaine algo avergonzado, una vez que se hubieron saludado.
Tim soltó un bufido.
—Es evidente que no utilizó la violencia para raptar a mi hija. —Sonrió Elaine—. Seamos objetivos, Caleb. Aquí ninguno tiene nada que reprochar al otro. La cuestión es cómo seguir avanzando.
George Greenwood le dio la razón.
—Y lo dicho, podemos continuar con este asunto. Los dos están en la isla Norte y podemos deducir que se habrán instalado en una de las principales ciudades. Es posible que en una universitaria. A fin de cuentas, no vamos a suponer que su hijo esté dispuesto a trabajar a destajo como pastor o se introduzca en una mina, ¿verdad, señor Biller?
Caleb sacudió la cabeza.
—Precisamente ha huido de eso —farfulló apretando los dientes—. En cierto modo es culpa nuestra…
Elaine casi sintió la necesidad de consolarlo.
—Así pues, Wellington o Auckland —dijo.
Greenwood asintió.
—Si queréis encontrarlos, os aconsejaría que contratarais a un detective privado…
—¿Qué significa ese «si»? —preguntó Tim—. Claro que queremos recuperar a nuestra hija, ¡no son más que niños!
—Si tardamos un par de semanas más, ya se habrán casado —objetó Elaine—. Si es que no lo han hecho ya. Lilian es muy capaz de falsificar la fecha de nacimiento de Ben.
—¡Son solo delirios! —gruñó Tim—. ¡Chiquilladas! Una cosa así no dura toda la vida.
Elaine frunció el ceño.
—Yo no era mucho mayor que ella cuando llegué a Greymouth. Y eso no te molestó.
—¡Por favor, Lainie, tienen dieciséis y diecisiete años!
—A veces, el primer amor es muy profundo. —George Greenwood sonrió con aire nostálgico. Lo sabía por propia experiencia: su primer amor, la ardiente y precoz pasión de un muchacho de dieciséis años por su profesora, Helen Davenport, había acabado determinando su vida. El interés por el destino de Helen lo había llevado a Nueva Zelanda, donde no solo se había enamorado de la tierra, sino también de Elizabeth, quien más tarde se convirtió en su esposa.
—Se podría anular el matrimonio —insistió Tim.
—¿Y luego? —preguntó Elaine—. ¿Enviamos a Lily a Queenstown, con la esperanza de que encuentren la oportunidad de establecerse, y que Ben acabe en una mina? Todo esto no es nada realista. Tim, aunque me gustaría saber dónde se ha metido Lily y qué hace, lo mejor es que la dejemos en paz. Que intenten tranquilamente emanciparse no les perjudicará. Son los dos unos mimados, no llegarán hasta el límite. ¡Cuándo les vaya mal, volverán a casa!
—¡Lilian puede quedarse embarazada! —observó Tim.
Caleb se sonrojó.
—Incluso podría estarlo ya —respondió Lainie—. Tanto mejor, así al menos se casarán. Míratelo así, Tim: ¡el niño heredaría Mina Biller! ¿Te imaginas otra manera de enfurecer todavía más a Florence?
Ese mismo día, en el registro civil de Auckland, Lilian Helen Lambert y Benjamin Marvin Biller contrajeron matrimonio. Las declaraciones de conformidad de sus padres eran tan falsas como la fecha de nacimiento de Ben que aparecía en la documentación. Lilian se acordó de las descripciones del proceso correspondiente que aparecían en las aventuras de Sherlock Holmes u otras novelas que había devorado fascinada durante su vida. Con dos prudentes plumazos, Ben cumplió diecisiete. La autorización de Tim Lambert para el enlace adquirió especial autenticidad gracias al empleo de su papel de carta. Pese a que la hoja que Lily había llevado consigo estaba algo arrugada, el funcionario del registro no planteó ninguna pregunta.