3

La idea de casarse en secreto era un sueño maravilloso que Lilian y Ben iban embelleciendo cada vez más. A la joven no le afectaba nada de lo que interesaba a sus padres, ni los acontecimientos relacionados con la guerra, ni el regreso de Gloria. Estaba absorta en su amor por Ben y en el plan de huida, y no vacilaba en llevarlo a término. Ben, por el contrario, compartía sus fantasías sin creer realmente en ellas. Hasta que una tarde glacial de primavera los acontecimientos se precipitaron.

George Greenwood estaba de nuevo en la ciudad y había decidido con Tim y Matt Gawain hacer por fin públicos los propósitos de construir una fábrica de coque, puesto que ya se había colocado la primera piedra y era imposible que alguien de Greymouth se les adelantara. De todos modos, Tim tenía claro que si guardaban demasiado tiempo el secreto, los otros propietarios de las minas tal vez se disgustaran. Los hombres habían convenido, pues, invitar a los Biller, al administrador de Mina Blackball y a otros propietarios destacados a un banquete en uno de los mejores hoteles del muelle. Pretendían sorprender a los presentes comunicándoles que, a partir de entonces, ofrecían a todas las minas de Greymouth la posibilidad de convertir en coque el carbón sin que tuvieran que desplazarse. Las opiniones al respecto probablemente estuvieran divididas: los propietarios de las minas más pequeñas se alegrarían; Florence Biller más bien se enfadaría por no haber destinado ella misma esfuerzo y dinero en expandir el negocio. Para Mina Lambert, la inversión arrojaría, con toda certeza, pingües beneficios.

Lilian Lambert y Ben Biller tenían otras razones para considerar esa noche un acontecimiento importante. Por vez primera desde hacía un año, sus padres se atrevían a llevarlos a un acto social. Ben acompañaba a su madre, pues Caleb había rehuido una vez más el compromiso. Por su parte, Lilian seguía trabajando de conductora, y George Greenwood había pedido expresamente a su encantadora compañera de viaje que se sentara junto a él a la mesa.

—Y bien, ¿qué tal van los asuntos del corazón? —bromeó con la joven, cuando esta tomó formalmente asiento junto a él. Llevaba un vestido nuevo de color verde manzana, el primer vestido de noche de su vida, y estaba cautivadora. Ben la devoraba con los ojos—. ¿Has entregado ya tu amor a alguien o prefieres encargarte de la mina de tu padre?

Lilian se puso como un tomate.

—Yo…, bueno… ¡Ya hay alguien! —respondió con gravedad. El tío George siempre la había tomado en serio. Seguro que no se comportaba de un modo tan infantil como sus padres o los de Ben cuando se enterase de su amor—. ¡Pero todavía es un secreto!

George sonrió.

—Pues entonces mejor que no hablemos de ello —concluyó, y decidió para sus adentros conversar más tarde al respecto con Elaine. Esta le había mencionado por encima, en algún momento, que los dos jóvenes se habían enamorado, pero opinaba que a esas alturas ya habían desistido. George discrepaba. Y, contrariamente a la mayoría de los presentes, no le pasó desapercibido que Lilian y Ben habían desaparecido. Lilian encontró un motivo: Elaine le había pedido que fuera a buscar la estola que se había dejado olvidada en el coche. Ben, por su parte, se escapó cuando creyó que Florence Biller estaba ocupada: discutía acaloradamente con el gerente de Mina Blackball a causa de un enlace de ferrocarril.

George decidió que ese era el momento ideal para dar a conocer la noticia y dio unos golpecitos en su copa.

Ben alcanzó a Lilian cuando la joven acababa de abrir el vehículo y la miró enardecido.

—¡Tenía que verte a solas, Lily!

Lilian se dejó abrazar, aunque parecía preocupada. Había aparcado el vehículo en plena calle y al menos el portero del hotel podía verlos. Era probable que este no tuviera el menor interés en traicionarla, pero la situación la desazonaba. Además, tenía frío. Si bien era octubre y había llegado la primavera, el tiempo no respetaba las normas. El viento procedente de los Alpes era glacial.

Al final tomó una decisión.

—¡Súbete conmigo al coche! —invitó a Ben, al tiempo que ocupaba el asiento trasero.

El chico se acomodó a su lado y de inmediato comenzó a acariciarla. El vehículo era enorme, nunca habían estado tan a gusto. Lilian respondió a los besos del chico riendo.

—¡Guárdate alguno para la noche de bodas! —se burló—. No falta tanto. ¿Esperamos aquí hasta que sea tu cumpleaños o nos vamos enseguida a Auckland?

Ben se sobresaltó, pero encontró una evasiva.

—Mejor esperamos. Porque…, bueno, antes de que estemos casados, ¿dónde vamos a vivir?

Lilian se encogió de hombros.

—Nos buscamos a alguien que nos alquile un piso y no nos pida el certificado de matrimonio —respondió pragmática—. Eso no es lo importante.

Ben se ruborizó.

—¿Te refieres a que…, en fin…, a que lo haremos… antes…?

Lilian se puso seria.

—Creo que sí. También por prudencia. No vaya a ser que algo salga mal, que algo no funcione o así.

—¿Cómo que no funcione? —preguntó Ben, perplejo.

Entonces fue Lilian quien se ruborizó.

—Bueno…, por lo que tengo entendido…, es algo relacionado con acoplarse.

Ben frunció el ceño.

—Pero creo que siempre funciona —declaró.

Lilian lo miró inquisitiva.

—¿Cómo lo sabes? ¿Ya lo has hecho alguna vez?

Su rostro oscilaba entre la esperanza de aprovechar la experiencia del otro y la amargura de la infidelidad.

Ben sacudió la cabeza ofendido.

—¡Claro que no! ¡Nunca lo haría con otra que no fueras tú! Pero… —De nuevo se le agolpó la sangre en el rostro—. Pero los otros chicos del college

Lilian comprendió. Los compañeros de Ben eran mayores que él. Era lógico que supieran más.

—Está bien —respondió ella—. Pero que lo probemos primero no nos hará ningún daño. Tienes ganas, ¿no?

—¿Ahora? —preguntó Ben—. ¿Aquí?

La tentación existía. En el vehículo hacía un calor muy agradable, era mucho más cómodo que el establo. Pero Lilian quería ser prudente.

—No, ahora es demasiado pronto. En Auckland, sí.

Ben la besó más apasionadamente. La idea de hacerlo allí y en ese preciso instante era irresistible.

—Pero luego será demasiado tarde. No hemos de escaparnos si no funciona…

Lilian se lo pensó un instante. Entonces permitió que le levantara el vestido y le acariciara los muslos. Era la primera vez, pero superó todo el placer que experimentaba cuando Ben la besaba o le acariciaba los pechos. Gimió complacida.

—Funcionará… —susurró.

Florence Biller estaba furiosa. ¡Otra vez ese Greenwood! ¡Otra vez esa compañía que disponía de cantidades colosales de dinero y que invertía en Mina Lambert! Y claro, ¡qué la idea del edificio fuera de Tim! Ella misma había coqueteado con esa idea alguna vez, pero habría necesitado un despacho de ingeniería para trazar un proyecto más concreto. No lo habría conseguido sin que nadie se enterase, como Lambert. Y sin inversores tampoco habría funcionado… ¡Si Caleb fuera un poco más hábil y tuviera algo de interés! Era agotador tener que hacerlo todo sola. Por ejemplo: cuando abordaba a socios capitalistas de fuera, siempre tropezaba con el mismo obstáculo. ¡Florence deseaba ardientemente ser un hombre! Por supuesto que contaba también con sus hijos. Sam parecía bien encaminado, pero todavía era demasiado joven. Ben, por el contrario… El primogénito cada vez le recordaba más al padre. Igual de blando, igual de fracasado. ¡Carrera universitaria! ¿Cómo osaban llamar carrera a algo así? Caleb apenas si ganaba lo suficiente para mantenerse con sus artículos e investigaciones, y desde luego no para vivir como pensaba Florence. La mina, por el contrario, prosperaba. En ella había posibilidades de expandirse, gracias a ella era posible mostrar capacidad de arrojo y de riesgo, cuando uno los tenía… Pero ¿dónde se había metido Ben? Florence buscó alrededor, mientras el resto de los invitados se apiñaba en torno a Greenwood, Lambert y Gawain y los felicitaba y les planteaba preguntas.

¿Y dónde estaba la niña Lambert?

Florence se puso el abrigo. Tenía que salir, ya fuera a buscar a Ben, ya a tomar el fresco. Y antes de que alguien se percatara de lo indignada que estaba. Sabía que la cólera no le sentaba bien a la tez. Le salían manchas en el rostro y la boca se le contraía en una mueca. Sin embargo, la estrategia exigía que felicitara sonriente a sus rivales.

Florence abandonó la sala. Creyó que discretamente, pero George Greenwood la vio por el rabillo del ojo y tocó con la punta del dedo a Elaine.

—¿Lainie? Creo que nuestra iracunda señora Biller echa en falta a su hijo.

Elaine, sonriente y algo aburrida, estaba en pie junto a su marido con una copa de vino espumoso en la mano. En esos momentos, lanzó una mirada desconcertada a George.

—¿Y? Tan lejos no puede haberse ido.

—¿Tú no echas en falta a nadie?

Elaine se llevó las manos a la cabeza.

—Oh, no. ¿Ha dicho algo, tío George? Da igual, salgo a buscarla. Si es posible antes de que Florence la encuentre. ¿En qué estará pensando esa niña?

Más divertida que preocupada, Elaine se encaminó al exterior y tuvo tiempo de ver cómo Florence Biller abría con violencia la portezuela del Cadillac y arrancaba a su hijo del coche.

—¡Fuera de aquí! ¡Ahí dentro se está hundiendo nuestro negocio y tú, tú…, tú aquí divirtiéndote con esta fresca!

—No es lo que tú crees… —balbuceaba Ben. Se aseguró lo más discretamente que pudo de tener los pantalones todavía abrochados, pues Lilian acababa de inspeccionar con curiosidad esa zona—. Y usted, señora Lambert… —Ben vio aparecer a Elaine detrás de su madre e intentó hacer una especie de reverencia para apaciguarla—. Puedo explicarlo, madre… y señora Lambert. ¡Queremos casarnos!

Elaine miraba a su hija sin hablar, mientras Lilian se arreglaba la ropa y se disponía a su vez a salir del coche.

—¿No tiene nada que decir al respecto? —preguntó Florence poniendo el grito en el cielo—. Esa pelandusca…

—¡No hable en este tono, Florence! —la interrumpió Elaine—. Mi hija no es una cualquiera, aunque esta pareja haya sobrepasado un poco… los límites de las buenas costumbres. Sal, Lily. Y arréglate de forma más o menos pasable. Tal vez deba enviar a su hijo a casa, Florence. Por lo demás, a todos nos interesa evitar un escándalo. ¡Lilian, lávate la cara y entra en la sala! Florence, más tarde tendremos que hablar con ellos. Y tal vez también entre nosotras… —Elaine se esforzaba por conservar la calma.

—¿Hablar? ¿De qué tenemos que hablar? ¡Qué propio de usted! ¡La hija de una camarera! —Florence estaba furibunda.

—¡Vaya, y que lo diga precisamente usted, no tuvo ningún reparo en acostarse con quien más le convino! —replicó Elaine—. ¿Me equivoco o también se interesó durante un breve tiempo por mi marido? Un tullido con mina prometía, ¿no? Lástima que la cabeza de Tim seguía funcionando bien. Pero al final fue un pisaverde con mina el premio gordo.

—¡Lainie, creo que ya es suficiente! —Matthew Gawain se interpuso con el rostro pálido entre las dos mujeres—. Y serénese usted también, señora Biller, o mañana estará en boca de todo el mundo. De todos modos, tendremos que comprar el silencio al portero. Lilian…, tu padre está esperándote. Y el señor Greenwood quiere bailar contigo.

Elaine se mordió los labios. Pocas veces se abandonaba a tales arrebatos. En realidad se acobardaba fácilmente. ¡Pero llamar «pelandusca» a Lilian era ir demasiado lejos!

—¡Vaya, pues tampoco andaba tan equivocada! —bramó Tim Lambert. Era tarde y sin duda habría sido mejor discutir del asunto de la díscola pareja a la mañana siguiente. Pero Tim, claro está, de algo se había enterado. Se había percatado de que George se comunicaba entre cuchicheos con Elaine y después con Matthew, quien había reaccionado con alarma. Luego la expresión descompuesta de Elaine al regresar, las huellas de lágrimas en el rostro de Lilian, la desaparición de Florence y Ben… El marido de Elaine no era tonto. No obstante, toda la familia Lambert había guardado las formas hasta concluir la velada en el hotel. Fue al llegar a casa que Tim se las tuvo con Lily.

—Si he entendido bien, ese desgraciado te ha levantado el vestido y…

—¡No ha pasado nada! —se defendió Lilian—. Solo nos hemos acariciado un poco…

—¿Metiendo mano debajo del vestido?

—Queremos casarnos.

Tim levantó la vista al cielo.

—¡No puede ser verdad! ¡Casaros! ¡Qué edad tenéis! ¡Es totalmente absurdo! Tu madre lo llamará enamoramiento, pero lo mires por donde lo mires, que te abras de piernas en mi coche es ir demasiado lejos…

A Tim le habría gustado dar una azotaina a su hija. ¡Un escándalo así, justo en la velada de su gran día! A partir de ese momento, Florence Biller haría todo lo posible por ponerle trabas. En primer lugar, Mina Biller ya no sería uno de los clientes importantes de la fábrica de coque. Seguro que Florence se encontraba en ese instante haciendo planes para construir una instalación propia, ¡aunque se arruinara en el intento!

—Yo…

—Tómatelo con calma, Tim —aconsejó Elaine, intercediendo por su hija—. Si no es que se ha reavivado hoy de repente el fuego (y Lilian me ha asegurado que no es este el caso), ya hace dos años que los chicos mantienen esta relación. A lo mejor es que realmente están hechos el uno para el otro. Florence tiene que comprender…

—Florence no tiene que hacer nada en absoluto. Y nosotros tampoco. Salvo que me parece indispensable enviar urgentemente a Lilian lejos de aquí. ¿Qué tal con tus padres, Lainie? Podría ayudarles en el almacén, tiene aptitudes. Y tu padre cuidará de ella. A fin de cuentas, ya comprobó contigo adónde lleva permitir que las niñas perdidamente enamoradas hagan lo que les da la gana.

—¿Y ahora por qué te metes conmigo? —replicó Elaine.

Lilian sollozó. Conocía a grandes rasgos la historia del primer matrimonio de Elaine, pero era evidente que a su madre no le gustaba que se la recordasen. Sin duda, cuando se era muy joven, uno podía equivocarse en los asuntos de amor. Lilian lo entendía. ¡Pero ella, por su parte, no estaba equivocada!

—¡Amo a Ben! —exclamó, desafiante—. Y no permitiré que me enviéis lejos de aquí. Nos casaremos y…

—¡Tú cierra la boca! —ordenó Tim.

—En realidad puedes irte a la cama —señaló Elaine, más tranquila en apariencia—. Mañana seguiremos hablando.

—¡No hay nada de que hablar! —añadió Tim.

Lilian corrió a su habitación y siguió llorando hasta caer rendida, mientras sus padres discutían acaloradamente. Esto sucedía en muy contadas ocasiones, pero esa noche se pelearon, hicieron las paces al amanecer y se quedaron dormidos uno en brazos del otro sin enterarse de que el desesperado Ben Biller arrojaba, con bastante poca habilidad, una lluvia de piedrecitas a la ventana del dormitorio de Lilian.

La muchacha reaccionó enseguida. Cuando acertó la primera piedra, se despertó, abrió la ventana y esquivó el siguiente guijarro.

—¡Cuidado, no hagas ruido! —susurró, sorprendida, pero también encantada con lo que estaba sucediendo—. ¡No despiertes a mis padres!

—¡Tengo que hablar contigo! —Ben parecía angustiado, nada que ver con un impulso romántico—. ¿Puedes bajar?

Lilian se puso por encima la bata más bonita que tenía, aunque con ella se congelaría al salir. El luminoso color verde hierba realzaba el color de sus ojos. Lástima que no se apreciara en la oscuridad… Lilian se detuvo una fracción de segundo ante el espejo y luego voló escaleras abajo. Encontró a Ben en el jardín, bajo la ventana de su habitación. El chico se ocultaba entre la maleza.

—¿Te han reñido? —preguntó, echando un vistazo a la cara descompuesta del joven—. ¡A mi padre casi le da un patatús! Imagina que…

—¡Quieren enviarme lejos de aquí! —la interrumpió Ben—. Al menos mi madre; mi padre no ha dicho nada…

Lilian soltó una risita.

—A mí también quieren mandarme lejos. A Queenstown. Pero yo desde luego no voy…

—A mí a la isla Norte —susurró Ben—. Unos parientes tienen una mina. Y he de trabajar allí, mi madre ya ha hablado por teléfono con mi tío. Lo ha llamado en plena noche, estaba hecha un basilisco. Ha debido de pasar algo más que lo nuestro…

Lilian hizo un gesto de impotencia. Ben era incapaz de atar cabos. Ella le había hablado de la fábrica de coque y de que esa tarde habían planeado comunicar la noticia. Con toda certeza, eso también había sacado de quicio a Florence Biller…

—Pero ella no puede forzarte —le consoló—. Dile simplemente que no vas, que no tienes ganas de trabajar en un despacho.

—¡Lily, tú no lo entiendes! —Ben la agarró por los hombros como si fuera a sacudirla, pero luego prefirió hundir el rostro en el abundante cabello suelto de la chica—. No tengo que trabajar en un despacho, ¡me envían dentro de la mina! Mi tío dice que con él hay que empezar desde abajo. Al menos trabajaré un par de meses en el interior. Asegura que así sus hijos se dejaron de tonterías.

—¿Tú? ¿Tendrás tú que sacar carbón? —preguntó Lilian. Ben no era nada diestro para los trabajos manuales, eso ya hacía tiempo que lo tenía claro. Con el tiempo había llegado a la conclusión de que el éxito del chico en la práctica del remo se debía más a su sentido del ritmo y sus aptitudes estratégicas que a la fuerza física.

—¡Soy incapaz, Lily! —se lamentó Ben—. Y lo he intentado de verdad, quería decirle que no contara conmigo. Que a fin de cuentas no podía llevarme a rastras tirándome del pelo hasta el transbordador y todo eso que tú siempre dices. ¡Pero no lo he conseguido, Lily! Cuando la tengo delante me quedo como paralizado. No me sale ninguna palabra y…, bueno, a mi padre le pasa igual.

Lilian le pasó el brazo por encima del hombro para confortarlo.

—Ben, de todos modos, vamos a irnos.

Ben asintió con vehemencia.

—Por eso he venido. Larguémonos, Lily. ¡Ahora mismo, con el tren de la mañana!

Lilian frunció el ceño.

—Pero el tren de la mañana va a Westport, Ben. El de Christchurch sale a las once.

—¡No ese! —objetó Ben con tono triunfal—. Desde nuestra mina sale uno que transporta el carbón a Christchurch. A las seis de la madrugada. Los vagones están listos, los trabajadores del ferrocarril se limitan a engancharlos cuando llega la locomotora. Si nos metemos en uno, nadie se dará cuenta.

—Pero pareceremos negros cuando lleguemos a Christchurch —objetó Lilian.

—Pues nos bajamos antes y nos lavamos en algún sitio… —El plan de Ben era fruto de la desesperación.

En un abrir y cerrar de ojos, Lilian introdujo unas mejoras.

—Necesitamos mantas. O mejor aún, una lona para protegernos de la carbonilla. No impedirá del todo que nos manchemos, pero algo es algo. ¿Tenéis algo por el estilo en la mina? Seguro. Y deberíamos ponernos la ropa más vieja y fea que tengamos. La tiraremos cuando hayamos llegado a Christchurch; de todos modos, llegaremos a la estación de mercancías, ¿no? Allí seguro que encontramos un cobertizo o algo similar donde cambiarnos. Voy a preparar la maleta corriendo. ¿Dónde están tus cosas, Ben?

El chico la miraba sin comprender.

—¡Ben! ¡Tu equipaje! ¿Querías marcharte así tal cual? ¡Sin ropa para cambiarte! Además, ¿tienes el pasaporte?

Ben no había llegado a pensar tanto. Era evidente que se había escapado presa del pánico, de manera que ahora tenían que ir a la ciudad y volver otra vez. Lilian resopló. No tenía más remedio que tomar prestado el automóvil. A pie no llegarían a las seis, y a caballo… Que Ben se sentara a la grupa de Vicky con ella era inconcebible.

La misma Lilian había fantaseado más de una vez con la cuestión del equipaje para la gran partida. Solo necesitaba unos pocos minutos para correr al interior, ponerse un viejo vestido de estar por casa y un no menos gastado abrigo, y meter un par de prendas de muda en una maleta. El pasaporte ya estaba preparado. En menos de media hora, Lilian estaba lista para la marcha. Cerró la puerta tras sí sin volver la vista atrás. Animada por la aventura, condujo a Ben a los establos, donde habían adosado el garaje. Al lado se levantaba una casita que pertenecía a Roly, pero que llevaba meses abandonada. Una suerte para Lily.

La muchacha puso en marcha el coche y se sobresaltó cuando el motor pareció desgarrar la noche. Claro que desde la casa apenas se percibiría, pero si había alguien despierto…

Pero Mary, la sirvienta, no dormía con los Lambert, sino con su familia en la colonia de los mineros. Y Tim y Elaine no habían oído los golpes de las piedrecitas. Despacio y haciendo el menor ruido posible, Lilian sacó el pesado coche del garaje.

—¡Cierra el portón, Ben! Así mañana tardarán un poco más en darse cuenta de que el coche no está… ¡No, el cerrojo de la izquierda! Dios mío, ¿es que no puedes ni cerrar un portón sin pillarte los dedos?

Ben se chupó el pulgar aplastado cuando Lilian salió a la carretera. En esos momentos temblaba ante su propia osadía.

—¿Tengo que volver a casa? ¿Y si mis padres se despiertan?

—Después de lo de hoy, estarán agotados. Solo has de tener cuidado de no volcar nada en la escalera. Limítate a entrar, recoge tus cosas y luego nos vamos. ¡No te olvides del pasaporte!

Lilian pasó media hora de angustia al volante del coche, a un par de calles de la residencia de los Biller. Por su mente desfilaban miles de complicaciones, pero al cabo de un rato, Ben volvió a tomar asiento a su lado.

—Mi padre… —susurró—. Me ha descubierto…

—¿Qué? —preguntó Lily—. ¿Y cómo es que estás aquí? Ben… ¿no le habrás pegado, disparado o algo por el estilo? —Las novelas y las películas solían acabar así, aunque a decir verdad Lilian no creía capaz a Ben de realizar ningún acto violento.

El joven sacudió la cabeza.

—No, me ha dado esto… —El chico sacó del bolsillo un billete de cien dólares—. Ha sido un poco… tétrico. Ya… ya había recogido mis cosas pero me faltaba el pasaporte, que estaba en su estudio. Cuando he entrado en el despacho…, ahí estaba él. A oscuras. Bebiendo una botella de whisky. Solo me ha mirado y me ha dicho…

—¿El qué? —preguntó Lilian, lista para una retahíla de solemnes frases de despedida.

—Me ha dicho: «¿Te vas?». Y yo he contestado: «Sí». Y luego se ha sacado el dinero del bolsillo y me ha dicho…

—¿Qué? —Lilian empezaba a impacientarse. De todos modos, comprobó de un vistazo que Ben tuviera la maleta con su ropa y puso de nuevo el coche en marcha.

—Ha dicho: «Ahora no tengo más». —Ben tragó saliva.

—¿Y? —preguntó Lily.

—Y nada —respondió Ben—. Después me he ido. Ah, sí, le he dado las gracias.

Lilian suspiró aliviada. De acuerdo, no servía para un drama, pero al menos Ben se había marchado y, además, con la bendición paterna. Si ella hubiera estado en el sitio de Ben, habría aprovechado la oportunidad para pedirle a Caleb que firmara también el permiso para casarse. Pero al menos no se había olvidado del pasaporte.

—Dejaremos el coche en el bosque, justo al lado de vuestra mina, así lo encontrarán mañana —señaló Lilian—. ¿Tienes la llave del portal o hemos de escalar?

Ben tenía la llave y los vagones estaban ahí, tal como él había descrito. Faltaba una hora larga para que la locomotora llegase, todavía no había nadie, y Ben y Lilian se acondicionaron para el viaje un rincón lo más confortable posible en una montaña de carbón. No mancharse en tales condiciones era pura ilusión. Cuando unas horas más tarde —ya hacía tiempo que el tren se había puesto en marcha y que el sol había salido— apartaron la lona y se expusieron al aire, parecían dos mineros. Ben se rio de la cara tiznada de negro de Lilian y le besó la carbonilla de la nariz.

—¿Dónde estamos en realidad? —preguntó la joven, contemplando el maravilloso panorama de los Alpes Meridionales. El tren pasaba en esos momentos por un grácil puente que no parecía capaz de soportar su peso. Lilian contuvo la respiración. A sus pies se abría una cañada por la que serpenteaba un arroyo de un blanco azulado. A sus espaldas todavía se alzaban algunas cimas cubiertas de nieve.

—En cualquier caso, muy lejos de la costa Oeste —respondió Ben aliviado—. ¿Nos echarán en falta?

—Seguro —contestó Lilian—. La cuestión es si saben que nos hemos ido con este tren. Si lo descubren, nos atraparán en Christchurch.

—¿No podríamos bajarnos antes? —planteó Ben.

Lilian hizo un gesto de ignorancia.

—Normalmente sí, en Rolleston, por ejemplo. Es la última parada antes de Christchurch, pero ¿parará allí el tren de mercancías? —Reflexionó—. De todos modos, se detendrá en Arthur’s Pass. O al menos tendrá que reducir la velocidad por ahí; entonces podemos saltar. Y luego cogemos el tren normal de pasajeros a Christchurch.

—¿Y tú crees que no lo controlarán? —Ben tenía sus dudas.

Lilian se impacientó.

—De ese podemos bajarnos en Rolleston…

Arthur’s Pass, una escarpada carretera de montaña, unía los valles de los ríos Otira y Bealey. Había tenido que ser demoledor y muy peligroso tender vías allí, en parte, además, en un túnel. El tren iba despacio por el paso y Ben y Lily podrían saltar de él fácilmente. De todos modos, los raíles solían estar a pocos metros del abismo, así que esperaron a que la estación surgiera ante su vista. El tren de mercancías no se detuvo en ella y se limitó a emitir un pitido, pero Lily lanzó decidida la bolsa desde el vagón y saltó antes de que aumentara la velocidad. Ben la siguió y cayó rodando con destreza. Habían roturado la tierra en esa zona para la línea del ferrocarril y en los alrededores de la estación solo había matorrales. Más adelante, en dirección a Christchurch, empezaban los hayedos, un nuevo decorado en el panorama del viaje entre Christchurch y la costa Oeste.

No obstante, Lilian y Ben no se fijaban en la belleza del paisaje que los rodeaba. Les urgía encontrar un río en el que lavarse sin demora. Puesto que esa área era rica en agua, pronto encontraron un arroyo y los dos acamparon al lado riendo. El agua estaba congelada y aunque hacía un día soleado, la mera idea de mojarse o cambiarse de ropa los helaba. Arthur’s Pass era mucho más elevado que Greymouth, y a esa hora, por la mañana, todavía había escarcha.

—¿Te atreves a meterte? —desafió burlona Lily al chico, al tiempo que se despojaba de las medias, totalmente negras de carbonilla.

—¡Solo si te atreves tú! —Ben se quitó la camisa por la cabeza. Naturalmente, no había pensado en ponerse la ropa más gastada, sino que había echado a perder una bonita camisa de vestir.

—Para eso tendría que desnudarme… —objetó Lilian, y metió los dedos de los pies en el agua gélida.

—De todos modos tendrás que hacerlo. —Ben señaló la bolsa de la joven con la ropa de muda.

—No del todo. —Lilian parpadeó avergonzada—. Pero lo hago si tú también lo haces. —Y se desabrochó el vestido sucio.

Ben dejó de sentir frío cuando vio que también se desataba el corsé y se plantaba delante de él solo con la ropa interior.

—¡Ahora tú! —exclamó Lilian con los ojos brillantes.

Contempló fascinada cómo Ben se sacaba los pantalones.

—Conque es así… —observó cuando él estuvo desnudo ante ella—. Me lo había imaginado más grande.

Ben se puso como un tomate.

—Depende del… tiempo… —murmuró—. Ahora tú…

Lilian frunció el ceño, pero luego también se desnudó, para cubrirse enseguida, temblando de frío, con el polvoriento abrigo.

—Enseguida volverás a mancharte… —dijo Ben—. ¡Pero eres muy bonita!

Lily rio, aunque con cierta timidez.

—¡Y tú estás sucio! —exclamó—. ¡Venga, voy a lavarte!

Sumergió las enaguas en el arroyo y se dirigió hacia Ben. Poco después jugaban los dos haciendo travesuras con el agua congelada, salpicándose e intentando limpiarse el cuerpo de carbonilla. Lilian había llevado jabón, pero a pesar de eso no era tarea fácil. El polvillo era graso y se quedaba pegado, habría hecho falta agua caliente para desprenderse de él. Con todo, Lilian había tenido la prudencia de cubrirse todo el cabello con una tela. Ben tenía que lavarse el suyo y a pesar de que casi se murió de frío, el resultado no fue satisfactorio.

—Vaya, ahora pareces mayor —señaló Lilian—. Con canas precoces.

Ben no pudo contener la risa. Pocas veces se lo había pasado tan bien como con esa pelea loca en el arroyo de Arthur’s Pass. Lilian estaba desbordante de alegría.

—Aunque todavía soy virgen —se lamentó con tono de reproche—. Y eso a pesar de haberme desnudado del todo. Pero es que hacía demasiado frío. ¿Cómo deben de arreglárselas los esquimales?

Al final ambos vestían ropa limpia, aunque tiritaban de frío. Ben no había pensado en coger un abrigo y Lilian había renunciado a llevarse uno para cambiarse con objeto de no ir demasiado cargada. Ahora se arrepentía. Ben intentaba darle calor estrechándola contra sí, mientras regresaban a la estación para esperar el tren de pasajeros que iba a Christchurch.

—¿Seguro que para aquí? —preguntó Ben.

Lilian asintió, tiritando.

—Y espero que dentro haga calor. Ahora ya estamos lo suficientemente cerca. Podemos esperar ahí. —Señaló unos matorrales al alcance de la vista del andén e hizo ademán de ir a sentarse sobre la bolsa, escondiéndose entre las matas.

—¿Aquí? ¿No tendríamos…? Quiero decir que podríamos ir al andén. Podemos comprar los billetes y a lo mejor tienen una sala de espera…

—Ben. —Lilian se frotó el entrecejo—. Si ahora nos metemos ahí dentro y compramos un billete, lo primero que nos preguntará el guardabarreras es de dónde venimos. ¿Y entonces qué le contestaremos? ¿Qué hemos venido a pie por los Alpes? ¿O que nos ha lanzado aquí un avión? Eres demasiado honrado, Ben. Espero que nunca tengas que robar para alimentarnos, como Henry Martyn en la canción. Nos moriríamos de hambre…

—¿Y qué ha planeado la señorita capitana de los piratas? —preguntó Ben, ofendido—. De algún modo tendremos que subirnos al tren.

Lilian soltó una risita.

—Señorita capitana de los piratas me gusta. Y lo del tren es fácil. La gente suele bajarse aquí para contemplar el paso por las montañas y estirar las piernas. Basta con que nos juntemos a ellos y subamos al mismo tiempo. No creo que en esta estación controlen los billetes. ¿Quién iba a colarse en el tren en un lugar tan deshabitado?

En efecto, resultó de una facilidad irrisoria subir al ferrocarril en Arthur’s Pass. El peligro mayor consistía en que algún conocido los viera: a fin de cuentas, medio Greymouth conocía a los Lambert y los Biller. De ahí que Lilian y Ben evitaran cuidadosamente a los pasajeros que creían haber visto alguna vez y acabaran en un compartimiento de viajeros procedentes de Christchurch. Una pareja de cierta edad, en especial, fue amable y compartió con los hambrientos jóvenes sus provisiones para el viaje.

—Mi marido es minero, ¿sabe? —explicó Lilian en tono alegre, para justificar las pinceladas grises en el cabello rubio de Ben—. Pero no tiene futuro… Es decir, claro que tiene futuro, las minas están trabajando a pleno rendimiento, por la guerra. Nosotros… Esto…, los Lambert están construyendo una fábrica de coque, pero… Bueno, nosotros no vemos futuro para nosotros allí. Queremos empezar de cero en las llanuras de Canterbury, con… bueno, ¡quizá vendiendo máquinas de coser!

Elaine Lambert tenía una vieja máquina de coser Singer que William Martyn le había endosado durante su época de representante. Lilian había crecido con la noción de que la venta de esos objetos era más lucrativa que coser con ellos.

Ben carraspeó e intentó contener a Lilian discretamente.

La pareja mayor se mostró, no obstante, bastante impresionada y la mujer contó con todo detalle cómo había llegado siendo niña a Christchurch y había sido adoptada por la familia del panadero. Más tarde se había casado con un socio y en la actualidad su hijo dirigía el negocio. Lilian escuchaba con atención, planteaba las preguntas adecuadas y mordisqueaba unos buñuelos deliciosos, salidos esa misma mañana del horno de Greymouth. La hija de la pareja se había casado allí, también con un panadero.

—¡Si uno es mañoso, lo consigue, joven! —animó la señora a Ben—. ¡Mi yerno también empezó de la nada, ahí, en la costa Oeste!

Ben volvió a carraspear y la señora Rosemary Lauder le tendió otro buñuelo.

Mientras Lilian charlaba alegremente, Ben se quedó ensimismado contemplando el precioso paisaje que pasaba por la ventanilla. Hayedos, románticas orillas de ríos, pero también las agrestes faldas de montaña cedían lugar lentamente al más suave terreno prealpino y a las praderas infinitas de Canterbury.

Los Lauder seguían el viaje hasta Christchurch, mientras que Lilian y Ben bajaron del tren en Rolleston.

—¿Tenías que hablar todo el rato? —preguntó Ben enojado cuando esperaban algo desconcertados en el andén—. ¡La gente se acordará de nosotros!

—¡Sí, de una pareja de jóvenes de la colonia de mineros! —respondió Lily, despreocupada—. Venga, Ben, ¿quién va a preguntarles? Claro que puede pasar que nos busquen nuestros padres o George Greenwood. Él sí que sabe de esto, encuentra a quien sea. Pero en Christchurch no estarán esperando unos detectives para interrogar a los viajeros del tren. Al menos de momento. Y más tarde ya no sabrán de qué gente se trata.

—Realmente seguros lo estaremos en Auckland —concluyó Ben, preocupado.

Lilian asintió.

—Cualquier ciudad grande es acertada. Ven, con un poco de suerte pronto estaremos en el tren camino de Blenheim.

El resto del viaje a Christchurch resultó ser más aventurero. Si bien un par de granjeros los llevaron en su coche parte del camino, llegaron a la ciudad por la tarde, cuando ya estaba oscuro. Ben propuso coger una habitación en algún sitio, pero esta vez Lilian vacilaba.

—Yo ya he estado aquí, Ben. A mí me puede reconocer cualquiera. Si no como Lilian, sí como pariente de la abuela Gwyn. Todas, menos Gloria, somos muy parecidas. Y esta es la ciudad de George Greenwood. Si más tarde recopila información, dará con nuestra pista.

—¿Y qué propone la capitana de los piratas? —preguntó Ben enfurruñado. Después del largo camino a pie ya no tenía frío, pero por la noche volverían a bajar las temperaturas. Ben estaba deseando lavarse con agua caliente y meterse en una cama, con o sin Lilian dentro; estaba tan cansado que era incapaz de pensar en «eso».

Acabaron en una estación de mercancías y durmiendo sobre unas pieles de oveja. En el cobertizo contiguo un rebaño de vacas esperaba a que las transportaran a otro lugar, pero les proporcionó calor, así como ruido y un penetrante olor a estiércol y orina.

—¡Ayer parecíamos negros, mañana apestaremos! —se lamentó Ben—. ¿Qué vendrá luego?

Lilian puso los ojos en blanco y se acurrucó junto al brazo del chico.

—Ben, ¡es tan romántico! ¡Esta es nuestra historia de amor! ¡Piensa en Romeo y Julieta!

—Esos acabaron los dos muertos —objetó Ben, inflexible.

Lilian rio.

—Lo ves, ¡a nosotros nos va mejor! —contestó. Bostezó y cerró los ojos.

También esa noche conservó la virginidad y durmió inocente como un bebé.