2

Gwyneira McKenzie siempre había encontrado demasiado grande la casa solariega de Kiward Station. Incluso cuando estaba habitada por la familia, muchas habitaciones permanecían vacías y luego, durante años, alas completas de la casa, hasta que Kura y William Martyn rehabilitaron la antigua vivienda de Gerald Warden. Sin embargo, pese a todas las estancias que la rodeaban, Gwyneira nunca se había sentido sola de verdad, al menos hasta la muerte de James y Charlotte, el alistamiento de Jack y la desaparición de Gloria. Siempre que le resultaba posible, escapaba de la casa vacía y se refugiaba en los establos y los cobertizos de los esquiladores, pero esos eran días de invierno, era el mes de junio de 1916. Mientras que en casi todo el mundo retumbaban los sonidos de la guerra, en Kiward Station reinaba un silencio casi espectral. Fuera caía una lluvia liviana e incesante, característica de las llanuras de Canterbury. Los animales se ponían al abrigo y los trabajadores de la granja jugaban probablemente al póquer en los establos, como años atrás, cuando Gwyn pisó por vez primera las cuadras de Kiward Station y conoció a James McKenzie. Andy McArran, Poker Livingston… Ya no quedaba ninguno de ellos con vida. Andy había muerto pocos meses después que su amigo James.

Gwyneira pensó con una sonrisa amarga que el grupo había vuelto a reunirse y jugaba una timba en las nubes. «¡No embauquéis a san Pedro!», murmuró, recorriendo inquieta por décima vez la casa abandonada. Estaba preocupada por Jack. Hacía una eternidad que no le escribía, pero para entonces ya debía de estar lejos de esa playa de Turquía. Galípoli…, Gwyneira todavía no sabía cómo se pronunciaba correctamente, aunque en realidad ya no era necesario que lo aprendiera. Tras una última y desesperada ofensiva, los ingleses habían abandonado la playa y retirado las tropas del ANZAC de forma ordenada y prácticamente sin perdidas, según se decía. Los periódicos de Christchurch lo celebraron como una victoria, si bien no era más que una derrota abrumadora. Y Jack quizá no se atrevía a admitirlo. Esta era la única explicación que se le ocurría a Gwyneira para el silencio de su hijo.

Pero su principal inquietud se debía a Gloria. Ya hacía un año que se había escapado de ese hotel de Nueva York y desde entonces nadie sabía nada de ella. William y Kura seguían contratando a detectives privados, pero hasta el momento no habían encontrado ninguna pista. Con todo, Kura parecía sentirse más enfadada que preocupada. Tal vez recordara su propia huida del matrimonio y de la seguridad de Kiward Station, que años antes la había llevado a vagar por Nueva Zelanda y Australia. Sin embargo allí no se había enfrentado a peligros graves y Gwyneira solo se había sentido relativamente alarmada. A veces no había sabido dónde se hallaba Kura, pero siempre había estado segura de que no había abandonado la isla Sur. Gloria, por el contrario, podía estar en cualquier lugar, y la muchacha carecía de la inquebrantable seguridad en sí misma de Kura-maro-tini. Por añadidura, San Francisco era de índole distinta a Christchurch. George Greenwood, que conocía esa ciudad, dudaba de que Gloria la hubiese dejado.

—Lo siento, señorita Gwyn, pero una muchacha sola en ese lodazal del vicio… —George no había concluido la frase y Gwyneira no quería imaginarse cómo podría haber muerto su bisnieta.

—Disculpe, señorita Gwyn, pero la comida ya está lista. —Kiri, la anciana ama de llaves, abrió la puerta del pequeño estudio de Gwyneira. Esta gustaba de refugiarse en esa habitación, donde al menos su voz no retumbaba cuando hablaba consigo misma.

Gwyneira gimió.

—No tengo hambre, Kiri… Y el poco apetito que me queda desaparece si ahora pones la mesa en el salón. Iré con vosotras a la cocina y comemos juntas un bocado, ¿de acuerdo?

Kiri asintió. Hacía tiempo que tanto ella como Moana, la cocinera, se habían convertido en compañeras de Gwyn más que en sus doncellas. Tampoco habían preparado una comida especial, sino solo pescado y boniatos según la receta más sencilla maorí.

—¡Rongo Rongo dice Gloria vive! —la consoló Moana cuando Gwyneira apenas se llenó el plato. Sabía con exactitud lo que preocupaba a su señora—. Pregunta a los espíritus, los tikki dicen su corazón canta triste pero no está lejos.

—Muchas gracias, Moana. —Gwyn se esforzó por sonreírle. Moana debía de haber pagado a la hechicera por ese ritual, aunque tal vez lo hubiera realizado Rongo por interés o siguiendo las instrucciones del jefe Tonga, quien de vez en cuando preguntaba por Gloria. También él estaba inquieto, aunque por otras razones quizás.

En el salón sonó el teléfono. Kiri y Moana se sobresaltaron.

—¡Llaman los espíritus! —dijo Moana, sin mostrar la menor intención de dirigirse al salón y contestar a la llamada. Kiri era más valiente… y curiosa. Aun así, la extraña cajita de la que salían voces resultaba turbadora para ambas mujeres maoríes. En realidad, también para Gwyneira, aunque ella apreciaba sus ventajas.

Al final, Kiri acudió al teléfono y regresó al poco rato.

—Llamada de Dunedin, dice central. ¿La cogemos?

—Claro. —Gwyneira se puso en pie. Había imaginado que se trataría más bien del veterinario de Christchurch, que había elaborado un nuevo vermífugo para las ovejas. Pero ¿quién llamaría desde Dunedin?

Esperó paciente a que la central estableciera la conexión.

—Ya pueden hablar —dijo una voz. Gwyneira suspiró. La central se encontraba en Haldon y la mujer de la centralita era conocida porque escuchaba todas las conversaciones y comentaba su contenido con las amigas.

—Gwyneira McKenzie, de Kiward Station —se presentó Gwyneira, y a continuación esperó la respuesta.

Al otro extremo del cable reinó primero el silencio y a continuación se oyó como un carraspeo, antes de que una voz ahogada dijera:

—¿Abuela Gwyn? Soy… Soy Gloria.

Gywneira no permitió que nadie fuera en su lugar a recoger a su bisnieta a Dunedin.

—¿Se ve capaz? ¿Quiere hacer un viaje tan largo en tren? —preguntaba intranquila la señorita Bleachum. Gwyneira solo había hablado muy brevemente con Gloria, y luego mucho más extensamente con la profesora. La muchacha apenas pronunciaba palabra, ni siquiera facilitaba una información clara sobre dónde se encontraba: «Con la señorita Bleachum, en la escuela…». Gwyneira no entendía bien, pero tal vez se debiera a que el corazón le daba brincos de alegría. ¡Gloria estaba viva y en Nueva Zelanda!

La señorita Bleachum había acabado cogiendo el auricular de las manos de la joven. Gracias a ella, Gwyneira comprendió lo principal.

—Si quiere, puedo instalar a Gloria en el tren y usted la recogerá en Christchurch.

Pero Gwyneira no quería ni oír hablar de ello.

—¡Por supuesto que sobreviviré a un viaje en tren, no tengo que ser yo quien tire del vagón! —declaró a la preocupada profesora con su determinación habitual—. ¡No quiero de ninguna de las maneras correr más riesgos! En ningún caso voy a volver a dejar a la niña sola. Que se quede con usted y en tres días como mucho estaré allí. ¡Cuídemela bien!

Pese a su edad, Gwyneira regresó a la cocina bailando por el salón con una botella de champán en la mano.

—¡Niñas, me voy a Dunedin a recoger a Gloria! Pues sí, y que pase Rongo Rongo a buscar un saco de semillas. ¡Qué bien lo ha hecho con los espíritus!

La señorita Bleachum y Gloria esperaban a Gwyneira en la estación de Dunedin y la recién llegada enseguida se percató de que algo no andaba bien. La muchacha, vestida con un traje de viaje, cerrado y de color azul oscuro, se aferraba nerviosa a la mano de la señorita Bleachum, mucho más erguida y segura de sí misma. Ambas tenían cierto aspecto de solteronas. Gwyneira, en cambio, llevaba un vestido de corte más moderno y más colorido que la veinteañera Gloria: rebosante de alegría por el regreso de su bisnieta, la anciana se había desprendido de una vez del triste luto y había comprado en Christchurch un elegante traje de viaje de un azul marino intenso, matizado por rayas blancas en el cuello y en los puños. Un sombrerito blanco en armonía con la indumentaria reposaba, atrevido, sobre el cabello ahora blanco de Gwyneira.

—¡Gloria! —Gwyneira entrecerró los ojos tras el monóculo. Lo encontraba más elegante que las gafas desproporcionadas de que también disponía, si bien conservaba bastante buena vista para su edad. Solo necesitaba las gafas para leer. En esos momentos, sin embargo, quería ver con nitidez a su largo tiempo desaparecida bisnieta—. ¡Qué alta estás!

La sonrisa y las palabras de Gwyneira escondían el sobresalto que le había producido una observación más detenida de Gloria. Esa muchacha no solo parecía mayor, sino ajada. Los ojos miraban fijos, casi carentes de expresión. Por otra parte, su comportamiento era de una pusilanimidad infantil. La señorita Bleachum casi tuvo que forzarla con dulzura a que dejara su mano y empujarla hacia su abuela. Gwyneira la abrazó, pero a la chica pareció desagradarle ese contacto.

—¡Gloria, hija mía! ¡Qué contenta estoy de que hayas vuelto! ¿Cómo lo has conseguido? Tienes que contármelo todo…

Gwyneira agarró con fuerza las manos de Gloria. Estaban frías como el hielo.

Por el rostro de la joven se deslizó una sombra. Se diría que había empalidecido pese a que su semblante todavía conservaba restos de bronceado. Gwyn pensó que no había pasado el último verano principalmente bajo techo como la señorita Bleachum, de tez blanca.

—Claro que no tienes obligación de hacerlo, Glory… —añadió la señorita Bleachum con suavidad, y lazó a Gwyn una mirada significativa—. A Gloria no le gusta hablar de sus experiencias. Solo sabemos que ha recorrido China y Australia…

Gwyneira asintió maravillada.

—¡Un viaje tan largo, tú sola! ¡Estoy orgullosa de ti, tesoro mío!

Gloria rompió a llorar.

Gwyneira acompañó a la señorita Bleachum y la joven a la escuela y lidió consigo misma mientras tomaba el té con la antigua institutriz y la señora Lancaster en un ambiente tenso. Las profesoras eran amables y lo intentaban todo para que bisabuela y bisnieta entablaran una conversación, pero no eran más que esfuerzos en vano. Gloria respondía con monosílabos, desmigajaba el pastel entre los dedos y parecía no lograr levantar la vista del plato.

—¿Toma el tren nocturno, señora McKenzie, o me permite que la invite a pasar la noche con nosotros? —preguntó la señora Lancaster, solícita.

Gwyneira sacudió la cabeza.

—Realizar dos veces este viaje en un día sería un poco excesivo para mis gastados huesos. Pero he reservado habitación en un hotel en Dunedin. Si pudiera pedirnos un taxi para nosotras después…

Al oír las palabras «nosotras» y «hotel» Gloria se puso blanca como la leche. Gwyneira advirtió que lanzaba miradas suplicantes a la señorita Bleachum, quien, sin embargo, hacía un gesto negativo. Gwyneira no entendía. ¿Acaso Gloria no quería marcharse? Daba la impresión de que se moría de miedo de dejar la escuela. Gwyneira pensó en ceder y en aceptar la invitación y pernoctar también ella allí, pero luego se lo pensó mejor. Eso solo postergaría el problema un día más y, por añadidura, la obligaría a abandonar el plan de ir de compras por Dunedin a la mañana siguiente. Y si había entendido bien a la señorita Bleachum, Gloria necesitaba urgentemente prendas nuevas.

—¿Recoges tu maleta, cielo? —preguntó cariñosamente a Gloria como si no hubiera notado la reticencia de la muchacha—. ¿O todavía no la has hecho? No pasa nada, seguro que la señorita Bleachum te ayuda y yo, entretanto, hablaré un poco más con la señora Lancaster.

Sarah Bleachum entendió la indirecta y se retiró con Gloria a la habitación. La directora confirmó, mientras tanto, las impresiones de la anciana.

—No cabe duda de que lo acertado es llevarse a la muchacha hoy mismo, y es cierto que necesita ropa nueva. Solo tiene dos vestidos, el otro es igual que el que llevaba hoy. He sugerido a la señorita Bleachum varias veces que fuera a comprar con ella; nosotras habríamos adelantado el dinero, por supuesto. Pero Gloria no quería.

Gwyneira arqueó las cejas.

—Entonces, ¿no ha escogido…, bueno…, ese conjunto… con ayuda de su profesora?

La señora Lancaster rio.

—Señora McKenzie, ¡estamos en una escuela femenina, no en un convento de monjas! Nuestras alumnas llevan uniformes convencionales, pero en su tiempo libre no las obligamos, de ninguna de las maneras, a que vistan como una profesora de mediana edad. En eso debo confesar que, en mi opinión, considero que también la señorita Bleachum… Pero dejemos este asunto, seguro que tiene sus razones para… reprimir un poco su… feminidad. Y me temo que Gloria también. Habrá de tener mucha paciencia con ella.

Gwyneira sonrió.

—Tengo toda la paciencia del mundo —respondió—. Al menos con caballos y perros. Con los seres humanos me falla a veces…, pero me esforzaré.

—¿Es usted viuda?

El rostro de Gwyneira se ensombreció.

—Sí, desde hace apenas dos años. No me acostumbraré nunca…

—Discúlpeme, no quería reavivar su tristeza. Se trata de que… ¿viven hombres en su casa, señora McKenzie? —La directora hizo un gesto de abatimiento.

Gwyneira frunció el ceño.

—Señora Lancaster, dirijo una granja de ovejas… —Sonrió—. ¡No un convento de monjas! Por supuesto, tenemos empleados a pastores, administradores y una tribu maorí vive en nuestras tierras. ¿Por qué lo pregunta?

Era evidente que la señora Lancaster se debatía con la respuesta.

—Gloria tiene problemas con los hombres, señora McKenzie. ¿Qué sucede…, qué sucede con un tal Jack? Gloria nos ha hablado de él y creo que es la causa principal de que ella tenga miedo de volver a casa.

Gwyneira fulminó a la directora con una mirada entre asombrada y colérica.

—¿Tiene miedo de Jack? ¡Pero mi hijo nunca ofendería a Gloria! Los dos han tenido siempre una relación maravillosa. Además, Jack no vive ahora en Kiward Station. Está en el ejército…

—Lo siento, señora McKenzie. En caso de que usted no sea del tipo de mujeres que estaban deseosas de enviar a sus hijos a la guerra… Pero esto facilitará a Gloria su aclimatación.

Gwyneira no lo creía, pero antes de que pudiera proseguir esa conversación tan desconcertante, la señorita Bleachum empujó a Gloria a la habitación. La joven se veía pálida pero serena. En el taxi, camino del hotel, Gwyneira le habló de Jack e intentó interpretar de algún modo su reacción. La expresión de la chica oscilaba entre la consternación y el alivio.

—Todo será distinto —musitó.

Gwyneira movió la cabeza.

—No tanto, cariño. Nada cambia tanto en una granja de ovejas. Nacen corderos, llevamos los rebaños a pacer a las montañas, los esquilamos, vendemos la lana… Todos los años, Gloria. Siempre sucede lo mismo…

La muchacha intentó aferrarse a esa idea.

Ir de compras al día siguiente no fue fácil. Al principio, Gloria no deseaba dejar el hotel y cuando Gwyn consiguió de una vez meterla en una tienda, la joven eligió los vestidos más feos, más anchos y más oscuros.

—¡Cuándo eras pequeña siempre querías llevar pantalones! —señaló con firmeza Gwyneira, y no cejó hasta que la chica se probó una de esas faldas pantalón modernas y casi escandalosas cuyo uso entre mujeres que iban en bicicleta o que conducían coche habían popularizado las sufragistas. En Inglaterra, esa moda ya casi había pasado, pero ahí, en el otro extremo del mundo, las faldas anchas y a veces de corte oriental todavía constituían el último grito. A Gloria le sentaban de maravilla. Se miró perpleja en el espejo, sin reconocerse apenas. La vendedora colocó también un modelo de sombrero sencillo y aerodinámico sobre el cabello corto y crespo de la chica.

—Lleva el corte adecuado —dijo sonriendo, y apartó a Gloria el cabello del rostro. Gwyneira insistió en que su bisnieta se comprara la falda pantalón y también en que se la dejara puesta para el viaje: a fin de cuentas, era muy práctica justamente para tales circunstancias. Sin embargo, Gloria parecía incómoda ante las miradas apreciativas de los otros viajeros. Tampoco Gwyneira podía apartar la vista de ella cuando por fin se sentaron la una frente a la otra en el compartimento.

—¿Tengo algo en la cara? —acabó preguntando Gloria en tono airado.

La anciana casi se ruborizó.

—Claro que no. Perdona que te mire así, cielo. Pero ahora, con este sombrero, el parecido es asombroso…

—¿Parecido con quién? —preguntó Gloria con sequedad. Daba la impresión de estar a la defensiva.

Gwyneira movió las manos sosegadora.

—Con Marama —respondió—. Tu abuela. Y con tu abuelo Paul. Es casi como si hubieran tomado sus fotografías…, por desgracia no hay ninguna, si no te lo podría demostrar…, es como si hubieran impreso sus imágenes en papel transparente y hubieran puesto los retratos uno encima del otro. Cuando te miro desde la derecha me parece ver a Paul; cuando te miro desde la izquierda es como si viera a Marama. Tengo que acostumbrarme, Gloria.

De hecho, los rasgos de la joven le recordaban más a los de Marama que a los de Paul. Según los patrones maoríes, su rostro más bien ancho, con los pómulos altos, era muy hermoso, y su silueta correspondía exactamente al ideal de los indígenas. A Gwyneira le gustaba más que en las últimas fotos de América, en las que tenía los rasgos hinchados. Había perdido peso y su rostro había ganado expresión y estructura. De Paul había heredado en especial los ojos juntos y la barbilla enérgica, pero eso apenas llamaba la atención y ahora incluso encajaba con la indumentaria deportiva. Si no tuviera esa mirada de descontento y cerrada en sí misma… Precisamente esa mirada, con el ceño algo fruncido y la boca contraída, era lo que a Gwyneira le recordaba a su hijo. No eran recuerdos felices. También Paul había sentido odio hacia el mundo entero. Gwyneira empezó a sentir miedo.

Maaka había ido a la estación para recoger a las dos viajeras. Siguiendo instrucciones expresas de Gwyneira había enganchado dos cobs a la calesa. El automóvil se había quedado en la cochera.

—¡Pero con el otro irá mucho más deprisa, señorita Gwyn! —objetó el joven maorí, un partidario acérrimo del motor—. Con los caballos necesitará toda la noche.

—¡No tenemos prisa! —replicó Gwyn—. A la señorita Gloria le encantan los caballos. Se alegrará de ver a los cobs.

En efecto, el semblante de Gloria se animó por vez primera cuando vio la calesa esperándolas delante de la estación. Retrocedió algo asustada al ver que Maaka la conducía.

—¡Kia ora, señorita Glory! —la saludó el capataz, alegre—. ¡Haere mai! Nos alegramos mucho de que haya vuelto a casa. —Pese a su amable recibimiento, a Gloria todavía parecía resultarle difícil darle las gracias.

—Venga, Glory, mira las yeguas —la animó Gwyneira para que volviera en sí—. Las dos son medio hermanas de Cuchulainn. Pero Ceredwen es de Raven, que yo montaba antes, y Colleen de… —recitó de memoria los antecesores.

Gloria escuchaba con atención. Parecía recordar a los caballos. Su cara mostraba más interés que por todas esas historias familiares sobre las que Gwyneira había intentado conversar con ella durante el viaje.

—¿Y Princess? —preguntó al final con voz apagada.

Gwyneira sonrió.

—Todavía está. Pero es demasiado ligera para esta calesa… —Quería seguir hablando, pero la conversación fue sofocada por unos estridentes ladridos. Las mujeres ya se habían acercado tanto al vehículo que el perrito tricolor que Maaka había atado al pescante podía olerlas.

—He pensado en traérselo, señorita Glory —dijo riendo el muchacho, al tiempo que desataba la correa.

Nimue salió corriendo hacia las mujeres y Gwyneira se inclinó por costumbre para saludarla. Pero la perra no tenía ojos para ella: ladrando, casi aullando, saltó de alegría encima de Gloria.

—¿Es mi Nimue? —Gloria se arrodilló en la calle sin atender a su ropa nueva. Abrazó y acarició al animal, que la cubrió de lametazos—. No puede ser… Tenía miedo de que…

—¿De que hubiera muerto? —preguntó Gwyneira—. Por eso no has preguntado… Pero mira, todavía era muy joven cuando te fuiste y los border collies viven mucho tiempo. Aún puede vivir diez años más…

La cara de Gloria había perdido toda su reserva y tensión, solo reflejaba la alegría total del reencuentro. Así que había alguien que la quería.

Gwyneira le sonrió. Luego tomó asiento en el pescante.

—¿Me dejas conducir, Maaka?

El maorí rio.

—Sabía perfectamente, señorita Gwyn, que tendría que cederle las riendas. Pero si no le importa, me gustaría quedarme en Christchurch. He pensado en pasar por el despacho del señor George. Las facturas de la lana…

—Y la encantadora hija pequeña de Reti —completó Gwyn. Era un secreto a voces que Maaka estaba enamorado de la hija del gerente de la compañía de George Greenwood. La muchacha maorí había finalizado sus estudios en un college de la isla Norte y hacía poco que ayudaba en el despacho—. Quédate tranquilamente aquí, Maaka, ¡pero no hagas tonterías! La niña está educada a la occidental, espera una petición con flores y bombones. ¡Hasta puedes dedicarle algún poema!

Maaka frunció el ceño.

—¡Yo no pediría la mano de una chica tan tonta! —replicó—. No quiere una tohunga que le cuente historias, no es una niña que se conquiste con bombones. Las flores brotan en primavera por toda la isla, traería mala suerte arrancarlas sin razón. —Rio—. Pero tengo esto… Sacó una piedra de jade del bolsillo en la que había tallado la silueta de un pequeño dios. Yo mismo he encontrado la piedra, mis espíritus la han tocado…

Gwyneira sonrió.

—¡Qué bonito! Se pondrá contenta. Saluda a Reti de mi parte, y a Elizabeth Greenwood si la ves.

Gloria había escuchado la conversación con el rostro impasible. Parecía ponerse otra vez tensa al escuchar cómo bromeaba Gwyn con el enamoramiento del joven. ¿Habría sido desgraciada en el amor?

—¿Alguna vez te ha hecho un hombre un regalo, Gloria? —preguntó con dulzura.

La chica, con el perro apretado contra ella, la miró llena de odio.

—Más de los que habría querido, abuela.

Luego no abrió la boca durante muchos kilómetros.

También Gwyn permaneció en silencio mientras las fuertes yeguas avanzaban kilómetro a kilómetro por las carreteras, para entonces ya bien pavimentadas, de las llanuras de Canterbury. Con el carruaje necesitarían, en efecto, toda la noche. Habría sido mejor pernoctar en el White Hart. Por otra parte, era una noche clara y preciosa. También fría, desde luego, pero no amenazaba lluvia, el cielo estaba cuajado de estrellas, y sobre sus cabezas brillaban las Pléyades.

—Matariki. —James había enseñado a Gwyn los nombres mucho tiempo atrás, una noche de amor.

Gloria asintió con gravedad.

—Y allí ika-o-te-rangi. La Vía Láctea. El pez del cielo, para los maoríes.

—¡Todavía te acuerdas! —Gwyneira sonrió—. Marama se alegrará. Siempre temía que te olvidaras del maorí. Como Kura. Cree que Kura se ha olvidado de la lengua. Lo que yo, por mi parte, encuentro extraño. Kura ya hablaba de adulta un maorí fluido y canta en ese idioma. ¿Cómo iba a olvidarse de las palabras?

—De las palabras, no —señaló Gloria, pensando en Tamatea.

Gwyneira hizo un gesto de desconcierto. El sol no tardaría en salir, se acercaban a Kiward Station. También Gloria debería reconocer ya los alrededores. Los prados, el lago…

—¿Puedo… puedo llevar las riendas? —susurró la joven. Su deseo de conducir ella misma a los cobs por el acceso a la casa era tan grande que hasta había dejado a Nimue.

Gwyneira quería tenderle las riendas, pero luego apareció una imagen: Lilian el día en que regresó de Inglaterra. Sus ojos risueños, sus exclamaciones jocosas, el cabello agitado por el viento. Gwyneira se había sentido joven, se había identificado con el placer que su bisnieta sentía con los caballos y la veloz carrera. Y entonces James, que galopaba hacia ellas con el caballo blanco. Como cuando la esperaba en el Anillo de los Guerreros de Piedra. Era como si Lilian la hubiera transportado en el tiempo. Pero entonces…

Gwyneira no tendría que haberle dado las riendas. Les había dado mala suerte…

—¡No, mejor no! —Los dedos de la mujer se crisparon en torno a las correas.

El rostro de Gloria se ensombreció. No volvió a abrir la boca hasta llegar a los establos. Cuando uno de los pastores saludó a las mujeres en la cuadra, la muchacha habría querido desaparecer.

—Deje que yo los desenganche, señorita Gwyn. ¿Señorita… Gloria?

El hombre todavía era joven, un blanco. No había conocido a Gloria de niña. Al ver a la muchacha con esa elegante falda pantalón —hasta el momento nunca había visto a una señorita así vestida— se le abrieron los ojos de par en par. Gwyneira vio embeleso y admiración; Gloria, únicamente deseo.

—Muchas gracias, Frank —respondió Gwyn amistosamente, dándole las riendas—. ¿Dónde está la pequeña Princess, Frank? La señorita Gloria quiere verla ahora, era su poni de niña. Ahora es demasiado mayor para montarla, claro.

—¡En el paddock detrás de los establos, señorita Gloria! —Frank Wilkenson señaló diligente la puerta trasera de los establos—. Si lo desea la acompañaré con mucho gusto. Delante de un ligero cafesín haría una bella estampa.

Gloria no dijo nada.

—Usted también sabe guiar un carruaje, ¿verdad, señorita Gloria?

La joven fulminó a Gwyneira con la mirada.

—No —contestó lacónica.

—¡Le has dejado impresionado! —intentó bromear Gwyneira, mientras acompañaba a su bisnieta por el establo. De algún modo había que alegrar el ambiente—. Es un chico amable y muy hábil con los caballos. Yo pensaría en la sugerencia. Princess sería un buen caballo. ¡Qué tontería que no se me haya ocurrido antes!

Gloria pareció ir a contestar algo, pero se lo pensó mejor y siguió a su bisabuela en silencio. Su rostro volvió a iluminarse cuando vio la grácil yegua alazana en la cuadra con los otros caballos.

Princess, preciosa…

Como era natural, Princess no reconoció a su primera ama. Tras ocho años, habría sido exigirle demasiado y Gloria lo sabía. No se lo tomó a mal, sino que pasó por debajo de la cerca y se acercó a la yegua para acariciarla. Princess se lo permitió e incluso frotó brevemente la cabeza contra el hombro de la muchacha.

—Mañana te lavaré —dijo la joven sonriendo. Había entendido la indirecta. A la yegua le picaba el pelaje y ella parecía ser una persona capaz de dedicarle tiempo.

Gloria todavía conservaba su buen humor al volver junto a Gwyneira.

—¿Dónde está el potro? —preguntó.

—¿Qué potro…? —Gwyneira supo la respuesta en el mismo momento en que formulaba la pregunta. El potro de Princess…, el caballo que Jack le había prometido a Gloria que montaría cuando regresara.

—Gloria, cariño, lo siento, pero… —contestó la anciana compungida.

—¿Ha muerto? —susurró Gloria.

Gwyneira sacudió la cabeza.

—No, ni hablar. Es una yegua hermosa y menuda. Y está bien. Pero… se la regalé a Lilian. Lo siento de verdad, Gloria, pero no creía que fueras a volver. Y en las cartas nunca mencionabas que siguieras montando a caballo…

Gloria se quedó mirando a Gwyneira. La anciana intentó interpretar amablemente la mirada de su bisnieta, pero en los ojos de esta no había más que odio.

—Cuando uno deja de montar a caballo es que está muerto. ¿No es lo que siempre decías? ¿Estaba…, estoy…?

—¡Gloria, no me refería a eso! Ni se me ocurrió. Es solo que la yegua estaba desocupada y Lilian se apañaba bien con ella. Mira, Gloria, todos los caballos de este establo son tuyos. Frank puede mostrarte los animales más jóvenes mañana. Hay un par de cuatro años que son muy buenos. O tal vez prefieras uno bonito de tres años que tú misma puedas domar…

—¿No son más bien propiedad de mi madre? —preguntó Gloria con frialdad—. ¿Cómo todo lo que hay aquí? ¿Yo incluida? ¿Qué pasará en realidad si me reclama de nuevo? ¿Volverás a enviarme lejos de aquí?

Gwyneira quería abrazarla, pero la joven parecía envuelta en una capa de hielo.

—Ay, Glory… —Gwyneira gimió. No sabía qué decir. Nunca había sido muy diplomática y esta situación la superaba con creces. Le habría gustado que Helen estuviera allí. O James. Ellos habrían sabido qué hacer. Pero Gwyn se sentía indefensa. ¡Gloria tenía que saber por sí misma que era recibida con cariño!

»¡Basta con que volvamos a cubrir a Princess! —propuso al final. Gwyn resolvía los problemas con actos más que con palabras.

—¿Entramos? —preguntó Gloria, haciendo caso omiso a la sugerencia—. ¿Dónde me alojaré? ¿Todavía existe mi habitación? ¿O también se la has dado a Lilian?

Gwyneira decidió limitarse a no responder. En lugar de ello precedió lentamente a Gloria. Desde los establos, un camino conducía a la entrada de la cocina de Kiward Station. En el último momento se le ocurrió que Gloria podía volver a interpretarla mal.

—¿No te importa que…? Bueno, claro que también podemos entrar por la puerta principal…, pero a mi edad suele serme fatigoso. Hay tantos escalones…

Gloria puso los ojos en blanco, pero no era un gesto divertido, como en Lilian, sino más bien despectivo.

—Abuela Gwyn, quiero ir a mi habitación. Cómo entrar ahí, me da absolutamente igual.

Sin embargo, no pudo retirarse tan deprisa. En la cocina esperaban Kiri, Moana y la abuela de Gloria, Marama.

¡Haere mai, mokopuna! ¡Qué contentas estamos de volver a tenerte aquí!

Gwyneira contempló a las mujeres maoríes que revoloteaban inquietas alrededor de Gloria, le daban la bienvenida como nieta y se disponían a frotar sus rostros con el de la muchacha en un tradicional hongi. Si el aspecto de la joven las había alarmado tanto como a Gwyn el día anterior, sabían al menos disimularlo.

En cualquier caso, Marama renunció a abrazar a su nieta. La tomó de las manos y le dijo algo en su lengua. Gwyneira no entendió con precisión, pero creyó oír una disculpa.

—Perdona a tu madre, mi hija, mokopuna. Nunca entendió a los seres humanos…

Gloria aguantó la sincera bienvenida con indiferencia. Solo sonrió cuando Nimue se extasió ante las sonoras muestras de alegría de las mujeres y se puso a correr alrededor dando unos fuertes ladridos.

—Ahora primero descansar. ¡Pero esta noche una comida buena! —anunció Kiri. Tal vez atribuía la apatía de Gloria al cansancio por el viaje nocturno—. Hacemos kumera, boniatos. ¡Seguro que no has comido desde que te marchaste a Inglaterra!

Al final, Gwyneira condujo a su bisnieta a la habitación, la misma que había ocupado antes de su partida y advirtió no sin alivio que la tensión del rostro de la chica se aflojaba al entrar en la estancia. Gwyneira no había cambiado nada. En las paredes seguía habiendo bonitas imágenes de caballos, la última fotografía de Gloria con Princess, torpes dibujos infantiles y un par de ilustraciones de la flora y fauna locales de Lucas, el primer esposo de Gwyneira.

—¿Lo ves?, siempre te hemos esperado —dijo con convicción Gwyn, pero el rostro de Gloria solo dejó paso a una sonrisa cuando descubrió sobre la cama el regalo de Marama. ¡Cuántas veces no habría lanzado a toda prisa sobre la cama sus pantalones de montar para «transformarse en una chica» otra vez, como decía Jack, para la cena! Y ahí estaban los pantalones, con el corte antiguo y sencillo de Marama.

Gwyneira intentó responder a la sonrisa.

—¿Querrás escoger un caballo mañana? —preguntó tímidamente.

El resplandor en los ojos de Gloria se apagó.

—A lo mejor —dijo.

Gwyneira casi se alegró de cerrar la puerta tras sí.

Gloria se paseó de nuevo por el cuarto, contempló todas las imágenes de las paredes, la gastada alfombra de colores, los trocitos de jade y de piedras de colores que había reunido con Jack…

Al final se arrojó sobre la cama, abrazada a Nimue y llorando. Cuando sus lágrimas por fin se agotaron, el sol ya brillaba en lo alto.

Había llegado. Estaba en Kiward Station.

Gloria era consciente de que debería alegrarse por ello. El tiempo de dolor había pasado. Sin embargo, no experimentaba alegría alguna.

Lo que sentía no era más que rabia.