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Timothy y Elaine Lambert no poseían en absoluto dotes de carcelero. Claro que al principio Tim había insistido en castigar a Lilian por haber salido sin permiso encerrándola en casa. Al fin y al cabo, había desobedecido su orden expresa y había «seducido» a Ben para ir a pasear por el bosque de helechos. No obstante, una vez cumplido el castigo, Tim estaba dispuesto a perdonar a su hija y Lilian volvió a disfrutar de todas las libertades que sus padres solían concederle. A nadie se le ocurrió prohibirle salir de paseo a caballo o interrogarla cada día de forma inquisitorial para saber dónde había estado. Además, no fue necesario, pues aunque Lilian no tenía la menor intención de romper la relación con Ben, se le impidió cualquier encuentro con él.

Poco importaba la frecuencia con que ella desviara el caballo por los terrenos de Mina Biller o la insistencia con que pasara, charlando con sus amigas, por la calle donde residían los Biller: nunca tropezó con Ben. Lo único que Florence anhelaba era impedir que su hijo estableciera una relación sentimental demasiado temprana y desde su punto de vista, por ende, inconveniente. Mantuvo durante meses la prohibición de salir de casa y no perdió a su hijo de vista. Por la mañana, Ben la acompañaba en coche a la mina y realizaba tareas de oficina bajo el control materno, y en casa, de todos modos, lo vigilaban continuamente.

Un día, la paciencia de Ben llegó a su límite e intentó enviar una carta a Lilian con el correo de la mina. Desafortunadamente, su madre lo descubrió de inmediato.

—¡Qué bobada! Esa chica debe de ser además tonta de remate si se deja engatusar con esto —se mofó Florence una vez que hubo leído el poema que Ben había escrito para Lilian—. «Mi corazón fluye hacia ti con las gotas de lluvia…». Las gotas de lluvia no fluyen, Ben, ¡caen! Y los corazones, lo mires por donde lo mires, no fluyen. Ahora, siéntate aquí y repasa estas cuentas. Cotéjalas con los resguardos de entregas, por favor, y apúntalas en el registro de entradas. ¡Sin arabescos ni rimas! —Florence arrugó la carta y el sobre y los tiró con un gesto teatral por la ventana, que, a causa del intenso calor, estaba abierta de par en par.

Ben aguantó el sermón con la cabeza gacha y el rostro enrojecido. Florence no solía dejarlo en ridículo delante de los empleados, pues, a fin de cuentas, estos tenían que guardar el debido respeto al joven jefe. Si Ben cometía errores en el trabajo, ella lo censuraba a puerta cerrada. No obstante, en lo relativo al tema «poesía», Florence no tenía piedad. Sin embargo, su actitud no hizo sino ayudar a su hijo.

Pues no solo los oficinistas se compadecieron del chico, pese a no tener ni idea de lo que era una rima, sino también la joven esposa de un ordenanza, que por casualidad estaba ahí porque había llevado a su marido el almuerzo que él se había olvidado en casa. Esperaba en el vestíbulo, pero se enteró del arrebato de Florence y, contrariamente a esta, se sintió conmovida hasta las lágrimas por la poesía del joven. Cuando se marchó, recogió la carta del suelo, la alisó, la metió de nuevo en el sobre y la echó en el primer buzón que encontró, aunque sin franquear. Así fue como cayó en manos de la madre de la interesada cuando el cartero pidió el porte.

Elaine vacilaba seriamente entre la solidaridad hacia su esposo, hacia su hija y el secreto postal. Con toda certeza, Tim habría destruido el escrito sin pensárselo dos veces, pero Elaine era incapaz. Al final decidió llegar a un compromiso: leería primero la carta y luego decidiría si era inofensiva y podía entregársela a Lilian.

Como era de esperar, la muchacha tomó indignada el sobre abierto y arrugado.

—¿Alguna vez has oído hablar de la esfera privada? —le soltó a su madre—. ¡Ni en el internado leían nuestras cartas!

—Yo no pondría la mano en el fuego por eso —objetó Elaine—. Yo al menos recibí algunas que habían abierto antes de enviarlas.

—¿Qué? —Lilian ya estaba dispuesta a indignarse a posteriori, pero luego prefirió dedicarse a la preciada misiva de Ben.

—¿No has sacado nada? —preguntó malhumorada.

Elaine respondió que no con un gesto.

—¡Lo juro! —contestó sonriendo—. Y cuando llegó el sobre ya estaba mal cerrado y arrugado. Dicho sea de paso, se me han erizado los pelos de la nuca al leer la carta. Si en el futuro pensáis vivir de la poesía de Ben, lo veo negro…

—¡Los poemas son solo para mí! —respondió Lilian con resplandeciente arrebato—. Tú no los entiendes…

—Y luego se ha encerrado durante tres horas en su habitación con el corazón fluyente de Ben —informaba más tarde una sonriente Elaine a su marido. Tim acababa de llegar con Matt Gawain de una reunión de trabajo en Westport, adonde Lilian no lo había acompañado ese día.

El hombre contrajo con desagrado la boca. Estaba agotado tras el largo viaje por caminos sin asfaltar. El coche no tenía mejor suspensión que la calesa, que él prefería.

—Lainie, no tiene gracia. Y habíamos acordado que no apoyaríamos esta relación. ¿Cómo has podido darle la carta?

Elaine forzó a Tim a sentarse en un sillón, le ayudó a levantar las piernas y empezó a darle un suave masaje en la espalda.

—Esto no es una cárcel, Tim —advirtió—. Y existe algo así como el derecho a tener una correspondencia propia. En rigor, ni siquiera debería haber abierto la carta, pero al final me pareció una postura demasiado liberal. Y ya sabes lo que pienso: este enamoramiento es totalmente inofensivo. Si le concedemos demasiada importancia, las cosas empeorarán.

Tim resopló.

—De todos modos, en adelante no pienso perderla de vista. Ahora que Roly no está, trabajará de chófer. Así ella estará ocupada y yo la tendré controlada. ¡Y tú no le permitas que escriba a ese chico! Tendría de inmediato a Florence al teléfono y ahora por fin ha vuelto a tranquilizarse después de haberles metido miedo a los del ferrocarril…

Lilian no contestó por correo a la carta de Ben, pues había comprendido que su misiva acabaría sobre el escritorio de la madre del chico. Además, últimamente estaba ocupada aprendiendo a conducir, una práctica con la que se lo pasaba en grande. Por el momento tampoco se oponía a cumplir las nuevas tareas de chauffeuse de Tim, y Elaine respiró aliviada al comprobar que el hecho de que su marido «no la perdiera de vista» no comportaba más altercados. Esperaba incluso que, con tantas novedades, Lilian pronto se olvidara de su «gran amor». A fin de cuentas viajaba mucho con su padre y conocía a otros jóvenes.

Ahí, sin embargo, Elaine se equivocaba. Lilian seguía soñando con Ben, cuyos poemas guardaba bajo la almohada. Desestimaba una idea tras otra para ponerse en contacto con él, pero al final urdió un plan para cuya ejecución le bastaba con sobornar a su hermano menor. Bobby obtendría tres palos de regaliz si el domingo, antes de la misa, tropezaba sin llamar la atención con Ben Biller. Aparentemente enfrascado en el juego de pilla pilla, el niño chocó con Ben, casi lo derribó y se quedó un momento agarrado a él como si necesitara apoyo.

—Escondite, haya del sur, cementerio —susurró el pequeño con gravedad—. Horquilla, derecha, a la altura de la cabeza… —Bobby Lambert guiñó el ojo a Ben, y siguió correteando. Ben permaneció pensativo, al parecer concentrado en asimilar la información.

Lilian lo observó preocupada durante la misa. ¿No se pondría lentamente en camino? ¡No esperaría a que acabara el oficio y a que el cementerio estuviera lleno de gente!

Ben necesitaba un poco más de tiempo para comprender el significado de lo que Bobby le había dicho. Al principio no cayó en la cuenta de que el niño era el hermano de Lilian. Por eso, no fue hasta que la misa ya estaba a punto de terminar que se levantó y salió a toda prisa de la iglesia. Florence lo miró un poco enojada, pero distinguió a Lilian con sus padres y se tranquilizó. Ben solo tenía que encontrar la hoja de papel… Lilian rezó por primera vez esa mañana con auténtico fervor.

Poco después se topó delante de la iglesia con Ben, radiante de entusiasmo. El joven parecía tan animado que Lilian llegó a temerse que Florence fuera a interrogarlo. No obstante, esta se hallaba enfrascada en una conversación con el reverendo y no advirtió que Lilian dirigía a Ben un guiño y un gesto de victoria. El escondite en el haya del sur suponía, sin duda alguna, un avance en su relación.

Para la joven pareja de enamorados, el futuro inmediato se perfilaba sumamente emocionante. Pese a que solo se veían en la iglesia o por casualidad en la ciudad, donde tenían que fingir desinterés, pues solían acompañar a Tim y Florence, mantenían una frecuente relación epistolar. A Lilian, sobre todo, se le ocurrían sin cesar nuevos escondites en los que depositar información o pequeñas ofrendas de amor para su Ben. Este, por su parte, estaba menos dotado para la conspiración, pero aceptaba sus ideas y trocaba ansioso los paquetitos de galletas que ella misma había preparado y las cartas profusamente adornadas con flores, corazones y angelitos que Lilian pintaba, por nuevas elegías sobre la belleza e inteligencia de la muchacha.

Lilian copiaba de vez en cuando algún poema, pero se refería sobre todo a lo cotidiano. En sus cartas hablaba del caballo, del automóvil (que más le gustaba cuanto más a fondo se atrevía a pisar el acelerador) y, naturalmente, del ardiente deseo de volver a ver cara a cara a Ben.

«¿No puedes escaparte por la noche? A lo mejor tienes un árbol delante de la ventana o algo por el estilo».

A Ben jamás se le había ocurrido escapar de su casa por la noche, pero en un principio la idea le pareció tan excitante que acto seguido escribió un poema sobre cómo brillaría el cabello de Lilian a la luz de la luna.

Ella lo encontró sublime, aunque se sintió algo decepcionada. En sus poemas, Ben podía explayarse durante horas sobre las hazañas que emprendería y los peligros que correría para obtener un beso de los labios de ella. En la realidad, sin embargo, no hacía nada. Al final, la joven decidió pasar a la acción.

«El jueves por la noche, a las once y media, en el establo del Lucky Horse», escribió temerariamente. Era un lugar de encuentro que a Ben le hacía sonrojar, pues el Lucky Horse no era solo un pub, sino el hotel por horas de Madame Clarisse. Pasó noches en blanco, dándole vueltas en la cabeza a cómo su bonita e ingenua Lilian podía ir a parar a tal semillero de vicio y si, encima, él iba a apoyarla sin que le remordiera la conciencia.

Lilian no se preocupaba por eso en absoluto. Como siempre, ella iba a lo práctico. El Lucky Horse simplemente se prestaba al encuentro clandestino porque su padre se reunía allí con sus amigos. Tim Lambert y Matt Gawain no se saltaban ningún jueves por la noche y, desde hacía poco, formaba parte de las tareas de Lilian llevar a su padre en coche a la ciudad e ir a recogerlo poco antes de la hora de cerrar. Por supuesto debía cumplir las estrictas condiciones de aparcar a la luz de las farolas de la calle, no abandonar el vehículo y mantener las puertas cerradas. Por el momento, solo las calles principales de Greymouth contaban con alumbrado eléctrico y una chica decente no debía dejarse ver sola por las noches.

Sin embargo, Lily no era miedosa y se desenvolvía bien por los alrededores del Lucky Horse. Su madre había vivido en el edificio del establo cuando trabajaba de pianista en el pub, y entre sus amigas más íntimas se contaban tanto Madame Clarisse como las chicas que trabajaban para ella. Cuando Lilian era pequeña, Elaine solía llevársela cuando las visitaba y la niña había jugado en el establo y en las calles adyacentes. En los últimos años, las visitas se habían reducido —las chicas de Madame Clarisse cambiaban con frecuencia porque solían casarse con los mineros—, pero a Lilian el burdel no le infundía ningún temor. Por añadidura sabía con exactitud qué amigos de Tim llegaban a la taberna a caballo, cuáles en coche o simplemente a pie. Los jueves solo se esperaba un caballo en el establo, la huesuda yegua del herrero, y este nunca dejaba la taberna antes de la hora de cierre. Así pues, nadie molestaría a los jóvenes enamorados. Si llevaba el coche por detrás del pub y lo aparcaba junto al edificio, no corría el peligro de que el vehículo llamara la atención. Todavía más seguro —y también más romántico— habría sido, claro está, encontrarse fuera de la ciudad. Pero Ben tendría que haber andado demasiado. Lilian maldijo el hecho de que no le gustara montar y que, por lo tanto, no tuviera caballo propio. Tampoco le gustaba ir en carro, no habría sabido ni cómo enganchar el caballo. Y el automóvil de la familia Biller solo lo conducía el chófer.

El corazón de Lilian palpitaba con fuerza cuando se introdujo al abrigo de la oscuridad en el establo del pub. Estaba débilmente iluminado por un farol, pero, salvo por ello, su plan funcionaba. Solo un caballo mordisqueaba el heno y Ben ya estaba ahí.

Lilian casi habría lanzado un grito cuando él la estrechó contra sí y la besó con pasión y de forma teatral.

—¡Eh, que me ahogas! —gritó riendo—. ¿Todo bien, nadie sospecha nada?

Ben sacudió la cabeza.

—No me ven capaz de algo así —respondió orgulloso—. ¡He… casi habría bajado por la ventana!

Puesto que tenía el dormitorio en el primer piso y ningún árbol delante de la ventana, prefirió no mentir. Lilian encontró que bastaba con la intención para ser romántico.

Pasaron la media hora siguiente haciéndose carantoñas, promesas de amor y lamentándose de su triste vida cotidiana. A Lilian solo le faltaba Ben; este, por el contrario, sufría otras adversidades de la existencia.

—A mí no me gusta el trabajo de oficina. Y no me interesa para nada la minería. Ahora hasta he tenido que bajar a la mina…

—¿Y? —preguntó Lilian, ansiosa—. ¿Qué tal era?

—Oscura —respondió Ben, quien al advertir que tal vez era una descripción algo floja para un poeta, añadió—: De una oscuridad sepulcral —añadió.

Lilian lo miró incrédula.

—Pero si tenéis esas lámparas tan modernas. El tío Matt dice que la mina está tan iluminada como un salón de baile.

—Para mí todo estaba negro como el infierno —insistió Ben.

Lilian abandonó la idea de señalar que probablemente el infierno también estuviera bien iluminado. A fin de cuentas, había allí fuego suficiente.

—Y hacer cálculos y todo eso tampoco me va. Últimamente me he equivocado por casi mil dólares, mi madre estaba hecha una furia.

Aunque Lilian lo encontró bastante comprensible, igualmente acarició consoladora a su novio en la mejilla.

—Pero seguro que vuelven a enviarte a la universidad, ¿no? Al fin y al cabo, la minería también se estudia. Ay, Ben, qué lejos estarás entonces…

Lilian se estrechó contra el muchacho, que se atrevió a atraerla hacia un montón de heno. Ella se mantuvo quieta mientras Ben no solo le cubría de besos la cara, sino el cuello y el nacimiento de los pechos. Lilian, por su parte, deslizó las manos bajo la camisa de él y acarició vacilante el pectoral todavía musculoso y la espalda. Encontraba que era una lástima que no siguiera con el remo. Le gustaba ver cómo se movían los músculos por debajo de la camisa.

—¿Volvemos el próximo jueves? —preguntó jadeante la muchacha, cuando se separaron.

Ben asintió. Se veía como un héroe, incluso algo perverso.

Tras el primer encuentro en el establo de la taberna, Lilian no cabía en sí de alegría. Disfrutaba de su amor secreto, pero también de trabajar con su padre. La guerra exigía la constante ampliación de la capacidad de rendimiento de la mina y Tim se reunía con frecuencia con otros ingenieros, representantes del ferrocarril y comerciantes. Lilian lo acompañaba tanto a almuerzos de negocios como a acontecimientos sociales, y Elaine contemplaba complacida cómo coqueteaba y bailaba. Tenía la vaga sospecha de que su hija todavía estaba enamorada de Ben Biller, pero no presentía que se encontrara con él a escondidas ni que sus caricias cada vez fueran más osadas.

En un principio, Florence Biller no percibió nada. De todos modos, tenía motivos suficientes para inquietarse por su hijo mayor. El manifiesto desinterés de Ben por el trabajo y su falta de capacidad para realizar las tareas prácticas más sencillas la enervaban. Por su parte, Ben estaba cada vez más desesperado con los arrebatos de su madre. Entretanto había perdido la esperanza de asistir a la Universidad de Dunedin. Su padre intervino para que al menos estudiara un par de semestres técnica minera o economía, pero Florence hizo oídos sordos.

—¡Técnica minera! ¡Permite que me ría! Nuestro Ben, ingeniero… ¡Pero si se pone a cubierto en cuanto oye que hierve la cafetera! —El noble y plateado aparato para preparar el café era la adquisición más reciente de Florence. Estaba en la recepción de su despacho y todos se maravillaban al verlo—. ¡Y en lo que se refiere a economía, en Dunedin no aprenderá más que conmigo!

Caleb suspiraba. Florence había obtenido sus conocimientos a fuerza de trabajar. Su padre, también propietario de una mina, no habría permitido ni en sueños que la hija estudiase o al menos que colaborase en su propio negocio. Pero, evidentemente, Ben no estaba hecho de la misma madera. Tal vez le habrían fascinado las teorías de la economía si le hubieran dejado aproximarse a esa disciplina de forma científica. Caleb seguía viendo a su hijo estudiando una carrera universitaria más que sucediendo a su madre en la dirección de la empresa. Por fortuna, los hijos más jóvenes de Florence ardían en deseos de ocupar ese puesto. El mayor se interesaba por política empresarial y el menor andaba manipulando máquinas de vapor y cargando encantado su tren de juguete con simulacros de carbón.

Caleb no entendía por qué no podían prescindir de Ben para esos menesteres, pero Florence tenía varios frentes asegurados. El muchacho estaba ahí, era lo suficientemente mayor para trabajar en la empresa familiar y esa era su obligación. Caleb pensaba sin el menor respeto que Florence tenía menos imaginación que una jaula de transporte.

Por suerte, Ben todavía era joven. Por lo general, un muchacho de su edad aún no habría ni siquiera concluido la escuela secundaria, y aun menos asistido a la universidad. Caleb esperaba que el interés de Florence por él acabara enfriándose en cuanto Sam tuviera edad suficiente para trabajar con ella en el despacho. Ben podría ir entonces a Dunedin y tal vez ni necesitara pasar por la carrera de Economía. Caleb le permitiría estudiar simplemente lo que quisiera y disfrutaba ya del intercambio intelectual con el joven lingüista.

Ben carecía, por desgracia, de la paciencia de su padre. No veía remedio a su situación. Que le prohibiesen estudiar en Dunedin o Christchurch lo sumió en una profunda depresión.

—¡Así al menos estamos juntos! —lo consolaba Lilian. Pero ni siquiera esto lo animaba.

—¿Qué forma es esta de estar juntos? —se quejaba—. Siempre a escondidas, siempre con miedo a que nos descubran… ¿Cuánto tiempo vamos a pasar así, Lily?

La joven alzó la vista al cielo.

—¡Hasta que seamos mayores de edad, claro! —respondió—. Luego ya no podrán darnos más órdenes. ¡Tenemos que aguantar un poco!

—¿Un poco? —preguntó Ben fuera de sí—. ¡Faltan todavía muchos años para que cumpla veintiuno!

La muchacha hizo un gesto de impotencia.

—El auténtico amor se ve sometido a duras pruebas —advirtió en tono heroico—. Siempre pasa igual. En libros y canciones y en todo…

Ben suspiró.

—Estoy pensando en largarme e ir al ejército.

Lilian se sobresaltó.

—¡Eso sí que no, Ben! ¿Acaso quieres que te maten? Además, para alistarte en el ANZAC has de tener veintiún años. —Le cogió la mano. En el establo hacía frío, pero no se le ocurría otro lugar de encuentro.

—Pero se puede hacer trampa —replicó el joven—. Y puedo demostrar que he estado en la Universidad de Cambridge. Por lo general hay que ser mayor de dieciocho años para eso.

—¡Pero no tienes veintiuno! —insistió Lilian, temerosa. Tenía que disuadirlo como fuera.

Roly O’Brien no escribía con frecuencia, pero lo que había contado de Galípoli le helaba a uno la sangre en las venas. Sin duda, en los libros y en las canciones, ir a la guerra era romántico, pero la realidad daba la impresión de ser muy otra. Y Ben con un fusil… Seguro que escribía unos versos maravillosos sobre la heroicidad de sus camaradas, pero no lo veía capaz de disparar, y aun menos de acertar. Tenía que pensar algo, y con urgencia.

—He estado reflexionando —le comunicó Lily en el siguiente encuentro, casi un mes más tarde.

El último jueves Tim no había asistido a la tertulia y Lilian lo había acompañado a un congreso en Blenheim, al que también habían acudido George Greenwood y otros accionistas para ultimar el proyecto de ampliar Mina Lambert con una fábrica de coque. Ben no mostró el menor interés por esta noticia. Ni siquiera se le ocurrió que Florence Biller habría matado por ser la primera en enterarse. Lilian le contó sin reparos los planes de su padre, estaba demasiado ocupada en intercambiar caricias para pensar en las posibles consecuencias de su indiscreción.

Tras la larga abstinencia, los besos de Ben todavía le sabían más dulces y la reafirmaban en la decisión que había tomado en Blenheim, en la que había contribuido de forma fundamental una visita a hurtadillas al registro civil.

—Tengo diecisiete años. Puedo casarme.

—¿Con quién quieres casarte? —bromeó Ben al tiempo que desabrochaba audazmente los botones superiores de la blusa de la chica.

Lilian puso los ojos en blanco.

—¡Pues contigo, claro! —respondió—. Es la mar de fácil. Cogemos el tren hasta Christchurch y luego hasta Blenheim. Con el coche llegaríamos antes, pero no quiero robar. Y de Blenheim salen los transbordadores a Wellington. Nos casaremos allí. O en Auckland. Ahí tal vez será más seguro, porque es posible que en Wellington nos busquen. También podíamos ir a Australia… —Lilian dudó un poco. Australia le parecía realmente lejos.

—Pero yo no tengo documentación —objetó Ben—. No se creerán que tengo dieciocho años.

—Basta con diecisiete, también para los chicos. Podemos esperar un par de meses hasta tu cumpleaños. Por lo demás, solo hay que jurar que uno no está casado con otra persona o es pariente de sangre o algo así.

Cuando se era menor de veinte años, se precisaba, además, la autorización de los padres, pero Lilian no quiso cargar a Ben con eso. Tenía la intención de falsificar sin más la firma de Tim, y con la de Florence Biller aún tenía menos reparos.

—Entonces estudiarás en Auckland. También vale, ¿no?

Ben se mordió el labio inferior.

—Todavía es mejor —respondió—. Se toman muy en serio la investigación en el ámbito de la cultura maorí; de hecho, están construyendo un museo para artefactos o algo así. Mi padre está tan entusiasmado que no ve el momento de ir a visitarlo. Claro que si nos descubre…

Lilian gimió. En su opinión, Ben vacilaba demasiado a veces.

—Ben, si estamos casados, estamos casados y punto. Para eso no hay marcha atrás. Además, en una ciudad tan grande como Auckland será fácil evitar a tu padre.

El chico estuvo de acuerdo.

—Pues sí, sería una solución…

Al menos era una idea fascinante, si bien no llegaba a imaginársela en la realidad. Solo de pensar en huir a la isla Norte el corazón se le desbocaba. ¡Nunca se atrevería!