Cuando pasados unos meses Gloria llegó por fin a Sídney, estaba preparada para odiar al mundo entero. Detestaba profundamente a los clientes que la utilizaban sin el menor escrúpulo y que no estaban dispuestos a pagar el menor recargo por los «servicios especiales». Más de una vez tuvo que sacar el puñal para forzar a los hombres a que le dieran lo convenido (si bien le costaba creer que la mayoría de las veces aquello diera resultado). Los provincianos, en realidad tipos más bien inofensivos que solo querían aprovechar la oportunidad de utilizar a una criatura todavía más débil y más desamparada que ellos, se resignaban cuando veían brillar el acero. Un canalla como el camarero la habría desarmado fácilmente y hasta es posible que se hubiera vengado con sangre. Pero tal vez los hombres se asustaban al descubrir el odio y el ansia de matar en los ojos de Gloria cuando empuñaba el cuchillo. Mientras cumplía su tarea, daba la impresión de ser tranquila y vulnerable y recogía el dinero por sus servicios sin pronunciar palabra. Pero en cuanto se negaban a darle la paga, se convertía en una furia.
Gloria también odiaba a las otras rameras que se negaban a aceptarla en su zona. No fueron pocas las veces que tuvo que emplear el cuchillo. Las chicas estaban demasiado endurecidas para reaccionar ante simples amenazas y la mayoría de ellas luchaban mejor que Gloria. Dos veces acabó en la dura calle, molida a palos, y en una ocasión su rival le robó también las ganancias del día. Aun así, Gloria no constituía una gran competencia para las otras putas. Los hombres que la reclamaban buscaban algo distinto a los servicios habituales.
Al principio, la muchacha no comprendía por qué sucedía esto, pero luego se percató de que lo que fascinaba a los hombres era que llevase la cabeza rapada. Al empezar había temido que su aspecto fuera en detrimento del negocio, hasta que cayó en la cuenta de que justo los hombres de una índole peculiar encontraban irresistible la visión del cuero cabelludo. Como consecuencia, Gloria volvía a afeitarse en cuanto le crecía el cabello. Además, era práctico para acabar con los insectos, pues aunque ya no practicaba su oficio en condiciones tan atroces como en el Niobe, también en los heniles y cobertizos del puerto adonde llevaba a sus clientes había sin duda pulgas. Lo que prefería era ir a una playa. Era más limpio y el sonido del mar la mecía mientras los clientes gozaban de sus servicios.
Gloria también odiaba a las mujeres respetables y a los tenderos a quienes compraba lo poco que comía. Odiaba su arrogancia cuando se encontraban con ella, a sus ojos una vulgar puta, y su falta de disposición para ayudarla de algún modo. Había tomado la costumbre de viajar vestida de chico y transformarse por las noches en una mujer. Con la ropa de hombre se sentía más segura y podía ocultarse con mayor facilidad de las otras rameras que gustaban de emplear el día en perseguir a la competencia «ambulante». Siempre con la esperanza de ahorrarse dinero en las comidas y así acumular más para el viaje a Nueva Zelanda, la joven no dejaba de pedir trabajo como chico. Habría sido fácil para los tenderos o las esposas de los campesinos de las granjas que jalonaban el camino pedir al joven que reparase un par de verjas, descargara un carro o cortara hierba a cambio de comida. Pero solo unos pocos aceptaban el trueque, la mayoría pedía dinero. En el mejor de los casos, Jack recibía alguna limosna por el camino: «¡Ve con Dios, pero ve!», le gritaron en más de una ocasión.
Los vagabundos no eran bien vistos en las ciudades provincianas de Australia. Una y otra vez se exhortaba al pretendido muchacho a alistarse en el ejército en lugar de deambular sin rumbo fijo por ahí.
Pero lo que más odiaba Gloria era el país en el que había caído. Provenía de Nueva Zelanda, y para ser más exactos de América, por lo que estaba acostumbrada a grandes recorridos, pero las distancias que había que salvar en Australia lo eclipsaban todo. Al principio del viaje, sobre todo, esto la había desesperado. Para ir de Darwin a Sídney tenía que cruzar el despoblado Territorio del Norte, que abarcaba cientos de kilómetros. Gloria no percibía la belleza de las regiones desérticas que atravesaba en trenes, a menudo a pie o en el coche de algún granjero compasivo o un buscador de oro con intenciones libidinosas. No veía las formaciones rocosas de brillos rojizos, ni los sorprendentes termiteros, ni las espectaculares salidas y puestas de sol, aunque a veces pensaba fugazmente que en otros tiempos lo habría dibujado todo. Pero eso había sido en otra vida, y en lo que concernía al presente…, Gloria no tenía vida. Consideraba su existencia como una transición. Cuanto menos reflexionara en dónde estaba y qué hacía, más fácil le resultaría olvidarlo todo después. Cuando cerraba los ojos veía ante sí las llanuras de Canterbury, los exuberantes pastizales, las ovejas y los Alpes Neozelandeses al fondo. Y tenía miedo de que este último sueño llegara a disiparse si no se daba suficiente prisa.
Gloria evitaba las poblaciones de los aborígenes, los nativos del país, pero se dirigía resuelta hacia los buscadores de oro y sus asentamientos. Como muchacho, intentó encontrar trabajo lavando oro, pero sin una concesión propia y sin el conocimiento preciso en la materia habría tardado años en obtener dinero suficiente para seguir el viaje. Como puta ganaba más, si bien en los campamentos era recomendable ser prudente. La mayoría de los buscadores de oro eran tipos rudos y solo accedían a pagar una vez que les habían dado lo que buscaban. Entonces llegaban a ser extraordinariamente generosos, pero a veces también se abalanzaban en grupo sobre Gloria y al final se negaban a pagar. La joven no se atrevía a sacar el cuchillo cuando ellos eran más.
En cualquier caso, Gloria suspiró aliviada cuando, tras errar durante semanas, volvió a ver el mar y pudo pasar de un pueblo costero a otro sin demasiados problemas. No se fijó en los nombres de las poblaciones, de las ciudades ni de los puertos. Para ella todo era igual, el paisaje se fundía en un desierto y una playa, los rostros de los hombres en una sola mueca. Lo único que Gloria pensaba era seguir avanzando. Pese a ello, tuvo que soportar meses de dolor, miedo y humillación hasta que por fin llegó a Sídney. Jack tendría que transformarse definitivamente en Gloria, pues sus documentos presentaban ese nombre. Durante el trayecto había sacado en repetidas ocasiones el pasaporte, a veces temblando cuando no lo encontraba a la primera en el bolsillo interior de su ropa de hombre. En el ínterin los papeles se habían manchado, humedecido en el agua salada y arrugado, pero seguían siendo válidos.
Gloria Martyn…, hacía tiempo que el nombre le resultaba ajeno. Cuando pensaba alguna vez en el ser en que se había convertido se llamaba a sí misma Jack. Reflexionó brevemente si el hecho de emplear los documentos conllevaba el peligro de que la descubrieran y la enviaran de vuelta con sus padres, pero lo consideró improbable. Tal vez si hubiera sido una criminal habitual, pero una chica huida de San Francisco… La mayoría de la gente seguramente se imaginaría una historia de amor. Como Lilian… Gloria apenas si lograba dar crédito a que tal vez pronto volviera a ver a su alegre primita.
En las últimas semanas, Gloria se había dejado crecer de nuevo el cabello y al llegar a Sídney ya revoloteaban en torno a su delgado rostro algunos bucles de color pajizo. Adquirió en un almacén dos trajes de viaje. No eran caros, pero tampoco de la peor calidad. Pese a que había tenido que «trabajar» más tiempo, Gloria estaba decidida a comprar un billete de segunda clase. No soportaría la entrecubierta una vez más, ni siquiera como pasajera.
El primer barco rumbo a Nueva Zelanda se dirigía a Dunedin. En eso, Gloria tuvo suerte. Había estado debatiéndose con el dilema de si esperar un pasaje para la isla Sur o zarpar lo antes posible, aunque la travesía fuera a la isla Norte. Más fastidioso era el hecho de que el Queen Ann no zarpara hasta una semana después. Gloria se debatía consigo misma. ¿Debía pasar el tiempo de espera como Jack en un albergue masculino y ahorrar así el dinero, o pagarse una habitación? Lo último acabaría con sus últimas reservas de dinero. La opción más lucrativa, trabajar unos cuantos días más, la rechazó de inmediato. ¡No debía correr más riesgos! Después de todo lo que había pasado, no quería ser víctima del ataque de otras prostitutas ni que, en su papel de Jack, los hombres le robaran el pasaje del barco.
De repente Gloria fue presa de un ataque de pánico. ¿Qué sucedería si la reconocían en el control de pasaportes? ¿Y si el Queen Ann naufragaba? ¿Y si alguno de los miembros de la tripulación del Mary Lou o del Niobe viajaba en ese barco y la reconocía? ¿Y cómo se planteaba llegar hasta su casa? El abuelo James había muerto, pero ¿viviría todavía la abuela Gwyn? En el tiempo que había transcurrido, ¿habrían Kura y William, iracundos porque Gloria se había escapado, vendido Kiward Station? En tales circunstancias, ¿era ella culpable de que Jack y la abuela Gwyn perdieran su hogar? Gloria no quería pensar en él. ¿Lo odiaría como odiaba a todos los hombres?
Gloria pasó el tiempo que quedaba hasta la partida recluida en la habitación de una pensión barata, sola y angustiada. De Sídney, una ciudad pequeña y bonita, que se había desarrollado a partir de una colonia penitenciaria, la muchacha no vio nada más que las instalaciones portuarias. Port Jackson era un puerto natural, una bahía que penetraba profundamente en la tierra, dando refugio a las embarcaciones y los embarcaderos. Sin embargo, Gloria seguía sin apreciar las bellezas naturales. Para ella, un puerto no era más que un lugar lleno de peligros y de escoria humana.
Invirtió el dinero que le quedaba en un coche de alquiler para no tener que ir a pie por el barrio del puerto y casi embarcó corriendo en el Queen Ann. Gloria se sintió al borde de las lágrimas de puro alivio cuando le indicaron amablemente su camarote. Compartía la pequeña habitación con una entusiasta muchacha que viajaba con sus padres a Nueva Zelanda. Esta contó diligente que su madre había nacido en Queenstown, pero que se había casado en Australia. Ahora el padre tenía que instalarse en la isla Sur por razones laborales y se llevaba a su familia. Henrietta y sus dos hermanos por fin conocerían a sus abuelos.
—¿Y tú? —preguntó la muchacha, curiosa.
Gloria contó pocas cosas. La alegre compañera de viaje la sacaba de sus casillas, como antes sus compañeras de Oaks Garden. No tardó en volver a adoptar su comportamiento anterior, mostrándose silenciosa y huraña. Henrietta enseguida empezó a evitarla.
La travesía era bastante larga y la compañía naviera ofrecía a los pasajeros de primera y segunda clase algunos entretenimientos. Gloria habría preferido soslayarlos: dudaba entre el deseo de pasar el tiempo en cubierta buscando inútilmente con la mirada las costas de su hogar y el impulso de esconderse en su camarote. De todos modos, el baile y las funciones musicales siempre se desarrollaban en las comidas y Gloria aprovechaba cualquier oportunidad para hartarse de comer. En Australia había pasado hambre casi de forma constante y ahora no perdería ninguna posibilidad de disfrutar de los platos por los que había pagado con el pasaje. Al principio le resultó difícil recordar los formalismos sociales. Había engullido pan y queso a toda velocidad demasiadas veces, en un intento de evitar que otro vagabundo más fuerte le arrebatara el alimento al joven Jack.
Las comidas periódicas y el ordenado comedor del barco, no obstante, despertaron en ella el recuerdo de Oaks Garden. Gloria se comportaba como en el internado: ocupaba su puesto con la vista baja, deseaba a sus compañeros de mesa que les aprovechara la comida sin mirarlos y daba cuenta de sus platos lo más deprisa posible. Puesto que habría sido descortés levantarse justo después de terminar, se quedaba el tiempo que duraban las representaciones musicales o de teatro, bebía vino a sorbos y tomaba algunas nueces que servían como acompañamiento. Cuando alguien le dirigía la palabra, ella contestaba con monosílabos. En general, conseguía desempeñar el papel de chica tímida y sumamente virtuosa. Solo en una ocasión, cuando un joven la invitó a bailar sin malas intenciones, volvió a aparecer su «yo de transición». Lo miró con tal odio que él casi se cayó de espaldas y Gloria se asustó de sí misma. Si él la hubiera tocado, sin duda habría sacado el cuchillo, que todavía llevaba consigo. Desde ese incidente, la pequeña Henrietta le tenía miedo. Gloria contaba los días que faltaban para acabar el viaje.
Y entonces apareció en el horizonte, por fin, Nueva Zelanda, Aotearoa. Gloria había soñado con la gran nube blanca, pero de hecho arribaron a Dunedin no al amanecer, sino a mediodía, y las nubes otoñales con cuya presencia ella contaba ya se habían disipado. Pese a ello, desde el barco se distinguía la silueta de la montaña detrás de la bonita ciudad de Otago. El capitán señaló a los pasajeros de primera y segunda clase la colonia de albatros de la península de Otago y todos reaccionaron con las exclamaciones propias de las circunstancias ante las imponentes aves que trazaban círculos en el aire.
Gloria estrechaba entre sus dedos el hatillo de ropa con tanta fuerza que casi habría desgarrado la gastada tela. En casa… Por fin estaba en casa. Había oído decir que los inmigrantes, en los tiempos de la abuela Gwyn, se hincaban de rodillas y besaban el suelo cuando llegaban con vida a la nueva tierra, y ella comprendía ese sentimiento. Experimentó un alivio inmenso cuando el Queen Ann arribó a Port Chalmers.
—¿Qué planes tiene ahora, señorita Martyn? —preguntó sin demasiado interés el padre de Henrietta, que estaba a su lado y se esforzaba hasta el último momento en entablar una conversación amable con la extraña muchacha.
Gloria lo miró y tomó conciencia de que no sabía la respuesta. El objetivo de sus planes había sido Nueva Zelanda, pero exactamente lo que haría al llegar…
—Iré a ver a mi familia —contestó con el tono más resuelto de que fue capaz.
—Entonces le deseo mucha suerte. —El señor Marshall había descubierto a un conocido en la cubierta y dejó a Gloria, que respiró aliviada. Tampoco había mentido. Claro que quería ir a Kiward Station, aunque…
—Los viajeros a Dunedin suelen coger el tren —informó un camarero—. El ferrocarril circula de forma periódica y llega sin problemas a la ciudad.
—¿No llegamos a Dunedin? —susurró Gloria.
El joven sacudió la cabeza.
—No, señorita, Port Chalmers es un lugar autónomo. Pero lo dicho, no hay problema…
Siempre que se tuviera en el bolsillo más dinero que un par de centavos australianos. Gloria estaba segura de que no podía pagar el trayecto en tren, pero de alguna forma eso no le parecía tan importante. Estaba como en trance cuando bajó la escalerilla y volvió a pisar, por fin, suelo neozelandés. Sin meta ninguna anduvo junto al mar, se sentó en un banco y contempló el agua serena de la bahía. Se había imaginado muchas veces los gritos de alegría que lanzaría cuando alcanzara Nueva Zelanda, sin embargo, todo lo que sentía en esos momentos era vacío. No desesperación, ni miedo, ni desdicha, pero tampoco alegría. Gloria no tenía ni idea de lo que iba a hacer, pero eso no la preocupaba. Se quedaría sentada hasta… Lo ignoraba.
—Buenas tardes, señorita. ¿Puedo ayudarla de algún modo?
Gloria se estremeció al oír a sus espaldas una voz masculina. De forma instintiva quiso buscar el cuchillo, pero antes se dio media vuelta. Era un hombre con el uniforme de alguacil.
—No, yo… Solo estoy descansando… —titubeó Gloria.
El agente asintió, pero frunció el ceño.
—Lleva dos horas descansando —contestó echando un vistazo al reloj de bolsillo—. Y empieza a oscurecer. Si tiene usted un lugar adonde ir, debería darse prisa en llegar. Y si no tiene ninguno, le recomendaría que se lo planteara. En caso contrario, habré de inventarme algo. No tiene usted aspecto de ser una prostituta que trabaje en el puerto, pero forma parte de mis obligaciones evitar que a las jovencitas se les ocurran ideas absurdas. ¿Me ha entendido?
Gloria contempló al hombre con mayor detenimiento. Era de mediana edad, corpulento y no inspiraba temor, pero estaba en lo cierto. Ella no podía quedarse en el puerto sentada en un banco.
—¿De dónde es usted, señorita? —preguntó el policía cortésmente, cuando distinguió su expresión confusa.
—De Kiward Station —dijo Gloria—. Llanuras de Canterbury, Haldon.
—¡Por todos los santos! —El policía puso los ojos en blanco—. Hoy ya no le da tiempo de llegar hasta allí, hija mía. ¿No conoce nada más cercano?
Gloria se encogió de hombros.
—¿Queenstown, Otago? —preguntó de forma mecánica. Allí vivían los abuelos de Lilian, si bien Gloria solo los había visitado una única vez.
El agente sonrió.
—Está más cerca, jovencita, pero no precisamente a la vuelta de la esquina. Estaba pensando en algún sitio donde pudiera encontrar una cama hoy. Si no puede ser en Port Chalmers, ¿qué tal en Dunedin?
Dunedin. Gloria había escrito miles de veces el nombre en los sobres de las cartas. Claro que conocía a alguien en Dunedin. Si es que no se había mudado a otro lugar, cambiado de empleo o casado. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había escrito a Sarah Bleachum.
—¿La escuela femenina Princess Alice? —susurró.
El agente asintió.
—¡Eso es! —exclamó—. Se encuentra entre el centro de la ciudad y Port Chalmers, así que no queda muy lejos.
—¿A cuántos kilómetros? —inquirió Gloria.
—A unos ocho kilómetros —calculó.
Gloria asintió resuelta.
—Bien, puedo ir caminando. ¿En qué dirección? ¿Hay una carretera en buen estado?
De nuevo su interlocutor frunció el ceño.
—Dígame, pequeña, ¿de dónde ha salido usted? ¿Directamente del desierto? Claro que hay carreteras en buen estado alrededor de Dunedin, y una línea de ferrocarril. Seguro que hay una parada cerca de la escuela. Aunque el último tren ya debe de haber salido. Le buscaré un coche de alquiler. ¿Está de acuerdo?
—No tengo dinero —adujo Gloria.
—Ya me lo temía yo —declaró el policía con un suspiro—. Parecía tener problemas… Así pues, pensemos juntos. ¿Por qué le ha venido a la mente la escuela de chicas? Me refiero a si conoce a alguien allí.
—A Sarah Bleachum. Una profesora —contestó Gloria pacientemente. Seguía sin sentir nada, ni miedo ante la fuerza del orden ni el deseo de alojarse en algún lugar esa noche. Sarah Bleachum… pertenecía a otro mundo.
—¿Y cómo se llama usted? —preguntó el agente.
Gloria le dio su nombre. Aun existiendo el peligro de que la estuvieran buscando, ahora ya no la despacharían en el siguiente barco rumbo a América. Sus familiares vivían demasiado cerca.
—Pues bien, señorita Martyn, le haré la siguiente sugerencia. Aquí al lado hay una comisaría de policía, ¡no se asuste, no mordemos! Si no tiene inconveniente en acompañarme, llamaremos ahora mismo al Princess Alice. Y si en efecto hay ahí una señorita Bleachum que le tenga algo de aprecio, sin duda ella se encargará de los costes del coche de alquiler.
Unos minutos más tarde, Gloria estaba sentada ante una taza de té en la comisaría que el agente McCloud compartía con su colega McArthur. Los habitantes de Dunedin eran casi todos de origen escocés.
McCloud habló primero por teléfono con una tal señorita Brandon, luego con la señora Lancaster y finalmente se volvió hacia Gloria.
—Sí, cuentan con una señorita Sarah Bleachum, pero está dando clase… de astronomía. Qué asignatura más rara, ¡nunca habría pensado que a las chicas les interesara! La directora ha dicho, de todos modos, que la metiera en el coche y la enviara allí. Que ya se arreglaría con los costes.
Sonaba reconfortante, e inmediatamente después Gloria se arrellanaba en los cojines de un automóvil muy amplio en el que se esperaba tal vez que los pasajeros llevaran sombreros altos. El conductor atravesó Port Chalmers, no sin comentar las ventajas del alumbrado eléctrico de las calles que se había instalado hacía poco y luego las carreteras bien pavimentadas pero oscuras que llevaban a Dunedin. Gloria deseaba ver a la luz del día la carretera que circulaba en parte por regiones boscosas. Hayas del sur…, árboles col… Tal vez se sintiera menos irreal cuando volviera a ver la vegetación de su hogar.
El edificio de la escuela Princess Alice le recordó a Oaks Garden. No obstante, era más pequeño y arquitectónicamente más bonito, una construcción alegre con torrecillas y balcones, de arenisca clara, típica de la zona. Un paseo conducía hasta allí. El corazón de Gloria empezó a latir con fuerza cuando el conductor se detuvo delante de la escalinata. Si la señorita Bleachum no la reconocía o no quería saber nada de ella…, ¿qué haría para pagar el viaje en taxi?
El conductor la acompañó escaleras arriba hasta una recepción donde una hospitalaria chimenea mantenía alejado el frío otoñal. Había muebles de madera de kauri, sillones, sofás y mullidas alfombras. Una mujer ya mayor y algo entrada en carnes abrió sonriente la puerta.
—Soy la señora Lancaster, la directora —se presentó, y pagó antes de nada al conductor—. Y ahora tengo curiosidad por saber quién nos ha llegado desde Australia. —Sonrió a Gloria—. También la señorita Bleachum, por otra parte. No conoce a nadie de allí.
Gloria buscaba nerviosa una respuesta que aclarase la situación cuando vio a la señorita Bleachum bajar las escaleras que conducían a la sala. Su profesora había envejecido un poco, pero los años habían sido benignos con ella. No se la veía tan insegura como antes, ahora Christopher Bleachum no la habría sometido como en otros tiempos. Sarah Bleachum se mantenía erguida y se movía con pasos firmes pero balanceándose. Tenía el cabello recogido en un moño y ya no parecía avergonzarse de sus gafas de gruesos cristales. En cualquier caso, no pareció vacilar cuando distinguió a los desconocidos en la sala.
—¿Una visita para mí? —preguntó con su voz cordial y velada. Gloria la habría reconocido entre miles, pero la señorita Bleachum contempló primero al conductor.
—Soy yo —susurró Gloria.
La profesora frunció el ceño y se acercó. Pese a las gafas, no acababa de ver bien.
—Gloria —murmuró la mujer—. Gloria Martyn.
Por una fracción de segundo, la señorita Bleachum pareció desconcertada, pero luego se le iluminaron los ojos.
—¡Hija mía, no te habría reconocido! —confesó—. ¡Qué mayor te has hecho! Y estás tan delgada…, parece que has pasado hambre. ¡Pero claro que eres tú! ¡Mi Gloria! ¡Y has vuelto a cortarte el pelo!
La señorita Bleachum corrió hacia la joven y la estrechó espontáneamente entre sus brazos.
—He estado tan preocupada por ti desde que dejaste de escribirme… —Sarah Bleachum acariciaba el cabello corto y crespo de la joven—. También tu abuela pasó miedo al principio. Me puse en contacto con ella hace un par de meses para preguntar por tu paradero y me dijo que te habías escapado y que no te encontraban. Siempre me lo había temido. Pero ahora estás aquí. Mi Gloria…
La muchacha asintió, embargada por la emoción. «Mi Gloria». La Gloria de la señorita Bleachum, la Gloria de la abuela Gwyn… Sentía que algo se disolvía en ella. Y en ese momento se apoyó en el hombro de Sarah Bleachum y empezó a llorar. Al principio fueron unos sollozos breves y secos, luego llegaron las lágrimas. La profesora condujo a la chica a un sofá, se sentó y la atrajo a su lado. Mantuvo a Gloria abrazada, mientras la joven lloraba, lloraba y lloraba.
La señora Lancaster no salía de su asombro.
—Pobre chica —murmuraba—. ¿Es que no tiene madre?
Sarah levantó la vista y sacudió apenas la cabeza.
—Es una larga historia… —respondió con voz cansina.
Gloria lloró toda la noche y la mitad del siguiente día. De vez en cuando, muerta de agotamiento, la vencía un sueño liviano del que despertaba para volver a llorar. Sarah y la señora Lancaster habían conseguido que subiera las escaleras camino de la habitación de la antigua institutriz, adonde la directora envió sopa y pan para las dos. Gloria engulló la comida para volver a gemir y llorar de nuevo.
La señora Lancaster —un tipo de directora totalmente distinto al de la severa señorita Arrowstone— concedió el día libre a Sarah. De este modo, la profesora se quedó junto a Gloria hasta que la muchacha dejó de sollozar y se sumió en un profundo sueño.
Sarah Bleachum la arropó y fue a llamar a la puerta de la directora. La señora Lancaster estaba sentada al escritorio, pulcramente ordenado, y bebía té. Invitó a Sarah a tomar asiento y sacó una taza del elegante armario de pared del acogedor despacho.
—Debería telefonear —anunció Sarah, y dio un sorbo al té—, pero no estoy del todo segura…
—Está usted agotada, Sarah —observó la directora, tendiéndole una bandeja con pastas de té—. Quizá sea mejor que se acueste un rato. Yo misma puedo informar a la familia… Dígame tan solo dónde encontrar a los abuelos de la chica.
—Tal vez ella no lo desee —observó vacilante—. No me malinterprete, Gloria tiene aquí parientes que realmente la quieren, pero se han tomado demasiadas decisiones sin contar con ella. Preferiría esperar hasta que se reponga.
—¿Qué opina usted que le ha sucedido? —preguntó la directora—. En primer lugar, ¿quién es esta muchacha? Me ha parecido entender que se trata de una antigua alumna, pero ¿de dónde procede?
Sarah Bleachum suspiró.
—¿Puedo tomar otra taza de té? —pidió. Y a continuación contó la historia de Kura y Gloria Martyn.
—Al final no lo ha soportado más y se ha escapado. Aquello con lo que haya tenido que enfrentarse durante su viaje y en Australia escapa a mis conocimientos —concluyó la profesora—. Sé por la señora McKenzie que escapó del hotel de sus padres sin dinero ni equipaje, solo con el pasaporte. El resto únicamente puede explicárnoslo ella. Y hasta el momento no ha dejado de llorar.
La señora Lancaster movió la cabeza con aire reflexivo.
—Lo mejor es que no pregunte. Ya hablará cuando se decida. O callará.
Sarah frunció el ceño.
—¡Pero en algún momento tendrá que contarlo! No puede haber sido tan terrible como para guardárselo eternamente…
La señora Lancaster se ruborizó levemente, pero no bajó la vista. En su juventud no había sido profesora; se había casado y había vivido en la India con su marido antes de que él muriese y ella fundara la escuela con lo que él le había legado. Jane Lancaster era una mujer de mundo.
—¡Sarah, reflexione! Una muchacha sin dinero, sin ayuda, que ha vagado completamente sola por medio planeta… Tal vez es preferible no saber lo que la pobrecilla ha pasado. Hay recuerdos con los que solo se puede vivir cuando no se comparten con nadie…
Sarah enrojeció hasta las raíces del cabello. Hizo ademán de ir a preguntar algo, pero luego bajó la vista.
—No le preguntaré —susurró.
Cuando Gloria se despertó al día siguiente se sentía mejor, pero totalmente vacía. Seguía faltándole la energía para hacer o decidir algo, y agradecía que Sarah le diera tiempo. Esos primeros días seguía a la profesora como un perrito. Cuando esta daba clases a las alumnas mayores, dejaba que la joven participase y esperaba que se interesase por la asignatura. La escuela femenina Princess Alice tenía muy poco en común con Oaks Garden. En la primera, se ponía especial interés en las materias científicas. El objetivo era preparar a las alumnas para que estudiasen en la Universidad de Dunedin, que estaba abierta, sin límites, para las mujeres desde su fundación en 1869. La señora Lancaster, una mujer maternal, cuyo matrimonio para su gran pesar no había dejado descendencia, creaba un ambiente agradable. Claro que, como en todos sitios, las chicas cometían travesuras, pero el profesorado ponía freno a las rencillas y las burlas. Así pues, las chicas dejaron tranquila a Gloria y no se burlaban cuando se sentaba a un pupitre, inmóvil, y se quedaba contemplando la pizarra o la ventana sin participar, con la mirada perdida.
Cuando Sarah daba clase a las más jóvenes, Gloria esperaba delante del aula hasta que la señora Lancaster la descubría y le hablaba.
—¿No se aburre, Gloria? A lo mejor le apetece ayudarnos un poco.
Gloria hacía un gesto desganado, pero seguía obediente a la directora a la cocina. Cortaba verdura o pelaba patatas, mientras la alegre cocinera le hablaba. La mujer tenía antepasados maoríes y pasaba horas contando cosas de su familia y de la tribu de su madre; de su marido, que trabajaba en la escuela de conserje; y de sus tres hijos.
—Si vienes de una granja, a lo mejor prefieres ayudar en el jardín —sugirió amablemente—. Seguro que mi marido te encuentra algo…
Gloria, que solía escuchar sin decir nada, agitó asustada la cabeza. El conserje era un hombre mayor y paciente, del que no cabía esperar que fuera a abalanzarse sobre ella. Pero Gloria prefería evitar a cualquier varón.
A este respecto, se sentía muy cómoda en el Princess Alice. La escuela acogía solo a mujeres, no había ningún profesor varón. Excepto el conserje, únicamente el vicario accedía al edificio para celebrar la misa los sábados, pero Gloria, de todos modos, no acudía a la iglesia. Era obvio que sabía que en algún momento tendría que abandonar la escuela y algo en su interior anhelaba volver de nuevo a ver Kiward Station por fin. Si alguien le hubiera dicho durante su vagabundeo que solo un breve viaje en tren la mantendría alejada de Christchurch durante días, le habría tomado por loco. Pero ahora estaba como paralizada.
Ya podía repetirle Sarah Bleachum que la abuela Gwyn estaba preocupada por ella y que le daría la bienvenida con los brazos abiertos: Gloria tenía miedo del encuentro con la familia. La abuela Gwyn siempre detectaba cuando ella había hecho algo. ¿Qué sucedería si ahora no conseguía engañarla? ¿Qué sucedería si descubría en qué se había convertido su Gloria?
Todavía peor le resultaba pensar en Jack. ¿Qué opinaría de ella? ¿Tendría también el instinto de sus clientes, que siempre habían reconocido en ella a una puta?
Sarah veía con preocupación que su pupila empezaba a instalarse en el Princess Alice y al final decidió hablar con Gloria. Se reunió con la joven en la pequeña habitación que la señora Lancaster le había asignado. Gloria solo se metía en ella para dormir, de lo contrario, seguía a Sarah como una sombra. También habría preferido quedarse a su lado por las noches, pues sufría unas pesadillas terribles.
—Glory, esto no puede seguir así —dijo Sarah con dulzura—. Tenemos que informar a tu abuela. Ya llevas dos semanas aquí. Estás a buen recaudo, pero suponemos que seguirá estando preocupada por ti. Es cruel.
Los ojos de la joven volvieron a anegarse en lágrimas.
—¿Quiere que me vaya?
Sarah lo negó con un gesto.
—No quiero librarme de ti, Glory. ¡Pero no has recorrido medio mundo para enterrarte en un internado de Dunedin! Querías llegar a casa. ¡Ve a casa!
—Pero yo… no puedo, así… —Gloria se pasó nerviosa la mano por el pelo corto.
Sarah sonrió.
—La señorita Gwyn ni se fija en los tirabuzones. Ya te ha visto antes con el pelo corto, ¿te has olvidado? Y toda tu infancia has ido vestida con pantalones de montar. Para ver a tu abuela no tienes que engalanarte, ni para ver a tu perro.
—¿Mi perro? —preguntó Gloria.
Sarah asintió.
—¿No se llamaba Nimue?
En la mente de Gloria se agolparon los recuerdos. ¿Seguiría Nimue viva? Era joven cuando Gloria se fue. Desde entonces habían pasado ocho años…
—Y de todos modos, aquí no podrías quedarte —prosiguió Sarah—. Después de las vacaciones de verano la escuela se cerrará. La señora Lancaster ha decidido ponerla a disposición como hospital militar.
Gloria la miró desconcertada. Claro, había estallado la guerra. Pero no en Nueva Zelanda… Tampoco en Australia se había notado la contienda. De acuerdo, solicitaban voluntarios, pero en el país mismo no se combatía. ¿Para qué un hospital?
Sarah leyó todos esos interrogantes en el rostro de la joven.
—Glory, cariño, ¿nunca has oído hablar de un lugar llamado Galípoli?