Roly y sus amigos partieron al alba. Jack oyó ruido, risas y palabras de despedida más o menos alegres. Los hombres que se quedaban en las trincheras casi parecían envidiar a los grupos de combate destacados. Muchos de ellos volvían a quejarse de hacer un trabajo de topos, mientras a otros les esperaba la aventura.
Jack tardaría cuatro días en volver a tener noticias de los combatientes que habían partido al cabo Helles, pero en el ínterin no tuvo tiempo para preocuparse. El comandante Hollander y el resto de los mandos ingleses no dieron tregua a las brigadas de trincheras.
—Los turcos reúnen tropas, les llegan refuerzos. Hay que contar con una contraofensiva en cualquier momento. ¡La defensa debe resistir!
El cuarto día, Jack caminaba dando traspiés hacia su alojamiento, muerto de cansancio y con heridas en los dedos. Habían pasado todo el día asegurando con alambre de espinos las trincheras, que por fin estaban listas, y Jack había asumido la parte principal de trabajo. Al contrario que los mineros, tenía experiencia con el alambre de espino por el trabajo en la granja. Lo detestaba, pero era la manera más eficaz de cercar los pastizales de ganado… Fuera como fuese, hasta el momento no le habían disparado… Había decidido disfrutar esa noche de las raciones de alcohol que había acumulado esos últimos días. Les distribuían un vasito de aguardiente al día y Jack, que pocas veces bebía solo, no había tocado el alcohol desde la marcha de Roly.
—¿Cabo McKenzie?
Jack se levantó fatigosamente de su catre cuando oyó voces en el exterior. Los hombres habían colgado una lona delante de su refugio para disfrutar al menos de una aparente esfera de privacidad y dormir más o menos en silencio cuando encontraban la oportunidad de hacerlo. En el sistema de trincheras siempre sucedía algo, a todas horas, y justo esa noche todavía no había llegado la calma. En algunos sectores, el fuego durante el crepúsculo había sido tan intenso que los del destacamento de rescate no conseguían llegar a los heridos. Ahora que por fin había oscurecido corrían con bestias de carga y camillas a través de los corredores. También el joven que esperaba delante del alojamiento de Jack llevaba uniforme de sanitario.
—Le traemos a este —explicó, empujando a Roly O’Brien, cubierto de mugre y vestido solo con andrajos de lo que había sido el uniforme. Roly se defendió, aunque bastante débilmente. Jack dio un paso hacia fuera.
—¿Quién lo ha dicho? —dijo con voz apagada.
—El teniente Keeler. Está con nosotros en el hospital y el chico andaba dando vueltas por ahí. Es quien ha arrastrado al teniente por la tarde al campamento. Es probable que le haya salvado la vida, él solo no hubiera conseguido pasar por los acantilados. Pero luego… El chico está exhausto y ni siquiera recuerda su nombre…
—Bobby… —musitó Roly.
—Ya lo ve, cabo, de hecho se llama Roland O’Brien, lo he comprobado. Porque los dos nombres se parecen mucho: O’Brien y O’Mally. Pero O’Mally ha caído. Este es O’Brien…
Roly emitió un sollozo. Jack le echó un brazo al hombro.
—Muchas gracias, sargento. Me ocuparé de él. ¿Qué… qué le ha pasado al teniente?
—No estoy seguro, yo estoy en rescate; de los cuidados se encargan otros —contestó con un gesto de ignorancia—. Pero creo… creo que Beeston le cortará el brazo esta noche…
Jack tragó saliva. A continuación condujo a Roly al interior del refugio y encendió una lámpara de gas, lo que en realidad solo estaba permitido en caso de urgencia. Los turcos no debían advertir gracias a las luces el trazado de las trincheras inglesas. Por otra parte, las zanjas siempre se hallaban parcialmente iluminadas y Jack decidió que ese era un caso de urgencia.
—Bobby está muerto —susurró Roly—. Y a Greg… Le han disparado en la pierna. Con una… con una de esas nuevas armas que disparan tan increíblemente deprisa. Ratatatatá… Y una bala tras otra. ¿Entiende a qué me refiero, señor Jack? Todo estaba destruido… Solo se veía sangre, sangre… Pero yo… Lo he arrastrado a una de las trincheras y lo han recogido. A lo mejor se recupera.
Roly se echó a temblar de forma incontrolada y Jack le dio sus reservas de alcohol, que el muchacho bebió a sorbitos.
—¿Y luego qué sucedió? ¿Habéis tomado la cota? —inquirió Jack.
—Sí… No… —Roly se secó la boca—. Todavía tengo tanto frío…
Jack le ayudó a desprenderse de los restos del uniforme y lo cubrió con su gabardina. De hecho era una cálida noche de mayo, pero él conocía ese frío que paralizaba a Roly.
—Han defendido la cima como… Como locos, como… Como si hubiera ahí, en esa estúpida montaña, algo especial… —Roly se arrebujó en la gabardina.
Jack no estaba seguro de si debía arriesgarse a encender fuego, pero consciente de que Roly necesitaba entrar en calor, decidió reunir un poco de leña.
—Y nosotros subimos cuerpo a tierra. Éramos como blancos contra los que tirar; han caído a cientos, cientos de muertos por todas… todas partes. Pero lo hemos conseguido. Greg, Bobby y yo… Y un par más. La mayoría australianos. Llegamos a la maldita montaña y nos atrincheramos ahí. Pero… pero los refuerzos no llegaron. No teníamos nada que comer, no teníamos agua. Hacía frío por la noche y los uniformes estaban húmedos, desgarrados y ensangrentados… —Señaló los jirones del pantalón—. Y los turcos disparaban…, y disparaban…, y disparaban.
Roly se estremecía como si todavía se oyeran los disparos desde el frente.
—Y la metralla… Cuando te alcanza… De Bobby no quedó nada en absoluto, señor Jack. Y todo fue tan rápido… Un momento antes estaba ahí y luego… solo sangre…, y una mano… Greg se puso a llorar. Y siguió llorando y ya no podía parar. Y luego dijeron que debíamos emprender la retirada. Pero había turcos por todas partes… Nos hemos arrastrado de nuevo, esta vez montaña abajo, pero nos hemos encontrado con los arbustos y hemos decidido correr para ponernos a cubierto. Además estaban también las trincheras de los australianos… Hemos corrido… Oh, Dios, señor Jack, pensaba que los pulmones iban a estallarme de lo cansado que estaba… Y entonces han alcanzado a Greg. —Roly sollozó—. ¡Quiero irme a casa, señor Jack! ¡Quiero ir a casa!
Jack lo rodeó con el brazo y lo acunó. Extrañamente, estaba pensando en Gloria. Cuando era pequeña y una pesadilla la despertaba a media noche, la niña se comportaba igual. ¿Quién la habría consolado en Inglaterra? ¿O habría llorado hasta quedar dormida?
El agua de la olla que estaba al fuego empezó a hervir. Jack se separó de Roly, le obligó a lavarse y a beber té, y con cierta sensación de culpa saqueó la alacena de Greg McNamara. Sabía que el joven, un gran bebedor, guardaba reservas de whisky ahí. Por el momento a él no le servían de ayuda, pero Roly necesitaba un reconstituyente.
—Mañana lo verás todo distinto —dijo consolándole, aunque sin creérselo. Era muy posible que la contraofensiva de los turcos empezara al día siguiente.
A este respecto, los soldados del ANZAC todavía disfrutaron de unos días de tregua. Cuando llegó el momento el sistema de defensa resistió, y además las tropas tuvieron suerte. Un avión de reconocimiento, en desbandada y alejado de su rumbo, sobrevoló por casualidad Galípoli y advirtió el avance turco. El general Bridges no vaciló en armar a todas las unidades de combate.
De improviso, Jack y Roly se encontraron de nuevo en primera línea, agazapados en la trinchera que acababan de cavar. Jack intentaba arrastrar a su amigo al menos a alguna zona cubierta, pero Roly no lograba decidirse. Dudaba entre su miedo a los turcos y el pánico a ser enterrado.
—¡Formación de combate, calen la bayoneta! —ordenó el comandante Hollander. Su voz sonó hueca, como la de un espectro, y Roly se estremeció. En esos momentos, antes de la salida del sol, todavía hacía un frío considerable y los hombres llevaban horas esperando.
El alto mando calculaba que el ataque de los turcos se produciría al alba, pero las tropas habían empezado a atrincherarse mucho antes. Jack se frotó las manos para entrar en calor mientras observaba el sol. Roly, con el rostro enflaquecido, gris como la ceniza, jugueteaba con su fusil. A diferencia de los otros hombres de la sección de Jack, sabía lo que le esperaba. La noche anterior había vaciado silenciosamente el resto del whisky de Greg, mientras sus camaradas expresaban a voz en grito la alegría anticipada que les provocaba el combate. Los recién llegados en especial estaban tan impacientes por el ataque de los turcos que no podían esperar a empezar a dar tiros.
Jack lanzó un vistazo a los dos nuevos de su departamento. Mientras Roly luchaba en el cabo Helles, Nueva Zelanda había enviado refuerzos y Bobby y Greg habían sido sustituidos por dos jóvenes soldados de la isla Norte. Ambos procedían, como Jack, de granjas de ovejas. En realidad, los dos pertenecían a la caballería ligera, pero habían dejado los caballos en Lemnos para inscribirse como voluntarios en Galípoli. A fin de cuentas era una cuestión de honor, explicaban, apoyar a los compatriotas en su heroica contienda.
El segundo grupo de voluntarios aussies y kiwis ya no estaba formado en su mayor parte por aventureros, maleantes y pobres infelices, sino por patriotas. Muchos de ellos habían mentido respecto a su edad. Uno de los hombres de Jack acababa de cumplir los diecinueve años. Que los pusieran a él y a sus semejantes en la primera línea confirmó lo que Jack ya había sospechado durante el asalto de la bahía: los más jóvenes servían de carne de cañón. Solo su ignorancia al miedo les permitía realizar acciones suicidas sin protestar.
El mismo Jack y sus mineros debían su posición expuesta a que conocían el sistema de trincheras, no solo el suyo, sino también el de los enemigos turcos. Al fin y al cabo habían tenido tiempo suficiente de observar cómo estos trabajaban abriendo sus zanjas, o al menos de deducir por la dirección de sus disparos la situación de las instalaciones defensivas.
—¡El lugar más peligroso es este! —indicó Jack con un susurro a sus hombres—. Aquí intentarán abrirse paso. La distancia entre las trincheras es reducida y su trazado se pliega por allí. Desde la derecha y la izquierda pueden proporcionar una eficaz cobertura, mientras atacan desde el nicho. ¡Así que los mejores tiradores vendrán conmigo! Aquí, bajo la cubierta…
Jack había reforzado esa zona, la más vulnerable de la trinchera, con una especie de rejilla de madera. Había aspilleras y con el periscopio se lograba ver al enemigo. Pero la trinchera no se abordaba fácilmente. Los hombres habían colocado alambre de espino en abundancia.
—Y que nadie dispare a ciegas. Esperad hasta que estén más cerca, así aseguráis el tiro. ¡El comandante calcula que nos superarán ampliamente en número, así que ahorrad municiones!
—Preferiría quedarme fuera, señor Jack —dijo Roly en voz baja.
Jack asintió.
—Ve a la trinchera de reserva —indicó al muchacho, consciente de que con ello estaba contraviniendo las órdenes del comandante. Su destacamento tenía que defender esa parte del frente, y él acababa de enviar a Roly detrás de las líneas de fuego.
—Pero no puedo…
—¡Vete! —insistió Jack.
En ese momento estalló el infierno. En el bando inglés nadie había oído la orden de ataque, pero los turcos brincaron fuera de las trincheras en un frente compacto. Desde las colinas disparaban con ametralladoras, mientras los primeros atacantes lanzaban granadas de mano a las posiciones enemigas.
Jack ya no tuvo tiempo de preocuparse de Roly o de asustarse ante las filas del enemigo que corrían gritando hacia él. Se limitaba a apuntar y disparar: hacia los pulmones jadeantes, los corazones desbocados, las bocas abiertas. Cargar, disparar, cargar, disparar…
Jack había utilizado sin pensar la palabra «infierno» con frecuencia, pero a partir de ese día nunca más lo haría. Los atacantes resbalaban sobre la sangre de sus camaradas y caían sobre sus cadáveres. Aun así, muchos llegaban a las trincheras, donde hombres audaces les clavaban las bayonetas y manantiales de sangre brotaban en los puestos de tiro. Jack oyó gritos de dolor y un alarido de pánico. ¿Roly? No debía volver la vista atrás; cualquier error, por minúsculo que fuera, podía costarle la vida.
Uno de los jóvenes soldados se asomó a medias de la trinchera en un delirio homicida para agredir al atacante con la bayoneta y lo pagó con su vida. Acribillado por las balas, cayó en la trinchera ante Jack. Otro lo sustituyó. Jack divisó la granada con el seguro quitado en la mano de un turco que llegaba corriendo. Disparó, no le alcanzó de pleno y el enemigo todavía consiguió lanzar la granada, pero a una distancia corta. La tierra ante el puesto de tiro de Jack se agrietó, y escombros y trozos de cuerpo se abatieron sobre los hombres atrincherados.
—¡La mina se hunde! —Jack oyó el aullido frenético de Roly—. Debemos salir, todo el mundo fuera…
El muchacho dejó caer el fusil e intentó salir de la trinchera, pero uno de los otros soldados se lo impidió. Jack vio por el rabillo del ojo que a continuación intentaba abrirse paso a codazos por las filas de los hombres para llegar a algún lugar tras las líneas de fuego. Un trecho más lejos explotó una granada en la trinchera: lluvia de sangre y tierra.
Roly gritó. Jack distinguió que se lanzaba al suelo. Un par de soldados turcos aprovecharon la ocasión para abrir brecha. En ese momento, Jack se dio media vuelta y atacó. Desesperado, como un animal atrapado en una trampa, apaleó y golpeó alrededor. Disparar ahí dentro no servía de nada. Era una lucha cuerpo a cuerpo. Sin pensárselo, Jack clavó la bayoneta en el cuerpo del hombre que tenía ante sí, y luego, como la bayoneta era demasiado voluminosa, atacó con la pala. La herramienta estaba muy afilada tras el interminable trabajo de excavar la tierra pedregosa y causaba unas heridas tremendas: Jack casi separó la cabeza del cuerpo de uno de los atacantes al darle en la garganta.
—¡Aparta los cadáveres! —gritó a Roly, pero el chico era incapaz de reaccionar.
Tras aniquilar a los intrusos, Jack y el resto tropezaban por encima de los cuerpos sin vida, mientras se limitaban a disparar una y otra vez, sin cesar: la afluencia de turcos no disminuía. A continuación llegaron otros hombres, corriendo enloquecidos por entre el alambre de espinos, y Jack vio horrorizado que derribaban la alambrada con su peso. Los turcos se precipitaban en las trincheras, sangrando a través de la carne desgarrada. Sus hombres se enredaron en el alambre al intentar aniquilar al rival mientras en torno a ellos explotaban de nuevo las granadas de mano. La tierra arremolinada y el humo de la pólvora oscurecían la visión. Jack oyó gemir a Roly mientras les caían encima las piedras y los cuerpos despedazados. El muchacho debía de haberse encogido en un rincón. Jack estaba contento de que se mantuviera alejado.
El comandante Hollander, sin embargo, lo veía de otro modo. Cuando por unos pocos segundos reinó algo más de calma, Jack oyó cómo farfullaba.
—Soldado, ¿qué sucede? ¡Coja su fusil y dispare! ¡Maldito recluta, le estoy hablando a usted! ¡Esto es cobardía ante el enemigo!
Jack se temía lo peor.
—¿Te las apañas solo? —preguntó al chico que hasta el momento había defendido la trinchera a su lado. Era uno de los recién llegados que al comienzo ignoraba el miedo y ahora desafiaba a la muerte.
—Claro, mi cabo. Pero los cadáveres…, a lo mejor alguien puede… —El joven volvía a disparar, pero Jack sabía a qué se refería. Aquello era el caos: mezcla de restos del encofrado, pedazos de cuerpos humanos y alambre de espinos, y el suelo se había convertido en una masa pastosa y sanguinolenta.
Jack tuvo que orientarse antes de distinguir al comandante y a Roly en un rincón de la trinchera. El joven se acuclillaba en un nicho, lo más lejos posible de los cañones y medio cubierto por la suciedad y los escombros, temblando y llorando como un niño.
—La mina, la mina, señor Tim…
—¡Soldado, póngase en pie y tome el arma! —El comandante Hollander avanzó hacia el chico, pero ni siquiera esto hizo que Roly recuperase el sentido.
Jack se abrió camino a través de la sangre y los escombros y se plantó entre su amigo y el comandante.
—Señor, no puede, señor… Ya se lo había contado. Deje que se vaya cuando lleguen los de rescate, se encuentra en estado de pánico…
—Yo lo llamo cobardía ante el enemigo, McKenzie. —El comandante hizo el gesto de ir a tirar violentamente de Roly para que se levantara.
Antes de que lo consiguiera y Jack lograra responder de alguna forma, una granada explotó a sus espaldas. Una vez más saltaron turcos a la trinchera, aullando de dolor cuando el alambre de espinos les desgarró la piel y el uniforme. Jack buscó al muchacho de la isla Norte antes de que empezara la lucha cuerpo a cuerpo. También el chico yacía en el suelo y gritaba. La granada le había arrancado el brazo derecho y su sangre se mezclaba con la del enemigo. El comandante Hollander luchaba impasible con la bayoneta.
—¡Sanitarios!
Nadie se preocupaba del joven que se lamentaba en un rincón del búnker; las tropas de rescate tenían otras preocupaciones: cumplían su tarea bajo un fuego endiablado y sufrían también sus pérdidas.
En un momento dado, Jack dejó de pensar. Golpeaba a ciegas, disparaba, había perdido completamente la noción del tiempo. ¿Había hecho en su vida algo más que matar a seres humanos? ¿Haría otra cosa más que vadear sangre? ¿A cuántos había aniquilado? ¿Cuántos llegaban a morir en el asalto suicida de las trincheras?
Llegó el mediodía antes de que la oleada de ataque se aplacara. Los turcos parecieron percatarse de que la batalla no iba a ganarse así. Hacia las cinco, el fuego se interrumpió, salvo por algún disparo de hostigamiento.
El comandante Hollander, cubierto de sangre y mugre como sus soldados, consultó el reloj de bolsillo.
—Teatime —anunció impasible.
Agotado y con una irremediable sensación de vacío, Jack dejó caer su fusil. Ya había pasado todo. Alrededor de él se amontonaban los cadáveres de amigos y enemigos, pero él vivía. Dios parecía no querer a su lado a Jack McKenzie.
—Sacad esta porquería de aquí y luego empezad la retirada. —El comandante señaló a los rivales muertos que yacían, en parte horrorosamente despedazados y mutilados, en las trincheras. Hasta el momento el destacamento de rescate no había dado abasto para retirar los cadáveres, pues como era comprensible se había cuidado primero de los heridos—. La reserva ocupará la trinchera…
El comandante empujó con el pie uno de los cuerpos, como si quisiera de este modo dar más énfasis a su orden. De repente el hombre se movió.
—Tan oscura… La mina, tan oscura… El gas…, si se quema…
—¡Roly! —gritó Jack, agachándose a su lado—. Roly, no estás en la mina… Tranquilízate, Roly…
—¿Ese gallina todavía está por aquí? —El comandante se arrojó sobre el quejumbroso Roly y, tras arrancar una tabla que le había ofrecido cobertura, le propinó un brutal gancho en la mandíbula—. ¡El muy cobarde se ha cagado de miedo en los pantalones!
Esto último era innegable: Roly olía a orina y excremento.
—¿Dónde está su arma, recluta?
Roly no parecía entender las palabras. El arma no se veía por ningún sitio. Debía de estar en algún lugar, bajo la masa de tierra y sangre.
—¡Póngase en pie! Y venga conmigo, queda usted arrestado. Ya veremos qué hacemos con usted. Si de mí depende, se le someterá a un consejo de guerra por cobardía ante el enemigo.
El comandante apuntó con su arma a Roly, quien de forma refleja levantó las manos y se enderezó mientras caminaba dando trompicones ante el oficial.
Jack le habría ayudado, pero al principio no tuvo ninguna oportunidad. Estaba demasiado cansado para pensar y en extremo agotado para hacer algo. Consideró que también el comandante debía de hallarse al límite de sus fuerzas. No haría fusilar de inmediato a Roly.
Jack recorrió tambaleándose las trincheras y con él otros soldados igual de extenuados.
—Cuarenta y dos mil… —decía uno—. Decían que eran cuarenta y dos mil. Y diez mil están muertos…
Jack ya no sentía el horror ni tampoco el triunfo. Se dejó caer en su catre y se dejó vencer por el sueño. Esa noche todavía no le atormentaron las pesadillas. Ni siquiera tenía fuerzas para temblar de frío.
—¡Albert Jacka recibe la Cruz Victoria! —anunció uno de los hombres sentados junto al fuego—. ¡Es el primer australiano! ¡Pero también se la ha ganado! Se cargó prácticamente él solo a los hombres que estaban en Courtney’s Post. Y eso que ya habían ocupado las trincheras. ¡Increíble!
El sol volvía a brillar sobre Galípoli. Los victoriosos defensores se reunían junto a cientos de hogueras, comían el desayuno a cucharadas e intercambiaban hazañas de guerra. Algunos ya se bañaban en la cala, aunque todavía hacía frío. Los hombres, no obstante, querían librarse del olor a sangre y pólvora, y el mar era la única bañera de que disponían. Los turcos disparaban a los nadadores sin su energía habitual. Por lo general apuntaban sin gran entusiasmo a los bañistas, quienes, por su parte, bromeaban sumergiéndose antes de que las balas los alcanzaran. Pero esa mañana, los enemigos recogían a sus muertos. No se trataba de una tregua oficial, negociada por los generales, sino simplemente de un acto de humanidad. Los australianos y los neozelandeses izaban los cuerpos al borde de las trincheras y no disparaban a los hombres del destacamento de rescate turco. Si bien apuntaban a los enemigos con sus fusiles, cuando veían los brazaletes blancos en los uniformes se abstenían de atacar.
Jack había verificado que los supervivientes de su compañía estaban bien, que les habían dado de comer y, sobre todo, que tenían agua para lavarse. Una parte de los buscadores de oro no eran muy dados a la limpieza y los oficiales ingleses enseguida reprendían a los responsables cuando los hombres no aparecían correctamente vestidos. A Jack casi se le escapaba la risa al pensarlo. Por una parte, orden y pulcritud; por la otra, caminar con la sangre hasta las rodillas. Por más que para entonces ya habían limpiado las trincheras, Jack no cesaría de ver ante sus ojos a los hombres que casi se habían descarnado con el alambre de espinos, ni el rostro del joven a quien casi había arrancado la cabeza con la pala.
Jack se dirigió a la playa en busca de Roly. ¿En dónde diablos lo tendría arrestado el comandante?
Ya el primer sanitario a quien Jack preguntó le indicó el camino a la «cárcel».
De los indomables grupos que Australia y Nueva Zelanda habían mandado a la guerra surgían sin cesar hombres que incluso en el campo de batalla se pasaban de los límites. Sin ir más lejos, la vigilia de la batalla, dos hombres habían sido detenidos por estar borrachos y solo uno de ellos pudo ser enviado a combatir contra los turcos al mediodía. No tardó en ser alcanzado por un disparo y en esos momentos se encontraba en el hospital de campaña. El otro había estado recluido hasta esa mañana y esperaba el proceso, aunque todavía no estaba claro si iban a inculparlo por perturbar el orden, cobardía ante el enemigo o deserción. Jack encontró la instalación penitenciaria improvisada en una tienda de la playa, guardada por un sargento de edad más avanzada y dos jóvenes soldados.
—¿A quién busca? ¿Al gallina? Hasta hoy no hemos conseguido que recuperara la cordura, ayer no estaba en condiciones de hablar. Estaba totalmente fuera de sí… Ya quería llamar a un médico, pero los sanitarios tenían otras tareas que cumplir. Y ahora se recupera. Se muere de vergüenza e insiste en contarme algo de una mina. —El sargento removía tranquilamente el té—. Por lo visto ahí se le cayó no sé qué en la cabeza…
Jack se sentía algo aliviado, pero por otra parte, el hecho de que mantuvieran a Roly bajo arresto aunque su estado se hubiera normalizado no presagiaba nada bueno.
—¿Qué sucederá ahora con él? —preguntó—. El comandante Hollander…
—Si por él fuera, lo fusilaríamos ahora mismo. Cobardía ante el enemigo… —señaló el sargento—. ¿Quiere un té?
Jack rechazó la invitación.
—¿Puede hacerlo? —inquirió preocupado—. Me refiero a que…
El sargento se encogió de hombros.
—Es probable que lo envíen a Lemnos, ante un consejo de guerra. Como a los demás. Si los fusilasen después… En el fondo sería un derroche, ¿no? Creo que estos asuntos suelen acabar en un batallón de castigo. Lo que al final concluye con el mismo resultado, pero antes pueden cavar unas cuantas trincheras en Francia.
—¿En Francia? —repitió Jack, horrorizado.
El hombre asintió.
—No serán suficientes para formar un batallón de castigo puramente australiano. Los tipos son insubordinados, pero de cobardes no tienen nada. ¿Quiere ver al sujeto ahora?
Jack negó con la cabeza. No serviría de nada hablar con Roly, no podía ofrecerle ningún consuelo. Debía hacer algo. ¡Antes de que se lo llevaran a Lemnos! Si el proceso comenzaba, seguro que no había forma de frenarlo.
Jack dio las gracias al amable intendente de la prisión y corrió hacia el hospital.
—¿El hospital de campaña…? ¿Dónde puedo encontrar al comandante Joseph Beeston? —preguntó Jack a un sanitario.
—Debe de estar operando. Desde ayer todos están en servicio… —El hombre conducía a un herido, a ojos vistas confuso y con la cabeza vendada, a una de las tiendas—. Todos los médicos están en aquellas tiendas de allí, pregunte simplemente por él. Aunque es posible que tenga que esperar. ¡Aquello es tremendo!
Jack tuvo que hacer un esfuerzo para entrar en las carpas donde habían instalado los improvisados quirófanos. Un sanitario salía en ese momento con bolsas ensangrentadas. Jack distinguió vendas de gasa, pero también miembros amputados. Tuvo que contener las náuseas cuando le llegó flotando desde el interior el olor dulzón de la sangre mezclado con los vapores de lisol y éter.
En la tienda se oían gemidos y gritos, y el suelo estaba cubierto de sangre; los hombres no daban abasto para limpiar. Los médicos trabajaban en mesas distintas.
—¿Comandante Beeston? —Jack se dirigió al azar a uno de los médicos, que, con la mascarilla y el delantal, apenas eran reconocibles. Delantales de carnicero…
—Ahí atrás, la última mesa de la derecha… Junto al perro… —El médico señaló con el bisturí impregnado de sangre hacia la dirección mencionada.
Jack lanzó una mirada hacia donde le indicaba y reconoció a Paddy. El perrito se encontraba en el rincón más alejado de la tienda y parecía totalmente alterado. La forma en que jadeaba y temblaba cuando llegaban desde fuera los fogonazos casi le hizo pensar en Roly.
—¿Comandante Beeston? ¿Podría…? ¿Puedo hablar con usted un segundo?
El médico se dio media vuelta y Jack distinguió una mirada agotada detrás de los gruesos cristales de las gafas. El delantal de Beeston, que tenía los brazos ensangrentados hasta el codo, estaba igualmente embadurnado de sangre. El hombre parecía intentar desesperadamente remendar algo en los intestinos de su paciente.
—¿Le conozco…? ¡Pues claro, soldado McKenzie! ¡Aunque ahora ya es cabo! ¡Felicidades! —El comandante Beeston esbozó una débil sonrisa.
—Debería hablar un momento con usted —repitió Jack, apremiante. Era seguro que zarpaban barcos hospital sin cesar hacia Lemnos. A alguien podía ocurrírsele la idea de mandar en ellos a los reclusos.
—Por supuesto —respondió el médico de campaña—. Pero ahora no. Tiene que esperar. Cuando… cuando acabe con esto haré un descanso. En algún momento llegarán refuerzos de Lemnos, aquí no damos abasto. En cualquier caso… Espéreme en el «casino» o como quiera que llamen a esa choza. Cualquiera le indicará dónde está. Y si se atreve, llévese a Paddy. El pobre está al borde del colapso… —Beeston volvió a concentrarse en el paciente.
Jack intentó que el perro abandonara su rincón. Cuando el animal avanzó dos pasos hacia él, arrastrando la barriga y gimoteando, Jack consiguió atarlo con una cuerda y logró hacerlo salir de la tienda. Una vez fuera, Paddy se precipitó hacia los barcos.
—Un perro listo —observó Jack—. Son muchos los que hoy querrían estar ahí. Y ahora, ¿dónde está el casino?
El calificativo de «choza» que había empleado el comandante Beeston se ajustaba mucho más al cobertizo de lona y tablas de encofrado en que los médicos realizaban, entre operación y operación, breves descansos. Cuando Jack se introdujo, un joven oficial de sanidad dormía profundamente en un catre y un joven médico de cabello oscuro tomó un buen trago de una botella de whisky, se remojó el rostro con agua de una palangana y salió de nuevo a toda prisa.
Jack decidió esperar fuera de la tienda y se entretuvo haciendo un par de ejercicios de adiestramiento con Paddy. El perro se tranquilizó y pronto empezó a obedecer de buen grado las indicaciones. También a Jack le sentó bien la actividad, que por un breve tiempo le permitió olvidarse de las imágenes de la lucha cuerpo a cuerpo en la trinchera.
—¡Chico listo! —elogió Jack al pequeño y satisfecho perro sin raza. De repente le inundó una intensa nostalgia. ¿Qué le había movido a abandonar Kiward Station, los collies y las ovejas para meterse ahí, en el fin del mundo, y disparar a hombres con los que no tenía ningún trato?
—¡Tiene buena mano con los perros! —exclamó el comandante Beeston, impresionado, cuando apareció más de dos horas después, todavía más agotado que antes. Había habido más operaciones que las que él habría querido hacer—. Tendría que haber dejado a Paddy en el barco. Solemos dormir ahí… Pero ayer…
—Ayer todos llegamos al límite de nuestras fuerzas —prosiguió Jack—. Unos más que otros…
—¡Entre! —El comandante Beeston le sostuvo abierto el acceso a la tienda y fue en busca de una botella de whisky. Seguía siendo lo suficiente formal para llenar dos vasos—. ¿Deseaba alguna cosa?
Jack sí deseaba algo.
—¿Y qué puedo hacer yo por usted? —preguntó el médico de campaña.
Jack se lo explicó.
—No sé… Bueno, estoy en deuda con usted, pero aquí tampoco necesito a un cobardica. Y cobardía ante el enemigo…
El comandante Beeston bebió un trago de whisky.
Jack sacudió la cabeza.
—El soldado O’Brien no es un cobarde. Al contrario: tras el combate del cabo Helles lo elogiaron por haber retirado a dos heridos de las líneas enemigas. Y durante el asalto de esa colina increíble también luchó en el frente. Pero tiene claustrofobia. Pierde la cabeza en las trincheras.
—Nuestras tropas de rescate también han de meterse en las trincheras —objetó Beeston.
—Pero al raso. Y justo por eso nadie se disputará su puesto, ¿no es así? —preguntó Jack—. Dejando aparte que sin duda usted no querrá que el chico trabaje con la división de rescate. Un asistente experimentado…
Beeston frunció el ceño.
—¿Tiene el joven experiencia como sanitario?
Media hora más tarde, el comandante Beeston solicitaba formalmente al comandante Hollander que pusiera a disposición del servicio sanitario al soldado Roland O’Brien.
—¡Sería una lástima enviarlo a una compañía de castigo, comandante! Según su amigo, este individuo es un asistente con experiencia, lo instruyó una enfermera de la guerra de Crimea. Es una Florence Nightingale en varón. ¡A ese no lo haremos trabajar en Francia!
Una hora más tarde, Jack McKenzie respiraba tranquilo: Roly estaba salvado. No obstante, escribió a Tim Lambert a Greymouth. Valía la pena tener otra opción.
A continuación escribió a Gloria. No quería ser un lastre y no estaba seguro de que fuera conveniente enviar la carta, pero si no hablaba con alguien de la guerra, se volvería loco.