En esta ocasión, la distribución en los barcos se realizó de otro modo que en la partida. Las tropas, en un principio mezcladas, se habían repartido en divisiones y batallones y había distintos grados y equipos de especialistas. Bajo las órdenes de Jack se hallaban sobre todo los antiguos mineros y buscadores de oro que abrían trincheras a la velocidad del rayo. Jack sabía que esos hombres no serían los primeros en estar expuestos al peligro. Cuando llegara el ataque, se asegurarían primero las posiciones, así que le parecía lógico que instalaran a su grupo en el mismo transportador que los sanitarios y médicos del hospital de campaña. Tropas de ocupación, enfermeros y oficiales de sanidad llevaban a bordo sus herramientas, pero el primero que salvó una vida en esa expedición fue, paradójicamente, Jack McKenzie.
Los buques transportadores de tropas estaban fondeados a cierta distancia del puerto y los hombres y el material fueron conducidos en botes hasta las embarcaciones. Jack y algunos de sus hombres afianzaban desde un bote de remos la rampa sobre la que se iban subiendo a bordo las tiendas y camillas. El mar estaba, de forma excepcional, bastante agitado y soplaba un fuerte viento capaz de tirar por la borda todo lo que no estuviera atado en cubierta. Pese a que los hombres se los habían anudado con fuerza, los sombreros de ala ancha salían volando y también, de vez en cuando, alguna mochila abandonada con descuido. Pero lo que cayó en las olas de repente, desde la cubierta, junto a Jack, era a ojos vistas más pesado y, lo más importante, había soltado un gemido desgarrador tras el impacto con el agua. Sorprendido, Jack observó cómo un perrito sin raza de pelaje marrón emergía a la superficie y pateaba para salvar la vida, sin demasiadas esperanzas de conseguirlo a causa del oleaje y la gran distancia que lo separaba de la orilla. El animalito sería arrastrado por la corriente en cuestión de segundos.
Jack no se lo pensó mucho.
—¡Encárgate de esto por mí! —gritó a Roly, al tiempo que le ponía en la mano la cuerda que había estado sujetando. A continuación se quitó la camisa por la cabeza, se desprendió de las botas y saltó al agua.
Jack era fuerte y estaba bien entrenado. Con un par de brazadas había alcanzado el perro y agarrado al animalito, que seguía pataleando. Más difícil sería nadar contracorriente hasta el barco, pero entonces vio a Roly y el bote de remos a su lado. Los chicos no habían vacilado ni un instante: ya podía balancearse la pasarela, que ellos salvarían antes a su cabo.
Jack metió el perro en el bote y luego tomó impulso para subir. Aterrizó sin aliento a los pies de los remeros.
Roly contempló con una sonrisa a su nuevo pasajero.
—Pero ¿qué bicho eres tú? —preguntó al animalito, que se sacudía al agua salpicando de ese modo a todos los remeros. Era pequeño, patituerto y compacto, y parecía que se hubiera pintado con kajal los inmensos y redondos ojos.
—Diría que es un teckel —constató Jack—. O al menos entre sus antepasados el teckel es el que mejor se ha impuesto. En total debieron de intervenir un montón de representantes de razas más o menos cruzadas. Salvo lobos marinos…
El perrito volvió a sacudirse. Tenía las orejas caídas y el rabo enroscado.
—¡El arma secreta de Australia! —Greg rio y se dispuso a remar de vuelta al barco.
El perro agitó el rabo.
En la cubierta del barco se desplegaba en esos momentos una agitada actividad.
—¡Paddy! ¡Paddy, aquí! ¿Maldita sea, dónde se ha metido el perro? —Un nervioso ayudante se precipitó fuera de los alojamientos de los oficiales—. Ayudadme, chicos, tengo que encontrar al bicho antes de que Beeston pierda los nervios.
Jack y los otros sonrieron.
—Al menos forma parte de la tripulación, cuando no del cuerpo de oficiales…
Roly cloqueó.
—¿General Alexander Godley? —preguntó con una risita, aludiendo al comandante en jefe de las tropas del ANZAC, y dedicó un saludo militar al perro.
—¡Y ahora démonos prisa en llegar al barco! Ya veis que echan en falta al pequeño —dijo Jack, poniendo punto final a las majaderías. Sostuvo al perro hasta que llegaron a la pasarela.
En ese momento apareció en cubierta un hombre achaparrado y de mediana edad, que llevaba el uniforme de oficial de sanidad. Era Joseph Beeston, comandante del Cuarto de ambulancias de campaña.
—¡Paddy! Oh, Dios, ojalá no se haya caído al agua con este oleaje… —El hombre parecía realmente preocupado.
Entretanto el bote de remos había llegado y Jack ascendió por las planchas oscilantes de la rampa mientras sujetaba con firmeza al animal, que agitaba las patas.
—¿Está buscando esto, señor? —preguntó sonriendo.
El comandante Beeston pareció sumamente aliviado cuando cogió al perrito de manos de Jack.
—¿Por la borda? —preguntó.
Jack asintió.
—Pero enseguida fue rescatado en un acto heroico de la Cuarta División de Infantería neozelandesa. ¡Comandante, señor! —Hizo un saludo militar.
—¡Cruz Victoria, Cruz Victoria! —cantaban Roly y el resto del bote, solicitando para su compañero la máxima condecoración que el Imperio británico concedía a los combatientes.
El comandante Beeston sonrió.
—Esa cruz no se la puedo otorgar yo, cabo. En cualquier caso una toalla y un whisky para que entre en calor. Por favor, acompáñeme a mi alojamiento.
Con el perro pisándole los talones, el oficial médico dio media vuelta. Jack lo siguió con curiosidad. Hasta el momento no había visto ningún camarote de oficiales y quedó bastante impresionado del mobiliario de caoba y del lujo general con que los superiores se rodeaban. El ayudante del comandante Beeston le tendió una suave toalla de baño y el mismo médico abrió una botella de whisky. Single Malt. Jack paladeó con deleite su bebida.
—Ah, y tráigame por favor un té caliente, Walters; el joven tiene que entrar en calor…
El ayudante se puso en camino mientras Jack insistía en que no hacía tanto frío fuera.
Beeston, sin embargo, lo negó con la cabeza.
—¡Ni una réplica! No es cuestión de que agarre usted una neumonía y caiga sobre la conciencia de este diablillo el primer difunto de Galípoli. ¿Verdad, Paddy?
El animal volvió a agitar la cola cuando oyó su nombre. El oficial secó él mismo al teckel mezclado.
—¿Galípoli, señor? —preguntó Jack.
Beeston sonrió.
—Oh, espero no estar descubriendo ningún secreto militar. Pero nos han comunicado que ese es el primer lugar donde entraremos en acción. Un pueblucho de montaña a la entrada del estrecho de Dardanelos. En realidad insignificante, pero es el acceso a Constantinopla. Si conseguimos que los turcos se retiren de ese lugar, prácticamente habremos ganado.
—¿Y viajamos directos allí? —se informó Jack.
—Casi. Primero tomaremos como base de la operación Lemnos, una isla en…
—Grecia, señor.
Beeston asintió apreciativo.
—Realizaremos allí unas cuantas maniobras. Al menos mi batallón solo está entrenado para las condiciones francesas. Pero en un par de días nos pondremos manos a la obra. ¿Es su primer contacto con el enemigo?
Jack asintió.
—Nueva Zelanda no es un país muy bélico —señaló—. Hasta los indígenas son pacíficos…
Beeston rio.
—Y el animal autóctono más peligroso de todos es el mosquito, lo sé. Australia es algo más ruda…
—En fuerza combativa no iremos a la zaga de los aussies —afirmó Jack, orgulloso y un poco ofendido.
Beeston sonrió e hizo un gesto de asentimiento.
—Estoy convencido de ello. Pero ahora debo enviarle de vuelta con los suyos, cabo…
—Jack McKenzie, señor.
—Cabo McKenzie. Tomaré nota de su nombre. ¡Estoy en deuda con usted! ¡Y tú, dale la patita, Paddy! —El oficial médico se inclinó hacia su perro e intentó al menos que cumpliera la orden de «siéntate», pero saltaba a la vista que Paddy no era nada obediente.
Jack sonrió, movió ligeramente la cabeza y se colocó delante del perrito. Tiró un poco del collar, se enderezó ligeramente y Paddy se dejó caer sobre el trasero. Cuando Jack le dirigió un movimiento invitador con la mano, le dio la patita.
El comandante Beeston se quedó atónito.
—¿Cómo lo ha conseguido? —preguntó perplejo.
Jack se encogió de hombros.
—Son técnicas básicas en el adiestramiento de perros —respondió—. Las aprendí de niño. Y este pequeño es insolente pero listo. Déjemelo un par de semanas y le enseñaré a llevar ovejas.
Beeston sonrió.
—Ahora ha salvado al perro e impresionado a su amo…
Jack hizo una mueca burlona.
—Así es Nueva Zelanda, señor. ¡Mientras que en Australia matan animales feroces, nosotros les pedimos la patita!
—Entonces estoy impaciente por ver la reacción de los turcos —respondió Beeston. Jack McKenzie…, con toda certeza, no se le olvidaría el nombre.
Lemnos era una isla pequeña con costas escarpadas, playas diminutas y altos acantilados. Desde el mar se veía pintoresca: un trozo de piedra con un poco de verde irguiéndose solitario en medio del infinito mar azul. Para los habitantes, la isla constituía un desafío incesante. Ahí se vivía de una forma muy básica. Los soldados del ANZAC contemplaban fascinados, y con frecuencia también entristecidos por la miseria, las sencillas casas de piedra, los arados de madera tirados por bueyes y a las personas, algunas de las cuales todavía se cubrían con pieles de oveja y se desplazaban por el suelo pedregoso descalzas o bien protegiéndose los pies con unas sandalias bastas de piel de cordero. El puerto de la isla estaba, no obstante, abarrotado de la más moderna tecnología de guerra.
Eran veinte cruceros los que estaban fondeados, entre otros, el enorme Agamennon y el imponente Queen Elizabeth. Pese a todo, los hombres carecían de tiempo para que tal espectáculo les impresionara. Los transportadores de tropas estaban anclados en distintas playas y practicaban el desembarco de los soldados con todos sus pertrechos. Los hombres descendían con escalas de cuerda y remaban hasta tierra, en parte durante la noche y en el mayor silencio posible. Por lo visto, los altos mandos consideraban esta maniobra importante, pues durante toda una semana estuvieron ejercitándola.
—En sí no resulta difícil —señaló Roly al cuarto día, cuando el grupo se dirigía a una playa muy pequeña sobre la que se alzaba un elevado acantilado—. Pero ¿qué sucede si disparan desde tierra?
—¡Bah, no se atreverán! —afirmó Greg—. Al menos mientras todos los buques de guerra sigan a nuestras espaldas, dándonos cobertura.
—Si es que no nos alcanzan a nosotros —señaló Jack, pesimista, compartiendo los temores del chico. Sin duda los turcos no les regalarían la playa sin oponer ninguna resistencia y aún menos la ciudad. ¿Y no había dicho Beeston algo de un «pueblucho de montaña»? Los defensores posiblemente estuvieran situados en posiciones seguras y disparasen desde unos acantilados hacia abajo.
—¡Bah, si los turcos son unos trogloditas como estos cafres de Lemnos no harán gran cosa! —se mofó Bobby, despreocupado—. Tendríamos que haber traído un par de mazas de guerra de los maoríes. Esto sería más equilibrado.
Jack arqueó las cejas. Por lo que él había visto, los griegos de Lemnos también eran capaces de manejar un fusil. Tal vez vistieran pieles, pero tenían una vista aguda y para provocar una retirada no hacía falta ser muy civilizado.
Eso hasta podía ser un inconveniente, pensó Jack. Él personalmente tenía horror a empezar a matar a seres humanos.
El 24 de abril de 1915 llegó el momento. La flota zarpó encabezada por el Queen Elizabeth, al que los hombres cariñosamente llamaban «Lizzie». Una vez más la tripulación se reunió en cubierta. Orgullosos de su convoy, dejaron Lemnos a sus espaldas.
—¿No es maravilloso, señor Jack? —Roly no sabía hacia dónde mirar primero, si a los majestuosos barcos que los rodeaban o a las costas inundadas de sol de Lemnos.
—Solo Jack —le corrigió él de forma mecánica.
El cabo McKenzie compartía el entusiasmo de sus camaradas con reservas. Indiscutiblemente, la flota constituía un espectáculo imponente, pero él no podía apartar de su mente la idea de que el cargamento humano de todas esas naves se dirigía a la muerte. La noche anterior, tras un discurso heroico pronunciado por el general Birdwood a toda la compañía, el teniente Keeler reunió a los jefes de grupo para conversar sobre la coyuntura. Jack ya conocía, pues, el plan de ataque y había visto mapas de la costa de Galípoli. El desembarco en esa playa sería endiablado, y Jack no era el único que pensaba lo mismo. También en los rostros de los oficiales ingleses, parte de los cuales tenía gran experiencia en la guerra, se reflejaba el temor.
El barco con el grupo de Jack fue uno de los últimos en entrar en Galípoli. Una parte del viaje se realizó de noche y cuando empezó a clarear se encontraron en una concentración de embarcaciones en la bahía de Gaba Tepe. Se estaban preparando los botes con los primeros destacamentos de tierra. Unos hombres esperaban en la cubierta de los buques de transporte para embarcar en los destructores. Esos pequeños y veloces barcos de guerra desplazaban poca agua y podían acercar más a la playa a los soldados. Cada uno de ellos arrastraba doce botes salvavidas en dos hileras, cada uno de los cuales transportaba a su vez a seis soldados y cinco marineros. Los últimos debían remar de vuelta al barco una vez hubiera desembarcado la carga humana.
Los primeros destacamentos de tierra estaban formados exclusivamente por australianos, y Jack se percató de que enviaban al matadero a los soldados más jóvenes.
«¡A esa edad uno se cree inmortal!». Jack recordó con un escalofrío que su madre había mencionado esa frase cuando le estaba dando un rapapolvo. Él debía de tener unos trece años de edad cuando cayó un rayo en los establos de Kiward Station. Jack y su amigo Maaka se habían expuesto al fuego y habían desafiado a la muerte por salvar los bravos toros de cría. A los chicos les había parecido un acto heroico, pero Gwyneira se había puesto como un basilisco.
Jack calculaba que los hombres que estaban en los botes de desembarco debían de tener, como mucho, dieciocho años, pese a que el ejército solo aceptaba voluntarios que hubiesen cumplido los veintiuno. En cualquier caso, nadie lo comprobaba con exactitud. Los muchachos, cargados con pesadas mochilas, reían y saludaban con sus fusiles mientras los remos resbalaban insonoros por el agua.
Jack apartó la vista y paseó la mirada por la playa oscura y los acantilados. Faltaba un minuto para las nueve y media. A las cuatro y media debía empezar el ataque. De repente en lo alto de la colina se encendió una luz amarilla que volvió a apagarse pocos segundos después. Por un momento reinó en la bahía un silencio sepulcral, luego se distinguió la silueta de un hombre en una altiplanicie por encima de ellos. Alguien gritó, se disparó una bala que rebotó en el mar.
A continuación, estalló el infierno.
Los buques de guerra británicos disparaban a la vez todos los cañones mientras los turcos tomaban la playa al asalto. Algunos disparaban directamente desde la orilla, otros desde los acantilados, que superaban los noventa metros de altura. Jack contemplaba cómo caían los hombres en la playa, derribados por las ráfagas del Queen Elizabeth, el Prince of Wales y el London. Pero tampoco era tan fácil localizar los nidos de ametralladoras de las montañas. Y, como cabía esperar, estas de inmediato abrieron fuego contra los botes de remos.
—¡Dios mío, están… están disparando! —musitó Roly.
—¿Pues qué te habías creído? —replicó Greg.
Roly no contestó. Sus ojos de niño, ya grandes de por sí, parecieron agrandarse todavía más. Desde tierra, los soldados de los botes eran derribados por filas; sin embargo, otros iban llegando a la orilla, saltaban a la playa e intentaban ponerse a cubierto lo antes posible tras las rocas. Los turcos disparaban a los marineros que regresaban. Otros remolcaban los botes cuyos patrones habían caído.
—Maldita sea, yo no puedo ir ahí fuera. —Bobby O’Mally estaba temblando.
—¿Nosotros también tenemos que ir…?
—No —respondió sereno Jack—. Nosotros nos uniremos después. Con los sanitarios, tal vez incluso más tarde. Demos gracias a Dios por saber cavar mejor que disparar.
Sin embargo, para sorpresa de Jack, la mayoría de sus hombres estaban ansiosos por entrar en combate, cuanto antes mejor. Esperaban impacientes a que los atacantes se abrieran paso hasta una de las altiplanicies del interior, a una distancia de la playa de aproximadamente kilómetro y medio. Desde ahí cubrían a los soldados recién desembarcados, o al menos eso intentaban. La playa seguía estando en el punto de mira y también los neozelandeses vivieron su bautizo de fuego. Jack y sus hombres cubrieron el desembarque del hospital de campaña. Era una urgencia, pues los heridos ya llenaban la playa. El comandante Beeston dio la orden de montar las tiendas ahí mismo.
—Y procuren detener este tiroteo —increpó a los neozelandeses—. ¡No puedo trabajar con las balas zumbando constantemente!
El teniente Keeler formó a sus hombres para el avance al interior. Jack y los otros se cargaron las palas al hombro mientras un batallón de australianos se preparaba para cubrirlos.
—Empezaremos a cavar las trincheras un poco más atrás de la línea frontal —ordenó Keeler—. Luego iremos trabajando hacia delante. Seguiremos el sistema de tres zanjas paralelas, ustedes ya lo conocen: una para las tropas de reserva, una de viaje y otra frontal… Yo diría que separadas entre sí por unos sesenta metros de terreno…
Jack asintió. Era el sistema de defensa típicamente británico. La trinchera frontal no solía ocuparse permanentemente, sino al anochecer y al amanecer sobre todo, cuando los combates eran más cruentos. En la de en medio, la trinchera de viaje o de apoyo, era donde se desarrollaba en gran parte la vida de los defensores, y en la última se reunían las tropas de reserva cuando estaba a punto de producirse una ofensiva.
Jack y sus hombres cavaron primero la tercera, lo que entrañaba solo un peligro relativo, pues el frente se encontraba lo suficientemente alejado y ellos tenían cobertura. No obstante, y de forma paulatina, los excavadores también iban avanzando hacia la primera línea de combate y ahí adoptaban las sofisticadas técnicas de construcción de trincheras. No difería mucho de la manera de proceder para abrir pozos en las minas, pero solo se apuntalaban el suelo y las paredes. Las cubiertas se hundían cuando la galería estaba a un par de metros de profundidad. Entonces la tierra solía caer con fuerza sobre los hombros de los trabajadores, a Roly le bastaba oír un ruido para ser presa del pánico. Jack lo colocó al final, donde cavaba a cielo raso y podía apartar los escombros y trabajar lo mejor posible.
Roly era fuerte como un oso, y el resto de los buscadores de oro y mineros no le iban a la zaga. Aun así, para cavar un primer sistema de trincheras se precisaban cientos de hombres y varias horas de trabajo. Jack y su equipo estuvieron cavando toda la primera noche de Galípoli, por lo que al menos no pasaron frío. Los soldados de las primeras posiciones no tuvieron tanta suerte. El tiempo había cambiado al iniciarse los combates, llovía y hacía un frío excesivo. Los hombres permanecían empapados y asustados con sus armas en el barro, mientras los turcos disparaban sin cesar. El abastecimiento de agua y provisiones todavía no funcionaba.
—Procurad construir un par de búnkeres —señaló el comandante Hollander, quien ya había participado en Francia en una guerra de trincheras—. Las tropas tienen que estar a cubierto en cuanto llegue el relevo…
Jack asintió e indicó a sus hombres que afirmaran una parte de la red con tabiques para casos de urgencia. En una de esas trincheras cayeron todos profundamente dormidos cuando el sol volvió a salir en Galípoli. Hasta Roly siguió a sus amigos al subterráneo, pero finalmente la inquietud le obligó a salir de ahí y buscar protección bajo su abrigo encerado. Pese a los disparos que aún se oían, se sentía más seguro que bajo tierra. Tendría que montar una lona…
Esa misma mañana quedó demostrado que los turcos no iban a retirarse tan fácilmente al interior. Se tomaron las medidas para un asedio más largo y se distribuyó a los soldados en dos divisiones. Australia se encargaba de la parte derecha del frente y Nueva Zelanda de la izquierda. Mientras tanto, los hombres tenían tiempo para orientarse un poco.
—Una zona muy bonita, si uno quiere hacerse ermitaño —observó sarcástico Greg. En efecto, la playa de Galípoli no era precisamente un lugar muy frecuentado.
Jack intentaba no pensar en los acantilados del cabo Reinga.
—¿Qué hay ahí detrás? —preguntó Roly, señalando las montañas.
—Más montañas —respondió Jack—. Con valles bastante profundos en medio. Aquí el terreno es abrupto. Y encima está todo lleno de maleza, un camuflaje ideal para los turcos.
—¿Es lo que os han explicado antes? —preguntó Bobby—. Quiero decir… ¿lo sabían? Entonces, ¿por qué nos han enviado aquí?
Greg alzó la vista al cielo.
—¿Qué quieres, Bob? ¿El honor y la gloria o ponerte a jugar? Ya has oído lo que ha dicho el general. Esta es una de las operaciones más difíciles que pueden exigirse a los solados, pero nosotros, los del ANZAC, ¡venceremos! —concluyó sacando pecho.
—En cualquier caso, no será fácil —resumió Jack—. Y si realmente queréis tener la oportunidad de convertiros en héroes, tenéis que seguir cavando. Si no os matarán como si fuerais conejos.
Entretanto, también en el otro bando se habían realizado labores de excavación. Los turcos establecían a su vez un sistema de trincheras que probablemente no era menos complicado que el británico, lo cual no les impedía seguir disparando y bombardeando a las tropas del ANZAC. No obstante, la artillería británica respondía siempre con mayor eficacia y acabaron con varias ametralladoras. Aun así, Jack y los otros se alegraron cuando las primeras trincheras estuvieron listas y les ofrecieron cobijo. Solo Roly parecía tener más miedo de los desmoronamientos de tierra que de los disparos: el muchacho seguía durmiendo fuera en lugar de resguardarse con los demás en el búnker. La única cobertura de que disponía eran dos rocas entre las trincheras y la playa.
Jack lo veía con preocupación; la situación sería realmente crítica cuando los excavadores de las trincheras se fueran acercando a los turcos y estos, por consiguiente, se defendieran con más saña.
El grupo de Jack estaba abriendo precisamente una galería. Roly, apremiado por las burlas de los demás, se dedicaba a cavar con los dientes apretados y el rostro blanco como un muerto. Pese a ello, era más eficaz que Greg y Bobby, a quienes Jack McKenzie y el teniente Keeler se alternaban para regañar.
—Que no soy un topo… —refunfuñaba una vez más Bobby, y Jack levantaba los ojos al cielo.
Siempre la misma excusa para la holgazanería, pensó. También Greg solía alardear de que prefería salir a combatir con un arma en la mano que estar abriendo zanjas. A esas alturas ya pasaban rozándoles las orejas suficientes balas. Los turcos, que estaban en frente —puesto que en Galípoli todo era angosto, los enemigos se habían atrincherado a apenas cien metros de distancia—, llevaban todo el día asediando con fuego de hostigamiento a la tropa. Esa fue la razón de que Jack cavara a una velocidad pasmosa. Quería acabar de una vez y dejar libre para la artillería el campo de tiro. Al fin y al cabo, que los turcos tuvieran equipadas y bien armadas las trincheras era solo cuestión de tiempo.
Y entonces, sus temores se hicieron realidad. A diferencia de los británicos, los turcos disponían de granadas de mano y en esos momentos alguno de ellos tiraba a dar.
Cuando esto sucedió, Jack y sus hombres trabajaban bajo tierra. Los supervivientes de las trincheras cercanas contaron más tarde que uno de los enemigos se había erguido audazmente unos segundos sobre la trinchera y había apuntado bien el tiro antes de lanzar y dar en el blanco con una destreza letal, o quizá tan solo con suerte. La granada explotó en la trinchera que había detrás del equipo de Jack, levantó la tierra y despedazó a los hombres que estaban revistiendo el suelo con maderos y encofraban las paredes. Jack y los demás oyeron el ruido y los gritos, aunque no podían ver directamente el lugar, lo que también les protegía de la metralla y de los escombros que salían disparados en todas direcciones.
Aun así, Jack advirtió el peligro.
—¡Fuera! ¡Rápido! ¡Retroceded!
Las trincheras de comunicación posteriores daban la posibilidad de refugiarse y replegarse. De todos modos, Jack sospechaba que estarían abarrotadas de soldados que avanzaban en ese momento.
—¡Tonterías! —tronó también el teniente Keeler—. ¡En posición de defensa! ¡A las trincheras preparadas y responded a los disparos! Calad las bayonetas, por si alguien abre brecha. ¡Eliminad a esos tipos!
Pero antes de que los hombres llegaran a asimilar la contraorden, estallaron más granadas, una de ellas directamente sobre sus cabezas. La tierra tembló, la galería se hundió… Los hombres sostuvieron por instinto las tablas de encofrado sobre la cabeza, sabiendo que no quedarían sepultados, pues las galerías no estaban a más de un metro de profundidad. La tierra que se había caído más bien les brindaba cobertura.
Roly O’Brien, pese a ello, era incapaz de pensar. En lugar de quedarse tendido, se quitó como enloquecido la tierra de encima, avanzó cuerpo a tierra por la galería, se irguió a medias y quiso retroceder. Cuando vio las trincheras repletas, intentó salir, pero alguien lo agarró por el cinturón. Roly intentó zafarse y de repente se encontró frente al comandante Hollander.
—¿Qué sucede, soldado?
Roly le dirigió una mirada extraviada.
—¡Quiero salir de aquí! —gritó, haciendo otro movimiento para intentar librarse—. ¿Tengo que irme…? ¡La mina se está hundiendo!
—¿Quiere desertar, soldado?
Roly no entendía lo que le decía.
—¡Fuera! ¡Tenemos que salir todos fuera…!
—No sabe lo que dice. —El teniente Keeler, quien entretanto se había abierto paso entre los escombros y se preparaba para distribuir a los nuevos hombres por las aspilleras, intervino en ese momento—. Es el primer contacto con el enemigo, señor. Se trata de un ataque de pánico, señor.
—¡Ahora mismo se lo quitamos de encima! —El comandante se preparó y propinó a Roly dos fuertes bofetones. Roly cayó hacia atrás, perdió el equilibrio, pero recuperó más o menos el control sobre sí mismo. Tanteó buscando el arma.
—¡Perfecto! —lo alabó el teniente Keeler—. Coja el arma, busque una aspillera, responda al fuego. ¡Cuánto antes obedezca, antes saldrá de aquí!
Desconcertado, Roly permitió que dos camaradas lo arrastraran hasta un nicho y lo forzaran a apuntar. El cielo estaba plomizo, pero Roly se hallaba al aire libre y volvía a respirar.
—¡Esto tendrá consecuencias, se lo prometo! ¡También para usted, teniente! Casi permite que deserte. ¡Cuándo todo esto haya terminado quiero verlos a los dos en mi tienda! —El comandante Hollander arrojó una última mirada a Keeler y Roly antes de lanzarse al combate.
Los integrantes del ANZAC disparaban en esos momentos con toda su potencia, apoyados por la artillería, mientras que en las trincheras turcas la actividad fue cesando. Sin embargo, a los hombres les pareció que tardaba una eternidad en caer por fin la noche y en aplacarse el fuego. Las horas más peligrosas eran las del amanecer y el anochecer, pues el crepúsculo ofrecía mayor cobertura que la plena luz del día. Durante las horas diurnas solía reinar la tranquilidad y por la noche ambos lados se limitaban a fuegos de hostigamiento ocasionales.
Jack y sus hombres recibieron la orden de retirarse detrás de las líneas de combate. Solo permaneció una pequeña guarnición en las trincheras de la zona principal. Pero, lo más importante, había llegado el momento de actuar para el destacamento de rescate. Los soldados reunieron a heridos y muertos. Bobby O’Mally vomitó cuando vio los cuerpos despedazados de los hombres que habían estado trabajando a escasos metros detrás de él. El teniente Keeler había sufrido una herida leve. Roly le curó la rozadura que le había causado una bala en el brazo con aceite de té y se lo vendó después.
—Se desenvuelve usted bien, soldado de primera —rezongó el teniente—. Pero lo que ha sucedido antes…
—¿El comandante no pensará realmente conducirlo ante un consejo de guerra? —preguntó Jack, preocupado.
—¡Bah, no creo! Que el primer contacto con el enemigo produzca un ataque de pánico… puede suceder… —contestó Keeler con gesto sosegador—. Además, luego, en el combate, ha dado muestras de valor. Ha tenido la mala suerte de toparse con el comandante. No se aflija, soldado de primera O’Brien. El comandante salta enseguida, pero vuelve a recuperar la calma. Y ahora en marcha, acabemos con esto de una vez.
Las tiendas de los oficiales se hallaban en la playa, aunque algunos preferían pernoctar en los barcos. El comandante Hollander, sin embargo, era zorro viejo. No abandonaba a sus hombres y seguro que ya había visto ataques de pánico en anteriores ocasiones.
Jack intentó serenarse y no pensar en Roly ni en Keeler, pero respiró aliviado cuando el muchacho regresó sano y salvo. Como era habitual, se mantenía fuera de los búnkeres en los que estaban acampados sus amigos.
—Como era de esperar, el comandante nos ha regañado —explicó Roly—. Pero no ha sido grave. Solo tenemos que participar en una acción como voluntarios… Mañana envían un par de regimientos al cabo Helles, donde han desembarcado los ingleses.
—¿En barco? —preguntó Jack.
—Por tierra —puntualizó Roly—. Tenemos que sorprender a los turcos por la retaguardia y ganar no sé qué cota…
Greg rio burlón.
—¡Suena a aventura! ¡Vamos, Bobby, nosotros también nos apuntamos!
Roly sonrió esperanzado.
—¿Y usted, señor Jack? —inquirió.
—Solo Jack. No sé, Roly…
—¡Venga, cabo, no sea gallina! —dijo Bobby riendo—. Seguro que cuando volvamos le ascienden a sargento.
—A mí me han degar… degra… Bueno, que vuelvo a ser solo soldado raso —se lamentó Roly.
—¡Si conquistas esa montaña, serás general! —lo animó Greg—. Y ganaremos la Cruz Victoria. ¡Venid, vamos a hablar con Keeler! —Se levantó de la litera, se echó por encima la chaqueta del uniforme para causar buena impresión y buscó el sombrero—. ¡Vamos, Bobby! ¡Y usted no querrá escurrir el bulto, Jack!
Jack no sabía qué decir. Le parecía estar oyendo la voz de su madre: «¡Te vas a la guerra para tentar a Dios!». Quizá Gwyneira tuviese razón. Pero ese mismo día, después de haber estado expuesto al fuego de los turcos y haber disparado a ciegas entre el humo y los fogonazos del otro bando, había comprendido que él no buscaba la muerte. Tampoco encontraba hasta el momento nada heroico en esa guerra ni podía odiar a los turcos. Defendían su tierra, incitados por alianzas con un pueblo que no conocían contra soldados que combatían por una nación de la que, en realidad, tampoco sabían nada. Todo eso se le antojaba absurdo, casi irreal. Pero, cómo no, cumpliría su misión y trabajaría siguiendo órdenes. Aun así, no le atraía la idea de ir al cabo Helles.
—Venga con nosotros, señor Jack —insistió Roly—. Yo también me comportaré como un valiente. Porque una montaña así… Una montaña no es tan horrible…
Jack se unió de mala gana a los muchachos, sintiéndose vagamente responsable de Roly. Por razones que él mismo ignoraba, se consideraba en la obligación de proteger al chico, así que retrocedió con los tres por las trincheras. El teniente Keeler, instalado en un búnker tras las líneas de fuego, estaba justamente empaquetando sus haberes.
—¿Él también? —preguntó Jack a Roly.
El muchacho asintió.
—Tiene que capitanear una sección. Hoy ha caído el teniente de la Tercera División.
Greg saludó formalmente y Keeler lo miró con aspecto fatigado.
—¿Pasa algo? —preguntó con desinterés.
Bobby O’Mally formuló con orgullo sus deseos.
—¡Queremos luchar de una vez, señor! —declaró—. ¡Mirar de frente al enemigo!
Si Jack había entendido correctamente, más bien tenían que sorprender por la espalda a los turcos, pero prefirió no hacer ninguna observación al respecto. Keeler paseó la mirada de uno a otro hombre con aire de incredulidad mientras reflexionaba unos instantes.
—Por mí, vosotros dos —señaló a Greg y Bobby—. ¡Usted no, McKenzie!
Jack protestó.
—¿Por qué no, señor? ¿Acaso no confía en que yo…?
Keeler hizo un gesto de rechazo con la mano.
—Esto no tiene nada que ver con la confianza. Pero McKenzie, usted es un cabo y maneja bien su sección. Es usted imprescindible.
Algo en su rostro impidió que Jack presentara una objeción.
—¡Pero solo son dos o tres días! —intervino Roly.
Parecía como si Keeler fuera a contestar, pero se abstuvo de ello. Jack creyó leer sus pensamientos y recordó vagamente los mapas que les habían mostrado antes del desembarco. La conquista de la cima, a lo que se aludía eufemísticamente como «Baby 700», era un comando suicida.
—En todas partes se puede morir —susurró Jack.
Keeler inspiró profundamente.
—También es posible sobrevivir, ¡y justo eso es lo que haremos! ¡Nos vamos al amanecer, chicos! Y usted, McKenzie, repare las trincheras que han atacado hoy. Es de vital importancia que las líneas principales de combate estén afianzadas, así que ¡despabile a sus hombres! ¡Retírense!