4

La gente flanqueaba las calles, agitaba las manos y vitoreaba a los soldados que, en filas de a seis, más bien desordenadas, marchaban hacia el puerto. Dunedin aclamaba a la Cuarta División de Infantería neozelandesa; el buque de transporte de tropas zarparía esa tarde hacia Albany, Australia Occidental. Roly O’Brien, Greg McNamara y Bobby O’Mally desfilaban satisfechos en la tercera fila. Los chicos nunca habían estado más orgullosos en su vida, y prendían sonrientes de la flamante guerrera del uniforme color marrón las flores que las chicas de Dunedin les lanzaban.

—¿No te había dicho yo que sería estupendo? —preguntó Greg, dando un codazo a Roly.

Ninguno de los tres estaba del todo sobrio. Bobby había llevado una botella de whisky al lugar del encuentro y entre los otros soldados también circulaban bebidas estimulantes. El teniente que dirigía la alegre tropa lo había prohibido, pero poco importaba tal orden a los soldados recién incorporados a filas. La mayoría de ellos estaban acostumbrados a pasarse de la raya. Ninguno había aprendido un oficio ni había tenido una colocación fija, sino que en su mayoría habían intentado abrirse camino como buscadores de oro.

—Al menos tenéis práctica en cavar trincheras —suspiró el teniente, que había preguntado a los nuevos si tenían conocimientos especiales. Roly, por supuesto, habría podido contar su experiencia como cuidador, pero se contuvo. ¡Mejor pasar inadvertido! Por el momento se sentía a gusto en la tropa. Los de delante intentaron entonar juntos una canción, pero a ninguno se le ocurrió cuál. Cuatro grupos distintos empezaron a cantar melodías diferentes hasta que se impuso It’s a Long Way to Tipperary.

—¿Embarcamos enseguida o nos da tiempo de ir a la taberna siguiente? —preguntó Bobby. Era el más joven de los tres y estaba fascinado por todas las nuevas experiencias que se le venían encima. Para Greg y Bobby el viaje en tren hasta Otago ya había representado una aventura. Roly se lo tomaba con más calma. Ya había viajado mucho con los Lambert, conocía toda la isla Sur e incluso había estado con Tim en Wellington, en la isla Norte. Así que presumía de estar curtido en tales lides.

—¡El barco no espera, Bob! Y el ejército no va en grupo a los bares. Ya has oído lo que ha dicho el teniente: ahora vamos a Australia y luego a Francia, y allí nos instruirán.

—¡Lo de instruir no me suena bien! —dijo entre risas un joven a sus espaldas—. Tomad, ¿queréis un trago? ¡Hecho en casa! —Les tendió una botella.

También el puerto estaba lleno de gente que quería despedir a los héroes. Solo una pequeña parte estaba formada por familiares, y las pocas madres y esposas más bien lloraban que celebraban la partida. Sin embargo, la mayoría de los presentes solo habían acudido para ver zarpar el barco y a los hombres que salían a la aventura. Admiraban las brillantes insignias del ejército de Nueva Zelanda que resplandecían en los sombreros de ala ancha de los reclutas y alternaban los vítores a Gran Bretaña con los improperios a Alemania. El embarque fue una fiesta única. Ni a Roly ni a sus amigos les molestó que los camarotes estuvieran muy llenos, pues todo el barco estaba sobrecargado de pasajeros. Como no todos encontraban sitio en cubierta para agitar las manos y despedirse de sus admiradores, se sentaban balanceando las piernas por la borda. De hecho, Roly tuvo que atrapar a Bobby antes de que este cayera al agua, ebrio de emoción y de whisky barato.

Jack McKenzie se mantuvo alejado del barullo. Había desfilado taciturno en una de las últimas filas sin dejarse influir por el júbilo de la muchedumbre. Con todo ese alboroto casi se había arrepentido de la decisión de unirse a las tropas. Había querido ir a la guerra y parecía haber aterrizado en un parque de atracciones. Mientras lo otros volvían a festejar una vez más la partida del barco, guardó sus pocas pertenencias en un diminuto armario previsto para ello. Tal vez también había sido un error alistarse en una división de infantería. Gwyneira se había puesto hecha una furia por esa razón.

—¡Tienes un caballo, Jack! Y una educación exquisita. Con la caballería no tardarías en alcanzar el grado de oficial. Mi familia… —Gwyneira se interrumpió. Carecía de sentido hablar con Jack de las experiencias en la guerra de sus antepasados galeses. Los Silkham pertenecían a la aristocracia rural, sus descendientes nunca habían servido como soldados rasos.

—¡Madre, no voy a llevarme a Anwyl a la guerra! —había respondido Jack, ofendido—. ¿Va a recorrer miles de millas en barco para que acaben matándolo tan lejos de casa?

—¿Te refieres a que no puedes exigirle al caballo que vaya a la guerra? —Gwyneira estaba atónita—. ¿Temes por tu caballo, Jack? Mientras que tú mismo…

—Mi caballo no es un voluntario —objetó Jack—. Nunca ha manifestado el deseo de unirse al ejército. De ahí que no me parezca muy noble sacarlo de su cuadra y embarcarlo rumbo a Francia. Además, ya no estamos en la Edad Media. Esta guerra se decidirá con ametralladoras, no con cargas de caballería.

Gwyneira había acabado callando. En esos momentos, sin embargo, Jack se preguntaba si no había estado ella en lo cierto. Habría sido bonito tener al lado al cob castrado negro. Anwyl era de carácter afable y tranquilo. Incluso durante esas últimas y terribles semanas su presencia le había consolado. Igual que Nimue, pero en ese momento era la última compañía que le quedaba a su madre. Y seguro que Gloria volvía pronto.

Jack se dejó caer en la litera que había escogido, una de las inferiores. Los toscos camarotes en los que se amontonaban nueve hombres estaban provistos con literas de tres pisos montadas tan apresuradamente que a Jack le parecieron poco dignas de confianza. Esperaba que no se tendiera encima de él ningún peso pesado.

Pero no lo dejaron en paz. Poco después de que el barco zarpase y Jack estuviera dispuesto a conciliar el sueño con el golpeteo de las máquinas y de las olas, algo o alguien bajó a trompicones por las escaleras. Dos muchachos jóvenes, uno rubio y rechoncho y otro larguirucho y con cabello revuelo de color castaño rojizo, cargaban con un tercero que no hacía más que balbucear.

—Todavía no puede estar mareado, ¿verdad, Roly? —preguntaba el rubio.

El de cabello revuelto puso cara de fastidio.

—Este solo está borracho como una cuba. Ayúdame a levantarlo hasta la segunda hilera. Esperemos que no vomite…

Eso mismo deseaba Jack. Los chicos, sin embargo, no tendieron a su amigo directamente en la cama de encima de Jack, sino justo al lado.

—Ya lo ha hecho. Pero se diría que está ido… —El rubio parecía nervioso.

El del pelo revuelto buscó como un profesional el pulso de su amigo.

—Bah, no le pasa nada, solo tiene que dormir la mona —contestó relajado—. ¿Tenemos agua? Estará muerto de sed cuando se despierte.

—En el pasillo hay barriles de agua —señaló Jack.

El rubio agarró un cubo y salió tambaleándose.

El del cabello revuelto dio las gracias cortésmente y se quedó mirando a Jack.

—¿Nos conocemos? —preguntó.

Jack lo observó con mayor atención y recordó vagamente los rasgos juveniles y los ojos, de un azul grisáceo, que reflejaban ingenuidad. En algún sitio había visto a ese chico, pero no en una granja. Él…

—Eres de Greymouth, ¿verdad? —preguntó.

Roly O’Brien asintió y rebuscó a su vez entre sus recuerdos.

—¡Usted es el señor Jack! El primo de la señorita Lainie. Hace un par de años estuvo de visita. ¡Con su esposa! —Roly parecía radiante. A Jack, por el contrario, el recuerdo le causó una punzada de dolor. El viaje de luna de miel con Charlotte a Greymouth, su estancia en casa de los Lambert…

El chico formaba parte del servicio doméstico, lo recordó en ese momento. Y se ocupaba sobre todo de Tim Lambert.

—¿Tan sencillo ha sido dejar a tu patrón? —preguntó para no tener que hablar de Charlotte.

Roly asintió.

—¡Ya se apañarán un par de semanas sin mí! —respondió despreocupado—. ¡Seguro que mejor que su esposa sin usted! —Sonrió con aire burlón. Ya entonces no había parecido especialmente respetuoso, pero tampoco carente de sentimientos. La sonrisa desapareció de golpe cuando distinguió el rostro lleno de amargura de Jack—. ¿He… he dicho algo equivocado, señor?

Jack tragó saliva y sacudió la cabeza.

—Mi esposa ha fallecido hace poco —respondió en un susurro—. Pero tú no podías saberlo… ¿Cuál era tu nombre?

—Señor, me llamo Roly. Roland O’Brien, pero todos me llaman Roly. Y lo siento mucho, señor Jack… De verdad, discúlpeme…

Jack hizo un gesto tranquilizador con la mano.

—Solo Jack, por favor. Olvida el señor. Soy el soldado Jack McKenzie…

—Y yo el soldado O’Brien. Qué emocionante, ¿verdad, señor? ¡Soldado O’Brien! ¡Todo esto es sensacional! —Roly resplandecía. Su amigo rubio había regresado entretanto y depositado el cubo junto a la cama.

—Este es el soldado Greg McNamara —lo presentó—. Y el otro es Bobby O’Mally. Por lo general no está tan callado, señor Jack, pero lo ha celebrado demasiado. Fíjate, Greg, es Jack McKenzie, de las llanuras de Canterbury. El primo de la señorita Lainie. —Mientras Roly charlaba animosamente, sacó diligente unos cacharros de cocina de entre sus enseres, llenó un vaso de agua para Bobby y lo sostuvo junto a los labios de su amigo. Humedeció además un pañuelo y se lo depositó sobre la frente.

Jack se preguntaba por qué no se había inscrito como sanitario. El trato que Roly dispensaba a su amigo indispuesto era sumamente profesional, y no se inmutó cuando Bobby volvió a vomitar, por fortuna en un cubo.

De todos modos, Jack ya tenía suficiente, tanto de olor a vómito como de la inalterable alegría de los jóvenes. Farfulló algo de «tomar aire fresco» y se fue a la cubierta, donde seguían de fiesta. El joven teniente que estaba al mando de las tropas intentaba en vano llamar al orden a sus hombres.

Jack se dirigió a la popa y lanzó una última mirada a la costa neozelandesa que tan deprisa se alejaba. «El país de la nube blanca»… Ese día no estaba envuelto en niebla, pero las primeras canoas maoríes habían llegado desde una dirección totalmente distinta. Hawaiki… Jack intentó no pensar en Charlotte, pero, como siempre, su esfuerzo fue inútil. Sabía que en algún momento tenía que dejar de añorarla cada segundo del día, con cada latido de su corazón. Pero hasta el momento no veía solución. Sintió un escalofrío.

Jack encontró infernal la primera noche a bordo del improvisado transportador de tropas. El Great Britain solía trasladar viajeros a Europa, pero en esas circunstancias hasta las habitaciones de primera clase habían sido rehabilitadas y convertidas en sencillos alojamientos. Ni uno de los que compartían camarote con él estaba sobrio. Algunos de ellos lo demostraban levantándose cada pocos minutos y marchándose dando traspiés a cubierta para orinar. Otros dormían profundamente, roncando y sorbiendo mocos en todos los registros posibles. Jack no pegó ojo y ya al amanecer huyó a cubierta, donde se dio de bruces con el frustrado teniente.

—¡Esto parece una pocilga! —le increpó el hombre, algo que Jack era incapaz de negar. La cubierta plasmaba el desenfreno con que se había celebrado la despedida el día anterior: apestaba a orina y vómito, y junto a los charcos de diversos fluidos corporales yacían botellas vacías y restos de comida—. ¡Y se les llama reclutas! Nunca en toda mi vida había visto un montón de gente tan indisciplinada…

El hombre hablaba con acento inglés; seguramente lo habían enviado desde la madre patria para que se encargara de la formación de los kiwis. A Jack casi le daba pena. Seguro que sabía cómo instruir soldados, pero parecía recién salido de la academia militar. La mayoría de sus subordinados eran hombres curtidos mayores que él.

—Estos chicos no son exactamente la flor y nata de la juventud neozelandesa —señaló Jack con una sonrisa amarga—. Pero en el frente demostrarán lo que valen. Están acostumbrados a abrirse paso.

—¿Y eso? —preguntó burlón el oficial con tono mordaz—. ¡Menos mal que comparte conmigo sus ilimitados conocimientos en torno a sus compatriotas! Claro que usted es algo mejor, soldado…

—McKenzie —respondió Jack con un suspiro. Se había olvidado del «señor», justamente, y ahora el joven descargaría toda su cólera contra él—. Y no, señor, no me considero mejor que nadie. —Jack se disponía a añadir algo más y remitirse a sus experiencias con los jóvenes sedientos de aventuras que trabajaban en Kiward Station de pastores de ovejas, pero en el último momento se contuvo. ¡No quería dar la impresión de ser un impertinente!

Pese al intento de suavizar la situación, el teniente reaccionó de forma belicosa.

—Entonces, demuéstrelo, soldado McKenzie. ¡Limpie el barco! ¡En una hora la cubierta tiene que relucir!

Mientras el joven oficial se alejaba a zancadas, Jack salió en busca de un cubo y un cepillo. Evitó montar en cólera; a fin de cuentas él buscaba una ocupación y había agua suficiente. Cuando ya estaba sacando el tercer cubo de agua del mar, Roly O’Brien se reunió con él.

—Voy a ayudarle, señor Jack. De todos modos no puedo dormir, Bobby y ese tipo de Otago… ¿Cómo se llamaba…? Ese Joe ronca como una locomotora.

Jack le sonrió.

—Solo Jack, Roly. Y al parecer vamos a tener que acostumbrarnos al alboroto. Los chicos seguirán así estas próximas noches.

Roly hizo un gesto de indiferencia y arrojó un charco de vómito por la borda.

—En cualquier caso, ya no les queda whisky. ¿O cree usted que ha sobrado algo?

Jack rio.

—En Australia encontrarán reservas y en Francia… ¿Qué se bebe allí? ¿Calvados?

Roly contrajo el rostro. Era evidente que nunca había oído hablar del calvados, pero luego soltó una carcajada.

—¡Vino! El señor Tim y la señorita Lainie beben vino francés. Se lo envía el señor Ruben, el padre de la señorita Lainie, que tiene una tienda de comestibles en Queenstown. Pero a mí no me gusta mucho. Prefiero un buen whisky. ¿Usted no, señor Jack?

Entretanto, Jack había divisado dos madrugadores más y los había reclutado sin andarse con rodeos para que cepillasen la cubierta. Poco después aparecieron tres más y, cuando el teniente volvió, una hora en punto después de haber impartido la orden, la cubierta realmente relucía. Chorreaba agua, pero estaba limpia.

—¡Muy bien, soldado McKenzie! —Por fortuna el oficial no era rencoroso—. Puede ir a desayunar… con sus compañeros. La cocina está en marcha —dijo esto último con auténtico orgullo. Al parecer el teniente había tenido que sacar de la cama al cocinero y lo había conseguido.

Jack asintió al tiempo que Roly intentaba saludar militarmente al superior. Todavía no le salía demasiado bien, pero el teniente se forzó a sonreír.

—Todo llegará… —murmuró, y partió por la cubierta ahora limpia.

De hecho, la disciplina mejoró tras la primera y desaforada noche en alta mar, sobre todo debido a que la mayor parte de las reservas de alcohol se habían terminado. Fuera como fuese, los soldados no tenían mucho que hacer. El hecho de viajar apretados como sardinas imposibilitaba cualquier adiestramiento que el joven teniente hubiera planificado. Pese a ello, el oficial mandaba realizar ejercicios por grupos en la cubierta, si bien no salía demasiado airoso en tal tarea. Ninguno de los hombres entendía por qué tenía que caminar marcando el mismo paso que el otro, en especial yendo de un lado para el otro en un barco que se movía. Para espanto del teniente, la instrucción solía acabar en carcajadas. El joven oficial se relajó a ojos vistas cuando el Great Britain entró por fin en King George Sound. La costa de Albany, las playas y el terreno arbolado yacían acogedores a la luz del sol, dominados por la Princess Royal Fortress.

—¡La fortaleza está totalmente equipada! —aclaró el teniente entusiasmado—. Y armada por completo. Sirve de refugio a la flota. Si alguien nos ataca aquí…

—¿Quién va a atacarnos aquí? —preguntó Greg McNamara, prudentemente en voz baja—. Como si en Alemania alguien supiera dónde está Albany.

En el fondo, Jack le daba la razón. Tampoco él había oído mencionar la pequeña población costera de Australia occidental y la fortaleza se había construido con objeto de poner en vereda a los presidiarios de la bahía Botany más que como defensa nacional. Aun así, los hombres de Albany se tomaban su trabajo en serio, como comprobaron los neozelandeses al desembarcar. A todo aquel que se acercaba a la fortaleza se le detenía y se le pedía el santo y seña del día, mientras lo observaban con desconfianza.

Cuando arribó el Great Britain ya había una docena de barcos anclados en la bahía y los días siguientes llegaron más. Al final había una formación de treinta y seis buques de transporte de tropas flanqueados por diversos acorazados.

Roly admiró los cañones relucientes del Sydney y el Melbourne, embarcaciones de guerra enormes cuya función consistía en proteger el Great Convoy.

—¡Cómo alguien se atreva a atacarnos…! —exclamó, extasiado.

Como la mayoría de los demás soldados, se sentía sumamente orgulloso de la imponente flota dispuesta en hileras y lista para zarpar. La punta estaba formada por los veintiséis barcos australianos en filas de a tres, detrás se ordenaban los diez neozelandeses en filas de a dos. La visión de los barcos, las banderas y los miles y miles de hombres uniformados que se reunían en cubierta antes de partir conmovió incluso a Jack. Y aun el tiempo pareció querer contribuir a esa demostración de fuerza combativa y voluntad de los aussies y kiwis. Como si un pintor de escenas bélicas hubiera preparado tal escenario, el sol resplandecía; la superficie del mar estaba lisa como un espejo y de un color azul brillante, y la hermosa costa de Albany daba la bienvenida al otro lado. Por último, también los hombres de la fortaleza demostraron su entusiasmo disparando salvas.

Roly, Greg y Bobby saludaban con entusiasmo. Sin embargo, en los ojos de otros hombres, sobre todo los australianos, que lanzaban una última mirada a su hogar, aparecían al mismo tiempo lágrimas de emoción.

Jack experimentó una vaga sensación de alivio. Había querido alejarse de todo y ahora lo estaba consiguiendo. Apartó la mirada de tierra firme y la dirigió hacia lo incierto.

Al principio, la travesía transcurrió sin incidentes para los soldados. El tiempo se mantuvo estable y el mar tranquilo. El año 1915, que los hombres habían recibido en Albany, arrancaba bien. Cuando el Sydney se separó del convoy a la altura de las islas Cocos, los reclutas fueron presa de la excitación. Regresó unos días más tarde y Roly contó a Jack con los ojos brillantes el primer «contacto con el enemigo» del ANZAC. En efecto, el Sydney había obligado a fondear al crucero alemán Emden en las islas Keeling y lo había destruido. Tal acontecimiento fue celebrado con vítores y con algún que otro exceso de alcohol. Los hombres habían repuesto sus provisiones en Australia y el joven teniente Keeler todavía estaba muy lejos de saber controlar bien a sus tropas. Pese a ello, en esta ocasión Roly y sus amigos se mantuvieron sobrios: al final no habían tenido dinero suficiente para permitirse un trago en Albany, donde, a causa de su escasez, el alcohol se había puesto por las nubes.

Esta vez, Jack y Roly se guardaron también de abandonar demasiado temprano el dormitorio, aunque allí dentro podía cortarse el aire con un cuchillo. En alta mar hacía un calor asfixiante y no soplaba ni una brizna de aire; un barco de vela se habría visto condenado a permanecer inmóvil durante semanas. Los vapores, por el contrario, avanzaban más deprisa cuando el mar estaba tranquilo, aunque los hombres lo pasaban mal en los camarotes abarrotados y todavía más los caballos en los transportadores de la caballería. Jack estaba contento de haber tomado la decisión de evitar a Anwyl tales padecimientos; aunque, por otra parte, envidiaba a los hombres de esos barcos por estar en contacto con los animales. Jack añoraba el olor del sudor de caballo y de heno en lugar del hedor que emanaban los cuerpos sucios de los hombres. Él mismo y algunos otros se lavaban con agua salada, pero si bien al principio se sentían mejor, lo pagaban más tarde con el escozor de la piel.

Y entonces, tras unos cuantos días en alta mar, el teniente Keeler convocó a sus hombres a cubierta. Según informó en el preámbulo, tenía algo importante que comunicarles. Tal asamblea, como Jack enseguida sospechó, presentó, naturalmente, complicaciones. Como ochocientas personas juntas no cabían en la cubierta, se disputaban unos a otros el limitado espacio. Por añadidura, la voz del teniente Keeler era inaudible para los hombres que estaban más alejados. Pasaron horas entre discusiones y protestas, pues, hasta que el último recluta estuvo por fin informado de las novedades. Turquía había declarado la guerra a Inglaterra y el mando británico había decidido situar las fuerzas armadas del ANZAC en el área del estrecho de Dardanelos, en lugar de enviarlas a Francia.

—¿Qué estrecho? —preguntó Roly, desconcertado.

Jack hizo un gesto de ignorancia. También a él le resultaba totalmente ajena la geografía del sureste de Europa.

—La formación previa al ataque —explicó el teniente— se desarrollará en Egipto. Tras una parada intermedia en Colombo, partiremos a Alejandría.

Jack había oído hablar al menos de esta última, pero no de la primera. Tuvo que preguntar a los demás para averiguar que se trataba de una ciudad situada en Ceilán, una isla verde y tropical en el océano Índico.

—Conocida por sus cultivos de té —les adoctrinó el teniente Keeler, quien en el período transcurrido se mostraba más deferente hacia Jack. Hacía tiempo que había advertido que el criador de ganado de cabello cobrizo, procedente de las llanuras Canterbury, no solo era algo mayor que él, sino también un hombre más cultivado y cabal que la mayoría de sus hombres—. Pero no se haga ilusiones, McKenzie: no desembarcaremos, solo cargaremos provisiones.

En efecto, la flota del ANZAC echó el ancla por un breve período de tiempo en el puerto y Roly contó emocionado los barcos, de todas las nacionalidades imaginables, que estaban ahí fondeados. De la misma Ceilán vieron únicamente las costas verdes y la silueta de una ciudad portuaria, pequeña y que, a ojos vistas, florecía con la guerra. Muchos reclutas protestaron. Seguían aburriéndose, no había prácticamente nada más que hacer que tomar el sol en la cubierta. Hacía un tiempo seco y caluroso, algo que sorprendía especialmente a los hombres procedentes de la isla Sur de Nueva Zelanda, donde llovía casi continuamente.

La flota pasó quince días más en alta mar antes de llegar a Suez. Por primera vez los reclutas oyeron hablar de operaciones de guerra en tierra en las que también participaban australianos. Según decían, Turquía había atacado en Suez. El teniente Keeler ordenó a sus hombres extremar la vigilancia durante el paso por el canal y estableció turnos de guardia. Roly dedicó una noche agotadora a hacer centinela, observando con atención en la oscuridad el borde del canal e inspeccionando con inquietud cualquier hoguera o asentamiento desde los cuales llegaban luces a los barcos. Aun así, no se produjo, de hecho, ningún acontecimiento especial. La flota atravesó el canal de Suez sin que la hostigasen y finalmente llegó a Alejandría.

—¡La bahía de Abukir! —exclamó Jack casi con reverencia al fondear—. Aquí fue donde Nelson libró la batalla del Nilo hace un siglo.

Roly, Greg y Bobby contemplaban tan fascinados el agua azul y tranquila como si todavía se estuviera desarrollando la victoria de almirante.

—Nelson… ¿era inglés? —preguntó cauteloso Bobby.

Jack rio.

Por fin desembarcaron, pero los hombres del ANZAC poco vieron de la famosa ciudad comercial de pasado glorioso. Los oficiales británicos condujeron a las impacientes tropas en orden de marcha, más o menos disciplinada, a una estación de ferrocarril.

—¡A El Cairo! —dijo Greg casi sin dar crédito.

Esos extraños nombres de ciudades, las calles angostas y recalentadas por el sol, los hombres con sus chilabas, el sonido de idiomas extranjeros y los ruidos y olores desconocidos de la ciudad fascinaban a los chicos, pero también los desconcertaban. Pese a la cercanía de sus amigos, Roly se encontraba perdido en un mundo ajeno; casi sentía un poco de añoranza.

Jack se entregó con gusto a lo ajeno, se protegió con esas nuevas impresiones y esporádicamente consiguió dejar de cavilar y pensar en Charlotte, cuando no le escribía cartas mentalmente. ¡También eso debía concluir!

Jack pensaba a quién escribir en su lugar y acabó decidiéndose por Gloria. Por más que en los últimos años apenas le habían llegado noticias de la joven, todavía se sentía unido a ella. Tal vez diera señales de vida y le hablara con un poco más de viveza de sus experiencias en América cuando supiera que ella no era la única que se había marchado lejos de Kiward Station.

Así que describió a Gloria la travesía en barco con la orgullosa flota y luego también el viaje a El Cairo en un tren abarrotado. Del paisaje no había mucho que ver, pues trasportaron a las tropas durante la noche y llegaron a la ciudad al amanecer. Cuando los soldados formaron para marchar a los campos de instrucción, estaba oscuro como boca de lobo y, para sorpresa de los hombres, hacía un frío considerable. La mayoría de los australianos fueron conducidos a un campamento en el sur de El Cairo, mientras que a los neozelandeses les aguardaba otro en el norte. No obstante, antes les esperaba una marcha nocturna de varios kilómetros, inesperadamente agotadora después de las semanas de inactividad forzada a bordo de los barcos.

Jack estaba medio congelado y agotado cuando alcanzaron el campamento de Zeitoun. Allí compartían alojamiento dieciséis hombres; Roly y sus amigos se quedaron con Jack. Aliviados, hicieron las camas de la litera triple.

—¡Buf, estoy hecho polvo! —se lamentó Greg.

Un par de hombres, procedentes de alguna ciudad a juzgar por su aspecto, parecían sentirse todavía peor que los chicos de Greymouth. Las botas de uniforme nuevas eran un suplicio y dos compañeros de tienda, en especial, gimieron al descalzarse, incapaces de dar un paso más.

Jack se recompuso. Alguien debía velar por el orden. En primer lugar hizo poner en pie a Bobby, quien se había tendido en una de las camas extenuado y no parecía dispuesto a levantarse otra vez.

—El cansancio no es pretexto, soldado O’Mally —increpó al joven—. Alguien ha hablado antes de distribución del rancho. Ve a informarte al respecto. Al menos puedes ir a buscar té caliente para que los chicos recobren las fuerzas. Y tú, Greg, soldado McNamara, averigua dónde están las mantas. En teoría debería haber en las tiendas, pero se diría que se han olvidado de nosotros…

—Por una vez podríamos dormir vestidos —objetó Greg con desgana.

Jack hizo un gesto negativo.

—Mañana nos darán un rapapolvo porque llevamos el uniforme arrugado. Hijo, esto es un campamento de instrucción. El viaje ya se ha terminado, ¡a partir de ahora eres un soldado!

Roly ya estaba revolviendo el botiquín de primeros auxilios que formaba parte del equipo básico de los reclutas y sacó vendajes.

—No hay ungüentos para las heridas —observó con espíritu crítico—. Pero ¿qué es esto?

Sostuvo inquisitivo en alto un botellín.

Manuka, aceite del árbol del té —observó un camarada, cuyo rostro ancho y el cabello abundante y negro remitían a sus orígenes maoríes—. Un remedio casero muy antiguo que utilizan las tribus. Si se untan con él los pies, se curan antes.

Jack le dio la razón. También en Kiward Station se utilizaba el manuka como remedio básico, aunque más bien con ovejas y caballos…

—Pero ¡primero hay que lavarse los pies! —indicó Jack. Un fuerte olor empezaba a impregnar la tienda—. ¿Algún voluntario para ir a buscar agua?

Al día siguiente, el grupo reunido en la tienda salió airoso de la inesperada inspección del teniente Keeler, que parecía no haber dormido esa noche, y Jack obtuvo su primer ascenso. Al formarse la división de infantería neozelandesa se citó su nombre entre otros.

—McKenzie, tras acuerdo con la dirección del campamento, le nombro soldado de primera —declaró el teniente Keeler con una sonrisa tan resplandeciente como si estuviera haciendo entrega de la Cruz Victoria.

A continuación pasó a explicarle en qué consistían sus nuevas tareas: en el fondo se trataba justamente de lo que Jack ya había estado haciendo durante el viaje. El soldado de primera tenía seis personas a su cargo a las que debía vigilar para que mantuvieran limpios el alojamiento, el uniforme y sobre todo las armas.

—La paga es un poco más alta —señaló renuente el joven oficial, después de que un par de kiwis aceptaran el ascenso sin demasiado entusiasmo y otros dos hasta quisieran rechazarlo, algo totalmente incomprensible para él. Al fin y al cabo, dijo reprendiéndoles, era también una cuestión de honor.

Jack asumió el honor con serenidad, tras lo cual Roly le alabó sinceramente el nuevo grado que había adquirido.

—¿Lo conseguiré yo también algún día, señor Jack? ¡Qué te asciendan debe de ser el no va más! ¡O que te condecoren! ¡Si eres valiente ante el enemigo también te condecoran!

—Primero habrá que tener enemigos —farfulló Greg. No le había gustado en absoluto la primera práctica de la mañana. No entendía de qué servía desfilar en fila y echarse a tierra para derrotar a los turcos. Jack suspiró. Se diría que Greg se imaginaba la guerra como si fuera una pelea de taberna a lo grande.

Pese a todo, en los meses siguientes no quedó más remedio que aprender a ponerse a cubierto, avanzar cuerpo a tierra, cavar trincheras y manejar fusiles y bayonetas. Esto último era lo que más agradaba a la mayoría de los soldados, y los neozelandeses desarrollaron una habilidad digna de consideración como tiradores. A fin de cuentas, muchos de ellos estaban acostumbrados desde pequeños a la caza menor: debido a las plagas de conejos, cualquier muchacho de las llanuras de Canterbury había aprendido a manejar un arma. Algunos de los propietarios de las grandes granjas de ovejas llegaban a pagar incluso pequeñas primas de caza. Los aventureros de los yacimientos de oro más bien cazaban a los animalitos para añadir algo de carne a la olla, pero también eran diestros a la hora de disparar hacia un blanco en movimiento.

Menos talento mostraron las abigarradas tropas de kiwis a la hora de obedecer órdenes. Les desagradaba marchar en formación y, para espanto de los instructores británicos, solían preguntar cuál era el sentido de un ejercicio antes de arrojarse conforme a las instrucciones en la arena del desierto. Cavar trincheras según unas reglas establecidas tampoco entusiasmó a los soldados.

—Jo, yo ya llevo haciendo esto desde los trece años —se quejó el minero Greg—. Y más hondo que aquí. ¡A mí nadie tiene que enseñarme cómo se coge una pala!

Jack, por el contrario, estudiaba la técnica, incluso si se le revolvían las tripas al pensar que tal vez tendría que pasar varias semanas de su vida en construir una especie de hormiguero. De hecho, la distribución de las trincheras precisaba de considerable destreza estratégica y arquitectónica. Por ejemplo, nunca se trazaban en línea recta, sino siguiendo una especie de línea dentada. Ningún soldado tenía que alcanzar a ver a una distancia que superase los cuatro metros y medio. A bote pronto esto parecía un engorro, pero dificultaba que el enemigo se orientase si lograba introducirse en una trinchera. Había que añadir la construcción de segmentos y traviesas, y ampliar la red de trincheras sin correr peligro bajo el fuego enemigo exigía técnicas propias del vaciado del terreno. Los experimentados mineros abrían galerías de forma rutinaria, aunque en el desierto, por supuesto, constantemente se hundían. Bobby y Greg se reían de ello, pero en una ocasión Jack descubrió que Roly salía blanco de pavor cuando un derrumbamiento cubrió a los hombres de arena.

—No puedo, señor Jack… —susurró palpando la mochila. En el departamento de primeros auxilios no solo había vendajes y aceite del árbol del té, sino también una petaca—. Aquí… ¿quiere?

El muchacho tendió el recipiente a Jack. Le temblaban las manos.

Jack olisqueó el contenido. Aguardiente puro.

—¡Roly, en realidad tendría que denunciarte por eso! —le reprendió—. ¡Beber durante el servicio! Y sin embargo tú no eres así de…

Al contrario que sus camaradas, Roly, por lo que Jack había visto, solo acudía en raras ocasiones a los bares y burdeles improvisados que parecían haber brotado de la noche a la mañana alrededor del campamento. Prefería asistir a las sesiones de cine que organizaba la Y.M.C.A. Le cautivaban las películas. Y los fines de semana solía juntarse con Jack o con otros soldados más cultivados que salían de excursión a visitar las pirámides, la Esfinge y otros monumentos de Egipto. Jack lo había visto borracho en muy pocas ocasiones. Tras un rápido ascenso a soldado de primera nunca lo había visto pasarse de la raya.

—Es… es medicina, señor Jack. Si de vez en cuando doy un trago, consigo seguir con las zanjas… —El chico volvió a tapar la botella, pero continuaba estando pálido.

—¡Nuestro Roly se quedó una vez enterrado! —explicó Greg entre risas, como si fuera la cosa más chistosa de la historia de Greymouth—. Y le cogió miedo. ¡El pobrecito ya no ha vuelto a entrar en una mina! ¡Pero ya ves, Roly, la mina te persigue! —Los hombres jaleaban mientras daban palmadas en el hombro al cabizbajo joven.

Jack, por el contrario, estaba inquieto. Desde el hundimiento de la trinchera era evidente que Roly O’Brien estaba muy afectado, y sin embargo solo se trataba de un ejercicio. El intento de simular en el desierto una guerra de trincheras era en gran parte absurdo. En caso de combate se edificarían búnkeres. Corrían rumores de que los alemanes construían estructuras subterráneas de varios pisos. Si realmente se demostraba que Roly no soportaba los espacios angostos y la oscuridad…

Jack, quien entretanto ya había obtenido el grado de cabo y era responsable de tres docenas de hombres, se dirigió preocupado al oficial de instrucción competente.

—Capitán, señor, el soldado O’Brien permaneció durante tres días bajo los escombros. Todavía no lo ha superado. Sugeriría que fuera destinado a una compañía de asistencia médica o a otra tropa que no actuara desde las trincheras.

—¿Cómo sabe usted con tanta certeza que vamos a actuar desde las trincheras, cabo? —preguntó el comandante Hollander con una sonrisa irónica.

Jack se puso firme, aunque en su interior se llevó las manos a la cabeza. El hombre era un hueso duro de roer, pero hasta el momento Jack no lo había tenido por tonto. En esos momentos corregía su opinión.

—Me lo imagino, capitán, señor —respondió sin perder la calma—. Asegurar posiciones en esta guerra parece la opción más eficaz.

—¡Así que también es usted un dotado estratega, cabo! Pues ahórreselo para cuando llegue a general. Al principio no tiene que pensar, sino que cumplir órdenes. A ese cagoncete de O’Brien ya lo vigilaré yo. ¡Enterrado! ¡Ya lo superará, se lo garantizo, McKenzie! Ah, y diga a sus hombres que levantamos el campamento. El once de abril, a medianoche, tomamos el tren para El Cairo y luego embarcamos rumbo a los Dardanelos.

Jack se retiró frustrado, pero el corazón le latía agitado. Emprendían la marcha, el ANZAC abandonaba Egipto. Se iban definitivamente a la guerra.