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—¡Ahora no, luego! —siseó Lilian.

El reencuentro inesperado con Ben suspendió por un segundo los latidos de su corazón, pero su mente seguía funcionado y le permitió reconocer al instante que ese no era un lugar apropiado para dar muestras de alegría. Ben estaba junto a Florence y Caleb Biller, así que debía de ser el hijo que acababa de llegar de Cambridge. Y, con toda certeza, ni los Biller ni tampoco el mismo padre de Lilian estarían especialmente entusiasmados por el hecho de que sus hijos hubieran grabado en un árbol de la campiña inglesa sus nombres enmarcados por un corazón.

Ben no cayó en la cuenta tan deprisa. No era extraño: a fin de cuentas el apellido de Lilian todavía no le resultaba conocido. Por suerte, no obstante, el reverendo acudió en su ayuda. Incluso era posible que de forma consciente, pues era conocido por su agilidad mental y quizás había percibido el centelleo en los ojos de Ben y Lily.

—¡Ben! ¡Cuánto me alegro de verte entre nosotros! —saludó al muchacho, después de intercambiar las cortesías habituales con Florence y Caleb—. Y qué alto estás. Las señoritas de Greymouth se pelearán por que las saques a bailar. Voy a presentarte a unas cuantas. —Señaló a Lilian y a las otras dos jóvenes que acababan de adornar el altar—. Erica Bensworth, Margaret O’Brien y Lilian Lambert.

Erica y Margaret hicieron una reverencia entre risitas y Lilian solo consiguió esbozar una sonrisa forzada. Al final también se posó sobre ella la mirada fría de Florence Biller. Trabajando con su padre, Lilian había tratado con ella en un par de ocasiones y era probable que no le hubiese causado una impresión estupenda. A diferencia de otros empleados de Tim, ella no se dejaba intimidar por Florence y, por ejemplo, no pasaba la llamada a su padre a no ser que este tuviera el tiempo o la obligación de responder a las peticiones de la mujer. No tenía reparos en atraer a los clientes de la competencia o engatusar a los proveedores para que sirvieran a Lambert antes que a Biller: un arte de valor incalculable en esos tiempos, pues la economía florecía y los almacenes de madera y las ferreterías no lograban suministrar madera, punzones y herramientas al mismo ritmo al que se ampliaban las minas. Florence no perdía la compostura, por supuesto, pero en el círculo familiar se tachaba a la «pequeña Lambert» de «mocosa desvergonzada», expresión esta que ya había surgido en presencia de Ben. Y ahora el chico se hallaba frente a esa «pequeña vampiresa» que había revelado ser Lily, la misma muchacha que no lograba apartar de sus pensamientos desde que había dejado Inglaterra. Y para la que desde entonces escribía un poema tras otro.

Lilian le lanzó un guiño que Ben comprendió al instante.

Durante la misa, las dos familias se situaron en extremos opuestos del prado, pero Lilian y Ben no conseguían concentrarse en el reverendo. Ambos respiraron aliviados cuando cesó la última canción y todos se dirigieron hacia los refrescos. Lilian se las apañó para acabar junto a Ben en la cola para el ponche de fruta.

—Justo después de que todos hayan comido y estén cansados… Nos veremos entonces…, detrás de la iglesia —le susurró.

—¿En el cementerio? —preguntó Ben.

Lilian gimió. Ella no había querido expresarlo de forma tan prosaica y, por supuesto, también había evaluado si el camposanto era el sitio más adecuado para un encuentro secreto entre enamorados. Recientemente, sin embargo, había llegado a la conclusión de que eso poseía un componente romántico. Un poco enfermizo, tal vez, pero agridulce. Como un poema de Edgar Allan Poe.

Además, salvo el cementerio, no había otro lugar discreto en los alrededores.

La muchacha asintió.

—No me pierdas de vista, ya verás cuándo me levanto.

Ben asintió con vehemencia y tomó su refresco. Reflexionó brevemente sobre la posibilidad de pedir a Lilian que acortara el tiempo de espera, pero decidió que llamaría demasiado la atención, así que le lanzó una mirada de complicidad y se puso en camino. Lilian se lo quedó mirando arrebatada. ¡Por fin pasaba algo! Y por fin era igual que en las novelas: el amor por largo tiempo perdido regresaba. Lily gimió pensando que su enamorado pertenecía a una familia rival de la suya. ¡Cómo en Shakespeare! En la función de Navidad de Oaks Garden nunca la habían dejado interpretar, para su disgusto, el papel de Julieta. ¡Y ahora ella era la protagonista de la historia!

Al final fue Ben el primero que dejó a su familia y discretamente se encaminó hacia la iglesia. Lily, en cambio, abandonó casi con desgana las «conversaciones de sobremesa» entre Elaine y Tim, Matt y Charlene, que de nuevo giraban en torno a los Biller y su primogénito. Las dos mujeres parecían sumamente sorprendidas de que el joven fuera idéntico a su padre, algo que Lilian no acababa de entender, porque también sus propios hermanos se parecían a Tim y el hijo de Charlene y Matt Gawain eran como dos gotas de agua, y nadie había armado tanto alboroto por ello. Fuera como fuese, ambas parejas estaban enfrascadas en la conversación y nadie se percató de que Lilian se ausentaba. Cuando llegó al cementerio, Ben ya estaba grabando sus iniciales en la vieja haya del extremo oriental del cercado. Lilian lo encontró romántico, aunque no muy inteligente como táctica. A fin de cuentas, tampoco habría tantos L. L. y B. B. en Greymouth. Pero ¡qué más daba! Decidió sentirse adulada ya que Ben corría semejante riesgo por ella.

El chico la miró arrobado cuando ella se acercó entre las hileras de tumbas.

—Lily, nunca había imaginado que volvería a verte —la saludó—. Esa chica tan rara de Oaks Garden me dijo que habías vuelto a casa. Creí que se refería a Londres o Cornwall o a algún sitio de Inglaterra. ¡No me habías contado que eras de Greymouth!

Lilian se encogió de hombros.

—Yo también pensaba que tú eras de Cambridge o los alrededores. Y que eras pobre, por lo de la beca…

Ben rio.

—No, solo joven. De ahí el trato preferente. Me salté un par de cursos y las universidades se me disputaban. Con la beca tenía la posibilidad de estudiar lo que yo quería y no lo que deseaban mis padres. Al menos hasta ahora. Con esta estúpida guerra, han encontrado un pretexto estupendo para obligarme a volver. Y ahora me encuentro en ese despacho horrible y tengo que interesarme por cómo se extrae el carbón de la tierra. Si por mí fuera, podría quedarse ahí metido.

Lilian frunció el ceño. La idea de limitarse a dejar el carbón en la tierra nunca se le había ocurrido, y tampoco le parecía demasiado inteligente. Al fin y al cabo, era materia que se vendía cara. Pero claro, Ben era un poeta y lo veía con otros ojos. Así que sonrió indulgente.

—Pero tienes tres hermanos. ¿No quieren ellos hacerse cargo de la mina? —preguntó—. Así tú podrías seguir estudiando.

Ben asintió, aunque con una expresión irónica en el rostro.

—Se preparan para ello —respondió—. Sam, que solo tiene doce años, ya sabe más sobre el negocio que yo. Por desgracia soy el mayor… Pero ahora hablemos de ti, Lily. ¿No me has olvidado?

—¡Jamás! —exclamó ella con determinación—. Jamás te olvidaría. Fue tan bonito en Cambridge… Y te juro que yo quería acudir a la cita, habría hecho cualquier cosa para ir… pero precisamente ese día fue a buscarme mi tío. Y no podía escaparme, siempre tenía gente dando vueltas alrededor. Pero ahora estamos aquí.

Ben sonrió.

—Ahora estamos aquí. Y tal vez podríamos… quiero decir…

—¡Podrías mirar otra vez de qué color son mis ojos! —sugirió Lilian con picardía. Se acercó a él y alzó la vista.

Ben acarició con timidez las mejillas de la muchacha y la rodeó con un brazo. Lilian habría abrazado el mundo entero cuando él la besó.

—¿Quién era el chico del cementerio?

Tim Lambert se mostraba severo con su hija en contadas ocasiones, pero esa vez se irguió de forma tan amenazadora delante de ella como se lo permitían las muletas y las piernas entablilladas. Lilian estaba sentada junto a su escritorio y acababa de colgar el auricular. Daba la impresión de estar más contenta y resplandeciente que de costumbre, tanto que un observador más avezado que su padre tal vez se habría percatado de que estaba enamorada, pero el olfato de Tim estaba más bien orientado a balances y cierres de negocios. De hecho, acababa de celebrar uno de esos cierres con un whisky en el almacén de Bud Winston, quien había de suministrar la madera de los puntales para la planeada ampliación de la mina. Tim Lambert había birlado a Florence Biller, delante de sus narices, todo un vagón de madera de encofrado. Por mor a la justicia, debía tal operación a Lilian, pues era su hija quien había llevado las negociaciones. Pero ese día le interesaba menos la justicia que los rumores que circulaban por Greymouth. Ya tenían que estar bastante extendidos si habían llegado a oídos de los hombres del entorno de Bud Winston. El almacén de madera no era, al fin y al cabo, un centro de chismorreos. Y eran justo las once de la mañana del lunes; por la tarde toda la ciudad sabría, sin lugar a dudas, que Lilian Lambert se había reunido a escondidas con un joven.

—No lo niegues, la vieja Tanner lo ha visto todo. Pero como es miope no ha reconocido al chico.

La señora Tanner era la chismosa local. Lilian se inquietó un poco.

—¿Y qué pretende haber visto? —preguntó, intentando mostrarse indiferente. Si la señora Tanner había presenciado el beso, se encontraba en un problema.

Tim hizo un gesto de ignorancia.

—Según ella estabas hablando con el chico, a escondidas, en el cementerio. Toda la ciudad está al corriente.

—Pues no debe de haber sido tan a escondidas —replicó Lily, hojeando como de pasada un archivo. En su interior se sintió aliviada.

Tim se dejó caer en la silla de su escritorio. Esto lo alejaba de una posición estratégica favorable, pero tras el viaje a la ciudad estaba rendido y le dolía la cadera.

—Lilian, ¿era Ben Biller? —preguntó—. Alguien mencionó el nombre. Y a mí no se me ocurre ningún otro que por la edad encaje contigo.

Lilian le dirigió una sonrisa celestial. Por lo general era uno de sus fuertes llevar la contraria, pero estaba enamorada.

—¿Tú también encuentras que encaja conmigo? ¡Oh, papá! —Dio un brinco e hizo ademán de ir a abrazar a su padre—. ¡Ben es tan maravilloso! Tan dulce, tan cariñoso…

Tim frunció el ceño y la apartó.

—¿Qué es qué? ¡Lilian, no puede ser verdad! ¿Después de pasear tres minutos con él entre unas cuantas lápidas has descubierto que es el hombre de tu vida? —exclamó, vacilando entre el espanto y la risa.

—¡Exacto! —Lilian estaba eufórica—. Pero de hecho ya nos conocimos en Cambridge…

Totalmente entusiasmada, expuso a su padre la historia de la regata, obviando solo un par de nimiedades insignificantes como el beso y el corazón grabado en el tronco del árbol.

—¡Escribe poemas, papá! ¡Para mí!

Tim puso los ojos en blanco.

—Lilian —observó, al tiempo que trabajosamente cambiaba de posición en la no demasiado cómoda silla—. Todo esto te parecerá muy romántico, pero yo preferiría que el muchacho dedicara sus poemas a otra persona. Eres demasiado joven para comprometerte, y lo mismo puede decirse de él. ¡A vuestra edad yo todavía hacía volar cometas! —Lo último era cierto, pero no tan inocente como Tim lo representaba. A la edad de Lily todavía se encontraba en un internado inglés y la cometa servía para enviar información a Mary, la hija de un granjero que suministraba la leche a la escuela. No obstante, la cosa no había pasado de un par de cartas de amor. Mary prefirió buscarse novio entre los estudiantes de los grados superiores.

—¡Ben es muy maduro para su edad! —afirmó Lily—. Es tan listo que ha podido saltarse infinidad de cursos.

Tim hizo un gesto de rechazo.

—Todo esto no me interesa, Lilian. Sin duda es un joven inteligente, sus padres tampoco son tontos, pero tendría que utilizar un poco la razón y no andar mariposeando con la única chica de la ciudad con la que está garantizado que tendrá dificultades. ¡No puedes enamorarte del hijo de Florence Biller, Lily!

Tim agitó las muletas para subrayar sus palabras, movimiento que hasta a él mismo le hizo sentirse ridículo.

Lilian se apartó el cabello rojo como el fuego hacia atrás e irguió la cabeza en un gesto de orgullo.

—¡Pues claro que puedo!

—Tim, no son más que chiquilladas. ¿Cómo puedes tomártelo en serio? —Elaine Lambert estaba sentada en el jardín de su casa y miraba entre preocupada y divertida a su iracundo marido. Como siempre que algo lo enervaba era incapaz de sentarse y quedarse quieto. Antes del accidente había sido un hombre sumamente dinámico que solo pisaba el despacho en contadas ocasiones. Prefería establecer contacto con los trabajadores en la mina, hablar personalmente con los proveedores y en su tiempo libre había revelado ser un audaz jinete. Tener limitados los movimientos todavía le resultaba difícil de asumir pese a los años transcurridos tras la desgracia, y en esos momentos paseaba cojeando, arriba y abajo, entre flores y plantas, ante la mirada de Elaine, lamentándose por la catástrofe evidente que Lilian y Ben iban a desencadenar.

En opinión de Elaine, su esposo era en parte responsable de los últimos y dramáticos acontecimientos. Ese lunes por la mañana solo se le había ocurrido enviar a su rebelde hija directamente a casa. Lilian se había subido obediente a lomos de la pequeña yegua que la abuela Gwyn le había enviado de Kiward Station. La había montado en la granja y Gwyn se la había mandado con mala conciencia, pues se trataba del potro nacido del cruce que Jack había hecho entre la yegua poni de Gloria y un semental cob. Pero parecía que en principio Gloria no iba a volver…

En cualquier caso, Lilian poseía ahora a la briosa Vicky y advirtió que ese día necesitaba urgentemente hacer ejercicio. El animal procedía de purasangres, precisaba galopar largas distancias y, cómo no, el camino bien pavimentado que conducía hasta Mina Biller iba como anillo al dedo para tal fin. A mitad de camino, Lilian se cruzó con el coche de los propietarios y Vicky se asustó, motivo por el cual el único pasajero que había en el interior del vehículo mandó detenerse al conductor. El pasajero era Ben.

Lo que sucedió a continuación solo pudo reconstruirse tras someter a los dos protagonistas del suceso a un minucioso interrogatorio. El conductor —a quien una indignada Florence había ordenado que llevara a casa a su rebelde hijo por el camino más directo— informó de que el joven señor había querido bajar del coche por si la señorita necesitaba ayuda para sujetar el caballo. A continuación, Ben había seguido los pasos de Lily, internándose ambos en el bosque de helechos que había junto al río, lugar a donde el conductor, como era de entender, no había ido.

—¿Cómo es que Florence había enviado a casa a Ben? —preguntó Elaine. No le inquietaba que Lilian todavía no hubiera llegado. La joven solía ir a dar un paseo a caballo mientras su padre regresaba en coche o en carro. Y además Elaine ignoraba por completo la discusión que por la mañana habían mantenido padre e hija.

Sin embargo, Tim había llegado a la hora acostumbrada, como era evidente, dispuesto a apretarle las clavijas a la jovenzuela, y todavía se molestó más cuando se enteró de que la muchacha andaba dando vueltas en lugar de quedarse encerrada en casa como le había ordenado. Elaine lo había conducido al jardín para que le diera una visión clara de los hechos.

—¿Por qué va a ser? —preguntó Tim—. Alguien le habrá ido con el cuento a la pobre Florence, ¡estos chismes se propagan con la rapidez del rayo! ¡Todavía no logro entender cómo no te has enterado!

Elaine se encogió de hombros. Prefería no contarle a su marido que ella y Charlene se habían reunido esa tarde con Madame Clarisse, la propietaria del burdel, para tomar un té. Las tres mujeres cultivaban su antigua amistad, pero era mejor que Matt y Tim no se enterasen de la relación personal entre sus esposas y las prostitutas. Por las noches, en el local de Madame Clarisse, circulaban todos los rumores, claro está, pero durante el día, cuando las mujeres decentes chismorreaban, las bellas de la noche solían dormir.

—¡Y me imagino que Florence todavía estará más indignada que yo! —prosiguió Tim.

—¿Todavía más? —preguntó Lainie, burlona.

—En cualquier caso, acaba de llamarme. Y si el teléfono soltara llamas, tendría el despacho hecho cenizas. Según las declaraciones del conductor, Lily ha arrastrado por los cabellos a Ben hacia el bosquecillo y allí… —Tim se interrumpió.

Elaine soltó una risita.

—¡Pobre chico!

—¡Lainie, por favor, no te lo tomes a broma! La peliaguda relación con los Biller es cualquier cosa menos cómica. Lilian no debe empeorar todavía más las cosas. —Tim tomó asiento en una de las sillas de exterior.

—Pero Tim, ¿qué hace? Si te he entendido bien, conoció a ese chico en Cambridge. Tontearon un poco y Lily está entusiasmada porque el destino los ha reunido de nuevo aquí. Ya la conoces, su romanticismo no conoce límites. Es absurdo hacer un drama de esto. Absurdo y contraproducente: ¿no ves que así se obcecará más con este asunto?

—¡Se han visto a escondidas! —insistió Tim.

—Una tarde, a plena luz del día, detrás de la iglesia —se burló Elaine—. Tan a escondidas que ni siquiera no se dieron cuenta de la presencia de la señora Tanner.

—Eso lo hace más sospechoso —gruñó Tim—. Tenían que estar muy concentrados el uno en el otro…

Elaine rio.

—Completamente normal en un amor de juventud. Hazme caso, Tim, lo mejor es no prestar atención. De hecho, lo más adecuado sería que no ocultaran su amistad. Si se ven en secreto, acabarán sintiéndose como Romeo y Julieta. Pero si los Capuleto hubiesen invitado un día al pequeño Montesco a cenar, Julieta enseguida habría caído en la cuenta de que ese chico solo pensaba en torneos de espadachines y que era demasiado atontado para cumplir unas instrucciones sencillas sin apuñalarse.

Tim no pudo reprimir una sonrisa.

—De todos modos, los Capuleto habrían permitido que la cena acabase en un baño de sangre —señaló—. Al menos si hubieran sido de la misma especie que Florence Biller. O sea, que estamos en las mismas: esa mujer no permitirá la amistad de los chicos bajo ningún concepto. En lo que a mí respecta, le he prometido que prohibiría a Lilian el trato con su hijo. Con suma severidad. —Se levantó fatigosamente, como para demostrar su autoridad.

Elaine puso los ojos en blanco y lo ayudó. Pese a ello, no renunció a una observación final.

—Bueno, luego no digas que no te lo advertí.

—¡Florence, por favor! Pero ¿qué ha hecho de malo?

Aunque Caleb Biller solía evitar los enfrentamientos con su esposa, en ese caso le pareció una cobardía mantenerse al margen. De ahí que bebiera a sorbos en esos momentos su segundo whisky. El primero para infundirse ánimos, el segundo para aguantar si vacilaba. Cuando Florence se precipitó en el salón y empezó a soltar improperios contra su hijo Ben, Caleb casi habría dejado caer el valioso vaso de cristal con el no menos valioso malta. Si bien Florence Biller tenía fama de iracunda, por lo general era una persona extremadamente contenida. Si pese a ello regañaba constantemente a sus empleados, era porque lo consideraba de suma importancia.

Al comienzo de su actividad como gerente de Mina Biller, era frecuente que no la tomaran en serio. Un estilo de gerencia sumamente profesional —que se habría calificado de virtud en un director varón— se consideraba un defecto en el caso de una mujer. Florence solo había logrado imponerse ejerciendo su autoridad con vigor y en algún momento eso empezó a resultarle divertido. Con el paso del tiempo, tanto empleados como proveedores y socios habían aprendido a temerla en igual medida. Pero incluso cuando mostraba su cólera, en su interior permanecía fría como un témpano y su apariencia externa nunca sufría por ello. El «uniforme de trabajo» de Florence Biller, una blusa blanca y una falda de corte recto azul marino, siempre parecía recién planchado y ni en pleno verano mostraba una mancha de sudor. Llevaba el espeso cabello castaño sujeto en un moño del que nunca se desprendía ni un diminuto mechón.

Ese día, sin embargo, las cosas se desarrollaban de otro modo. El comportamiento de Ben había logrado sacarla de su habitual reserva, y en este momento tenía el rostro enrojecido, enmarcado por unos cabellos que se le habían soltado del moño y que, paradójicamente, le conferían un aire más dulce. El decente sombrerito azul reposaba torcido en la cabeza. Era evidente que no había hecho el esfuerzo de ajustárselo delante del espejo del despacho.

—¡Se ha visto con una chica! —exclamó indignada, paseando de un lado a otro de la habitación—. ¡En contra de mi orden expresa!

Caleb sonrió.

—¿Y cuál es el problema? ¿Qué se vea con una chica, cualquiera que sea esta? ¿O quizá que tontee con una muchacha determinada? ¿O más bien que haya desobedecido tu orden? —preguntó.

Florence lo miró iracunda.

—¡Todo a la vez! ¡Tiene que obedecerme! Y en lo que respecta a la chica… Entre todas las que podía elegir, ¡tenía que ser precisamente esa Lilian Lambert! ¡Esa maleducada e insolente de origen totalmente dudoso!

Caleb frunció el ceño.

—La pequeña Lilian es sin duda un poco particular —observó con vaguedad. De hecho solo conocía a la muchacha de vista, y de lo mucho que Florence se quejaba de su impertinencia al teléfono—. Pero ¿qué hay de dudoso en el origen de Timothy Lambert?

—Elaine O’Keefe…, ¿o debería llamarla «Lainie Keefer»?, era una de las chicas de Madame Clarisse. Y Lilian nació pocos meses después de la boda. ¿Qué más he de añadir? —preguntó Florence.

Caleb suspiró.

—A ese respecto, habría mucho que decir sobre orígenes en general… —murmuró—. Pero Lainie nunca fue una prostituta. Tocaba el piano en el pub y nada más. La paternidad de Tim queda fuera de toda duda.

—¡Elaine O’Keefe disparó contra su primer marido! —protestó Florence.

—Por necesidad, si mal no recuerdo. —Caleb odiaba remover antiguas historias—. Sea como fuere, Tim está en perfecto estado de salud. No fue algo que tomara por costumbre y tampoco se hereda. Además Ben ya conocía a la hija de los Lambert. ¡Tampoco se está hablando de que vaya a casarse con ella! —Caleb se sirvió el tercer whisky.

Florence frunció el ceño.

—Una cosa lleva a la otra —replicó—. En cualquier caso, esa mosquita muerta le llena la cabeza de tonterías. He encontrado esto en su escritorio en el despacho. —Sacó una hoja de papel del bolsillo—. ¡Escribe poemas!

Caleb cogió la hoja y echó un breve vistazo.

—«Rosa de Cambridge, tuya es mi barca, te esperaré hasta que llegue la parca». Es curioso —señaló Caleb, bebiéndose el whisky de un trago—. Tal vez sea un buen lingüista, pero no le veo talento literario.

—¡Caleb, no te hagas el gracioso! —advirtió Florence, arrancándose el sombrero de la cabeza—. ¡El chico es desobediente y yo no voy a permitírselo! ¡Aprenderá a pensar como un hombre de negocios!

Caleb agarró la botella de whisky.

—Nunca —objetó audaz—. No ha nacido para eso, Florence. Como yo. También es mi hijo…

Florence se volvió hacia él. Mostraba una sonrisa espantosa y al mirarla fijamente Caleb distinguió el mismo menosprecio que tan a menudo había descubierto en los ojos de su padre.

—¡Evidentemente, la razón del mal! —observó cáustica—. ¿Oyes la puerta? Creo que vuelve a casa… —Florence escuchó con atención. Caleb no percibió nada, pero su esposa afectó gravedad—. ¡Es él! Ahora iré y le quitaré de la cabeza a la hija de los Lambert, ¡aunque tenga que ser a palos! ¡Y también esa estúpida poesía!

Se precipitó fuera de la habitación.

Caleb se bebió otro whisky.

—Luego no digas que no te lo advertí… —murmuró, recordando aquella noche, años atrás, cuando desempeñó «el papel de esposo» de Florence. Por primera y única vez…

La autoestima de Caleb Biller había alcanzado su punto más bajo en la época en que pidió la mano de Florence. Poco antes se había resistido desesperadamente a contraer matrimonio. A Caleb no le gustaban las mujeres. Siempre que pensaba en el amor, aparecían ante sus ojos cuerpos viriles y solo había conocido el impulso sexual una vez. Su compañero de habitación, durante la época que había pasado en un internado inglés, se había convertido en su amigo…, en algo más que un amigo.

Como hijo de empresario, Caleb no esperaba vivir en Greymouth de acuerdo a sus inclinaciones. Se habría conformado con llevar la vida de un solterón, si bien sabía que eso contravendría los deseos de sus padres, quienes esperaban un heredero para Mina Biller. Pero Caleb había conocido a la cantante Kura-maro-tini, que supo apreciar sus dotes de pianista, compositor y arreglista. Juntos elaboraron el primer programa de Ghost Whispering, visitaron tribus maoríes de la región y estudiaron su arte y su música. Mientras tanto, los padres de Caleb arreglaron el enlace con Florence Weber, lo que llenó al joven de miedo y espanto. Al final, Caleb y Kura se avinieron tanto que el primero confesó a la muchacha sus inclinaciones. Todavía recordaba vivamente el enorme alivio que sintió cuando ella asumió con toda tranquilidad la confesión. Antes de recalar en Greymouth, la artista había viajado por Australia y Nueva Zelanda con una compañía de cantantes de ópera y bailarines. En los círculos artísticos era completamente normal que dos hombres se enamorasen. Kura había trazado entonces un plan que iba a permitir a Caleb vivir libre. Al fin y al cabo, también en él se escondía un artista. Si hacía carrera como pianista y arreglista de Kura, lograría abandonar Greymouth y llevar la vida que a él le conviniera.

Todo ello era muy tentador, pero acabó fracasando a causa de la timidez de Caleb. El miedo al escenario no le permitía conciliar el sueño antes de funciones de poca importancia y llegaba a enfermar cuando se trataba de compromisos mayores. Había acabado tirando la toalla antes del gran estreno, dejó a Kura plantada y llegó a un acuerdo con Florence: ella dirigiría Mina Biller y se conformaría con un matrimonio sin sexo.

Aun así, no llegó a discutirse si Florence dejaría un día la mina como herencia a su descendencia. Caleb se horrorizaba al advertir las miradas estimativas que su esposa arrojaba a los empleados del despacho e incluso a los mineros. El evidente elegido fue por aquel entonces su secretario, y aunque en sus horas más oscuras Caleb sin duda habría callado o mirado hacia otra parte, en aquellos primeros meses, tras el enlace, empezó a sentirse más fuerte. Por primera vez se había librado de la presión de tener que hacer un trabajo que no le gustaba. En lugar de ocuparse de mal grado de la dirección de la mina, escribía artículos en revistas especializadas y, para su sorpresa, se ganó la admiración internacional. El arte maorí era un campo todavía por descubrir. Las revistas mostraban un vivo interés en publicar los escritos de Caleb, quien al poco tiempo ya había establecido contacto epistolar con diversas universidades del Viejo y Nuevo Mundo. Por añadidura, Kura-maro-tini triunfaba en Europa y, según lo acordado, le mandaba su parte en las ganancias. Por primera vez en la vida se sintió orgulloso. Se cuadró: ¡no iba a consentir que su mujer le pusiera los cuernos con un simple secretario de una mina!

Florence Weber-Biller carecía de la sensibilidad necesaria para advertir ese tipo de cosas. Además se permitió con ese, su primer hombre, algo así como un ligero enamoramiento, lo cual la llevó a realizar actos que luego le resultarían sumamente vergonzosos. Florence permitía que los ojos se le iluminaran cuando veía a Terrence Bloom y seguía su figura esbelta y atlética con mirada anhelante. Terrence, por supuesto, se aprovechó de la situación.

Tanto socios como proveedores se asombraron de que el empleado osara de repente expresar sus opiniones y dar sugerencias sin que Florence lo censurase, sino que tomara las palabras de él como maná caído del cielo. En Greymouth empezaron los cotilleos al respecto, mientras Caleb lanzaba miradas desconfiadas a Terrence, quien se las devolvía lleno de arrogancia. Si hubiera tenido una pizca de tacto, Florence habría percibido la tensión que se iba creando en los despachos que por entonces compartía formalmente con Caleb. El escándalo final se produjo, no obstante, un fin de semana que Caleb quería pasar con una tribu maorí amiga. La tribu procedía en realidad de las afueras de Blenheim, pero se encontraba en esa época en período de migración. Caleb contaba con reunirse con ella cerca de Punakaki, pero de hecho sus amigos ya lo esperaban en Runanga: mucho más al sur y más cerca de Greymouth. Así pues, Caleb no tenía motivos para pasar la noche en una tienda, una vez que hubo intercambiado los regalos con los maoríes, compartido recuerdos de visitas anteriores e interpretado música. A esas alturas, Caleb ya tocaba varios instrumentos maoríes y aprovechaba cualquier oportunidad para que las tohunga de las tribus le siguieran instruyendo. Mientras charlaban, cantaban y bailaban, el whisky no dejó de circular, naturalmente, y Caleb no estaba sobrio cuando llegó a su casa a hora ya avanzada. Pese a ello, su oído seguía siendo tan fino como de costumbre y los sonidos que salían de la habitación de Florence no se prestaban a interpretaciones erróneas.

Caleb no se lo pensó mucho, sino que abrió la puerta de par en par. Pocas veces montaba en cólera, pero la visión de Florence en brazos de un impertinente y simple secretario —¡ahí, en su propia casa!— le encendió la sangre… rebosante de alcohol. Claro que no pasó a la acción. Caleb era todo un caballero. Se quedó unos minutos plantado en el umbral, mientras Florence se incorporaba ruborizándose y Terrence intentaba colocarse delante de ella como para protegerla.

—Señor Bloom, salga inmediatamente de mi casa y de mi empresa —dijo Caleb sin perder la calma, pero con la voz trémula de indignación—. No quiero volver a verlo en Greymouth. En caso de que alguien esté dispuesto a darle colocación, recurriré a todas mis influencias. Eso sería muy comprometedor para usted, pues yo, por supuesto, afirmaría que usted ha querido enriquecerse también desde el… digamos que desde el punto de vista económico, a costa de mi familia. Si desaparece de inmediato, por el contrario, mi esposa sin duda le enviará más tarde referencias positivas.

Terrence Bloom parecía tan perplejo tras esas palabras como Florence, pero luego se apresuró a salir de la cama. Caleb no le dirigió ni una mirada cuando pasó corriendo por su lado estrechando la ropa contra sí.

—Y ahora tú, Florence… —Caleb inspiró profundamente. Era un asunto complicado y no sabía si realmente sería capaz de llegar hasta el final sin ponerse totalmente en ridículo—. ¿Amas a ese hombre o se trata solo de… tener descendencia? —preguntó, escupiendo a su esposa esas últimas palabras.

Florence no se dejó intimidar. Le devolvió la mirada igual de iracunda.

—¿No irás a negarme un heredero? —preguntó—. Sin duda tu padre se sentiría muy decepcionado si descubriera que tú… —Lanzó una elocuente mirada al bajo vientre de su esposo.

Caleb inspiró hondo. La velada con los maoríes no solo le había complacido en el aspecto artístico, sino que había despertado otros apetitos. Siempre que veía a los hombres bailar el haka de guerra, sentía que se le endurecía el miembro y elegía a uno de los guerreros para recrearse en su imagen cuando él mismo satisfacía su deseo. En ese momento procuró con todas sus fuerzas superponer la visión del cuerpo musculoso y pintado de colores del bailarín al cuerpo desnudo y regordete de Florence.

—No os decepcionaré ni a él ni a ti —respondió Caleb, desabrochándose los pantalones.

Lo único que precisaba era que Florence no empezara a discutir en ese momento. Cuando oía su voz… Si seguía ofendiéndolo…

—¡No hables! —Caleb tapó con la mano la boca de Florence como si esta fuera a decir algo.

Se lanzó sobre ella y la forzó con manos y rodillas a quedarse quieta mientras él la cubría para penetrarla. Caleb intentó concentrarse en el ritmo persistente de los haka, ver la musculatura de los bailarines al danzar…, pensó en las fuertes manos de los hombres agitando las lanzas, en su piel brillante cubierta de un sudor que olía a tierra… Por suerte, Florence no se había perfumado. Podía alimentar sus fantasías mientras intimaba con ella y la penetraba… La mujer emitió un débil gemido cuando él se introdujo en ella. Tenía que estar húmeda, pero no era así. Caleb experimentó un vago sentimiento de culpa porque le hacía daño, pero luego se olvidó… No debía pensar en Florence, no si él… Caleb siguió el ritmo del haka. Era la lanza en la mano de su bailarín favorito, la agarraban, la presionaban… y por fin la dejaban libre para llegar al objetivo, en armonía con el cuerpo y la mente del guerrero… Caleb se desplomó sobre Florence una vez que su arma se hubo vaciado.

—Lo siento —murmuró.

Florence lo apartó, se levantó fatigosamente y caminó tambaleándose hacia el baño.

—Soy yo quien debe disculparse —respondió ella—. Lo que yo he hecho ha sido inexcusable. Lo que has hecho tú… Bueno, digamos que es nuestra obligación…

Caleb no volvió a cumplir su obligación nunca más, pero a partir de entonces Florence evitó escrupulosamente volver a violentarlo. Pocas semanas después de esa noche, ruborizada hasta la raíz de los cabellos, le comunicó que estaba embarazada.

—Naturalmente, no sé si…

Caleb asintió; a esas alturas ya llevaba tiempo desencantado y todavía sentía vergüenza.

—Querías un heredero. A mí, tenerlo o no me da igual.

En los primeros meses y años, Caleb y Florence estaban, por supuesto, inseguros acerca de la ascendencia del pequeño Ben. Aun así, la madre de Caleb aseguraba ya por entonces que el niño era idéntico a su padre. Más tarde eso se hizo evidente. Y no solo en lo que concernía a su aspecto físico, sino que el joven también manifestó el mismo carácter meditabundo y espíritu inquieto de Caleb. Ben aprendió a leer ya a los cuatro años y a partir de entonces no hubo forma de alejarlo de los libros de su padre. No obstante, la música y la artesanía le interesaban menos que las lenguas. Se enfrascaba entusiasmado en los diccionarios de Caleb y absorbía como una esponja las frases en maorí que este le enseñaba.

«¿Y cómo hablan entonces en Hawaiki?», se interesó Ben a los seis años, cuando preguntó por la lengua de su país a un joven de las islas Cook que, por azar, había acabado formando parte del servicio de un socio de los Biller. A los siete años se aburría mortalmente en la escuela elemental de Greymouth, y Florence accedió al deseo de su marido de enviar a Ben a Inglaterra. Caleb esperaba con ello estimular al máximo el intelecto de su hijo, mientras que Florence pensaba más bien en que se normalizara. El joven callado y sensible que, pese a dominar ya complicadas operaciones aritméticas, se dejaba timar siempre por sus hermanos menores cuando se trataba de comprar golosinas, la desazonaba. Con Sam, el segundo de sus hijos, que por suerte se parecía mucho más a ella que al joven capataz que lo había engendrado, se avenía mucho más. Se peleaba y enfadaba como un auténtico chico y en lugar de comparar el maorí con otras lenguas polinesias intentaba arrancarles las patas a los weta. También el tercero, Jake, se parecía a Florence, pese a que ella distinguía en él ciertas similitudes con su padre, de nuevo un empleado del despacho. De todos modos y como era de suponer, ya no corrió más riesgos. Tanto al capataz como al contable o los despidió o los promocionó para que ocuparan otros puestos de la región. Solo después informaba a Caleb de que se hallaba de nuevo en estado de buena esperanza. Él había reconocido a todos los niños sin el menor comentario.

Caleb sonreía al pensar en su único hijo carnal. Era incapaz de recriminarle su relación con Lilian Lambert. Por el contrario, nunca había sentido tanto alivio. De acuerdo, tal vez no fuera la chica adecuada, pero no dejaba de ser una muchacha la que había conquistado el corazón de Ben. Caleb no le había legado su funesta inclinación. Ben no tendría que luchar contra un deseo que el mundo despreciaba.

Mientras sus padres discutían y reflexionaban, Lilian y Ben paseaban cogidos de la mano por el bosque de helechos junto al río. No era del todo sencillo, pues los escasos caminos comenzaban en la carretera y terminaban en algún rincón idílico. Pero Ben y Lily querían recordar su paseo junto al río en Inglaterra, así que por romanticismo se abrían camino con dificultad por repechos y maleza medio podrida. Los ojos de Lilian centelleaban cuando Ben la ayudaba caballerosamente a superar los obstáculos del terreno, que ella misma acostumbraba saltar sola. La menuda Lilian, parecida a un duendecillo, era más ágil que el torpe Ben. Cuando ya no hubo obstáculos que evitar, hablaron excitados de sus planes de futuro. Con un estilo grandilocuente, Ben afirmó que no se sentía tan desdichado por haber regresado a Nueva Zelanda. Las universidades de Dunedin, Wellington o Auckland ofrecían con toda certeza mejores oportunidades para investigar en el ámbito de la lingüística, que era lo que le interesaba.

—Lenguas polinesias. Cada isla tiene la suya propia, aunque por supuesto existen parentescos. Y justo ahí reside la posibilidad de éxito: al comparar el maorí con otras lenguas tal vez se pueda delimitar el área de origen de los primeros colonos de Nueva Zelanda…

Lilian estaba pendiente de las palabras del chico, aunque no hablaba maorí. Hasta hacía poco le resultaba totalmente indiferente dónde se hallaba el legendario país de Hawaiki. A su talante romántico le bastaba con la historia del regreso de los espíritus por el cabo Reinga. Pero, por supuesto, cuando Ben hablaba de ello, se trataba de otra cosa.

La joven, por su parte, le refirió su estancia en Kiward Station, donde, pese a las pérdidas, había vuelto a ser muy feliz. Por ello deseaba vivir algún día en una granja, rodeada de animales y con «montones» de hijos.

Ben la escuchaba embelesado, aunque no sentía especial inclinación por perros o gatos, y siempre le había costado subirse a lomos de un caballo. Los automóviles le gustaban más, sin duda, aunque por el momento todavía no había conducido ninguno. ¿Y niños? Hasta entonces más bien le habían parecido seres ruidosos y molestos. Pero si Lilian anhelaba una vida en familia, el asunto no admitía discusión.

La joven escribió a sus amigas de Inglaterra una larga carta en la que describía lo mucho que Ben y ella tenían en común y el muchacho dio alas a su imaginación en un nuevo poema que hablaba del encuentro de almas gemelas.