1

Una vez secas sus pertenencias, Gloria se encaminó hacia la ciudad. Estaba casi muerta de hambre. Empezaba a refrescar y necesitaba algo que comer y un lugar donde dormir. Lo primero, al menos, no era complicado. La ciudad portuaria rebosaba de restaurantes, salones de té y chiringuitos. Gloria se cuidó de mantenerse alejada del puerto y el barrio chino, que solía estar cerca del primero. También evitó los locales donde la clientela estaba formada mayormente por hombres, sin atender a lo apetitoso del aroma que saliera de los fogones.

Al final se decidió por un pequeño salón de té en el que una mujer estaba sirviendo. Probablemente solo habría bocadillos, pero era mejor que exponerse a las miradas de camareros o clientes varones. El establecimiento estaba casi vacío, solo había un par de ancianos de aspecto inofensivo que charlaban o leían el diario. Gloria se relajó. Para su sorpresa, no solo había comidas frías, pues un par de parroquianos estaban tomándose un caldo espeso. ¿Tal vez clientes fijos que cada día almorzaban allí? Gloria señaló con timidez el plato de los otros para pedir uno igual. En realidad tendría que estar acostumbrada a comer en restaurantes, ya que los Martyn acudían a los establecimientos más en boga de Europa, pero ella siempre había odiado la deferencia de los camareros y sobre todo el interés de los demás comensales hacia su famosa madre.

En ese sitio, sin embargo, no se precisaba etiqueta y el servicio era amable sin resultar obsecuente. La camarera puso ante Gloria un gran plato de caldo y observó complacida al pretendido muchacho mientras este lo engullía.

Con una sonrisa casi de complicidad le sirvió una segunda ración.

—Toma, chico, estás muerto de hambre. ¿Qué has estado haciendo? ¿Has venido nadando desde Indonesia?

Gloria se puso como la grana.

—¿Cómo lo sabe…?

—¿Qué sales de un barco? No es difícil de adivinar. En primer lugar, esta ciudad es un pueblo. Ya me habría fijado antes en un chico tan guapo como tú. Y además tienes aspecto de marinero acabado de desembarcar. ¡El pelo te pide a gritos un barbero, pequeño! Con la barba todavía no has llegado muy lejos… —La mujer rio. Era regordeta, rubicunda y a ojos vistas bonachona—. Pero has tomado un baño. Esto habla bien de ti. Y todavía no le das al whisky. Todo muy digno de elogio. ¿Es tu primera paga?

Gloria asintió.

—Pero fue horrible —se le escapó—. Yo… Quiero quedarme en tierra.

—¿Te mareas? —La mujer movió la cabeza comprensiva—. Cuando yo tenía tu edad, emigramos de Inglaterra a Down Under. ¡Te lo juro, me pasé medio viaje asomada a la borda! Si quieres ser marinero has de haber nacido para ello. ¿Y ahora qué planes tienes?

Gloria se encogió de hombros. Luego, haciendo acopio de valor, preguntó:

—¿No sabría usted dónde… dónde puedo encontrar alojamiento? No tengo mucho dinero, pero…

—Ya me lo imagino, ¡te habrán pagado unos pocos centavos, los muy granujas! Y además no te habrán dado bien de comer, porque estás en los huesos. Por mí, puedes volver mañana, te daré un buen desayuno. Me recuerdas a mi hijo cuando tenía tu misma edad, pero ahora él ya es mayor y trabaja en la construcción del ferrocarril. No es que se gane mucho, pero le gusta correr mundo. Y en cuanto al alojamiento… El reverendo de la iglesia metodista tiene un par de albergues para hombres. Quien puede ofrece una pequeña contribución, pero si no tienes dinero nadie te dirá nada. Lo único que tienes que hacer es rezar, claro. Por las mañanas y por las noches…

Gloria llevaba meses sin rezar, ni siquiera antes de su desdichado viaje. A William y Kura les daba igual si su hija asistía o no a misa. Ellos no pisaban la iglesia, y la joven, por su parte, había asistido de mala gana a la misa de Sawston. En cuanto veía al reverendo Bleachum se aparecía ante sus ojos la imagen de la sacristía: un sacerdote con los pantalones bajados encima de una mujer de su propia congregación. Eso diez minutos antes de jurar fidelidad a otra. Gloria no estaba segura de creer en Dios, pero no habría dado ni un centavo por la integridad de sus servidores en la tierra.

Inquieta, dadas las circunstancias, la muchacha se introdujo en la iglesia de Knuckey Street, un edificio bastante sencillo donde el reverendo, un hombre alto y rubio, celebraba una misa poco concurrida. Miró angustiada a los tres hombres de aspecto andrajoso que se encontraban en la segunda fila. ¿Serían esos los huéspedes de la pensión?

Gloria rezó obedientemente, pero no cantó con el coro final: un muchacho de la edad que aparentaba ya debería haber cambiado la voz. Cuando concluyó la misa, salió al encuentro del reverendo y contó atropelladamente la historia de la mujer del salón de té: se suponía que «Jack», nacido en Nueva York, había embarcado ávido de aventuras rumbo a Darwin. El capitán lo había explotado, los otros hombres de la tripulación eran desagradables…

—Con tu aspecto, también podrían haberse mostrado demasiado agradables —observó con ironía el reverendo—. Debes dar gracias a Dios por haber salido sano y salvo en cuerpo y alma.

Gloria no entendió a qué se referiría, pero aun así se ruborizó.

El reverendo hizo un gesto comprensivo.

—Se nota que eres un buen chico —dedujo del sentimiento de vergüenza que el presunto muchacho parecía conservar—. Pero tendrías que ir a que te cortaran el pelo. Hoy por la noche dormirás aquí, luego ya veremos.

Ante tanta amabilidad, Gloria casi se había hecho la ilusión de tener una habitación individual, pero, cómo no, el albergue masculino consistía en un dormitorio común. En una pequeña e inhóspita habitación se apiñaban cinco literas. El único adorno lo constituía un crucifijo que colgaba de la pared. Gloria eligió una cama en el rincón más apartado y esperó que la molestaran lo menos posible, pero al avanzar la noche, la habitación fue llenándose de «huéspedes» de distintas edades. Una vez más, Gloria se encontró inmersa en una pesadilla donde apestaba a sudor y cuerpos de hombres sin lavar. Al menos no se percibía el olor a whisky, sin duda gracias al control del reverendo. Unos pocos tipos jugaban a cartas, los otros conversaban. Un sujeto mayor, que había elegido la litera frente a la de Gloria, intentó entablar conversación con ella. Se presentó con el nombre de Henry y preguntó por el de la muchacha. Esta respondía con monosílabos, todavía más recelosa que al hablar con el reverendo. Había demostrado ser la forma de proceder correcta. Henry, marinero obviamente, no se tragó la historia como el ingenuo pastor sin plantear preguntas.

—¿Un barco de Nueva York a Darwin? ¡Eso no existe, chico! Tendría que navegar medio mundo…

Gloria se ruborizó.

—Yo… Ellos…, bueno, querían llegar antes a Indonesia —titubeó—. Para cargar no sé qué…

Henry adoptó una expresión incrédula, pero se puso a contar aventuras de sus propias travesías, todas relacionadas con su supuesta e infinita soledad a bordo. Gloria no escuchaba. Ya se arrepentía de estar allí, aunque a «Jack», naturalmente, no le amenazaba ningún peligro.

¿O sí? Cuando las lámparas de aceite, que hasta el momento habían emitido una luz mortecina, se apagaron y Gloria se acurrucó para dormir, notó la caricia cautelosa de una mano en la mejilla. Tuvo que reprimirse para no lanzar un grito.

—¿Te he despertado, Jack? —La voz de Henry, algo atiplada para ser de un hombre, resonó muy cerca del rostro de la joven—. He pensado que ya que eres un chico tan dulce…, a lo mejor me dabas un poco de calor esta noche…

Gloria se levantó precipitadamente, presa del pánico.

—¡Déjeme en paz! —siseó tajante sin atreverse a gritar. La peor imagen que acudía a su mente era la de todos abalanzándose sobre ella—. ¡Lárguese! ¡Quiero dormir solo!

—No le diré nada al reverendo del barco a Darwin… A él no le gusta nada que le cuenten mentiras.

Gloria temblaba. En el fondo no le importaba lo que le contara al reverendo; de todos modos lo que quería era marcharse. Pero si la forzaba a «ser simpática» con él, la descubrirían. Si los hombres averiguaban que era una chica… Con el valor que le confería la desesperación atestó al tipo un rodillazo en la entrepierna.

—¡Lárgate! —rugió.

Demasiado fuerte. Los hombres se agitaron alrededor, pero para sorpresa de la joven tomaron partido por el pretendido muchacho.

—¡Henry, pedazo guarro, deja al chico en paz! ¡Ya has oído que no quiere saber nada de ti!

Henry gimió y Gloria consiguió apartarlo de un empujón del borde de la cama. Al parecer acabó toqueteando a otra persona.

—¿Es que no has tenido suficiente, maricón hijo de puta? A ver si te ganas una buena paliza…

Gloria no lo entendía todo, pero respiró aliviada por primera vez en mucho tiempo. Pese a ello, como no quería correr más riesgos, se retiró con la ropa de cama en el baño, que estaba limpio, y cerró con el pestillo. Allí se envolvió en la manta, lo más lejos posible del inodoro. Por la mañana abandonó el recinto de la iglesia antes de que nadie despertara. No dejó ningún donativo, sino que invirtió tres de sus preciados dólares en un cuchillo y una vaina que pudiera atarse a la pretina del pantalón. En el futuro, no volvería a dormir si no era con esa arma en la mano.

Lo siguiente eran los piojos. Gloria ya se había dado cuenta el día antes de que la zambullida en el mar no los había aniquilado. Algo vacilante entró en una botica y preguntó en voz baja si tenían algún remedio que fuera lo más barato posible.

El boticario rio.

—Lo más barato sería cortarte la cabeza, muchacho. De todos modos, te hace falta un buen corte de pelo, ¡pareces una chica! Dicho en plata: si no hay pelo, no hay piojos. Y a continuación te espolvoreas la cabeza con esto. —Tendió un remedio por encima del mostrador.

Gloria adquirió los polvos por un par de centavos y buscó una barbería. Una vez más se desprendió de sus rizos y en esta ocasión por completo. Ni ella misma se reconocía cuando se miró al espejo.

—¡Despierta, chico! —exclamó riendo el barbero—. Son cincuenta centavos.

Gloria se dirigió al salón de té sintiéndose extrañamente liberada. Necesitaba urgentemente un buen desayuno y aunque estaba dispuesta a pagar por él, su nueva amiga mantuvo la palabra y le llenó generosamente el plato de alubias, huevos y jamón sin pedirle dinero a cambio. Aun así, le entristeció que «Jack» ya no luciera su bonito cabello.

—Un poco más corto habría estado bien, pero ¡es que casi te han rapado! A las chicas no les gustará, hijo.

Gloria hizo un gesto de indiferencia. Bastaba con que su aspecto no molestara a sus posibles patronos…

Encontrar un empleo no resultó ser una tarea fácil, sobre todo porque Gloria no se atrevía a ir al barrio portuario. En los muelles habría encontrado trabajo en abundancia como mozo de carga, pero Gloria solo buscaba una ocupación en el centro de la ciudad y encontrarla allí era complicado. La mayoría de los chicos de su edad trabajaban de aprendices, mientras que los desharrapados, que no eran de la ciudad y de cuyo buen comportamiento nadie respondía, eran tratados con desconfianza. Tras pasar medio día buscando en vano, Gloria casi deseaba no haber abandonado de forma tan atolondrada la iglesia metodista. Sin duda el reverendo la habría ayudado, pero el temor que le inspiraban Henry y los otros hombres era más fuerte. Al final invirtió unos pocos centavos más de su preciado dinero en la habitación de una pequeña pensión. Por primera vez en meses durmió tranquila, sola y sin amenaza ninguna, entre sábanas limpias. Al día siguiente tuvo suerte y pudo reemplazar a un chico de los recados que por alguna razón no se había presentado a trabajar. Llevó un par de cartas y paquetes de un despacho a otro y se ganó con ello lo suficiente para conservar la habitación otra noche más. En los días que siguieron fue apañándoselas con empleos ocasionales, pero cuando al cabo de una semana hizo balance, sufrió una decepción. De sus diez dólares quedaban todavía cuatro, pero no había conseguido ahorrar ni un centavo de lo que había ganado trabajando. Como consecuencia, no podía ni plantearse seguir el viaje a Sídney, a no ser que emprendiera el camino a pie.

Al final, se decidió por esto último, visto que en Darwin no había empleo para un muchacho. Gloria siguió la costa para buscar trabajo temporal en poblaciones más pequeñas, suponiendo que allí encontraría granjas donde necesitaran de un mozo de cuadra o pescadores a quienes ayudar a faenar.

Por desgracia, se había hecho falsas ilusiones. Dos semanas más tarde, ya había recorrido ciento sesenta kilómetros y gastado todo el dinero. Desanimada, deambuló por las callejuelas de una diminuta ciudad portuaria. Una vez más ignoraba dónde iba a dormir y el hambre la acuciaba de nuevo. Pero solo le quedaban cinco centavos y por esa cantidad no había nada ni en el mugriento cuchitril por el que pasaba en esos momentos.

—Eh, chico, ¿quieres ganarte unos centavos?

Gloria se sobresaltó. Un hombre se dirigía hacia la sospechosa taberna. En la oscuridad no alcanzaba a distinguir el rostro, pero la mano le agarró por los pantalones.

—Soy… soy un chico —susurró Gloria, buscando el cuchillo—. Yo…

El hombre se rio.

—¡Eso espero! Las chicas no me ponen. Busco un chico guapo que me haga compañía esta noche. Ven, te pagaré bien…

Gloria miró alrededor, aterrorizada. El hombre le cerraba el paso, pero no parecía querer agredirla. Si desandaba el camino…

Gloria se dio media vuelta y huyó como alma que lleva el diablo. Corrió hasta quedarse sin aliento y finalmente casi se desplomó en un puente tendido sobre un río que desembocaba ahí mismo, en el mar. Aunque también era posible que fuera una laguna… Gloria no lo sabía y, de hecho, no le importaba, porque en ese momento se dio cuenta de que había salido del fuego para caer en las brasas. Entre el puente y la escollera se contoneaban un par de chicas ligeras de ropa.

—¿Qué, guapo? ¿Buscas compañía para esta noche?

Gloria volvió a salir corriendo y acabó en una playa, sollozando. La perspectiva de que hubiera cocodrilos se le antojó inofensiva, comparados con los animales de dos piernas con los que había tropezado hasta el momento.

Gloria se tendió temblorosa en la arena un rato, pero luego reflexionó. Tenía que marcharse, debía dejar Australia. Sin embargo, no parecía haber esperanzas de ganar dinero para el viaje de forma honrada. Como muchacho podía ir tirando con trabajos ocasionales, pero ni pensar en pagarse el pasaje para Nueva Zelanda.

«Solo tendrás que hacer lo que mejor se te da…». Estas habían sido las cínicas palabras del camarero.

Gloria gimió. Era innegable: la única tarea por la que le habían pagado había sido por «ser amable» con los hombres. Sin los diez dólares de Harry no habría sobrevivido y, si trabajaba por cuenta propia, era obvio que podía ganar dinero. «El tipo se ha hecho de oro contigo», habían dicho tanto el camarero de Harry como el joven fogonero de Richard Seaton. A pesar de ello, Jenny no le había parecido especialmente rica…

Gloria se enderezó. No le quedaba más remedio, tenía que intentarlo, por peligroso que fuera… Las otras chicas no se alegrarían de tener competencia. Aunque, por otra parte, según Jenny, había muchas cosas que una puta normal se negaba a hacer. Si bien sentía vergüenza, dolor y miedo con algunas prácticas, no había nada que los hombres del Niobe no le hubieran exigido. Había sobrevivido, así que también ahora aguantaría.

Gloria se sentía mareada, pero buscó en el hatillo el único vestido que poseía. Llena de repugnancia, se lo puso y se dirigió hacia el puente.