Aunque nadie había contado con ello, resultó que Lilian Lambert estaba siendo útil. Tras el fallecimiento de James McKenzie había permanecido con su madre en Kiward Station y había esperado la llegada de Jack y George Greenwood con el cuerpo de Charlotte. El reencuentro con su padre y sus hermanos tendría que esperar hasta que todos los muertos descansaran bajo tierra. Tim Lambert era indispensable en la mina.
—¡Pero ahora voy a ayudarte! —dijo Lilian con determinación, cuando al fin llegó a Greymouth y se festejó su regreso.
—¿Y qué quieres hacer tú en la mina, palomita? —preguntó Tim sonriendo. Le alegraría tener a su bonita hija junto a él durante el día, pero no se le ocurría ninguna tarea que asignarle.
Lilian se encogió de hombros.
—Lo que se supone que se hace en una oficina: llevar las cuentas, llamar a gente… —Al menos, Lily no mostraba ningún temor ante el nuevo aparato de teléfono que había aparecido recientemente en todos los despachos y había aligerado de forma considerable la comunicación con los clientes—. Sé hacer todas las tareas de tus oficinistas.
Tim rio.
—¿Y qué hacemos con mi secretario?
—A lo mejor necesitamos más —respondió con vaguedad y un gesto de impaciencia—. Además —añadió con una risita—, también hay cosas que hacer en las galerías…
Aunque Tim Lambert no envió a ninguno de sus empleados del despacho al interior de la mina, encontró trabajo para Lilian. La muchacha asumió en primer lugar todo el servicio telefónico y enseguida dominó el arte de convencer a sus interlocutores. Nunca aceptaba un no por respuesta, ya tratara con proveedores o con transportistas, y, de todos modos, en Greymouth ya estaban acostumbrados a que les diera órdenes una mujer. Pese a ello, lo que Florence Biller exigía con dureza, Lily lo solicitaba con encanto. En especial los socios más jóvenes se apresuraban con las entregas para conocer a la muchacha cuya voz argentina conocían por teléfono. Y Lilian no los decepcionaba, sino que les hacía reír y los entretenía cuando tenían que esperar a su padre o al capataz. La joven también encontraba fácil el trato con los mineros, aunque, como era de esperar, también ella tuvo que escuchar las supersticiones acerca de las mujeres en las galerías. Un viejo minero le llamó la atención, y eso que ella solo había entrado en las habitaciones donde se hallaban los motores de vapor que accionaban las jaulas de transporte.
—¿Y con santa Bárbara qué pasa? —preguntó Lily frunciendo el ceño—. ¡Han colgado su cuadro en todas las jaulas! Además, yo no pensaba bajar, solo venía a darle al señor Gawain el informe de morbilidad… ¿Está hablando por teléfono ahora?
Lilian se encontraba a sus anchas en los despachos: esa muchacha, que siempre se quemaba al preparar el café, enseguida se familiarizó con la contabilidad. A diferencia de los oficinistas, en su mayoría de más edad y algo torpes, le encantaban las novedades como las máquinas de escribir y aprendió a utilizarlas en un tiempo récord.
—¡Se va mucho más rápido que a mano! —exclamaba en tono alegre—. ¡Con esto también es posible escribir cuentos!
Lilian siempre estaba de buen humor y animaba a su padre, que toleraba mal el clima invernal debido a que el frío no hacía sino aumentar el dolor que sentía en las caderas y las piernas. Además, en los despachos, que se hallaban a la altura de la calle y en los que siempre había gente que entraba y salía, las corrientes de aire eran continuas. Tim intentaba calmarse, pero cuando había trabajado demasiado —y eso sucedía casi a diario durante el primer año de la guerra— descargaba su mal humor entre sus empleados. La situación mejoró con la presencia de Lilian. No solo porque la quería, sino también porque la joven pocas veces cometía errores, era inteligente y mostraba interés en la dirección de la empresa. Planteaba preguntas a su padre cuando iban de casa al trabajo y siempre tenía preparada la documentación necesaria para las entrevistas o tomaba las decisiones correctas incluso antes de que Tim explicara a los empleados del despacho de qué se trataba.
—Deberíamos haberla hecho estudiar minería —decía Tim sonriendo a su esposa cuando Lilian intentaba explicar con expresión grave el principio de la torre de extracción a su hermano menor—. O economía empresarial. Con el tiempo creo que llegará a intimidar a Florence Biller.
Sin embargo, Lilian carecía de ambiciones en el ámbito de la dirección de la empresa minera. Para ella, trabajar con su padre no era más que un juego. Por supuesto, quería hacerlo todo lo mejor posible y lo conseguía, pero en sus sueños no iba haciendo juegos malabares con los balances como Florence a su edad. Como siempre desde niña, Lilian soñaba con un gran amor… Por desgracia la mejor sociedad de Greymouth contaba con pocos jóvenes de su edad. Claro que había suficientes chicos de dieciséis y diecisiete años entre los mineros, pero los hijos de las familias acomodadas estudiaban en Inglaterra o al menos en Christchurch o Dunedin.
—De todos modos, todavía eres joven —le decía Elaine cuando Lilian se quejaba—. Cuando crezcas, ya encontraremos a un hombre adecuado.
A Elaine y Tim les tranquilizaba que hubiera tan pocos solteros. La madre de Lilian, que se había casado demasiado joven y cuyo primer matrimonio había sido un desastre, estaba firmemente decidida a ahorrarle esa experiencia a su hija.
Así pues, el primer año de la guerra transcurrió sin incidentes para los Lambert. Lilian empezó a impacientarse cuando pasó la primavera y seguía sin surgir nada en los asuntos del corazón. Para entonces casi realizaba el trabajo de la mina de forma mecánica. Seguía siendo trabajadora, pero empezaba a aburrirse y a rebuscar libros en las estanterías de sus padres. Por fortuna compartía con Elaine la preferencia por lecturas livianas. Su madre no la reñía cuando pedía las novedades aparecidas en Inglaterra; al contrario, madre e hija se emocionaban con los sentimientos de las protagonistas hacia sus amados.
—Por supuesto, eso no tiene nada que ver con la realidad —intervino Elaine, sintiéndose obligada a corregir las lecturas, pero Lilian seguía soñando.
—El domingo podrás bailar de verdad —anunció alegre Tim un día, cuando Lilian volvía a fantasear acerca de las puestas de largo y las dramáticas intrigas de las novelas—. Aunque en la comida campestre que organiza la iglesia. Tenemos que dejarnos ver por ahí, Lainie, y también en la tómbola de beneficencia. A lo mejor tienes algo que aportar. Todo lo que se consiga será para construir la casa de la comunidad. Los Biller también se han apuntado en la lista y serán generosos. Yo no podré serlo tanto, nuestros accionistas quieren ver beneficios, pero de forma particular haremos nuestra contribución, naturalmente…
Elaine estuvo de acuerdo.
—Preguntaré al reverendo en qué puedo ayudarle. ¿Se agarrará Florence otra vez al cucharón?
Tim rio. Formaba parte del ritual que las esposas de los propietarios de las minas participaran en la congregación. También de forma práctica: en ciudades pequeñas como Greymouth el mecenazgo abierto se consideraba arrogante. Elaine Lambert y Charlene Gawain, las esposas de los directivos de Mina Lambert, no temían mezclarse con la gente. Las dos habían vivido entre los mineros y trabajado con ellos, y nadie mencionaba siquiera el hecho de que la muy respetada señora Gawain hubiera ejercido tiempo atrás de prostituta. Sin embargo, Florence Biller no estaba acostumbrada a colaborar en un comedor de beneficencia y todo el pueblo se había reído el año anterior cuando, en la fiesta de verano, había servido tan torpemente el ponche que su vestido, al igual que las galas de fiesta de los invitados, se resintió de ello.
—En cualquier caso, los Biller harán acto de presencia. Por otra parte, su hijo mayor ha regresado de Cambridge. —Tim se quitó las tablillas de las piernas y se puso cómodo junto a la chimenea. En primavera siempre llovía sin cesar en Greymouth y ese tiempo lo agotaba. No le sentaba mejor que el invierno.
—¿En serio? Todavía es muy joven. ¿Ya ha terminado sus estudios? —Elaine se sorprendió. Sirvió a Tim una taza de té caliente con mucha más gracia que Florence el ponche. Lilian escuchaba en silencio.
—Es una persona de talento, como su padre —respondió Tim, encogiéndose de hombros.
—¿Cómo su…? Ay, Lily, ve un momento a la despensa. Aquí ya no quedan galletas, pero Mary ha horneado unas cuantas. Están en la lata del segundo estante a la izquierda.
Lilian se levantó a regañadientes. Sabía cuándo la estaban echando de un sitio.
—No te lo creerás, pero el joven es igual que Caleb —observó Tim, quien sabía de sobra que a Lainie le encantaban los chismes—. La misma cara delgada, el mismo cuerpo desgarbado…
—Pero ¿no pensábamos todos que era de su secretario? ¿Ese con el que al principio se llevaba tan bien pero al que despidió de repente cuando se quedó embarazada? —Elaine no daba crédito a la paternidad de Caleb Biller.
—Te cuento lo que hay. Yo mismo lo he visto en la ferretería, cuando he ido para que Matt me enseñara los nuevos puntales. Sí, y Florence tenía un asunto que aclarar con Hankins…
Jay Hankins era el dueño de la ferretería.
Elaine rio.
—¿Lo ha reñido ella personalmente?
—De vez en cuando necesita hacerlo. En cualquier caso, el chico estaba al lado y parecía muerto de vergüenza. También eso es típico de Caleb. De la madre solo tiene los ojos. Su aspecto es deportivo, pero se dice que es un ratón de biblioteca. Hankins cuenta que ha estudiado literatura o algo por estilo.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Elaine, al tiempo que cogía una galleta—. Muchas gracias, Lily. —Lilian colocó la caja sobre la mesa.
—Al parecer Florence le estaba regañando delante de todo el mundo porque no distinguía clavos de tornillos o algo así. Ahora, en cualquier caso, intenta ponerlo en vereda. Tiene que trabajar en la mina.
—Pero sea lo que sea lo que haya estudiado, no puede haber terminado todavía —calculó Elaine—. Es de la edad de Lily, hasta un poco más joven…
—Lo habrán hecho venir a causa de la guerra. Su hermano no va a Inglaterra, lo envían a Dunedin, por lo que he oído decir. Europa es demasiado insegura.
Elaine asintió.
—Esta triste guerra…, ¿no te parece como algo irreal? —Removió la taza de té.
—La verdad es que no, y menos cuando miro nuestros balances. Todo el carbón del que saldrá acero, acero para las armas y armas para matar. Cañones, ametralladoras… ¡Qué inventos tan diabólicos! Y los hombres cayendo como moscas. Por qué, nunca he llegado a entenderlo bien. —La preocupación apareció en el rostro de Tim—. De todos modos, me alegro de estar lejos, aunque me acusen de cobarde…
Elaine rio.
—No hay mal que por bien no venga —respondió, pensando una vez más en la terrible desgracia de la mina, acaecida dieciocho años atrás, en la que Tim había demostrado ser todo lo contrario a un cobarde.
—Y que nuestros hijos aún no tengan edad para cometer un disparate —añadió Tim. En esos momentos el ejército estaba reclutando jóvenes tanto en Nueva Zelanda como en Australia. La primera leva del ANZAC, el Cuerpo del Ejército de Australia y Nueva Zelanda, tenía que partir hacia Europa en breve.
Elaine estuvo de acuerdo y por primera vez habría dado gracias al cielo por la invalidez de Tim. Al menos no tenía que temer que alguien enviara a su esposo a la guerra o que al mismo Tim se le ocurriera cualquier tontería.
El domingo remitió por fin la persistente lluvia y Greymouth parecía recién lavada. Las instalaciones mineras menoscababan un tanto el hermoso paisaje, pero la naturaleza acabó triunfando. Los bosques de helechos se extendían hasta la ciudad y junto al río Grey había muchos rincones románticos. La iglesia se hallaba en las afueras y las calles por las que Roly conducía el automóvil de los Lambert cruzaban unos prados de un verde intenso.
—Recuerda un poco a Inglaterra —señaló Lilian, acordándose del día de la regata de Cambridge. Al final Ben había tenido razón: el célebre enfrentamiento entre Cambridge y Oxford se había suspendido por primera vez a causa de la guerra. Tampoco tras la salida de Rupert del college tendría Ben una oportunidad de distinguirse como timonel.
La escena ante la iglesia se desarrollaba exactamente tal como Lilian la recordaba de su infancia. Los hombres instalaban las mesas y las mujeres llevaban cestas con la comida mientras charlaban alegremente y buscaban lugares sombríos donde depositar sus exquisiteces durante la misa. El buen tiempo puso su granito de arena y el reverendo consideró la posibilidad de celebrar el servicio en el exterior. Los niños, impacientes, extendieron mantas alrededor del altar improvisado, al tiempo que madres y abuelas decoraban las mesas para el bazar que seguiría. Por supuesto también se subastarían pasteles y se premiarían los productos de panadería. La señora Tanner, a quien se consideraba el pilar más sólido de la comunidad, cotilleaba con sus amigas criticando a Madame Clarisse, la dinámica propietaria del pub y madama del burdel. Sin embargo, esta se mantenía impasible y, como todas las semanas, conducía a su rebaño de chicas de vida alegre al servicio dominical, con la evidente intención de no saltarse la comida campestre.
Elaine y su ayudante de cocina, Mary Flaherty, descargaron sus cestos, mientras Roly y Tim conversaban sobre vehículos con otros propietarios de automóviles de la comunidad.
—Ayúdame mejor con el cesto —siseó Mary a su novio, que en esos momentos se estaba pavoneando de que el Cadillac de los Lambert era el coche que tenía más caballos. Roly obedeció con un suspiro.
Elaine saludó con una sonrisa forzada a su suegra, Nellie Lambert, y obligó a sus hijos a hacer las reverencias y cortesías de rigor ante su abuela. Luego los niños desaparecieron entre la muchedumbre y justo después empezaron a jugar y hacer ruido con sus amigos. Lilian se unió a un par de muchachas que cortaba flores para el altar.
Y por fin, justo antes de que comenzara la misa, apareció el vehículo de los Biller, más grande y más moderno que el juguete favorito de Tim y Roly. Los hombres lanzaron unas miradas codiciosas al enorme auto, mientras que Elaine y su amiga Charlene se concentraban más en los pasajeros. También Matt Gawain había contado a su esposa el notable parecido entre Caleb Biller y el hijo mayor de Florence, así que ambas mujeres contuvieron la respiración cuando padre y vástago salieron del coche. No se sintieron defraudadas. Incluso la expresión algo enfurruñada del adolescente recordaba a Caleb en su juventud. Elaine todavía recordaba a la perfección su primer encuentro durante una carrera de caballos. El padre de Caleb había forzado a participar en ella al muchacho, cuya actitud reflejaba todo el miedo y la rebeldía que lo embargaban.
También el joven Biller parecía haber acudido a la celebración contra su propia voluntad, después de haber mantenido una discusión con su madre, ya que ella le lanzaba miradas enojadas frente a las cuales él presentaba otro rasgo característico de Caleb: encorvar los hombros con resignación. Benjamin era deportista y musculoso, pero tan alto y delgado como su progenitor. No tenía prácticamente nada en común con sus hermanos menores, ambos bajos y robustos, que más se parecían a su madre y —como Nellie Lambert expresaba en un eufemismo— a la «rama oscura de los Weber».
Florence reunía a su familia a su alrededor. Era una mujer compacta que de joven había tendido a ser regordeta, pero con el tiempo esto había cambiado. El extenuante trabajo de Florence no le dejaba tiempo para comer mucho ni con frecuencia. Aun así, esto no la había convertido en una belleza. Su rostro seguía siendo blando y, pese a la palidez causada por su encierro en el despacho, tenía la tez salpicada de pecas. Su cabello castaño y grueso estaba recogido en un moño tirante y en la boca lucía una mueca de enojo. Florence se esforzó en sonreír cuando presentó a sus tres hijos al reverendo. Los más jóvenes realizaron de inmediato un saludo de cortesía calcado de un manual, mientras que el mayor se mostró renuente y solo insinuó una inclinación. Acto seguido, no obstante, descubrió a las chicas que estaban colocando las flores alrededor del altar y en sus ojos apareció un brillo de interés.
La pequeña pelirroja…
Lilian había colocado la última guirnalda y contemplaba el altar con el ceño fruncido. Sí, no había quedado mal. Se volvió en busca de la aprobación del reverendo y descubrió unos ojos de un verde claro. Un rostro alargado, el cabello claro, el cuerpo trabajado de un remero que se tensaba en ese momento, al reconocerla.
—Ben —dijo ella en un susurro.
También los rasgos del joven mostraron incredulidad en un principio; pero luego una sonrisa casi celestial le iluminó el semblante.
—¡Lily! ¿Qué haces tú aquí?