Las noches que siguieron, Gloria pasó por un infierno. El «trabajo» en el Niobe no tenía ni punto de comparación con lo que hacía en el Mary Lou. Si bien los compañeros de Harry era sucios y a veces también groseros, en general la habían tratado de forma amable y en cierto sentido incluso con cierta complicidad. Los hombres escondían a «su chica» de los oficiales y durante el día se alegraban furtivamente de tener entre ellos al grumete «Jack» y bromeaban al respecto. Ninguno de ellos había intentando hacerle daño de modo voluntario.
En el Niobe era totalmente distinto, aunque al principio la experiencia pareció arrancar bien. Ya oscurecía cuando el camarero condujo a Gloria al «muelle Australiano», como él lo llamó, ya que el nombre chino de la ciudad y de los muelles era impronunciable para la joven. A pesar de ello, Gloria se preguntó cómo iba a meter de polizón en un barco a un muchacho desconocido o incluso a una chica blanca, pero esto demostró ser una tarea sencilla. En efecto, tanto en tierra como en cubierta el lugar rebosaba de chinos a punto de emigrar. Daba la impresión de que apenas llevaban equipaje, pues la mayoría embarcaba con un hatillo que contenía sus pertenencias. La compañía naviera debía de especular con ello y había vendido muchos más billetes de lo que era habitual en otros barcos de emigrantes. Puesto que no había que cargar con maletas y cajas, los camarotes no alojaban a seis viajeros, sino que en el minúsculo alojamiento se apretujaban como sardinas docenas de individuos. Para sorpresa de Gloria y su posterior horror, casi todos eran hombres. Como mucho había dos o tres mujeres frágiles y pequeñas que daban pasitos tras ellos.
—¿Por qué? —Gloria no logró vencer su timidez y plantear la pregunta completa, pero el camarero respondió de todos modos.
—Está prohibido —explicó conciso—. Al menos en Estados Unidos; ahí solo pueden ir acompañados de sus esposas los comerciantes, no los trabajadores. Y, de todos modos, los asiáticos no se establecen en Australia, por lo que una mujer solo sería un lastre innecesario. Los hombres prefieren dejar la familia aquí y enviar dinero. Es más barato. En Down Under un dólar enseguida se gasta, mientras que aquí supone una fortuna…
Mientras hablaba, conducía a Gloria por entre el hervidero humano de la cubierta. Nadie se preocupaba del grumete sin documentos de viaje. La corriente de diminutos orientales se dividía de forma espontánea para dejar paso al alto blanco de uniforme y volvía a cerrarse a espaldas de este. Gloria habría tenido la sensación de hallarse en una isla móvil si el ruido de fondo no hubiera sido el mismo. Las conversaciones, risas y llantos de los chinos retumbaban en sus oídos. El ruido era más molesto que la vibración de las máquinas del Mary Lou, pues carecía de ritmo. Incluso semanas después, el recuerdo le produciría dolores de cabeza.
—Mira, ¡este es tu reino! —anunció el camarero, que mientras tanto se había adentrado en el vientre del barco.
Recorrieron pasillos oscuros y angostos entre los camarotes, en parte con víveres almacenados. Era obvio que los hombres habían llevado consigo al menos provisiones. Gloria temblaba al pensar en lo que contendrían tales paquetes.
De nuevo, el camarero pareció leer sus pensamientos.
—Solo arroz, ningún perro —la tranquilizó—. Esta gente no puede permitirse comer carne. Pero el arroz es sagrado para ellos, y ya han oído decir que la comida aquí…, bueno, si es que puede llamarse comida a la bazofia que se ofrece aquí, está pensada más para estómagos occidentales.
Mientras hablaba, empujó a Gloria a uno de los camarotes, equipado con seis pequeñas literas. Por el momento no había ninguna hecha. El camarero señaló un par de mantas dobladas.
—Lo mejor es que te hagas la cama en el suelo para que los hombres no se golpeen en la cabeza cuando les sirvas…
Gloria miró a su nuevo dueño vacilante.
—¿Tengo este cuarto para mí? ¿No vendrá nadie más?
No osaba abrigar la esperanza, pero había supuesto que «después de trabajar» compartiría cama con el camarero.
—¿Y quién va a venir? —preguntó el hombre. Luego sonrió burlón—. Pero no te preocupes, no dejaremos que te sientas sola. Escucha, ahora voy a ocuparme del caos que hay ahí fuera. Esos tipos tienen que aprender enseguida que aquí hay disciplina. Que nadie te vea al principio, podría pasar que uno de los tripulantes se perdiera aquí abajo. Cuando el barco zarpe y los hombres tengan su primera resaca, ya veremos. Ponte guapa para mí…
Pellizcó a Gloria en la mejilla como despedida y enfiló el pasillo. Gloria apenas si daba crédito a su suerte. ¡Un camarote propio! Ya no más cuerpos apestosos de hombres por las noches, nada de ronquidos… tal vez pudiera desnudarse sin que la vieran y lavarse al menos por encima.
Extendió las mantas en el suelo, se acurrucó bajo una de ellas y durmió, aliviada y feliz. Cuando despertara estaría camino de Australia, casi en casa…
Pero cuando despertó, estalló el infierno.
El camarero no encontraba el menor placer en poseer a una mujer de forma normal. Ya la primera noche a bordo, Gloria experimentó en carne propia lo que Jenny había calificado de «otros juegos amorosos».
«No todos nos gustan —había señalado la rubia de vida alegre—. Pero ninguna puede permitirse decir que no. Insiste en cobrar más, aunque te diga que la chica de al lado lo hace gratis. Nos mantenemos unidas: ninguna lo ofrece a precio normal…».
A Gloria no le preguntaron nada, pero en silencio daba las gracias a Jenny por la explicación. Al menos así sabía lo que se le caía encima y soportó estoicamente el dolor intentando pensar en otra cosa, mientras el hombre se excedía con ella. En algún momento consiguió refugiarse en los cobertizos de esquileo de Kiward Station. El balido de las ovejas apagaba el constante murmullo de los chinos. El penetrante olor de la lana sofocaba el hedor a sudor del camarero mientras Gloria contaba las ovejas con las que los esquiladores ya habían concluido. Pensaba en el esquileo con sentimientos encontrados: nunca antes había dedicado el más ínfimo pensamiento al miedo de los animales que tan brutalmente eran arrojados patas arriba y que deprisa, y no precisamente con cariño, eran despojados de la lana. Ahora, oprimida contra el suelo del camarote por ese extraño, Gloria se sentía más unida a los animales que a los esquiladores.
—Buena chica —la elogió el camarero cuando por fin concluyó—. El tipo de Cantón tenía razón. No sabes mucho, pero eres obediente. Ahora duerme bien; esta noche todos tienen en qué ocuparse. Mañana por la mañana empiezas a trabajar…
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó Gloria, perpleja, pues creía haber entendido que no necesitaban servicio en la cocina o en otro sitio semejante.
El camarero rio mordaz.
—¡Lo que mejor se te da, pequeña! A las ocho termina el turno de la noche. A esa hora los fogoneros rematan la jornada antes de meterse ya cansados en los camarotes. Aquí hay tres turnos, guapa, así que tienes faena para toda la jornada…
Al principio le pareció que el tipo había exagerado, pues los marineros, que acababan de dejar el puerto, aún no tenían necesidad de una mujer, y los pasajeros no estaban tan necesitados como para malgastar en una puta el pequeño presupuesto que reservaban para el arroz. Transcurridos los primeros días, sin embargo, Gloria apenas tuvo un momento de calma y, en poco tiempo, su vida se convirtió en una pesadilla. El camarero —se llamaba Richard Seaton, pero Gloria no podía pensar en él como si fuera un ser humano con nombre como todos los demás— la vendía sin reparos a todo aquel que ofreciera unos centavos por ella y la entregaba a los hombres sin ponerles condición alguna. Claro que la mayoría no tenía ningún deseo especial, pero eso no impedía que unos pocos descargaran su sadismo en la muchacha. Tampoco había nadie que tomara medidas para evitar que dos o tres hombres aprovecharan simultáneamente el precio que hubieran pagado por ella. Gloria intentaba aguantarlo todo con indiferencia, como los antojos de los hombres del Mary Lou, pero esos eran como mucho dos o tres por noche. Ahí, por el contrario, la tortura empezaba por la mañana, cuando los maquinistas y fogoneros del turno de noche llegaban, y terminaba ya de madrugada, cuando los de la cocina habían terminado su trabajo y querían relajarse. Con quince clientes o más al día, aplicarse aceite apenas servía de nada. Gloria tenía heridas, y no solo en las zonas íntimas, sino que todo su cuerpo estaba lastimado a causa de la aspereza de las mantas contra las cuales la iban golpeando. El tejido le erosionaba la piel y las heridas se infectaban, pues no tenía ninguna posibilidad de lavarlas. Por añadidura, a los pocos días el improvisado lecho de mantas quedó convertido en un amasijo repugnante, debido a la suciedad y los fluidos corporales de un número incontable de hombres, y la joven no podía ni contar con la posibilidad de tener sábanas limpias. Además, alguien debía de haber llevado parásitos, de forma que Gloria tenía que soportar la picadura de pulgas y piojos. Al principio todavía intentaba ponerse a salvo de los bichos, al menos en los raros momentos en que estaba sola y subía a las literas para dormir. Sin embargo, a medida que se prolongaba el viaje esos momentos fueron escaseando cada vez más, de forma que al final no encontraba la voluntad ni las fuerzas para abandonar el improvisado catre en el suelo. Su cuerpo estaba cautivo, pero Gloria se aferraba a su imaginación. En su desesperación soñaba que había salido de su oscuro calabozo y se veía reuniendo las ovejas a la luz del sol en Kiward Station, se perdía en las llanuras de Canterbury… para encontrarse de nuevo en el coro de Oaks Garden, donde estaba de pie junto a un piano y se negaba quejumbrosa a cantar delante de todos. Por desgracia, estas ensoñaciones fueron transformándose cada vez con mayor frecuencia en pesadillas. Gloria se percataba de que deliraba e intentaba agarrarse a algunas ilusiones para no ir completamente a la deriva. No obstante, cada vez le resultaba más difícil mantener la mente clara o imaginar sensaciones agradables. Sentir significaba dolor, asco y odio hacia sí misma, si bien el odio era lo que menos dolía.
Así que Gloria fue concentrándose progresivamente en este sentimiento. Al principio dirigió ese aborrecimiento al camarero. En las interminables horas en que los clientes se iban turnando sobre su cuerpo, imaginaba que le daba muerte. De una o de otra forma, cuanto más cruel, mejor. A continuación traspasó el odio a los clientes. Se imaginaba que el barco se hundía y todos se ahogaban. Todavía mejor era un incendio que devorase sus cuerpos pestilentes. Gloria creía estar oyendo sus gritos… Cuando un hombre gemía sobre ella, se imaginaba que era a causa del dolor y no de la lascivia. Deseaba ver a todos esos tipos en el infierno. Solo esto le daba fuerzas para superar tanta humillación.
En la estrechez y oscuridad de su camarote, al final perdió la noción del tiempo. Tenía la sensación de que llevaba toda una eternidad en el barco y que tendría que permanecer sumida en su odio hasta la muerte. Pero un día, uno de los pocos hombres que todavía tenían rostro para ella le sonrió.
—¡Hoy por última vez! —dijo el joven fogonero. Era australiano y para Gloria se diferenciaba de los demás colegas porque antes de visitarla se lavaba al menos un poco—. Mañana estaremos en Darwin.
—¿En… Australia? —preguntó Gloria. Acababa de yacer bajo él inmersa en una vorágine de odio, pero ahora la voz del muchacho tocaba una cuerda largo tiempo enmudecida. Sin apenas dar crédito, la joven recobró cierta esperanza.
—¡Si es que no nos hemos equivocado de camino! —asintió el hombre, riendo con ironía—. Habrá que ver cómo desembarcas. Los agentes de emigración son muy severos, registran a todo el mundo.
—El… el camarero me sacará a escondidas de aquí —respondió Gloria todavía desconcertada.
—¡Yo no me fiaría! —objetó el joven en tono burlón—. ¡Ese no tiene el menor interés en dejarte libre, chica! ¡Tal como te tiene… como si fueras un ternero! Los de la tripulación ya hemos pensado en chivarnos al capitán de puerto. ¡Vale más que te expulsen a que acabes espichándola aquí!
—Crees… crees… —Gloria se incorporó con esfuerzo.
—Creo que en el momento en que lleguemos a Darwin una llave cerrará esa puerta —respondió el hombre, señalando la entrada del camarote—. Y no se te abrirá, ¿entiendes? No estaremos mucho tiempo aquí, solo un par de días y volvemos a Cantón. Ese hijo de puta ni siquiera tiene que quedarse aquí para vigilarte. Si te mete un cubo de agua y un poco de comida, ya sobrevivirás. Y luego seguirá sacando provecho en el viaje de vuelta…
—Pero yo… El acuerdo… —Todo daba vueltas alrededor de Gloria.
El joven fogonero hizo un gesto de impotencia.
—No querrás creer que esto es parte de un «acuerdo», ¿verdad? Seaton te ha comprado y sacará todo lo que pueda del dinero que ha pagado. Además, a una puta muerta enseguida se la tira por la borda. Si por el contrario te pillan en Darwin y les cuentas cómo has llegado hasta aquí… En fin, ya te lo he advertido: intenta huir cuanto antes. También por el peligro de caer en manos del capitán de puerto…
Gloria ni siquiera consiguió dar las gracias al hombre por su consejo. Los pensamientos se agolpaban en su mente cuando él se fue y cedió su lugar a dos inmigrantes chinos que por suerte no tenían deseos especiales ni tampoco hablaban una palabra de inglés. Gloria aguantó su apetito carnal e intentó trazar una especie de plan. El fogonero tenía razón: era improbable que el camarero la dejara marchar de forma voluntaria. Pero no estaba dispuesta a que las autoridades la descubrieran y la volvieran a enviar de malas maneras con sus padres. Aunque también era posible que la mandaran a Nueva Zelanda, a casa de sus familiares. Estaba más cerca y tal vez para los australianos fuera más fácil de organizar el traslado. Pero no podía estar segura de ello. E incluso si tuviera suerte: la abuela Gwyn se enteraría de lo que había hecho en el barco. Y eso no podía saberse. ¡Nadie debía enterarse! Antes prefería la muerte.
En los camarotes de alrededor reinaba un ambiente de partida. Gloria se censuró por no haberse dado ni cuenta. De no ser por el fogonero, seguramente habría esperado allí, agonizando, hasta que la puerta de la trampa se hubiera cerrado a sus espaldas. Sin embargo, esa tarde no tenía clientes, algo por lo demás bastante lógico, ya que todos debían de estar ocupados con las maniobras de atraque y ya no tenían ninguna razón más para emplear sus servicios. ¿Para qué ir con la sucia puta del barco si al día siguiente los esperaba el barrio chino de Darwin? Si Gloria tenía mala suerte, el camarero cerraría su redil a medianoche.
¡Tenía que escapar ya!
Cuando los dos asiáticos hubieron terminado, se obligó a ponerse en pie y amontonar sus pocas pertenencias en un hatillo. Gloria volvió a cambiar su vestido gastado y desgarrado por el traje del grumete Jack. Los pantalones y la camisa le resultaron pesados, y esperó poder nadar con ellos. Sin embargo, no había alternativa: o conseguía llegar a tierra o se ahogaba.
Gloria se deslizó por los pasillos llenos de emigrantes que ordenaban sus efectos. Tampoco esta vez le prestaron atención, y aunque por su mente pasó la posibilidad de que alguno de ellos informara al camarero, no tardó en tranquilizarse. Los hombrecillos de tez amarilla ni siquiera osaban mirar a la cara al supuesto grumete. Seguramente no reconocían a Gloria, ya que ninguno de ellos habría recurrido a sus servicios. Los asiáticos que el camarero le enviaba procedían sin duda de la segunda clase. Los pasajeros de la entrecubierta, los más pobres entre los pobres, no habrían podido permitirse visitarla.
En la cubierta sintió el azote del aire fresco. Claro: en esa mitad del mundo era invierno. Por otra parte, pensó, se encontraba en el norte de Australia, donde el clima siempre era benigno. ¡No podía hacer tanto frío! Gloria tomó una profunda bocanada de aire. En efecto, poco a poco su cuerpo fue acostumbrándose a la temperatura, que debía de ser, según su opinión, de unos veinte grados. Tras el calor pegajoso y el aire viciado que había bajo la cubierta, el aire ahí parecía fresco, ideal para nadar…
Gloria se armó de valor. Se deslizó por la cubierta a la sombra de los mástiles y los botes de salvamento. Pensó en la posibilidad de utilizar uno de ellos; pero no, sola nunca lograría echar al agua uno de esos botes, por no mencionar el ruido que haría. Gloria echó un vistazo por encima de la borda. Lejos, a sus pies, estaba el mar, pero al menos estaba en calma. Y las luces de la ciudad ya se veían, no podía estar tan lejos. El barco apenas parecía moverse. ¿Estarían esperando a un práctico del puerto que condujera el Niobe hasta el muelle? En tal caso, al menos no corría el peligro de acabar despedazada por la hélice del barco. Pero antes tendría que saltar. Gloria tenía vértigo. Hacía años que no nadaba. Y, de todos modos, nunca se había lanzado así al agua.
De pronto oyó voces. Alguien salía a cubierta, seguramente varios miembros de la tripulación. Si la descubrían, su destino quedaría sentenciado. Poco importaba si la llevaban de nuevo a Seaton o ante la presencia del capitán.
Gloria tomó una profunda bocanada de aire, arrojó el hatillo y saltó.
Desde el barco, las playas de Darwin parecían cercanas, pero por más que nadaba a Gloria no le parecía estar aproximándose a tierra. Tenía la sensación de llevar horas en el agua. Al menos ya no tenía miedo. Se había acostumbrado al frescor del mar, y aunque la ropa le molestaba, conseguía desenvolverse. Gloria se había atado las cosas a la espalda para que no la estorbaran. Tras todo ese tiempo en el sucio camarote, era agradable estar rodeada de agua. Gloria tenía la impresión de que el océano no solo le lavaba la suciedad, sino también el envilecimiento. De vez en cuando introducía el rostro en el agua y luego, animosa, también la cabeza y el cabello. Intentaba permanecer el mayor tiempo posible bajo el agua, con la esperanza de que los piojos se ahogaran. Y siguió nadando.
Gloria tardó toda una noche y la mitad de un día en llegar por fin a una playa solitaria de Darwin. Más tarde averiguó que se llamaba Casuarina y que había cocodrilos de agua salada. Pero los animales no se dejaron ver y Gloria estaba tan cansada que nada le habría impedido tenderse en la arena y dormir.
Al final del trayecto a nado, tenía tanto frío y estaba tan extenuada que ni siquiera lograba dar una brazada, así que se limitó a flotar mientras la brisa de mediodía y el oleaje la empujaban a la costa. El sol había calentado la arena y fue secando el cuerpo de Gloria, al igual que sus pertenencias, mientras ella dormía.
Cuando despertó, ya anochecía. La muchacha se puso en pie algo mareada. Lo había conseguido. Había escapado del camarero y de la policía portuaria. Era evidente que no se esperaba que alguien fuera a nado desde China hasta Australia. Gloria volvía a sentir la necesidad de reír sin control. Había llegado a su meta…, al otro extremo del mundo. Solo a dos mil kilómetros de Nueva Zelanda. Si no se contaba la enorme distancia que mediaba entre Darwin y Sídney. Gloria ignoraba si circulaban barcos entre el territorio Norte y la isla Sur de Nueva Zelanda, pero sí sabía que desde Sídney se podía viajar hasta Lyttelton. Recordó al abuelo James, al que habían enviado, acusado de ser ladrón de ganado, desde las llanuras de Canterbury hasta la bahía Botany, tras lo cual se había encaminado a los campos de extracción de oro para finalmente regresar a casa con unas ganancias considerables. Gloria se preguntaba si en Australia todavía se explotaba el oro y, si era así, dónde. Aunque, de todos modos, eso no era una solución para ella. Si bien estaba firmemente decidida en seguir siendo «Jack» hasta regresar a casa, incluso como muchacho le aterrorizaba la idea de un campamento lleno de hombres.
De repente la muchacha sintió un hambre tremenda. Era el primer problema que tenía que resolver, aunque tuviera que robar algo comestible. Pero tenía que ir hasta la ciudad y sus ropas todavía estaban húmedas. Llamaría la atención paseándose por las calles como un pato remojado.
Gloria se quitó el pulóver de lana y lo extendió en la arena. No se atrevió a hacer lo mismo con el pantalón y la camisa, por muy desierta que estuviera la playa. Daría la vuelta a los bolsillos para que se secaran antes. Palpó la tela mojada y notó un papel húmedo…
Cuando Gloria lo sacó, miró sorprendida el billete de diez dólares que Harry le había dado como «regalo de despedida». Su parte en la venta al camarero.
Gloria sonrió. ¡Era rica!