8

Asqueada y dolorida, Gloria entró en el hotel extremando la discreción, con la esperanza de que sus padres no hubieran regresado. En esos momentos lo que menos deseaba en el mundo era que Kura o William la sometieran a un interrogatorio o tener que inventarse una historia que contarle a Tamatea sobre dónde había pasado la mitad del día. Afortunadamente, descubrió que tenía la suite para ella sola. Lo más probable era que sus padres estuvieran ocupados con los ensayos. Respirando aliviada, Gloria amontonó la ropa de hombre en el rincón más apartado de su armario y se preparó un baño. Pensó en cómo justificar que ella misma se lavara el vestido a toda prisa, y al final decidió tirarlo simplemente. Nunca más volvería a ponérselo, era demasiado peligroso llevarse ropa de mujer al Mary Lou. Si bien esperaba compartir camarote con Harry, que ya estaba al corriente, no quería arriesgarse. Lo mejor sería volver al día siguiente a la tienda de Samuel y comprarle más ropa de hombre para mudarse.

Gloria se metió en el agua caliente y se frotó los restos de la mala experiencia que había vivido en el cuartucho de Jenny. No quería seguir pensando en ello, ni tampoco en que esa vivencia hubiera de repetirse en el barco. No obstante, si tenía que ser así, haría lo que Harry quisiera. Era un precio proporcionalmente bajo para el pasaje a casa. Por supuesto era repugnante y doloroso, pero pasaría pronto. Gloria se consideraba capaz de soportarlo. Se aferró a las amables palabras de Harry: «¡Qué bonita eres!…». Hasta ese momento, nadie le había dicho algo así.

Al día siguiente Gloria apenas lograba contener su impaciencia. Deambuló por el barrio portuario y adquirió un pantalón ancho, dos camisas y una chaqueta de abrigo en la tienda de Samuel, mientras el anciano con barba de chivo la miraba con curiosidad. En el camino de vuelta pasó por el chiringuito de cangrejos fritos ante el que Jenny ejercía su oficio. La prostituta rubia la miró enojada.

—¿Otra vez por aquí? ¿No te ibas a alta mar?

Gloria asintió con gravedad.

—No quiero hacerle la competencia —dijo, considerando que debía mostrar su agradecimiento—. De verdad que no, yo… Yo trabajaré de grumete en el Mary Lou

Jenny se echó a reír.

—¿De grumete? Pues no es eso lo que me ha contado Harry. Venga, chica, no seas tan ingenua. Aunque en el fondo da igual lo que diga Harry. ¡Si hasta me confesó como en secreto que ayer todavía eras virgen! —exclamó guasona—. ¡Ya me enseñarás el truco!

Gloria se ruborizó, avergonzada. Harry no tendría que haber hablado sobre ella con esa chica.

—Es verdad —dijo en voz baja—. Yo… No sabía…

—¿Qué es lo que no sabías? ¿Qué los tíos nunca hacen nada gratis? ¿Te crees tú que Harry iba a recogerte de la calle por pura galantería? Anda, hija, mejor no pregunto de dónde has salido…

Gloria no respondió. Solo quería marcharse. Pero Jenny parecía desvelar ahora su supuesto gran corazón.

—¿Tienes al menos una vaga idea de dónde vienen los niños? —preguntó.

Gloria volvió a enrojecer.

—Sí…, no… Bueno, sé cómo las ovejas y los caballos…

Jenny soltó una sonora carcajada.

—Bueno, ayer Harry debió de enseñarte cómo funciona entre las personas. Pero no te asustes, pequeña, no siempre dan en el blanco. Algo puede hacerse para evitarlo. Antes y después. Pero luego es más caro y más peligroso, y en alta mar no hay «hacedores de ángeles»… Voy a decirte una cosa, cielo: yo hoy, aquí, no me gano las lentejas hasta que no se haga de noche. ¿Qué te parece si me invitas… digamos que a una buena sopa de cangrejos y a un chusco de pan, y a cambio te cuento todo lo que tiene que saber una chica…?

Gloria dudó. En realidad no le apetecía compartir repugnantes secretos con Jenny; pero por otra parte, todavía le quedaban un par de centavos y era evidente que su interlocutora tenía hambre. A juzgar por lo que se veía, no podía decirse que el negocio le fuera bien. Finalmente acabó accediendo. Jenny le ofreció una ancha sonrisa que dejó a la vista que le faltaban dos dientes.

—Muy bien, pues ven conmigo… No, aquí no, hay sitios mejores.

En efecto, poco después, ambas muchachas se hallaban sentadas en un tugurio estrecho y oscuro, pero relativamente limpio, y pidieron una especialidad de San Francisco: sopa de cangrejo con pan agrio. La comida era riquísima. Para su sorpresa, Gloria incluso empezó a disfrutar de la compañía de Jenny. Esa mujer rubia y de vida alegre no se burló de ella, sino que le explicó con calma las particularidades de su oficio.

—Que no te besen en la boca, es asqueroso… Y si te quieren montar por detrás o que hagas un francés, que te paguen un extra. ¿Sabes lo que es un francés?

Gloria se puso como un tomate cuando Jenny se lo contó, pero la prostituta no se burló de ella.

—A mí me pasó lo mismo, cielo. A fin de cuentas no me crie en un burdel. Vengo del campo… Quería casarme decentemente. Pero mi padre me quería demasiado, ¿entiendes lo que te quiero decir?… Mi novio al final lo descubrió… —No siguió hablando, y aunque Gloria esperaba ver lágrimas en los ojos de la joven, hacía tiempo que Jenny había olvidado cómo llorar.

La muchacha se comió tres raciones de sopa de cangrejo al tiempo que le hablaba a Gloria del período. También le explicó cómo evitar el embarazo.

—Compra gomas, es lo mejor, aunque a ellos no les gusta ponérselas, así que tendrás que insistir… Si no… La puta que a mí me enseñó juraba que nada iba mejor que los lavados con vinagre. Pero no es un método seguro…

En un momento dado, Gloria dejó de ruborizarse y se atrevió incluso a plantear una duda.

—¿Qué hay que hacer para que no duela?

Jenny sonrió.

—Aceite de ensalada, cariño. Es como en las máquinas, hija, el aceite lubrica.

Por la noche Gloria robó aceite y vinagre de la mesa del hotel St. Francis, además preparó unas tijeras y cogió su pasaporte del cajón donde su padre guardaba los documentos. Por supuesto, fue incapaz de conciliar el sueño y además sus padres regresaron ya entrada la noche de una recepción. Gloria se había preocupado por esta cuestión. ¿Qué pasaría si regresaban al amanecer? Con su torpeza habitual lo mismo se los encontraba de frente. Sin embargo, William y Kura aparecieron a eso de las tres, ambos contentos y achispados.

Cuando Gloria salió a las cuatro de la madrugada, el matrimonio dormía profundamente. Tampoco el portero de noche estaba demasiado despejado. Gloria, vestida con la ropa de hombre y llevando un hatillo con la muda, cruzó el vestíbulo del hotel aprovechando que el conserje iba a buscarse un té. Si el empleado la hubiese descubierto, habría salido huyendo como un ladronzuelo procedente del exterior. Gloria habría tenido miedo de deambular por las calles de noche, pero se percató de que con su aspecto de muchacho no llamaba la atención. Por último, entró en una tranquila calle residencial y en un rincón, sin asomo de sentimentalismo, se cortó los cabellos y arrojó los mechones a un cubo de basura. ¡Gloria había desaparecido! ¡Aquí estaba Jack!

En el puerto ya reinaba una gran agitación, así que nadie se fijó en el grumete con el hatillo que pasaba por el muelle de China. Harry esperaba en la cubierta y pareció aliviado al ver que, efectivamente, la muchacha acudía.

—¡Aquí estás! Ya me temía que después de lo que sucedió anteayer… En fin, dejemos el tema. Ayúdanos con las amarras, el cocinero te necesitará cuando estemos en alta mar. Ayer hice tu trabajo y cargué con las provisiones. A fin de cuentas no podías pasar por aquí. Luego…

—Luego seré simpática contigo. —Gloria completó la frase con aire impasible—. ¿Qué tengo que hacer ahora?

Los motores ya estaban en marcha, los fogoneros ya llevaban horas echando carbón en las calderas para calentar el agua y con ello producir el vapor que impulsaría la embarcación, más pequeña que la nave de pasajeros en la que había viajado Gloria. El martilleo de las turbinas se percibía como una vibración incesante. En algún momento, Gloria experimentaría la sensación de que los pistones la golpeaban directamente o de que su cuerpo formaba parte del Mary Lou y del ruido. Esa mañana, sin embargo, el sonido del despertar del barco la llenó de alegría anticipada y de emoción. Era como si un ser poderoso, semejante a una ballena, se calentara para emprender un largo viaje. Cuando despuntó el sol, el vapor, ya totalmente cargado, inició cómodamente la marcha. Gloria dirigió una última y aliviada mirada a San Francisco. ¡Fuera lo que fuese lo que la esperase, nunca regresaría ahí! A partir de ahora solo miraría al mar, hacia su hogar.

No obstante, en cuanto hubieron zarpado, Gloria ya no tuvo tantas oportunidades de contemplar ballenas como antes. Como mucho salía por las noches a cubierta, aunque solían transcurrir días sin que tuviera la oportunidad de respirar una brizna de aire fresco. El trabajo en la cocina era duro. El cocinero le hacía cargar agua y remover las enormes ollas llenas de col y carne adobada donde se preparaba el plato único de cada día. Lo limpiaba todo, lavaba los platos y servía a la tripulación en la mesa. En contadas ocasiones llevaba los mejores manjares al capitán y sus hombres al comedor de oficiales, siempre angustiada por si se descubría su identidad. Sin embargo, todos se mostraban muy amables con el tímido grumete. El capitán no olvidaba su nombre y el sobrecargo le hizo un par de preguntas bienintencionadas sobre su origen y familia. De todos modos, no insistía cuando Gloria contestaba con rodeos. En una ocasión, el primer oficial la alabó por haber puesto tan bien la mesa y Gloria se ruborizó, lo que hizo reír a los hombres. De hecho, no daban la impresión de ir a tirar a un polizón por la borda, pero Gloria prefería hacer caso de Harry. En la medida de lo posible, procuraba creer todo lo que este le decía, sobre todo las palabras cariñosas que a veces le susurraba. Necesitaba algo a lo que aferrarse para no caer en la desesperación.

Luego, cuando se había servido la comida del final del día y los platos ya estaban lavados, empezaba el verdadero trabajo de Gloria.

La muchacha consideraba que debía a Harry una compensación y que también debía pagar al cocinero por su silencio. Lo que no entendía era por qué tenía que estar a disposición de otros hombres de la tripulación. Ni siquiera los seis individuos con los que Harry y ella compartían el camarote habían caído en la cuenta de que Jack, el grumete, era en realidad una chica, ya que no se desvestían para dormir, lo cual permitía a Gloria meterse bajo las sábanas sin desprenderse de sus holgadas prendas masculinas. Pese a ello, Harry insistía en que todas las noches se preparara para recibir a algún tipo.

Gloria, que detestaba especialmente las visitas del cocinero, contenía la respiración cada vez que el cuerpo pestilente y sucio del grasiento hombre se desplomaba sobre ella. Necesitaba mucho más tiempo que Harry para acabar y de vez en cuando la obligaba a que le cogiera el miembro con la mano y lo estimulara, pues al parecer no se endurecía por sí mismo.

Después, Gloria utilizaba la mitad de su preciada agua potable para frotarse las manos. Agua para lavarse no había: la limpieza corporal no estaba prevista. Pese a ello, por las mañanas Gloria intentaba remojarse aunque fuera un poco. Odiaba oler a todos esos hombres y ese olor especial que la impregnaba del… ¿amor?… La joven no conseguía entender qué placer hallaban los hombres en poseer su cuerpo sucio y pestilente, pero a Harry y los demás eso no parecía importarles en absoluto. Algunos hasta le decían entre susurros lo bien que olía y se complacían lamiéndole el pecho, el vientre e incluso partes del cuerpo innombrables y en las que solían meter su miembro. Harry se limitaba a esa actividad cuando Gloria pasaba sus días fértiles. Otros se ponían una especie de funda de goma, y también había los que afirmaban que sacaban su aparato a tiempo, antes de que fuera peligroso. Sin embargo, Jenny la había advertido expresamente de este método, por lo que Gloria prefería recurrir después a los lavajes. De todos modos, casi cada día recurría al vinagre, pues en la cocina había más que suficiente.

Por lo demás, simplemente procuraba pensar lo menos posible. Gloria no odiaba a los hombres que acudían cada noche a su catre, se limitaba a no sentir nada por ellos. Al principio había estado dolorida, pero Harry lo había tenido en cuenta y después de zarpar esperó dos días antes de permitir que los miembros de la tripulación se acostaran con ella. Ya no le dolía dormir con los hombres cuando se untaba con aceite y, de no ser por el hedor, los fluidos corporales y la vergüenza, Gloria casi se habría aburrido. Así que se dedicaba a contar los días y las horas. La travesía hasta Cantón duraba unas dos semanas. Lo resistiría.

¡Si al menos supiera qué sucedería luego! Debía encontrar un barco que la llevara a Australia, pero estos no circulaban tan regularmente como los buques mercantes entre China y San Francisco. No le quedaba más remedio que confiar en la suerte.

—Si no hay ninguno, te llevamos en bote a Indonesia —decía Harry sin inmutarse—. Solo tendrás que hacer transbordo una vez más…

¡Ojalá todo aquello fuera tan fácil como cambiar de tren! En el fondo, a Gloria le aterrorizaba China, así que se sintió reconfortada y angustiada a un mismo tiempo cuando por fin vieron tierra.

—¡Tú quédate aquí! —le indicó Harry, cuando el barco amarró y descargaron la mercancía. La tripulación no podía bajar antes de que se concluyera esta tarea y, de todos modos, un par de hombres debían permanecer obligatoriamente a bordo. Gloria ya imaginaba con qué distraerían las aburridas noches de guardia—. Ya me encargo yo de echar un vistazo por ti. ¡Palabra de honor! Ya encontraremos algo…

Esa noche, Gloria tuvo tiempo de subir a cubierta. Sacó agua salada y se lavó bien después de servir a los hombres. ¡Al menos esperaba no tener que seguir soportando eso! En el nuevo barco, nadie tenía que enterarse de que era una chica.

Harry y el cocinero estaban de un humor estupendo cuando regresaron al barco algo más tarde. La mayoría de los miembros de la tripulación permanecía fuera para pasar la noche con alguna fulana de ojos rasgados, pero a los dos les apetecía mucho más Gloria.

—¡La… la última vez! —balbuceó el cocinero—. Mañana descargarán… la mercancía… ¡Ha sido una buena venta! —dijo entre risotadas.

—¿Qué mercancía? —preguntó Gloria. La carga que transportaba el Mary Lou ya llevaba tiempo en tierra.

—¡Tú… tesoro mío! ¿Qué te crees? Tu chico te ha vendido bien, pequeña… Y yo también me he sacado algo.

—¿Qué me has vendido? ¿A mí? —Gloria se volvió hacia Harry, desconcertada. Daba la impresión de que al marinero no le habían sentado nada bien las declaraciones de su compinche.

—Se refiere a que he encontrado un sitio para ti en un barco —explicó de mala gana—. Tienes suerte: el vapor viaja directo a Australia. Un barco de emigrantes que navega bajo bandera inglesa pero que va lleno de chinos. El camarero que se encarga de la entrecubierta te esconderá…

—¿Necesita un grumete? —preguntó Gloria, temerosa—. ¿Me dará un empleo?

El cocinero hizo un gesto de impotencia mientras Harry lo fulminaba con la mirada para hacerle callar.

—Nena, allí no vas a necesitar ningún empleo. Lo dicho: en la entrecubierta hay un montón de gente. Nadie se dará cuenta de que hay una boca más o menos que alimentar…

—Y no te faltarán clientes —añadió el cocinero, riéndose.

Gloria miró amedrentada a Harry.

—Tengo que ser amable con el camarero, ¿no? —preguntó.

Harry asintió.

—Pero en la entrecubierta…, también habrá muchas mujeres, ¿verdad? Los emigrantes suelen marcharse con toda la familia, ¿no es así? —Al menos eso había oído Gloria. La abuela Gwyn y Elizabeth Greenwood siempre habían hablado de familias irlandesas con docenas de hijos.

El cocinero rio, pero Harry frunció el ceño.

—Exactamente, tesoro, cantidades de chinos de todo tipo. Y ahora sé especialmente amable conmigo. Mañana bajamos a la ciudad y allí conocerás al camarero.

Gloria asintió. Era posible que quisiera «probarla» como había hecho Harry en San Francisco. Se armó de valor esperando encontrar un lugar similar a la habitación de Jenny.

Cantón era una mezcla sorprendente de callejuelas estrechas en las que siempre había mercado, transitadas por individuos vociferantes y peleones vestidos con unos trajes extraños, holgados y en su mayor parte de un gris azulado, sombreros planos y anchos y con largas trenzas tanto si eran hombres como mujeres. Ellas caminaban con unos pasitos extraños y parecían tener los pies muy pequeños. Las chinas siempre mantenían la cabeza baja y con frecuencia llevaban pesadas cargas sobre los hombros. Hombres y mujeres eran diminutos, hasta el punto de que ni siquiera los varones más altos superaban a Gloria en estatura, y todos parecían estar hablando sin cesar. Harry la condujo a través de un mercado donde se exponían extrañas especias, verduras, tubérculos encurtidos y animales de matadero vivos o muertos. Gloria se sobresaltó cuando descubrió unos perros que gimoteaban desesperados y a los que les esperaba un triste destino en el asador.

—Pero el cocinero del barco es inglés, ¿verdad? —preguntó inquieta.

Harry rio.

—Eso creo. No tengas miedo, no te darán de comer carne de perro. Ven, enseguida estamos.

El camarero del Niobe esperaba en una especie de salón de té. En el establecimiento no había ningún mueble propiamente dicho, sino que la gente se arrodillaba en el suelo en torno a unas mesas lacadas bajas. El hombre se levantó cortésmente para saludar a Gloria, aunque no parecía considerar que se hallara ante un ser inteligente y con criterio. Así pues, dirigió la palabra solo a Harry; la muchacha podría haber sido muda y nadie se habría percatado. Tampoco en lo relativo a la elección de su vocabulario era muy considerado.

—No es precisamente una belleza —observó después de inspeccionar detenidamente a Gloria.

—¿Pues qué quieres? ¿Una rosa inglesa? —replicó Harry con ademán impaciente—. Esta es más del tipo polinesio. Sin ropa está mucho mejor. De todas formas, no tienes mucho donde elegir.

El camarero gruñó. Tampoco él era ninguna belleza. Era alto, de acuerdo, pero corpulento y de movimientos torpes. Gloria, que no quería ni imaginar lo que sería acostarse con él, se forzó a pensar en Australia. A esas alturas ya veía el asunto como Harry: para ella Australia era como estar en casa…

—¿Y no está muy usada? ¿Más o menos limpia? Esa gente le da importancia a eso. Podrán decir lo que quieran, pero los japoneses al menos se lavan más que nosotros.

La joven lanzó a Harry una mirada implorante.

—Gloria es muy limpia —respondió el marinero—. Y no lleva mucho tiempo en la profesión; es una buena chica que, por la razón que sea, quiere llegar al otro extremo del mundo. Así que tómala o déjala. También se la puedo dar a ese ruso que quiere ir a Indonesia…

—¡Cincuenta dólares! —ofreció el camarero.

Harry alzó la mirada al cielo.

—¿Otra vez tenemos que pasar por esto? ¡Y encima delante de la chica! ¿No lo acordamos ayer?

—Tiene que saber lo que vale. —El camarero intentó de nuevo evaluar las formas de Gloria bajo la ropa masculina. Tenía los ojos azul claro, pequeños, y las pestañas casi incoloras. El cabello era de un rojo claro—. Así no me hará ninguna tontería. ¿Qué habíamos dicho? ¿Sesenta?

—¡Setenta y cinco! ¡Y ni un centavo menos! —Harry lanzó una mirada iracunda al hombre y otra de disculpas a Gloria—. ¡Te daré diez! —le susurró.

Ella ni siquiera llegó a asentir.

El hombre sacó la bolsa con desgana y lentamente fue contando los setenta y cinco dólares.

Gloria buscaba la mirada de Harry.

—¿Es… es verdad? ¿Me estás vendiendo? —murmuró, incapaz de dar crédito a lo que estaba sucediendo.

Harry se apartó ante la mirada de reproche de la joven.

—Mira, nena, no es eso, es…

—Dios santo, ¿y ahora qué pasa? —preguntó exasperado el nuevo propietario de Gloria—. Claro que te está vendiendo, chica, no será la primera vez. Si el tipo no me ha mentido, ya llevas catorce días trabajando para él. Y ahora lo harás para mí, así de fácil. Así que no te hagas la pueblerina inocente y espabila. Todavía tenemos que comprarte un par de trapos, a mis clientes no les gusta la ropa de hombre…

Estupefacta, Gloria dejó que Harry se despidiera de ella con un abrazo y notó que, disimuladamente, le deslizaba un billete de diez dólares en el bolsillo.

—¡No te lo tomes a mal, guapa! —dijo guiñando un ojo—. Si trabajas bien, te tratarán bien. Y en un par de semanas estarás otra vez contando ovejitas en el país de los kiwis…

Harry se marchó. A Gloria le pareció oírlo silbar mientras salía del salón de té.

—No llores por él —señaló el camarero—. Este se ha hecho de oro a tu costa. Y ahora, en marcha: tenemos prisa. Hoy por la noche nos vamos a Down Under.