Gloria no se enteró de las pérdidas que se habían producido en su familia hasta unas semanas más tarde. El correo desde Nueva Zelanda hasta Estados Unidos era complicado y, por añadidura, las cartas pasaban previamente por la agencia de conciertos de Kura en Nueva York, que tenía que localizar primero a la compañía de artistas y enviar de nuevo las cartas a donde esta se encontrara. En esa ocasión, el correo les llegó en Nueva Orleans, una ciudad bulliciosa que había conquistado el corazón de Kura-maro-tini. En las calles, individuos de piel oscura interpretaban una desconcertante y singular música, y cuando Kura no tenía función salía con William a los clubes nocturnos del Barrio Francés, escuchaba esas extrañas melodías que llamaban jazz y bailaba.
Las tristes noticias procedentes de su hogar, por el contrario, no la conmovían. Ni William ni Kura habían conocido a Charlotte, y ninguno de los dos había experimentado una especial simpatía por James McKenzie, un sentimiento que era recíproco. De ahí que no les afectara el contenido de la carta de Elaine. Tras la muerte de su marido, Gwyneira no había estado en condiciones de comunicar la noticia, por lo que fue Elaine quien escribió a sus parientes, dirigiendo la misiva a la «familia Martyn». Le pareció superfluo escribir a Gloria por separado, por lo que la muchacha ignoraba los detalles. Kura informó a su hija casi como de paso de que su bisabuelo había muerto y se extrañó de que se entristeciera tanto.
—¿Estás llorando, Glory? Ni siquiera era tu auténtico bisabuelo. Y era muy viejo, tenía más de ochenta años. Es la vida… Pero cantaré esta noche ese haka de duelo. Sí, también encaja con Nueva Orleans… Un poco lúgubre…
Gloria dio media vuelta. Así que Kura también aprovecharía la muerte de su abuelo para aumentar su fama. Aunque el haka era bonito. Pertenecía al primer programa de Kura y sonaba bastante auténtico, casi como si maoríes y pakeha llorasen juntos a un ser amado. Tamatea expresó a Gloria sus condolencias.
—Era un buen hombre. Las tribus siempre lo apreciaron.
Gloria le dio las gracias con la mente ausente. Solo se abandonaba a su pena cuando estaba sola, lo que sucedía pocas veces. Durante la gira, el contacto con los demás era más constante, y si de hecho ya compartía las suites de los hoteles con sus padres estando en una ciudad, durante los interminables viajes en tren la instalaban con las jóvenes bailarinas. Cada una era más bonita que las otras, y todas eran «chicas modernas», orgullosas de ganar su propio sueldo, ser independientes y libres. La tímida y torpe Gloria les parecía una reliquia de otros tiempos y se burlaban de su educación en un internado inglés y de su mojigatería.
En relación a eso último, Gloria ni siquiera sabía con exactitud qué le echaban en cara, pero lo cierto era que, tal como las muchachas señalaban burlonas, la joven siempre evitaba a los hombres y bajaba la vista con timidez. Gloria evitaba el contacto visual con ambos sexos y no dirigía la palabra a nadie. Si alguien le hablaba, se sobresaltaba, sin importar que se tratara de un hombre o de una mujer. Solo se sentía segura con Tamatea, pero era evidente que también ella la ponía nerviosa.
—¡Mira el paisaje, mokopuna! El río… ¿cómo se llama? ¿Misisipí? Una palabra extraña. Pero mira cómo fluye, escucha su voz…
La anciana maorí nunca se cansaba de admirar y tocar las plantas, para ella singulares, que brotaban en ese clima cálido y húmedo. Se quedaba atónita ante los extensos campos de algodón y de caña de azúcar e intentaba que Gloria sintiera el mismo entusiasmo por ellos. En Nueva Orleans incluso encontró a una amiga, una negra gorda con la que conjuró espíritus mediante el vudú y con quien cantó canciones cuyos compases se asemejaban más a los haka originales que los afiligranados arreglos de Kura. Pese a todo ello, ya hacía tiempo que la muchacha había decidido no amar nada de ese país ajeno. Prefería leer un libro que mirar por la ventanilla del tren a medida que dejaban atrás Luisiana y los otros estados sureños para internarse en las vastas praderas occidentales. Tamatea observaba preocupada que la joven se hundía cada vez más en una espiral de odio y autocompasión. Sin embargo, esa tierra podría haber sido de su agrado. De acuerdo, no era verde como las llanuras de Canterbury y la hierba estaba más bien agostada, pero al fondo resplandecían montañas rojas y azules, había caballos y vacas, y las modestas casas de madera recordaban más a Haldon que a Nueva York o Nueva Orleans.
También la gente era totalmente distinta a la de las grandes ciudades. El público que asistía a las representaciones de Kura en lugares como Dallas y Santa Fe —los hombres, con sus pantalones de montar, las camisas a cuadros y los sombreros de ala ancha, y las mujeres con vestidos estampados— tenían más del espíritu pionero de Gwyneira que de las costumbres mundanas de Kura y William. A menudo no entendían la música y se escandalizaban ante la descocada indumentaria de las bailarinas. Les habría complacido la personalidad de Gloria: taciturna, pero directa y pragmática.
Sin embargo, la muchacha apenas si se atrevía a pasear sola por las calles polvorientas y ver los caballos que los automóviles todavía no habían sustituido en tan gran número como en Nueva York y Londres. Enseguida la reconocían como miembro de la compañía y la miraban como si fuera un animal exótico. Gloria anhelaba con todas sus fuerzas que concluyera la gira, pero todavía faltaba mucho. El trayecto cruzaba el continente en diagonal, desde Nueva York hasta San Francisco, por supuesto dando rodeos, recalando en las principales ciudades y viajando en zigzag a través de enormes extensiones. La tournée debía finalizar en la costa Este de Estados Unidos. William y Kura querían regresar a Nueva York por el camino más corto, que implicaba solo siete días de viaje en tren.
Gloria deseaba un pasaje directo hacia Nueva Zelanda. A esas alturas, sus padres ya debían de haber comprobado que no iban a hacer nada con ella. Si bien se esforzaba en sus tareas de maestro concertador y acompañaba en los ensayos al piano a las bailarinas, incluso eso hacía mal. Las chicas no dejaban de quejarse de que el piano les hacía perder el compás y se burlaban de la «completa falta de oído» de Gloria. Había entre ellas al menos dos que tocaban un poco ese instrumento y que podrían haber hecho el trabajo de Gloria tan bien como ella o aun mejor. Cuando no tocaba el piano, ayudaba a Tamatea con el vestuario y el maquillaje, y esto último era lo que mejor se le daba. Tamatea se sorprendía de lo deprisa que se había familiarizado con las formas y el significado de los moko tradicionales cuando dibujaba sobre la piel de los bailarines los delicados signos que evocaban helechos estilizados y que solían tatuarse en tiempos remotos. En una ocasión se pintó a sí misma por aburrimiento y dejó pasmada no solo a Tamatea, sino también a su madre.
—¡Pareces una maorí de pura cepa, Gloria! —exclamó maravillada Kura—. ¡Ponte uno de los vestidos! No, no de los nuevos, de los viejos que diseñó Tamatea…
Las antiguas piupiu se basaban en el atuendo tradicional de las mujeres maoríes y como entonces todavía participaban auténticas indígenas neozelandesas, los vestidos eran más anchos.
Gloria contempló sorprendida la imagen que le devolvía el espejo. De hecho, si no hubiera sido por el cabello castaño y crespo, podría haber pasado por una mujer de la tribu.
—Basta con que te recojas el cabello en la nuca o que utilices una cinta ancha y bordada —sugirió Tamatea. En efecto, causaba una impresión asombrosa.
—¡Así podría actuar fácilmente con nosotros! —dijo riendo Kura, y Gloria se lavó las pinturas de inmediato. Tener un papel en el espectáculo era una de las últimas pesadillas que todavía no se habían hecho realidad.
Pero tampoco necesitaban a Gloria como maquilladora de máscaras, porque las bailarinas apenas se pintaban de forma tradicional. Los escasos arabescos que discurrían de forma decorativa alrededor de los ojos y en las mejillas no tenían nada que ver con la costumbre maorí y las chicas se acicalaban ellas mismas. Tamatea pintaba a un par de bailarines. Se aceptaba amablemente la ayuda de Gloria, pero de hecho no era imprescindible.
La joven ansiaba con toda su alma que sus padres se dieran cuenta de una vez. En seis años ya había visto mundo suficiente, ¡ella pertenecía a Kiward Station!
San Francisco era una ciudad floreciente y reposaba en una extensión cubierta de colinas junto al mar. Fascinada y llena de ilusión contemplaba el horizonte del Pacífico, ¡el océano que la llevaría a casa! Además, esa ciudad le gustaba un poco más que Nueva York y Nueva Orleans. Los numerosos edificios de estilo victoriano y los cable cars, que allí causaban tanta sensación como los históricos tranvías en su hogar, le recordaban a Christchurch.
Kura y su compañía triunfaron en el Great American Music Hall, los bailarines admiraron Fisherman’s Wharf y Tamatea se llevó consigo a Gloria para que viera los leones marinos y las ballenas que permanecían indolentes junto a los embarcaderos.
—¡En casa también hay! —exclamó Gloria con alegría anticipada, aunque hasta el momento no había visto ninguno. Nunca había viajado a la costa Oeste de Nueva Zelanda, pero por supuesto conocía la existencia de tales animales marinos. Tamatea se alegró de volver a oír reír a la muchacha por primera vez en meses, y le contó sagas maoríes que se referían a focas y peces enormes.
Nadie hablaba todavía de partir, aunque las bailarinas estaban impacientes. El contrato con Kura era de su agrado y a la mayoría le gustaba viajar. En Nueva York tendrían que volver a hacer pruebas de baile y habrían de preocuparse por hallar un medio de subsistencia. Pero entonces, tras el penúltimo concierto, William reunió a toda la compañía.
—Tengo que comunicaros algo —anunció en tono solemne—. Como sabéis, en un principio habíamos planeado finalizar nuestra colaboración dentro de dos días. Mi esposa y yo queríamos volver a Europa, pues teníamos otras obligaciones allí. Pero, como también sabéis, la guerra todavía no ha concluido. Nuestros planes originales de viajar a Francia, Bélgica, Alemania, Polonia y Rusia con el nuevo programa ya no tienen razón de ser. Allí no hay quien piense en la música…
Entre los bailarines, que hasta el momento habían estado murmurando, reinó de repente un silencio sepulcral.
—Por eso hemos aceptado complacidos la oferta de la agencia de Kura de prolongar nuestra estancia en Estados Unidos. De qué modo preciso esto ocurrirá, depende de vosotros. Si queréis prolongar vuestros contratos, nos iremos de aquí a Sacramento, Portland, Seattle y, más tarde, a Chicago y Pittsburg. La agencia se ocupará de elaborar el plan. En caso de que quisierais marcharos, deberíamos volver a Nueva York, contratar a nuevos bailarines y volver a empezar desde allí. Así que ¿qué opináis? ¿Queréis continuar?
Los bailarines expresaron su conformidad con gritos de entusiasmo. Solo dos o tres tenían, por razones familiares o de otro tipo, que volver a la costa Este. Los demás suspiraron aliviados y se alegraron de seguir otros meses de gira.
—¿Y yo?
Las palabras que William había pronunciado ante los bailarines habían dejado a Gloria perpleja y muda. Jamás habría alzado la voz ante toda la gente ni llamado la atención. En esos momentos, no obstante, en la suite del hotel de sus padres, que estaban sentados descansando. —William con un vaso de whisky y Kura con una copa de vino blanco en la mano—, consiguió expresar el temor que la atenazaba.
El padre la miró sorprendido.
—¿A qué te refieres? —preguntó—. Por supuesto, te vienes con nosotros, ¿qué otra cosa ibas a hacer?
—¡Pero aquí no sirvo de nada! Nadie me necesita… y… —Gloria habría querido decir miles de cosas, pero solo consiguió formar un par de frases.
Kura rio.
—Tontita, pues claro que sirves. ¿Y qué vas a hacer, si no? Si lo que quieres es estudiar, no puedes regresar a Europa. Están en guerra, se matan unos a otros. Aquí estás segura.
«¡En Kiward Station no hay guerra!», quería gritar Gloria, pero no emitió más que un mero murmullo.
—Ah, se trata de eso… Quieres volver a esa granja de ovejas… —William sacudió la cabeza—. Gloria, cariño, viajar de aquí a Nueva Zelanda es dar la vuelta al mundo. No vamos a enviarte allí sola. ¿Y para qué? Hija, ¡aquí ves mundo! Ya sabes suficiente de esquilar ovejas, si es eso lo que quieres. ¡Pero no lo dirás en serio! Imagínate cuando volvamos después de la guerra: verás Francia, España, Portugal, Polonia, Rusia… No hay país de Europa donde hayamos estado y que no esté deseando ver todavía más espectáculos. Tal vez acabemos comprando una residencia en Londres… Sí, ya lo sé, Kura, no te gusta la idea de asentarte en un lugar fijo, pero piensa por una vez en la pequeña: tendrá que presentarse en sociedad como es debido. En algún momento aparecerá un hombre adecuado, te casarás…, ¡te han educado para convertirte en una dama, Gloria! ¡No en una campesina!
Gloria no respondió. Su rostro estaba blanco como la nieve y pensaba que nunca recobraría el habla. Una gira por Europa, una residencia en Londres, bailes de presentación… Cuando Kura y William habían llevado a su hija a Inglaterra lo habían hecho con la idea de que no regresara nunca más. Debería permanecer ahí con ellos y… en algún momento heredaría Kiward Station, si Kura no lo vendía cuando la abuela Gwyn falleciera…
Gloria se sorprendió a sí misma deseando la muerte de sus padres. En un accidente, tal vez, o en el atentado de un loco. Pero eso era una mera fantasía. Kura se hallaba en la mitad de la treintena, todavía podía vivir cuarenta años más.
¿Vivir otros cuarenta años más lejos de Kiward Station? Gloria veía ante sí una serie infinita de humillaciones: «¿Es esta la criada de la señora Martyn?». «No, no se lo va a creer: ¡es su hija!». «¿Esta chaparra? Pues no se parece en nada a la madre…».
Gloria había oído esta breve conversación esa mañana en la recepción del hotel. A veces ya ni siquiera sentía dolor. Se había acostumbrado. Pero ¿cuarenta años más?
La muchacha pensó en Alcatraz, la prisión en la isla de la bahía de San Francisco que había contemplado el día antes con un leve escalofrío. Sin embargo, comparada con su vida diaria, una estancia allí tenía que ser un puro placer. Gloria tomó aire. Algo tenía que decir. Pero volvió a callar. No habría nada que hiciera cambiar a sus padres de opinión. Hablar no servía de nada. Tenía que actuar, pero sola.
Al día siguiente, Gloria se encaminó hacia el mar, ciega a la belleza de la ciudad. Era primavera en California, el sol relucía dorado en el firmamento y en los jardines que flanqueaban las avenidas florecía la vegetación. Ahí, en la costa Oeste de Estados Unidos ya hacía un calor estival, una sensación desconcertante para una joven a quien el concepto de «costa Oeste» remitía a un clima lluvioso y desapacible. En las calles de San Francisco reinaba la animación. Se veían personas de todos los colores de piel y nacionalidades. A Gloria le llamaron la atención sobre todo los chinos o japoneses de ojos rasgados. En su mayoría daban la impresión de ser tan tímidos y pusilánimes como ella. La muchacha casi creyó sentir su naturaleza de extraños. Por otra parte, contaban con su propio barrio: Chinatown. Unas bailarinas habían ido a comer allí y se habían ufanado de no haberse asustado ni ante un perro asado. Gloria se sentía mal solo de pensarlo.
Al final, llegó al barrio portuario, que por fortuna no era tan oscuro ni tortuoso como el de Londres o Nueva York, sino espacioso y moderno. La bahía de San Francisco y el Golden Gate ofrecían a la ciudad una dársena natural y los muelles, edificios portuarios y atracaderos habían sido rehabilitados tras el terremoto y el gran incendio de 1906 y, en muchos casos, se habían reconstruido del todo. Había enlaces ferroviarios y un gran puerto comercial al que llegaban mercancías de todo el mundo que eran descargadas por personas de todo el mundo. Un viajero abierto a nuevas sensaciones lo habría encontrado emocionante, pero a Gloria eso la asustaba. ¿Cómo iba a encontrarse a gusto ahí? ¿A quién se dirigiría, si esas personas de piel negra o amarilla tal vez ni siquiera hablaran inglés?
Pero luego distinguió vapores de pasajeros. Esos debían de ser los muelles a los que llegaban los barcos de inmigrantes, ya que ahí se encontraban los despachos de las autoridades competentes. Gloria había oído decir que a San Francisco solían llegar franceses e italianos, aunque antes, en los tiempos de la fiebre del oro, también muchos irlandeses y otros habitantes de Gran Bretaña habían navegado hacia el Golden Gate. Pera daba igual quién inmigrara ahí, porque lo que deseaba Gloria era emigrar. Y los vapores eran su primer objetivo. Ahí había siempre una lujosa primera clase con docenas de criados. La mayoría de ellos solían ser hombres, pero Gloria no podía imaginarse que los camareros hicieran camas y pelaran patatas. ¡También había de haber empleadas que limpiaran las habitaciones o que trabajaran en la cocina!
La muchacha esperaba que la contratasen en uno de esos vapores y costearse así el viaje. Si tan solo supiese cuál era el barco que zarpaba hacia Nueva Zelanda… Recorrió vacilante los muelles, llenos de hombres ocupados en diversas faenas, incapaz de superar su timidez para dirigirse a alguien. De repente, un joven flaco y vestido de marinero se detuvo ante ella y se la quedó mirando.
—¿Qué pasa, preciosa? ¿Te has perdido? Aquí no ganarás nada y si la policía te detiene tendrás problemas. Es mejor que pruebes en Fisherman’s Wharf.
—Yo… Cuál…, esto… ¿Cuál es el barco que va a… Nueva Zelanda? —Gloria se obligó a mirar al hombre. Las palabras, amables aunque algo insolentes, la animaron.
Vio un rostro irónico y algo puntiagudo que le recordó al de un roedor.
—¿Te gustan los kiwis? Pues guapa, lo tienes difícil.
Gloria se mordió el labio. Lo mismo había dicho su padre. ¿Es que no había manera de ir de América a Polinesia?
—Mira, pequeña, nosotros estamos aquí… —El marinero se puso de cuclillas y dibujó una especie de mapa en el polvo de la calle—. Y ahí, al otro lado del mundo, está Australia…
—Pero yo quiero ir a Nueva Zelanda —repitió Gloria.
El hombre asintió.
—Nueva Zelanda está justo al lado —aseveró.
—Bueno, a unos dos mil kilómetros —puntualizó Gloria. A ella personalmente le parecía una distancia bastante grande.
El marinero hizo un gesto de rechazo con la mano.
—Eso es un paso, comparado con la distancia entre aquí y Australia. Para llegar ahí tienes que ir primero a China. Eso no es difícil, prácticamente todas las semanas zarpa un barco. Pero luego: Indonesia, Australia y desde ahí al País de los Kiwis. ¡No vale la pena, bonita! Hazme caso, estuve una vez allí, en la llamada isla Sur. Hay un par de sitios que recuerdan a Inglaterra, unos cuantos prados y ovejas. Esto por una parte; por la otra hay minas y pubs. Ahí llegarías a ganar algo. Pero, sin ánimo de ofender: como tú las hay a montones…
Gloria asintió con gravedad, lejos de sentirse herida.
—Vengo de allí.
El marinero soltó una sonora carcajada.
—Vaya, entonces has viajado mucho y espero que también hayas aprendido mucho por el camino. —La estudió con la mirada—. Deberíamos darnos prisa en probarlo. Pareces limpia y cariñosa. ¿Un poco polinesia, no? Siempre me han gustado las chicas de allí, más que esas pollitas delgadas que se venden por aquí. Bueno, ¿qué me dices? ¿Cuánto pides por una horita a eso del mediodía?
Gloria miró al hombre, desconcertada. No tenía que alzar la vista, era de su misma altura. También eso le gustó, lo hacía menos amenazador que su padre o el reverendo Bleachum. Y él la encontraba «cariñosa»… Gloria tenía la sensación de que le reconfortaba el corazón. Pero ese hombre era raro. ¿Por qué iba a estar sucia? Esa mañana se había puesto su vestido más bonito, un modelo holgado con grandes flores de colores, más al estilo de la tradición maorí que a la última moda. Y en cuanto a su cabello, había seguido el consejo de Tamatea y lo sujetaba apartado del rostro con una cinta más ancha de lo normal. Todo ello estaba pensado para causar una buena impresión en cualquier sobrecargo que quisiera contratar a una criada. Y Gloria tampoco quería perder de vista ese objetivo, sin importar lo que el hombre le ofreciera.
—Primero… primero he de encontrar un barco. Y trabajo, porque… no tengo mucho dinero. ¿Y cree usted que primero debo ir a China? A lo mejor puede usted ayudarme. Pensaba en un vapor de pasajeros. Seguro que necesitan personal… —Gloria miró con gravedad a su nuevo amigo.
—Tesoro, nadie en sus cabales hace un crucero a China —respondió el marinero con un gesto de impaciencia—. Ahí solo circulan los vapores de carga. Yo, por ejemplo, viajo en uno de la Pacific Mail Steamship Company. Llevo a Cantón abulones y traigo té y seda. Pero mi capitán no contrata chicas.
—Soy fuerte —aseguró Gloria, esperanzada—. También trabajaría en la cubierta, descargando mercancías o algo así.
El marinero sacudió la cabeza.
—Nena, lo malo es que la mitad de la tripulación considera que trae mala suerte tener una mujer a bordo. ¿Y dónde ibas a dormir? De acuerdo, los chicos se pelearían por compartir camarote contigo, pero…
El hombre se detuvo. Luego exploró con la mirada el rostro y el cuerpo de la joven.
—Vaya, se me acaba de ocurrir una idea… ¿Es cierto que no tienes dinero, tesoro?
Gloria se encogió de hombros.
—Unos cuantos dólares —respondió—. Pero no mucho.
El hombre se mordisqueó el labio inferior, lo que no hizo sino incrementar su aspecto de roedor. Un hurón, pensó Gloria, y se avergonzó de esa ocurrencia tan poco amable. Tal vez más una ardilla…
El hombre parecía haber tomado una decisión y habló como si fuera un comerciante.
—Es una pena. Tendrías que compensarme por el riesgo. Si hiciéramos lo que se me acaba de ocurrir y se descubriera…, me quedaría sin trabajo en Cantón. Si es que el capitán no me tira de inmediato por la borda.
La inquietud nubló la mirada de Gloria.
—¿Lo haría? Me refiero a que… ¡podría usted ahogarse!
El marinero contrajo la cara como si contuviera la risa, pero permaneció serio.
—En el barco solo manda él, eso tienes que saberlo. Si te descubre, te pasará por la quilla y a mí contigo. Así pues, ¿te corre mucha prisa ir a China?
—Quiero volver a casa —respondió Gloria con un lamento—. Es lo que más deseo en el mundo. Pero ¿cómo hay que hacerlo? ¿Tengo que esconderme? ¿Cómo un polizón?
El hombre negó con la cabeza.
—¡Qué va, pequeña, en el barco no hay tantos escondites como para que nadie te encuentre! Y con los pocos víveres que llevamos se notaría que hay uno de más. Más bien pensaba en camuflarte. Nuestro cocinero busca pinche…
El rostro de Gloria resplandeció.
—¿Opina que tengo que disfrazarme? ¿De chico? Lo haré, no hay problema. Antes siempre llevaba pantalones. Cuando era pequeña, me refiero. Y me las apañaré con el trabajo. ¡Nadie se dará cuenta!
El marinero alzó la vista al cielo.
—Deberíamos poner al corriente a los hombres. También por el pago… Deberías… Bueno, si te arreglo este asunto y todos cierran el pico, tendrías que ser simpática con nosotros durante la travesía.
Gloria asintió con gravedad.
—Claro que seré simpática —prometió—. Yo no soy caprichosa, como la mayoría de las chicas, seguro.
—Y yo recojo el dinero, ¿lo pillas? Para eso me cuido de ti, para que ninguno se aproveche…
—Puede usted quedarse con el dinero —respondió Gloria con generosidad, sin acabar de entender a qué se refería—. ¿Tanto gana un grumete?
Tampoco comprendió por qué el marinero volvía a soltar una carcajada.
—¡Menudo elemento estás hecha! Venga, vamos a ver si encontramos un par de trapos que te vayan bien. Ahí, junto a Fisherman’s Wharf, hay un judío que tiene un negocio de ropa usada. El viejo Samuel mantendrá el pico cerrado, tiene otros clientes con más secretos que ocultar que nosotros dos juntos. Por cierto, ¿cómo te llamas?
—Gloria, Gloria Mar… —Se detuvo antes de pronunciar el apellido. Eso no era importante. Además necesitaba otro nombre. Entonces, por su mente pasó de golpe una de las bobas canciones de amor de Lilian, Jackaroe. Trataba de una muchacha que se hacía pasar por hombre para salir en busca de su amado al otro lado del mar.
—Me llamo Jack —respondió Gloria. Jack, un nombre que también la unía con otra persona… Jack le traería suerte.
Un hora más tarde, Gloria estaba delante del cocinero del barco, un hombre gordo y grasiento que llevaba un delantal, blanco en otro tiempo, encima del holgado uniforme de marinero. La muchacha llevaba un atuendo similar. Harry, su nuevo amigo y protector, le había elegido un blusón blanco y ancho y unos pantalones de algodón azul, holgados y gastados. Además llevaba un pulóver de lana negra también usado que entonaba con el resto de la indumentaria. Gloria se lo había puesto pese a que no hacía frío. Se había escondido el cabello bajo el cuello del jersey, y gracias a la gorra de visera que Harry también había escogido no se apreciaba su abundante melena.
—¡Eso hay que cortarlo! —declaró con firmeza el cocinero, después de haber examinado a la muchacha con atención—. Aunque sea una pena. Si lo lleva suelto, seguro que esta cría parece un angelito. Pero, por lo demás, llevas toda la razón: puede pasar por un chico.
El hombre se había partido de risa al principio, cuando Harry le había contado sus propósitos, cosa que Gloria encontró innecesaria. Ella habría intentado engañar al cocinero: bastaba con que el asunto quedara entre ella y Harry. Pero al parecer al hombre le traían sin cuidado sus planes. Fuera como fuese, el grasiento cocinero se mostró dispuesto a acceder a sus demandas y, para ello, por alguna razón, tuvo que tocarle el trasero y los pechos a Gloria. A la joven le resultó desagradable, pero había visto algo así entre los sirvientes. Si eso le gustaba al hombre, ella aguantaría.
—Pero que quede claro: tengo tres polvos a la semana gratis y además me quedo con la mitad de los beneficios. A fin de cuentas, soy yo quien corre el mayor riesgo. —El cocinero miró a Harry a los ojos.
—El mayor riesgo lo corren los que comparten con ella el camarote —protestó Harry—. Podría haberte engañado. A fin de cuentas no irás metiendo mano a tus mozos de cocina, ¿o sí?
El tipo compuso un gesto amenazador.
Gloria, que de buen grado se habría quitado el pulóver, porque le quedaba ceñido y le daba mucho calor, echó un vistazo a la cocina mientras los hombres seguían negociando. Las bandejas, cazos y sartenes no se veían especialmente limpios: saltaba a la vista que el cocinero necesitaba ayuda. Junto a la pringosa cocina había un comedor para la tripulación igual de poco acogedor, y Gloria pensó que allí no cabrían todos a la vez. Por otra parte, en los vapores modernos se las arreglaban con menos personal. Y el Mary Lou no era de los más grandes. Bajo la cubierta, todo era angosto y oscuro, la vida en los alojamientos de los empleados debía de ser un infierno. Pero prefería con mucho soportar una mugrienta estrechez camino de Nueva Zelanda que disfrutar de las lujosas suites de Kura-maro-tini en los hoteles o en la residencia de William…
—No me importa cortarme el pelo —dijo tranquilamente.
Entretanto, ambos hombres parecían haberse puesto de acuerdo.
—Pues bien, le diré al sobrecargo que el chico vendrá mañana, o mejor pasado mañana temprano, justo antes de zarpar. ¿Podrás estar aquí a la cinco, Jack? —preguntó el cocinero con una sonrisa irónica.
La muchacha lo miró muy seria.
—Soy puntual.
—¿Dónde puedo cambiarme ahora? —preguntó vacilante Gloria cuando, siempre siguiendo de cerca a Harry, abandonó el carguero Mary Lou. Había advertido de repente que la trastienda de Samuel, el ropavejero, seguramente no era un vestidor.
Harry la miró sorprendido.
—¿No puedes ir así a casa? ¿No tienes una habitación?
Gloria enrojeció.
—Sí…, no… Bueno, no voy a presentarme así en el hotel, yo…
—¡En el hotel! —Harry sonrió burlón—. Qué expresión tan distinguida. Suena a burdel de lujo. Aunque debo admitir que tienes más clase que las otras. ¿Estás huyendo de algo, pequeña? Tiene toda la pinta. Pero es no es asunto mío. ¡No dejes que te pillen!
Gloria se sintió aliviada. De todos modos, seguro que era mejor que Harry no averiguara su verdadera identidad.
El flaco marinero se puso a cavilar sobre el problema de la ropa.
—Eso —concluyó— pide a gritos la ayuda de una colega. Vamos a ver por dónde anda Jenny.
Gloria lo siguió desconcertada a través de intrincadas callejuelas en los alrededores de los muelles. Tenía la incierta sensación de andar por el barrio chino, pero la tienda de Samuel también estaba por ahí cerca. Tragó saliva, no obstante, cuando vio a varias chicas haciendo la calle. No muchas, todavía; a fin de cuentas era pleno día. Pese a ello, una rubia de aspecto consumido y con la misma expresión de roedor que Harry salió con el corpiño medio abierto de un chiringuito de cangrejos fritos que olía a grasa rancia.
—¡Harry, viejo amigo! ¿Otra vez en tierra? ¿Ya te has hartado de los ojos rasgados de Cantón? —La muchacha reía y abrazó a Harry casi de modo fraternal. Luego lanzó una mirada a Gloria, disfrazada de grumete—. ¿Y qué te traes por aquí? ¡A un cachorro! ¡Qué mono! ¿Dónde habéis encontrado a este bebé? ¿En el campo?
—Jenny, nena, si te lo meto en la cama te caes del susto —replicó Harry—. Aunque, si ni tú te has dado cuenta, el engaño es perfecto. Y eso que debes de ver al año más hombres que nuestro viejo sobrecargo…
—¡Cómo la naturaleza los trajo al mundo, hijo! —Jenny rio—. ¿Qué le pasa al muchacho? ¡Eh, un momento…!
De repente se puso seria.
—¡Es una chica! ¿Me traes competencia?
Harry levantó la mano en un gesto tranquilizador.
—Jenny, a ti no hay quien te iguale. Pero esta… esta es más para el negocio ambulante. En cualquier caso, nos alegrará la vida en el barco; quiere llegar a la otra punta del mundo cueste lo que cueste…
—Con llegar a la otra punta de la ciudad bastaría —refunfuñó Jenny—. ¿Y por qué la disfrazas de chico? ¿Es eso lo que te va ahora?
—Jenny, guapa, ya te lo explicaré todo más tarde. Pero ahora esta pequeña necesita un rincón recogido donde convertirse en chica otra vez. ¡Venga, sé buena y déjanos entrar un momento en tu cuarto! —Harry acarició con dulzura el cabello de Jenny, quien ronroneó como un gato.
—¿Quieres acostarte con ella en mi propia cama? —preguntó, todavía ofendida.
—Jenny, querida, aunque la tumbe un momento, será solo para probarla, ¿entiendes? ¡Por la noche seré todo tuyo! ¡Te trataré como a una reina, señorita Jenny! Langosta… gambas… Lo que tú quieras. Dame solo un cuarto de hora, Jenny. ¡Por favor!
Gloria, que únicamente había comprendido la mitad de toda la conversación, sonrió al final agradecida cuando Jenny puso en la palma de la mano de Harry una llave.
—¿Es tu novia? —preguntó Gloria, mientas lo seguía al interior de un edificio bastante destartalado que olía a orina y col rancia—. Parece una…
—Niña, tú vienes de otro planeta, ¿verdad? Para ser de la profesión eres demasiado ingenua. Jenny es una fulana, pero tiene un corazón de oro. Ahora date prisa. Si le sale un cliente, necesitará la habitación.
La «habitación» era un cuchitril que formaba parte de una vivienda dividida en varios espacios similares. Contenía una cocina muy básica, una mesa, una silla y, sobre todo, una cama. Gloria frunció la nariz al ver las sábanas, que no tenían nada de limpias.
—¿Te importaría salir? —preguntó la joven cuando Harry se echó tranquilamente en la cama y se la quedó mirando con expectación.
El marinero frunció el ceño y por primera vez apareció en su rostro una mueca de fastidio, casi de enfado.
—Tesoro, la mojigatería resulta graciosa, pero tenemos un poco de prisa. Venga, déjate de cuentos, desnúdate y sé amable conmigo. Como recompensa, por así decirlo. Gracias a mi modesta persona ya casi estás en China.
Gloria lo miró desconcertada. Luego por fin entendió.
—¿Te refieres a que… a que tengo que… entregarme a ti? —dijo, recurriendo a la única expresión que se le ocurrió. Lilian solía utilizarla cuando los héroes de sus locas historias se tendían en una cama o con más frecuencia en una pila de heno o en un prado verde de altas hierbas.
—Ni más ni menos, guapa —respondió impaciente Harry—. Hay que pagar los pasajes del barco. ¿O es que ya no te apetece ir a China?
—A Nueva Zelanda —puntualizó ella con un hilillo de voz.
Dudó un instante, pero luego pensó en la alternativa. ¿Qué diferencia había entre acostarse ahora con Harry o con cualquier otro hombre que sus padres le buscaran? Además, casi se sentía halagada por el hecho de que Harry la deseara. En todas las historias que había oído hasta entonces, uno se entregaba por amor. Y Harry estaba dispuesto a correr por ella unos riesgos considerables. Gloria se desnudó y se alegró de que el hombre que estaba tendido en la cama sonriera.
—¡Qué bonita eres! —exclamó con admiración cuando Gloria se quedó ante él en ropa interior—. Con unas flores en el cabello y una faldita de hojas de lino parecerías una hawaiana…
Pese a la vergüenza, Gloria consiguió esbozar una pequeña sonrisa.
—Hawaiki es el paraíso… —dijo en voz baja.
—¡Pues llévame allí, tesoro!
Gloria gritó asustada cuando Harry la cogió de repente y la echó sobre la cama. Pero luego calló. Mientras él le arrancaba las últimas prendas, se quedó en silencio, asustada. El hombre ni siquiera se tomó la molestia de desnudarse, sino que se limitó a bajarse los pantalones. Gloria se quedó helada cuando vio que su miembro se levantaba. Cerró los ojos y se mordió los labios cuando él, sin más preámbulos, la penetró y embistió con fuerza. Algo se rasgó en su interior. Gloria jadeó de dolor y sintió correr un líquido por sus piernas. ¿Era sangre? Harry gimió y se desplomó pesadamente sobre ella. Unos momentos más tarde se irguió pasmado y confuso.
—¿Todavía eras virgen? ¡Será posible! Dios mío, muchacha, había pensado… Pero, hombre, a una virgen la habría estrenado de otro modo. En esos casos se dan unos besos y así… —Harry parecía arrepentido. Torpemente acarició el cuerpo manchado de Gloria—. Lo siento, pequeña, pero tendrías que habérmelo dicho. Y también me gustaría saber de qué huyes. Había supuesto que tenías un chulo con malas pulgas o algo así. Pero tú… —Le acarició el cabello con el gesto casi tierno con que antes había acariciado a Jenny.
Gloria miró al marino iracunda.
—He pagado, ¿no? —preguntó con dureza—. Era lo que querías… Que fuera amable. ¡Ahora no preguntes más!
—Está bien, nena, no quiero saber nada más —respondió el marinero, intentando sosegarla—. Pasado mañana te vienes al Mary Lou, y el resto queda entre nosotros. No se lo contaré a nadie. Al principio… Bueno, me cuidaré de que vayas habituándote poco a poco. No te lo tomas a mal, ¿verdad, encanto?
Gloria asintió apretando las mandíbulas.
—¿Podrías hacer el favor de salir ahora? —preguntó—. Quiero vestirme.
Harry asintió, compungido.
—¡Pues claro, princesa! Nos vemos… —Le lanzó un beso con la mano mientras salía.
Cuando Gloria por fin estuvo lista, encontró a Harry esperándola pacientemente junto a la puerta.
—Tengo que devolverle la llave a Jenny —dijo, disculpándose.
Gloria inclinó la cabeza.
—Nos vemos.