—¿Así que esto es un haka?
Gloria estaba junto a Tamatea, detrás del escenario improvisado en el Ritz, y escuchaba el concierto de despedida de la vieja Europa que ofrecía Kura-maro-tini. William ya había anunciado a la artista por todo lo alto y había insistido una vez más en que los beneficios estaban destinados a las huérfanos de guerra. Gran Bretaña ya había sufrido algunas bajas, mientras que en principio Estados Unidos se mantenía neutral.
Marisa se encontraba algo recuperada y había acompañado incluso con virtuosismo a Kura en la balada que Gloria había intentado tocar con tan poco acierto. La muchacha apenas había reconocido la pieza: Marisa hacía que el piano sonara como un susurro junto a la voz de los espíritus del putorino y se deslizara entre el ritmo insistente de la danza de guerra en el fondo y la balada que Kura interpretaba en un primer plano. La composición, una afiligranada obra maestra, mereció una ovación proporcionalmente entusiasta. Sin embargo, Gloria nunca había oído algo similar en los poblados maoríes que rodeaban Kiward Station y el haka que siguió tampoco se le antojaba auténtico. Si bien nunca habría afirmado de sí misma que entendiera algo de música, siempre le había parecido que los haka de los maoríes tenían una melodía pegadiza. De niña había bailado risueña con los demás cuando su abuela Marama la introducía en un corro o había tocado contenta los tambores. Ahí no se cometían errores: también las personas con poco talento musical eran capaces de seguir ese ritmo. En el espectáculo, sin embargo, veía elaborados pasos de baile y escuchaba melodías e instrumentos complicados que sin duda se inspiraban en los maoríes, pero que distaban mucho de los originales. En algún momento se atrevió a preguntar cautelosamente, con la esperanza de que Tamatea no se burlara de ella.
—Es… arte —respondió la anciana con un gesto de indiferencia, recurriendo a la palabra inglesa para referirse a tal concepto—. «Artístico» y «artificial» tienen la misma raíz.
Tamatea elegía con esmero sus palabras, pero por su expresión se deducía que no aprobaba del todo el modo en que Kura interpretaba la música maorí.
William Martyn, quien también había oído la pregunta de Gloria e incluso la había entendido, lanzó a la anciana una mirada desdeñosa. Solo sabía un par de palabras en maorí, pero con ayuda de las dos palabras inglesas logró sacar conclusiones sobre la respuesta.
—No somos tan puristas, Gloria —intervino—. ¿A quién le interesa si es música maorí original o no? Lo principal es que la sigan, incluso estamos pensando en traducir los textos de las canciones al inglés. Esto nos lo han recomendado mucho para América, a la gente de allí no le interesa mucho el folclore…
—Pero en el programa pone que es auténtico…
Gloria no sabía con exactitud qué era lo que la molestaba, pero tenía la sensación de que la estaban traicionando en algo que para ella era importante. Tal vez fuera demasiado susceptible. De hecho, un momento antes se había sorprendido pasando la mano con ternura por las cuerdas del tumuturu y acariciando la madera de las ventrudas flautas. Sentir esos objetos la consolaba. A veces Gloria tenía que convencerse de que todavía existía su país al otro lado de la esfera terrestre.
—En los programas se ponen muchas cosas —respondió William, exasperado—. En París vimos una función de esa Mata Hari. Muy bonito, muy artístico; pero esa mujer nunca ha visto un templo indio por dentro y aún menos aprendido a bailar allí. La observé con lupa. Ni siquiera es india, y en absoluto procede de origen noble o lo que sea que ella afirma. Pero a la gente no le importa: lo principal es el exotismo y que se vea carne. En eso también trabajaremos, nuestro espectáculo tiene que ser más atractivo.
—¿Todavía más? —preguntó Gloria. Los vestidos de las bailarinas ya eran bastante escotados. Sus piupiu, faldas marrón claro de hojas de lino secas, terminaban mucho más arriba de la rodilla y dejaban a la vista las piernas desnudas de las chicas. Las prendas superiores, igual de escuetas, tampoco plasmaban la realidad: las mujeres maoríes solían bailar con el busto descubierto. Gloria nunca había reflexionado sobre esta costumbre; en Kiward Station la había encontrado totalmente natural. En cambio allí… la gente ya se quedaba atónita mirando a las bailarinas tal como iban vestidas ahora.
—¡No seas tan ñoña, hija! —exclamó William, riendo—. Estamos pensando en acortar todavía más las faldas, y en cuanto a los dibujos del rostro… —Lanzó una mirada casi insolente a Tamatea—. No queremos seguir haciéndolo, sobre todo en el caso de las mujeres. Los hombres tienen que inspirar miedo. El efecto atemorizador es casi tan importante como el exotismo. Precisamente en América… —William empezó un nuevo discurso sobre lo que había que tener en cuenta en el Nuevo Mundo cuando se hablaba de espectáculos.
Entretanto había salido al escenario un grupo de hombres que avanzaban de forma marcial. De hecho se trataba del haka de guerra, lo único auténtico que era capaz de ofrecer el espectáculo de Kura. Los hombres iban pintados de colores, gritaban amenazas a los enemigos y agitaban las lanzas. A los bailarines parecía causarles un gran placer y, por lo que se veía, la representación de la guerra no era algo innato solo en los polinesios. Ninguno de los bailarines procedía realmente de Nueva Zelanda.
William prosiguió enumerando los cambios que tenía pensados para el futuro, pero Gloria ya no lo escuchaba. En el fondo, el trabajo de su madre le resultaba bastante indiferente. Sentía una pena indefinida. El diminuto trocito de Nueva Zelanda que hasta el momento había encontrado en los espectáculos también había desaparecido. A la larga, Tamatea regresaría; ya no quedaba nada que valiera la pena conservar… Pero Gloria tendría que quedarse… ¡Cuánto odiaba América, aun sin conocerla!
Así pues, cuando subió a bordo del barco de vapor, el principal sentimiento que embargaba su ánimo era la desgana. Embarcar todos los accesorios teatrales de Kura, guardados en cajas, había sido un proceso largo y tedioso, pero la cantante insistía en supervisarlo todo ella misma. Mientras, el clima londinense volvió a mostrar su peor faceta. Lloviznaba sin cesar y Gloria parecía un pato remojado cuando por fin llegó a su camarote en primera clase. Lo compartía con Tamatea, lo que al menos resultaba un alivio. Esta vez no viajaban bailarinas jóvenes con la compañía, ya que William había despedido al grupo tras el último concierto y en Nueva York formaría otro cuerpo de baile.
—¿Subes al puente, Gloria?
La muchacha había esperado que la dejaran tranquila en el camarote, pero al parecer el capitán no quería renunciar a dar de inmediato y personalmente la bienvenida a bordo a Kura-maro-tini y su familia. Como había estado ocupado hasta poco antes de la partida, los recibió en el puente, donde abrumó a las mujeres con miles de datos sobre la navegación de altura. Gloria recordó que pocos años atrás eso la había interesado vivamente, pero ahora solo veía que el capitán no le dirigía ni una mirada. Se limitaba a hablar con Kura-maro-tini, quien con toda certeza se aburría, pero que lo escuchaba como si fuera una reina. La lluvia y el viento no empañaban para nada su belleza. Por el contrario, la tormenta revolvía sus cabellos haciéndola más conmovedora, pero también más excitante.
—¿Y esta es su hija?
La observación de costumbre, el asombro habitual en el rostro del capitán. Gloria bajó la vista al suelo y deseó estar muy lejos…
La travesía de Londres a Nueva York transcurrió sin contratiempos, aunque un par de pasajeros tenían miedo a causa de la guerra y la imagen de los puertos estaba dominada por hombres en uniforme de la Marina. En alta mar, sin embargo, no se cruzaron con ningún barco de guerra. Así pues, el ambiente abatido que había reinado en Londres poco después de estallar la guerra pronto cedió lugar a la vida a bordo, despreocupada y alegre. Al menos en primera clase, donde se celebraban fiestas. Gloria ignoraba lo que sucedía en la entrecubierta, donde emigrantes pobres y desertores hacinados como sardinas estaban impacientes por que el viaje llegara a su fin. La first class y la entrecubierta se hallaban estrictamente separadas, lo que contradecía aquello que la abuela Gwyn y Elizabeth Greenwood contaban de su propio viaje a Nueva Zelanda. En esas travesías que duraban meses en embarcaciones de vela, todavía no demasiado seguras, era inevitable que se produjera algún tipo de contacto entre ambos grupos de pasajeros. La abuela Gwyn había hablado de misas e incluso entretenimientos compartidos.
Gloria disfrutó del viaje por mar todo lo que fue capaz de disfrutar y estuvo dispuesta a hacerlo. Los banquetes nocturnos, los juegos en cubierta y otros entretenimientos la aburrían, pero ya en el viaje de Lyttelton a Inglaterra la había serenado contemplar la infinitud del océano. Durante horas se quedaba sentada a solas en cubierta mirando las olas y se alegraba cuando los delfines o ballenas acompañaban la nave.
Los padres de Gloria solían dejarla tranquila. Kura disfrutaba de su fama de estrella entre los pasajeros y William bebía con los lores y bailaba con las ladies como si fueran sus iguales. El capitán asedió a Kura para que cantara para los pasajeros y los oficiales, y ella acabó cediendo a sus ruegos. Por supuesto, el concierto fue todo un éxito y Gloria tuvo que sufrir las mortificaciones habituales.
—¿Y la hijita también se dedica a la música? ¿No? ¡Qué lástima! ¡Pero debe de estar usted orgullosa de su madre, señorita Martyn!
Otra frase más que Gloria aprendió esos días a odiar era: «Gloria todavía es muy joven». Kura y William se disculpaban así por la escasa participación de Gloria en las conversaciones de mesa y por que no quisiera bailar cuando la orquesta del barco tocaba por las noches.
Al final, durante la cena con el capitán, tuvo que acceder a los ruegos de un joven marinero al que acabó pisando. Si bien recientemente había clases de bailes de sociedad en Oaks Garden, estas se impartían en el último año escolar: demasiado tarde para Gloria.
—¿Cómo puede la gente vivir aquí? —preguntó Tamatea cuando el barco pasó junto a Ellis Island y Nueva York surgió por fin ante la vista—. Las casas son demasiado altas para ver el cielo. El suelo está sellado y la luz es artificial. Y qué ruido… La ciudad está llena de ruido, lo oigo desde aquí. Esto espanta a los espíritus. Los seres humanos deben de estar inquietos, desarraigados…
En realidad, era la misma impresión que Gloria había tenido de Londres, pero la anciana estaba en lo cierto. Nueva York todavía era más grande, más ruidosa, más intrincada, y si la muchacha hubiese sido un espíritu habría huido sin dudarlo un momento.
—Hay un parque inmenso en el centro de la ciudad, allí hay hasta árboles altos —intervino Kura, impaciente.
La artista ardía en deseos de abandonar el barco y tomar posesión de esa nueva y singular ciudad, algo que no dudaba conseguir. A juzgar por los telegramas que su agente de conciertos había ido enviando al barco, su espectáculo despertaba un enorme interés. Las entradas para las primeras funciones ya estaban agotadas. Pero antes de nada había que solucionar algunas cosas, y Kura estaba sedienta de actividad. Los Martyn se dirigieron en uno de los nuevos automóviles, naturalmente, al hotel, el Waldorf Astoria. A Gloria no le gustaron ni el estrepitoso vehículo, en el que Tamatea parecía estar verdaderamente asustada, ni la intimidante elegancia del vestíbulo del hotel. Como siempre, pasó desapercibida. Si bien los empleados del establecimiento rindieron homenaje a la espectacular belleza de Kura, todavía no conocían a la celebridad europea y al principio no preguntaron si su hija se parecía a ella. Gloria ocupó una habitación en la suite de sus padres, pero para su alivio constató que los nuevos miembros de la compañía no tendrían que demostrar allí sus dotes artísticas. William había alquilado para ello una sala en el cercano distrito de los teatros.
Tamatea tenía que estar presente durante la selección de los jóvenes bailarines, de modo que Gloria pasó sola los primeros días en Nueva York. William y Kura le sugirieron que fuera a los museos y galerías. Siendo una joven sin compañía, sería más conveniente que pidiera un coche en el hotel para los desplazamientos. Dócilmente, Gloria se hizo conducir al Metropolitan Museum of Art, donde contempló sin interés las mismas pinturas el amor por las cuales intentaban inculcarle desde hacía seis años pero que seguían suscitándole las preguntas equivocadas. Más interesantes le resultaron las armas e instrumentos musicales de distintos países del mundo. Los utensilios de las islas del Pacífico le recordaron las obras de los maoríes y verlos casi le recordaba a su hogar. No obstante, todo eso superaba a Gloria. No sabía qué estaba haciendo en esa ciudad, allí no se le había perdido nada. Al final se marchó, descubrió la entrada de Central Park y vagó por el extenso parque. Al menos allí se veía la tierra y el cielo. Sobre Nueva York reposaba una campana de vapor. Era otoño y el viento agitaba unas hojas de color rojo rubí por el parque. En Kiward Station sería primavera. Cuando Gloria cerraba los ojos, veía las ovejas recién esquiladas sobre verdes pastizales húmedos de lluvia, listas para ser conducidas a las montañas, en dirección a los Alpes Neozelandeses; se imaginaba las cimas de estos cubiertas de nieve que saludaban a las granjas a través de un aire transparente como el cristal. Jack acompañaría el ganado a caballo, tal vez con su esposa Charlotte. La abuela Gwyn contaba en sus cartas que era un matrimonio feliz. Pero ¿cómo iba a ser alguien desdichado en Kiward Station?
Cuando Gloria regresó al museo, ya la esperaba su coche. El conductor estaba sumamente inquieto por el retraso de la joven. William se lo reprochó cuando entró en el hotel, pese a que con toda certeza los Martyn no se habían preocupado por si su hija se había extraviado. Estaban demasiado ocupados con los ensayos del día. En ese momento se hallaban en plena discusión a causa de dos o tres bailarinas que o bien se negaban a actuar con poca ropa, según el parecer de William, o carecían de sentido del ritmo, según Kura. Por su parte, Tamatea encontró a las chicas en general demasiado delgadas para representar a las mujeres maoríes, algo que Gloria encontró raro: a fin de cuentas, la mayoría de las muchachas maoríes eran delgadas.
El día después, no obstante, cuando presenció los ensayos, comprendió a qué se refería la anciana. Las aspirantes al empleo tenían todas el cuerpo fibroso de las bailarinas de ballet y eran altas y de miembros largos. Las mujeres maoríes eran más compactas, tenían las caderas más anchas y los pechos voluminosos. Pero esas muchachas se movían sin cesar, como también hacía Mata Hari en sus espectáculos, y esa era la orientación que querían tomar los Martyn. Enseguida pusieron a Tamatea como ayudante una profesora de ballet neoyorquina y ese fue el cargo que le asignaron. La mujer maorí se enfadó y el ambiente en la compañía se enrareció.
Gloria pasó casi todo el día siguiente en su habitación. Estaba harta de peleas y de que todos intentaran que ella tomara partido. En eso no tenía opinión. Ya había pasado mucho tiempo desde que la abuela Gwyn la llamara su «pequeña tohunga», refiriéndose a los conocimientos de Gloria sobre ovejas y caballos. Escribió con desgana una carta a Kiward Station.
Nueva York es inmenso. Nuestro hotel es moderno y muy bonito. Tenemos a nuestra disposición un coche que me lleva a todos los sitios adonde quiero ir. Mis padres trabajan mucho. Suelo estar sola.
Gloria leyó una vez más la carta y tachó la última frase.
George Greenwood no podía acompañar a Lilian hasta Greymouth, pues le esperaban asuntos urgentes en Christchurch… y la noticia de la muerte de su hija Charlotte. Gwyneira McKenzie, que había ido a Lyttelton para recoger a su bisnieta, le comunicó con expresión grave que Elizabeth lo esperaba en el hotel. Lyttelton, que sesenta años atrás, cuando llegó Gwyn, todavía era una población diminuta, se había convertido en una auténtica ciudad con todas sus ventajas.
George se despidió con prisas de su compañera de viaje y corrió a reunirse con su esposa. Gwyneira lo miró apenada. También ella estaba de duelo, pero no quería echar a perder la llegada de Lilian. Ni siquiera llevaba vestidos de luto, solo colores oscuros.
La muchacha no se percató de su voz ronca. Estaba emocionada y feliz de volver a casa, y no pudo ocultar su entusiasmo cuando Gwyn le comunicó que ese mismo día vería a su madre. Elaine no había soportado más la espera. Llegaba a Greymouth en el tren nocturno y Lilian y Gwyn la recogerían enseguida. Después, madre e hija pasarían un par de días en Kiward Station.
—¿Y papá? —preguntó Lilian—. ¿No viene?
—Al parecer está muy ocupado —respondió Gwyn—. Es la guerra. Pero ven, dejaremos que el servicio del barco lleve tu equipaje a Christchurch.
—¡No voy a decir lo mucho que has crecido! —dijo burlona Elaine a su hija después de que la muchacha se desprendiera de sus brazos. Lily y Gwyn habían llegado a tiempo a la estación y aguardado impacientes la llegada del tren—. A fin de cuentas, eso era previsible.
—¡No soy alta! —protestó Lilian—. Ni siquiera igual de alta que tú.
Era cierto. Lilian seguía siendo de baja estatura y encantadora, pero se parecía mucho a su madre. También Gwyn tenía la impresión al verla de estar mirando un espejo mágico. Exceptuando el color de los ojos y que el cabello era más liso y de otro tono rojizo, Lilian era idéntica a ella cuando tenía quince años.
—¡Espero altura intelectual! —bromeó Elaine—. Después de tantos años de internado inglés… ¡Debes de ser una enciclopedia andante!
Lilian esbozó una mueca. Al parecer se habían hecho falsas ideas de la educación femenina en Oaks Garden, aunque eso al fin y al cabo daba igual. Nadie la sometería a ningún examen.
—En cualquier caso, todavía sabe montar —intervino la abuela Gwyn con fingida alegría.
La anciana parecía cansada y muy envejecida desde la última visita de Elaine. Esta le apretó la mano en silencio, pues poco antes de su partida se había enterado de la tragedia de Jack y Charlotte.
—¿Jack todavía está en el norte? —preguntó en un susurro.
Gwyn asintió.
—Elizabeth quería que trajeran a Charlotte, pero ninguno de los dos sabía cómo hacerlo. Han esperado a George… ¡Qué trágico regreso a casa!
—¿No han enviado ningún telegrama al barco?
—¿Y de qué habría servido? Elizabeth quería decírselo en persona… —Gwyneira miró de reojo a Lilian.
—¿Ocurre algo? —preguntó la muchacha.
Elaine gimió.
—Tu tío Jack está de luto, Lily, y también a tío George le espera una mala noticia. Su hija Charlotte, la esposa de Jack, ha muerto…
Gwyneira rezaba para que Lilian no preguntara por las circunstancias en que se había producido el acontecimiento, pero en realidad a la joven no parecía incumbirle la pérdida de Charlotte. Lily solo conocía a Jack de forma superficial y nunca había visto a su esposa. Dijo brevemente que lo lamentaba y empezó de nuevo con su alegre parloteo. Le habló a Gwyn de los caballos de sus amigas inglesas, a Elaine del viaje en barco y, cómo no, de sus planes de ayudar a Tim Lambert en la dirección de la mina.
Elaine sonrió.
—Te necesitará: las minas trabajan al máximo rendimiento. Es la guerra. Tim ya lo predijo cuando estalló la contienda, pero que fuera a ser todo tan rápido… Inglaterra pide acero a gritos y, en consecuencia, también carbón. Eso significa, claro está, que la industria debe despabilarse para obtener provechos lo más deprisa posible por si la guerra termina pronto. Florence Biller, que parece compartir esta opinión, está ampliando considerablemente la mina. Los otros tienen que procurar mantener su ritmo… ¿De verdad cabrá todo el equipaje en este pequeño carruaje, abuela?
Las mujeres habían abandonado la estación y subían al vehículo de Gwyn, delante del cual había enganchada, a la espera, una elegante yegua cob.
Gwyneira hizo un gesto negativo.
—No, tenemos otro coche para transportar el equipaje. Pero pensé que te apetecería un viaje relajado. Y tampoco quiero dejar solo a James mucho tiempo. La muerte de Charlotte le ha afectado de verdad. Todos la queríamos mucho. Y él… me preocupa de verdad…
James McKenzie estaba lleno de inquietud. Tendría que haber sentido pena, pero lo que experimentaba era más bien rabia. ¡Charlotte era tan joven, tan vivaz! Y Jack la amaba infinitamente. James sabía lo que se sentía cuando se amaba tanto… Gwyn… ya era hora de que volviera. ¿Adónde había ido esta vez? En los últimos tiempos, los recuerdos de James se confundían. A veces esperaba a la joven que como un torbellino montaba el poni marrón por las llanuras de Canterbury, y creía ver trotar tras ella a la perra Cleo o a su Friday, el legendario perro pastor del bandido de ganado McKenzie. Luego casi se sobresaltaba al ver arrugas en el rostro de Gwyn y su cabello prácticamente blanco; al descubrir que no salía a su encuentro ningún perro que moviera alegremente el rabo, sino solo Nimue, siempre un poco malhumorada, que seguía obstinada en no dormir en su cesta sino en el pequeño pórtico que se había pensado como recibidor mirando a la puerta de la casa. El animal esperaba a Gloria. Si era necesario, esperaría toda su vida.
James decidió bajar a recibir a Gwyn delante de los establos. Ese día le latía el corazón con fuerza y no le dolían las articulaciones. Casi se atrevería a montar a caballo. Sí, sería bonito dar un paseo a caballo…
James se apoyó solo levemente en el bastón al bajar las escaleras. Era realmente un buen día. Los caballos relincharon cuando entró en el establo. Había dejado de llover, tenía que decirle a Poker que ya podían salir. ¿O era Andy…? Porque Poker…, Poker estaba… No, era imposible que su viejo amigo y compañero de tragos hubiera fallecido un año atrás.
En el establo se afanaba Maaka, un trabajador maorí y el mejor amigo de Jack, que sustituía a este como capataz durante su ausencia.
—¡Muy buenos días, señor James! —saludó el hombre, sonriendo—. Qué, ¿está impaciente por ver a la señorita Lily? Pero la señorita Gwyn todavía no puede haber llegado. Aunque hayan salido temprano…
—Creo que iré a su encuentro —dijo James—. ¿Me ensillas un caballo?
—¿Un caballo, señor James? Pero si hace meses que no monta —objetó Maaka, vacilando.
—Entonces ya va siendo hora, ¿no crees? —James se acercó a su caballo castrado marrón y le dio unos golpecitos en el cuello—. ¿Me has echado en falta? —preguntó amistosamente—. En otros tiempos, cuando la señorita Gwyn regresaba a casa, yo siempre montaba un caballo blanco… —Sonrió al recordar.
Maaka se encogió de hombros.
—Si tiene que ser un caballo blanco… Uno de los pastores nuevos tiene un caballo así. A él no le importará que lo monte usted, es un buen tipo…
James dudó. Luego se echó a reír.
—¿Por qué no? Otra vez un caballo blanco.
Esperó hasta que Maaka hubo ensillado un animal de pelaje blanco mezclado con hebras grises. Luego él mismo lo embridó.
—Muchas gracias, Maaka. La señorita Gwyn se llevará una sorpresa.
James se sentía presa de entusiasmo juvenil cuando sacó al caballo. De forma excepcional no le fallaban los huesos… Si el corazón no le brincara de ese modo tan extraño… Había algo que no acababa de ir bien, porque también le hacía un poco de daño…, un ligero dolor que se extendía por el brazo. James pensó que tal vez no tendría que montar. Pero ¡qué demonios! ¿Qué decía siempre Gwyn? Si uno no podía montar es que estaba muerto.
James animó al caballo a ponerse al trote y el animal obedeció sus indicaciones con brío, siguiendo el camino que conducía a Christchurch.
—¿De verdad? ¿Puedo llevar las riendas?
En efecto, Lilian no había olvidado cómo manejar un caballo. A fin de cuentas, casi cada fin de semana la invitaba una de sus muchas amigas, que en gran parte pertenecían a la nobleza rural y por supuesto tenían caballos. El otoño anterior incluso había participado en dos cacerías de zorro. De todos modos, nunca había guiado un carro y la yegua que tiraba del carruaje no era, en modo alguno, un aburrido jamelgo. El viaje no prometía ser muy «relajado».
—Pues claro, es igual que al montar a caballo. Lo único que no tienes que hacer es caer en la tentación de tirar, porque entonces las riendas parecen alargarse, pero eso no lo nota el caballo —explicó Gwyn, alegrándose del interés de Lilian—. Últimamente muchos se compran un automóvil —advirtió a Elaine, mientras Lily se concentraba en llevar las riendas—. Pero esa idea no acaba de gustarme. Por supuesto lo he probado. En realidad no son muy difíciles de conducir…
—¿Has conducido un coche? —preguntó Elaine, riendo—. ¿Tú misma?
Gwyn le lanzó una mirada de reproche.
—¿Y por qué no? ¿Pues no he conducido siempre mis carruajes? Y oye bien lo que te digo: ¡comparado con un semental cob, un automóvil es un pato cojo!
Elaine se echó a reír de nuevo.
—Desde hace poco también nosotros tenemos uno —le comunicó—. Después de que Florence Biller se paseara arrogantemente al volante de uno de esos cacharros, Tim fue incapaz de resistir la tentación. Una completa tontería. Él mismo no puede conducir con la pierna entablillada, incluso el simple hecho de subir al vehículo le resulta difícil, y ni qué decir de la suspensión… Para su cadera es puro veneno. Pero jamás lo reconocerá. Roly está totalmente encantado con el automóvil (siempre le han dado un poco de miedo los caballos), y los chicos también. Un juguete para hombres, aunque si va a imponerse, habrá que construir mejores carreteras.
Entretanto, Lilian ya tenía al caballo bajo control y lo dejaba trotar alegremente, mientras los kilómetros iban deslizándose bajo los cascos de la yegua canela.
James vio llegar la yegua al trote. Parecía Gwyn… Siempre a toda velocidad e Igraine le seguía gustosa el ritmo. Un momento, ¿era Igraine…? Por su cabeza pasó difusamente la idea de que ese caballo había de tener otro nombre. La yegua Igraine había llegado, procedente de Gales, con Gwyn. Era imposible que siguiera viva…
Pero lo era… Esa cabeza bien perfilada, el gesto marcado al trotar, las crines largas ondeando al viento. Y Gwyn en el pescante… Una muchacha tan bonita… ¡Qué joven era! Y ese cabello rojo, la expresión despierta, el resplandor de su rostro, el puro placer por la velocidad del viaje y la docilidad del animal.
Enseguida lo vería. Enseguida brillarían sus ojos, como siempre habían hecho. Incluso en el tiempo en que ella se negaba a amarlo, durante los muchos años en que educó a su hija como si fuera la de otro, a quien no quería engañar. Sus ojos siempre la habían traicionado…
James levantó el brazo para saludar. Al menos esa era su intención. Pero el brazo no obedecía… Y ese mareo…
Gwyn vio acercarse al jinete y al principio pensó que se trataba de un espejismo. James a lomos de su viejo caballo. Como entonces, cuando salía al encuentro de ella y Fleurette porque habían tardado más de lo esperado. Siempre se preocupaba. Pero ahora… no debería montar, él…
La anciana vio que James vacilaba. Gritó a Lilian que detuviera el carruaje, pero él se desplomó antes de que la joven consiguiera frenar a la yegua. El caballo permaneció dócilmente junto al hombre.
Elaine quería ayudar a su abuela, pero Gwyneira la rechazó. Saltó a toda prisa de la calesa y se precipitó hacia su esposo.
—¡James! ¿Qué pasa, James? —A su sobresalto se añadía también el miedo.
—Gwyn, mi preciosa Gwyn…
James McKenzie murió en los brazos de su casi octogenaria Gwyneira, pero ante sus ojos se hallaba la imagen de la princesa galesa que había conquistado su corazón tantos años atrás.
Gywneira solo susurraba el nombre de su marido.