Las penas de amor de Lilian Lambert sobrevivieron apenas unos cuantos días a la partida de Oaks Garden. En Londres todavía estaba callada y se deleitaba en su papel de infeliz enamorada. En sus fantasías imaginaba cómo Ben, desesperado, intentaba averiguar su paradero y pasaba años buscándola hasta que al final la encontraba. Recordaba conmovida a todos los enamorados de las canciones y leyendas que se habían quitado la vida a causa de la desdicha o la pérdida de sus seres amados y que luego fueron enterrados con una paloma blanca sobre el pecho. En la práctica, no obstante, Lilian consideraba altamente improbable que a ella le buscasen un pájaro así, sin contar con que le horrorizaba cualquier forma de perder la vida. De ahí que no tardara en resignarse y enseguida volviera a recuperar su habitual actitud vivaracha. Pese a todas las preocupaciones causadas por la contienda y que los pasajeros del Prince Edward gustaban de compartir en sus conversaciones, George Greenwood debía a Lilian la travesía más placentera de su vida. La joven les acompañaba a él y a otros pasajeros en sus paseos por cubierta charlando alegremente. Ya hacía mucho tiempo que los viajes a Nueva Zelanda habían dejado de ser una aventura peligrosa y para entonces más bien se asemejaban a los elegantes cruceros para pasajeros de primera clase. Lilian sugería participar en cubierta en juegos que, debido a la deprimente atmósfera de ese período de guerra, casi no se jugaban, y ya en el desayuno estaba de buen humor. George dejaba a un lado los telegramas que también en alta mar le informaban del estado de las operaciones militares y prefería preguntar a Lilian qué había soñado la noche anterior y cuáles eran sus proyectos de futuro. En tales proyectos no aparecía, por supuesto, la guerra. Por el momento, la muchacha no alcanzaba a imaginar que los seres humanos pudieran matarse entre sí. Claro que en las canciones y leyendas se hablaba de la guerra. En su fantasía favorita del momento imaginaba que Ben se perdía en algún escenario bélico, por lo que Lilian se disfrazaba de hombre y salía a buscarlo… ¡Pero no por la Europa del todavía joven siglo XX!
—No sé si me casaré… —decía Lilian con aire dramático. La pérdida de Ben no la había afectado mortalmente, pero tenía el corazón roto, al menos en principio—. El auténtico gran amor tal vez sea excesivo para un simple corazón humano.
George Greenwood se esforzaba por mantenerse serio.
—¿A quién se le ha pasado esto por la cabeza? —preguntó sonriendo.
Lilian se ruborizó levemente. No podía confesar que tal afirmación procedía de los poemas que Ben le había recitado tras el primer beso en el bosquecillo junto al Cam.
George pidió que le sirvieran café y agradeció el servicio con un escueto movimiento de cabeza. Lilian dirigió al apuesto camarero una sonrisa que más bien desmentía su aversión al matrimonio.
—¿Y qué harás si no te casas? —preguntó interesado George—. ¿Quieres convertirte en una sabihonda y ponerte a estudiar como había planeado Charlotte?
—¿Antes de que siguiera la dulce llamada del corazón?
George alzó la vista al cielo. No sabía demasiado sobre escuelas femeninas que pretendieran dar una formación creativa y artística, pero si ese horroroso lirismo formaba realmente parte del plan de estudios de Oaks Garden, la calidad de las clases dejaba bastante que desear.
—Antes de que conociera a quien después fue su marido —corrigió George—. Y debo decirte que todavía sigue muy interesada por la cultura maorí. ¿Hay alguna materia que te guste especialmente? ¿Por la que experimentes un interés científico?
Lilian reflexionó.
—En realidad, no —respondió, y mordió un bollito con miel. La embarcación de vapor todavía surcaba el Atlántico y el oleaje era bastante fuerte, pero eso no le quitaba el apetito—. Podría dar clases de piano. O pintar. Pero en el fondo no se me da especialmente bien ninguna de las dos cosas.
George sonrió. Al menos era sincera.
Lilian se lamió la miel de sus labios rosados.
—A lo mejor podría ayudar a mi padre en la mina —dijo a continuación—. Esto le pondría muy contento…
George estuvo de acuerdo. Tim siempre había mimado a la primogénita, y la perspectiva de volver a verlo era lo único que la había consolado por el hecho de abandonar Inglaterra.
—¿En el fondo de la mina? —preguntó George, burlón.
Lilian lo miró con severidad, pero en sus ojos pardos había un brillo pícaro.
—Allí las chicas no son bien recibidas —aclaró—. Los mineros dicen que una mujer dentro de la mina trae mala suerte, lo que por supuesto es una tontería. Pero lo creen de verdad. ¡Ni siquiera la señora Biller baja ahí!
Algo que para Florence seguramente representaba un sacrificio. George sonrió satisfecho. Era evidente que Tim y Elaine habían informado a su hija de la rivalidad entre las Minas Lambert y Biller. Aun así, todo Greymouth había comentado largo y tendido la intención de Florence Biller de supervisar las galerías. Los mineros habían decidido amenazar con marcharse si lo hacía, alegando que la presencia de mujeres en las galerías provocaba repentinos escapes de agua, derrumbamientos y fugas de gases. Al principio Florence Biller había protestado con vehemencia, pero los mineros se mantuvieron firmes en su postura. La activa directora de la mina había acabado resignándose: un «acontecimiento histórico», como había observado Tim Lambert. A cambio, Florence obligó a su esposo Caleb a meterse en la mina. Dada su formación como geólogo, no tardó en abordar unos temas de conversación sumamente fascinantes con el capataz, quien también sentía interés por la geología. Al final, ambos sabían más sobre las extraordinarias formas en que se desarrollaban los estratos de carbón en el ámbito de Asia oriental, sobre todo, pero la visita de Caleb no influyó en que aumentara la eficacia de la explotación en Greymouth. Florence rabiaba.
—Se me da bien la contabilidad —prosiguió Lilian—. Y no tolero ciertas cosas… de otras chicas. ¡A veces hay que ser intransigente cuando uno se enfrenta a arpías como Mary Jaine Lawson! Y esa señora Biller también es una de ellas…
George tuvo que contener la risa de nuevo. ¡La pequeña Lilian Lambert enzarzada en una pelea con Florence Biller! Al parecer se anunciaba un período interesante en Greymouth.
—En el futuro, tu padre y la señora Biller se llevarán mejor —intervino apaciguador—. En la guerra no hay espacio para rivalidades. Se extraerá la máxima rentabilidad de todas las minas. Europa necesita carbón para la producción de acero. Es posible que durante años se trabaje al máximo rendimiento. —Suspiró. George Greenwood era un hombre de negocios, pero siempre había sido honesto. Le repugnaba enriquecerse a causa de tantas muertes. Pero al menos no se le podía reprochar que tuviera malas intenciones. Cuando adquirió una parte de Mina Lambert, no había ni pensado en los beneficios que obtendría en tiempos de guerra.
»En cualquier caso, te convertirás en un buen partido, Lily —añadió, burlándose de su pequeña amiga—. Las pocas acciones que Tim tiene en la mina volverán a hacer ricos a los Lambert.
Lilian puso una expresión de indiferencia.
—Si me caso alguna vez será porque me quieran por mí misma. Ya sea mendigo o príncipe, todo dependerá del dictado de nuestros corazones.
Esta vez George no reprimió la risa.
—¡Al menos el mendigo sabría valorar tu dote! —indicó—. Pero has despertado mi curiosidad. Estoy profundamente interesado por saber quién será el dueño de tu corazón.
Jack observaba dichoso el brío con que Charlotte ascendía por el escarpado camino que conducía al faro del cabo Reinga. El medicamento del profesor Friedman había obrado milagros. Charlotte llevaba tres semanas sin padecer dolores y era evidente que se hallaba con fuerzas renovadas. Así pues, su visita a Waitangi había sido todo un éxito. Los McKenzie admiraron el lugar donde, en 1840, el gobernador Hobson había recibido a los jefes maoríes en una carpa improvisada y a continuación visitaron las tribus asentadas en los alrededores. Jack elogió sus casas de asambleas decoradas con elaboradas tallas. Conocía, naturalmente, el estilo de los ngai tahu, pero las tribus de la isla Sur no parecían dedicar tanta atención a la forma de sus marae, tal vez porque solían migrar con más frecuencia. Los habitantes de la isla Norte, por el contrario, parecían ser más sedentarios. Charlotte, por su parte, no mostraba tanto interés en la arquitectura. Hablaba durante horas con los ancianos de las tribus que todavía recordaban lo que les habían contado sus mayores. Charlotte dejó escrita la visión maorí del tratado de Waitangi y anotó las interpretaciones de la segunda generación de los afectados, en especial las distintas opiniones de hombres y mujeres al respecto.
—¡Los pakeha tenían una reina! —contaba una anciana todavía ahora emocionada—. A mi madre eso le gustó mucho. Pertenecía a los más ancianos de la tribu y ella misma habría acudido al encuentro. Pero los hombres querían arreglar el asunto entre ellos. Bailaron los haka de guerra para cobrar ánimos. Y luego el enviado de las tribus habló de la reina Victoria. ¡Nos impresionó mucho! Para él era algo así como una diosa. En cualquier caso, prometió que nos protegería, ¿y cómo, si no fuera una diosa, lo habría conseguido desde tan lejos? Pero luego hubo peleas… ¿Es verdad que de donde venís se cantan canciones de guerra?
Charlotte confirmó el inicio de la guerra en Europa.
—Pero nosotros no venimos de allí —corrigió—. Sino que hemos llegado de la isla Sur, de Te Waka a Maui.
La anciana sonrió.
—Lo importante no es dónde habéis nacido, sino de dónde son vuestros ancestros. De ahí venís y ahí vuelven vuestros espíritus cuando se liberan.
—Pues a mí no me gustaría nada que mi espíritu acabara vagando hacia Inglaterra —bromeó Jack, cuando abandonaron el poblado—. O hacia Escocia o Gales. Al menos tus padres vienen los dos de Londres.
Charlotte esbozó una sonrisa.
—Pero Londres es un mal sitio para los espíritus —objetó con dulzura—. Demasiado ruido, demasiado bullicio. Hawaiki se me antoja más agradable… Una isla en medio del mar azul, ninguna preocupación…
—Con cocos que llegan a tu boca si no se te han caído antes en la cabeza —añadió Jack burlón, aunque sintiéndose un poco angustiado. Era demasiado pronto para hablar de la muerte con tanta naturalidad, aunque solo se tratara de la mitología de los maoríes. Los indígenas neozelandeses procedían de una isla polinesia llamada Hawaiki. Desde allí, habían llegado en canoas a Nueva Zelanda, a Aotearoa, y hasta ese momento todas las familias conservaban el nombre de la canoa que había transportado a sus antepasados. Según la leyenda, tras la muerte de un individuo, el espíritu de este regresaba a Hawaiki.
Charlotte tomó a Jack de la mano.
—No me gustan los cocos —dijo sin pensárselo demasiado—. Pero aquí en Waitangi ya he acabado. ¿Nos vamos mañana hacia el norte?
Los acantilados de la playa de las Noventa Millas y el cabo Reinga, unos de los lugares más septentrionales de Nueva Zelanda, ofrecían unas vistas fantásticas de un mar bravío. Ahí coincidían el océano Pacífico y el mar de Tasmania. Para los pakeha era un mirador espectacular y una parada obligada en cualquier viaje por la isla Norte; para los maoríes, en cambio, era una especie de santuario.
Jack hizo un gesto de despreocupación.
—¿No te resultará demasiado cansado, cariño? La subida es escarpada y hay que recorrer a pie los últimos kilómetros. ¿Crees que lo conseguirás? Ya sé que no has tenido ninguna… migraña en tres semanas, pero…
No expuso sus preocupaciones, pese a la evidente energía de Charlotte. Ella seguía delgada, parecía incluso haber perdido más peso, lo que no era de extrañar, ya que apenas comía. Percibía las manos de ella en las suyas como si fueran los dedos de un hada, y cuando por las noches se estrechaba contra él, su cuerpo emitía un calor febril. Subir una abrupta montaña era lo último que deseaba para su esposa, pero ella había expresado varias veces el deseo de visitar el cabo Reinga en especial.
Charlotte sonrió.
—Entonces tendrás que llevarme en brazos. A lo mejor podemos alquilar caballos o mulas. Allí debe de haber caballos salvajes, así que también deben llegar monturas. El farero seguro que tiene una bestia de carga para las provisiones…
Jack estrechó a su mujer.
—Bien, entonces te llevo en brazos. Da igual lo que diga la gente. Además, ¿te cogí en brazos para cruzar el umbral la noche de bodas? Ya no me acuerdo… No recuerdo esos detalles insignificantes.
El último asentamiento pakeha antes de llegar a cabo Reinga era Kaitaia, una pequeña población a la que solo acudían los forasteros que se proponían explorar la parte más septentrional de la isla. La tierra allí era de un verde más exuberante todavía, lo que asombró a Jack, que había contado con encontrar un paisaje de montaña gris. Tampoco los caminos que rodeaban el lugar parecían dignos de preocupación. Jack cogió una habitación en una pensión y habló con el propietario sobre la posibilidad de alquilar caballos o, mejor aún, un carro de tiro.
—Todavía quedan casi cuarenta kilómetros hasta los acantilados —señaló el hombre con escepticismo—. No estoy seguro de que su esposa aguante tanto rato a lomos de un caballo. Es mejor que coja un coche, aunque tampoco podrá subir los últimos kilómetros. Es muy cansado, señor, tendría que meditar si vale la pena hacer ese esfuerzo por unas pocas vistas.
—¡Es más que unas pocas vistas! —exclamó Charlotte pensativa cuando Jack le comunicó el parecer del patrón—. ¡Jack, nunca más llegaremos tan al norte! ¡No te preocupes por mí, lo conseguiré!
Y ahí estaba, tras un largo recorrido a través de un aburrido paisaje rocoso que, no obstante, se veía interrumpido por unas impresionantes vistas sobre calas o largas playas de arena.
—La playa de las Noventa Millas —señaló Jack—. Precioso, ¿verdad? La arena… He oído decir que se utiliza para obtener vidrio. No me extraña, brilla como el cristal.
Charlotte sonreía, aunque se mostraba poco locuaz. Prefería dejar que ese paisaje imponente, el mar y las montañas obraran su efecto en ella.
—Ha de haber un árbol, un pohutukawa. Tiene un papel en las leyendas…
Jack frunció el ceño.
—¿Estás segura? No se puede decir que el entorno sea arbolado.
El pohutukawa —al que los pakeha también llamaban árbol de Navidad de Nueva Zelanda— era un árbol de flores carmesíes y hojas perennes típico de la isla Norte. Jack y Charlotte ya habían admirado en Auckland especímenes de este tipo.
—En el cabo… —dijo vagamente Charlotte. Luego volvió a quedarse callada. Y así permaneció también mientras subían a los acantilados. El patrón de la pensión estaba en lo cierto: con el tiro no se llegaba hasta el faro, había un fatigoso trecho. Sin embargo, eso no parecía importar a Charlotte. Jack distinguía en el rostro de la mujer gotas de sudor, pero ella sonreía.
Solo varias horas después apareció ante la vista el faro, el símbolo del cabo. Jack esperaba que el guardián se alegrara de la compañía y, en efecto, este invitó a los visitantes a un té. Charlotte, empero, rechazó al principio el ofrecimiento.
—Desearía ver el árbol —dijo en voz baja pero con determinación. El farero sacudió la cabeza pero señaló hacia los acantilados.
—Allá a lo lejos. Una cosa bastante raquítica, no entiendo por qué los indígenas meten tanto ruido por eso. Hablan de no sé qué espíritus y al parecer ahí está la entrada al submundo…
—Ah, ¿sí? ¿Y usted ha visto algo? —bromeó Jack.
El guardián del faro, un hombre adusto y con barba, hizo un gesto de ignorancia.
—Yo soy un buen cristiano, señor, mis abuelos vinieron de Irlanda. En samhain dejo las puertas cerradas. Pero en primavera el tiempo es tan tormentoso que nadie querría andar por ahí fuera, si sabe a qué me refiero, señor.
Jack rio. Su madre le había atemorizado a veces con el samhain, el día de difuntos. Entonces se suponía que las puertas que separan el mundo de los espíritus del de los seres humanos no estaban del todo cerradas y a veces era posible ver fantasmas. Su amigo maorí Maaka, que había oído hablar de tales leyendas pero no las creía, había intentado en una ocasión despertarlo con un susto tocando la flauta putorino, pero, obviamente, el muchacho no había conseguido invocar la voz de los espíritus. Jack no se sobresaltó, sino que más bien se enojó a causa de esos acordes tan poco melodiosos. Todo acabó cuando Gwyneira vació un cubo de agua sobre el lúgubre músico.
Charlotte contemplaba ensimismada el mar mientras Jack conversaba con el farero.
—¿Hay aquí arriba poblaciones maoríes? —preguntó ella al cabo de un rato.
—Mi esposa estudia la mitología indígena —explicó Jack.
El guardián movió la cabeza negativamente.
—No hay ninguna estable en las cercanías. Aquí no crece nada. ¿De qué iba a vivir la gente? Pero en la playa siempre acampan tribus: pescan, tocan música… Ahora hay algunos ahí. Los maoríes nunca llegan por el camino interior, sino que suben por el sendero de la playa. En realidad también es más bonito, aunque tan abrupto que exige escalar. ¡No es para usted, señora! —dijo con una sonrisa que expresaba su consternación.
—Pero podrá llegarse al campamento de otro modo, ¿no? —quiso saber Jack.
El farero respondió afirmativamente.
—Entren, tomen un té y les explico el camino —les invitó.
Charlotte los siguió de mala gana. Parecía no poder apartarse de la visión de las aguas turbulentas. Jack también quedó fascinado por el encuentro de los mares, pero entretanto se había levantado un fuerte viento y había bajado la temperatura.
—Lamentablemente no puedo ofrecerles alojamiento —dijo el hombre, apesadumbrado—. ¿Tiene una tienda o algo parecido en el coche? Hoy no pueden volver a Kaitaia…
—Los maoríes nos darán asilo —señaló Charlotte, y Jack le dio la razón. El farero parecía más bien escéptico.
—Hemos pernoctado a menudo con ellos —explicó Jack—. Son muy hospitalarios. Sobre todo si se habla su lengua. ¿Cómo llegamos hasta allí?
Ya estaba oscuro cuando alcanzaron el campamento tribal. Se componía de unas pocas tiendas, muy básicas. En medio ardía una hoguera en la que estaban asando un pescado grande.
—Deberían ser nga puhi —señaló Charlotte, quien evidentemente se había familiarizado con las tribus de la región—. O aupouri o rarawa. Aquí hubo muchas luchas entre las tribus por la propiedad de la tierra.
Aun así, esa tribu daba la impresión de ser pacífica. Cuando Jack saludó en maorí a los niños, que enseguida se acercaron curiosos al carro, todos los acogieron de buen grado. Los niños se ocuparon voluntariamente de los caballos y los adultos invitaron a Jack y Charlotte a sentarse junto al fuego.
—¿Estáis aquí por los espíritus? —quiso saber Jack, vacilante, después de que les hubieran servido boniatos asados y un pescado fresco y sumamente sabroso—. Me refiero a que… entre los pakeha pasa así. Cuando hay un lugar sagrado, la gente peregrina allí.
Tipene, el jefe, frunció el ceño.
—Estamos aquí por los peces —respondió con el pragmatismo habitual de los maoríes—. En esta época del año abundan, y nos divertimos pescando. Si te apetece puedes pescar con nosotros mañana.
Jack asintió con entusiasmo. Los maoríes pescaban ahí en el rompiente y esto le interesaba. Hasta entonces solo había pescado en los ríos.
—Las mujeres charlarán durante días —señaló.
Tipene rio.
—Conjuran a los dioses —dijo—. Irihapeti es una tohunga, nadie habla de Hawaiki con tanto sentimiento como ella.
Señaló a una anciana que llevaba un buen rato conversando con Charlotte. A Jack le preocupaba que todo eso fuera demasiado para su esposa, pero las mujeres ya se habían protegido del frío de la noche con mantas y en ese momento Irihapeti cubría con otra más los hombros de la joven. Charlotte daba sorbos a un cuenco humeante. Era obvio que estaba contenta. Sin embargo, en sus rasgos había una tensión que a Jack no le gustó.
—¿Te has tomado la medicina, cariño? —preguntó.
Charlotte asintió, pero por su aspecto se diría que sufría al menos un leve dolor. Jack recordó lleno de desazón las palabras del doctor Friedman: «El remedio evita los dolores al principio…». Pero tras ese día tan agotador seguro que era normal que Charlotte diera la impresión de estar fatigada.
—Habla de los espíritus, Irihapeti —pidió la joven a la anciana—. Te Rerenga Wairua significa «lugar donde bajan los espíritus», ¿verdad?
Te Rerenga Wairua era el nombre maorí del cabo Reinga.
Irihapeti asintió y le hizo sitio junto a la hoguera, cuando también un grupo de niños se apretujaron junto a ella para escuchar las leyendas.
—Cuando en algún sitio muere uno de los nuestros —dijo la tohunga en voz baja y evocadora—, su espíritu viaja hacia el norte. Baja hacia el mar, a esta playa… Si cerráis los ojos, tal vez sintáis una suave ráfaga de aire cuando uno cruza nuestro campamento… No, no tienes que asustarte por ello, Pai, simplemente da la bienvenida al alma —le dijo a una niña a quien el tema de los espíritus le producía miedo, al tiempo que la estrechaba entre sus brazos. La luna ascendió por encima del mar y bañó la playa con una luz irreal—. Desde aquí los espíritus escalan por el acantilado…, justo por el camino que esta mañana hemos tomado, Hone…
Un niño asintió con solemnidad.
—Y luego preparan cuerdas con las algas y desciende al árbol pohutukawa, en el extremo noreste de la costa… ¿Lo has visto, Charlotte? Tiene cientos de años. Tal vez sus semillas llegaron con nuestros antepasados desde Hawaiki. Los espíritus saltan del árbol, bajan a las raíces y se deslizan al fondo, hacia Reinga…
—Es una especie de submundo, ¿verdad? —preguntó Charlotte. Jack advirtió que no estaba tomando notas.
La anciana asintió.
—El camino conduce luego hacia Ohaua, donde los espíritus salen de nuevo a la luz para despedirse de Aotearoa. Y luego…
Ohaua era el punto más elevado de las tres pequeñas islas que había frente a la costa.
—Luego no regresan jamás —concluyó Charlotte en un murmullo.
—Luego se dirigen hacia Hawaiki, a su hogar… —La anciana sonrió—. Estás muy cansada, pequeña, ¿no es así?
Charlotte asintió.
—¿Por qué no te acuestas y duermes, cariño? —preguntó Jack—. Tienes que estar agotada. Mañana te contarán más cosas sobre los espíritus.
Charlotte volvió a asentir. Su rostro casi carecía de expresión alguna.
—¡Te ayudo a montar la tienda!
Jack tenía una tienda sencilla y mantas en el coche. Mientras Charlotte contemplaba la hoguera, él fue a buscar todo ello. Irihapeti le señaló un lugar donde acampar. Estaba junto al mar y las olas acompañarían el sueño de los visitantes.
Con la esperanza de encontrar compañía en una tribu maorí, los McKenzie también habían llevado un par de regalos. Semillas para las mujeres y una botella de whisky para crear un poco de ambiente en torno a la hoguera. Jack la llevó consigo y dejó que circulara. Charlotte se retiró.
—¡Voy enseguida! —dijo Jack con ternura, besándola cuando se despidieron.
Irihapeti le acarició suavemente la mejilla.
—Haere mai —susurró—. Sé bienvenida.
Jack se quedó desconcertado. Debía de haber entendido algo mal. Preocupado, se tomó un buen trago de whisky y pasó la botella a la anciana. Ella le sonrió. Tal vez solo estaba un poco bebido.
Mientras los hombres bebían, Irihapeti y un par de mujeres más cogieron sus flautas, lo que de nuevo asombró a Jack. Los maoríes raras veces acompañaban las conversaciones con música y casi nunca empezaban a tocar en mitad de la noche. Sin embargo, las mujeres entonaban una melodía tenue, estaban ensimismadas y más de una vez Jack percibió la famosa «voz de los espíritus» de la flauta putorino. Tal vez las costumbres de la isla Norte fueran distintas o acaso se tratara de un ritual que se celebraba ahí en especial para los espíritus que se marchaban.
Cuando Jack se deslizó dentro de la tienda estaba cansado del whisky, del monótono sonido de la flauta y de las largas historias de los hombres. Había crecido con los maoríes, pero todavía le resultaba difícil comprender el sentido profundo de lo que contaban. Se sintió un poco raro yéndose a dormir con la voz de los espíritus de fondo…, pero a Charlotte eso no parecía molestarla: en apariencia dormía profundamente, bien cerca de él. El corazón de Jack se colmó de ternura al verla en ese campamento primitivo, con el cabello suelto y extendido sobre la manta que le servía de almohada; el rostro, sin embargo, no estaba del todo relajado. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que la había visto dormir realmente tranquila, libre de dolor y miedos? Apartó esos pensamientos de su mente. Charlotte estaba mejor, se recuperaría… La besó con sigilo en la frente cuando se tendió junto a ella. Luego se durmió.
Charlotte escuchaba las voces de los espíritus. La habían llamado toda la noche, pero hasta entonces no había sido más que un suave reclamo. En ese momento, no obstante, se hacían más suplicantes, más invitadoras. Había llegado el momento.
Charlotte se levantó sin hacer ruido y tanteó en busca de la salida de la tienda. Jack dormía profundamente. Mejor. Le dirigió una última mirada llena de amor. Un día…, una isla a la luz del sol en algún lugar del mar…
Charlotte se apartó el cabello y buscó su abrigo, pese a saber que no iba a necesitarlo: aunque todavía hiciera frío, ya entraría en calor durante la subida. Siguió el camino que Irihapeti le había mostrado y que no tardó en convertirse en un sendero abrupto. Afortunadamente, la luna arrojaba luz suficiente para reconocer los apoyos en la roca. Charlotte avanzaba con rapidez pero sin prisas. No se sentía sola: otras almas la acompañaban en el ascenso e incluso le pareció oírlas murmurar y reír con alegría anticipada. Ella estaba triste, pero no asustada. La ascensión era larga, pero para Charlotte el tiempo pasaba volando. De vez en cuando se detenía y miraba abajo, al mar, que a la luz de la luna emitía destellos cristalinos. En algún lugar de ahí abajo estaba Jack… Tuvo la tentación de penetrar en sus sueños, pero no, era mejor que lo dejara dormir. Y el campamento de los maoríes hacía ya rato que había quedado atrás. Charlotte seguía senderos cada vez más abruptos, más complicados, pero no se perdía, avanzaba con los espíritus. Al final ante ella apareció el faro. Debía prestar atención ahí, volver al mundo real y buscar con cuidado su camino entre las sombras. Si bien era improbable que el farero no estuviera durmiendo en esos momentos, Charlotte quería evitar a toda costa que la descubriese y que la forzara a abandonar sus planes. Aunque tampoco quería precipitarse. Su acción era algo bien meditado, casi sagrado. No debía ocurrir con prisas.
El pohutukawa sacudido por las tormentas no se veía desde el faro. Charlotte se relajó. Solo tenía que hacer una cuerda de algas para atarse a él, pero ahí no había algas. Ya le había parecido extraño cuando Irihapeti contó la historia. Tendría que consultarlo con alguien.
Charlotte sonrió. No, ya no transcribiría más leyendas. Ella se convertiría en parte de una de ellas…
Un poco más allá del árbol, el acantilado caía en vertical. Charlotte se acercó a borde. A sus pies el mar rompía en una pequeña playa. El océano se extendía ante sus ojos como un mar de luz.
«Hawaiki», pensó Charlotte. El paraíso.
Y entonces saltó.
Cuando Jack despertó reinaba un silencio de muerte. Era inusual; a fin de cuentas habían dormido en medio de un campamento de maoríes y lo normal era que la playa estuviera llena de risas, charlas, voces de niños y el crepitar del fuego en que las mujeres cocían el pan.
Jack tendió la mano y confirmó que Charlotte no estaba. Qué raro… ¿por qué no lo había despertado? Se rascó la frente y se deslizó fuera de la tienda.
Arena y mar. Huellas de pies, pero ni una sola tienda. Solo una anciana, Irihapeti, por lo que él recordaba, estaba sentada en la playa y observaba el rompiente.
—¿Adónde han ido todos? —El miedo se adueñó de Jack. Era como si hubiera despertado en medio de una pesadilla.
—No han ido lejos, pero hoy te conviene estar solo. Tipene dijo que a lo mejor te enfadarías con nosotros. Y no debes hacerlo. Debes encontrar la paz. —Irihapeti hablaba despacio, sin mirarlo.
—¿Por qué iba a enfadarme con vosotros? —preguntó Jack—. ¿Y dónde está Charlotte? ¿Ha ido con los demás? ¿Qué está sucediendo aquí, wahine?
—Quería mostrarle el camino a su espíritu. —Irihapeti por fin volvió el rostro hacia él. Era grave y estaba surcado de arrugas—. Me dijo que temía separarse de su cuerpo porque no había Hawaiki para él. Pero aquí solo tiene que seguir a los demás. No habrías podido ayudarla.
La anciana volvió a contemplar el mar.
Una vorágine se adueñó de la mente de Jack. Los espíritus…, los acantilados…, las vagas palabras del médico… Él no había querido entenderlo, pero Charlotte sabía que iba a morir.
¡Pero no así! ¡No sola!
—No está sola —dijo Irihapeti. Jack no supo si la anciana le había leído los pensamientos o si él había pronunciado las últimas palabras en voz alta.
—¡Tengo que ir a buscarla!
Un abrumador sentimiento de culpa abrumó a Jack mientras corría hacia el camino de piedras. ¿Cómo había podido dormirse? ¿Por qué no se había dado cuenta ni sentido nada?
—También puedes esperarla aquí.
Jack no lo oyó. Ascendía por el empinado camino como alma que lleva el diablo, y solo se detenía para coger aire. No le interesaba la belleza de las piedras ni la del mar. Además, el cielo estaba cubierto y todo parecía impregnado de un extraño azul crepuscular. ¿La luz de los espíritus? Jack se esforzó en acelerar la marcha. Quizá todavía la alcanzaría. Tendría que haber preguntado a la anciana cuándo se había marchado Charlotte, pero era posible que tampoco lo supiera. Para una tohunga maorí el tiempo transcurría de otra manera.
Cuando Jack por fin alcanzó el faro, era mediodía, pero el sol todavía no había alcanzado su cenit. El guardia lo saludó alegremente, hasta que se percató del estado en que se encontraba. Ni rastro de Charlotte.
—Hay docenas de lugares posibles —señaló el farero con aire compasivo, cuando Jack le hubo comunicado su temores en unas pocas e incoherentes palabras—. Yo no saltaría directamente desde donde está ese árbol. Ahí el corte de la piedra no es vertical. Pero desde más arriba y algo a la izquierda… Lo dicho, como mucho puede buscar huellas de pisadas. La abuelas maoríes cuentan muchas cosas cuando los días son largos. Tal vez la joven señorita está sana y salva con sus amigos. Con su apariencia delicada y frágil parece mentira que haya podido subir por esta difícil pendiente.
Jack se dirigió a los acantilados, pasado el árbol pohutukawa. Tenía que haber sucedido allí, todavía creía notar la presencia de Charlotte. Pero no, era imposible. Su alma ya había alcanzado Ohaua…
Jack dirigió a la isla un saludo silencioso. Ignoraba por qué no sentía desesperación, sino tan solo un vacío, un vacío horroroso y gélido.
Como en trance volvió a desandar el camino. Si ahora tropezaba… Pero Jack no tropezó, todavía no estaba preparado para Hawaiki, todavía no. ¿La abandonaba entonces? Jack ni siquiera conseguía articular sus pensamientos. En su mente solo había frío y oscuridad, pese a que sus ojos por fin veían salir el sol tras las nubes y su pies se asentaban con firmeza en el camino.
Cuando Jack llegó de nuevo a la playa, Irihapeti seguía esperando. Justo en ese momento la anciana pareció distinguir algo.
—¡Ven, tane! —dijo con calma, adentrándose en el agua.
Le resultaba difícil avanzar con las olas, Jack era más fuerte. Enseguida la alcanzó y entonces también él percibió algo. Un vestido azul y amplio, hinchado por las olas. Un cabello largo y castaño con el que la corriente jugueteaba.
—¡Charlotte! —gritó Jack, aunque sabía que ella no podía oírle. Dejó de tocar fondo y empezó a nadar.
—Puedes simplemente esperar —dijo Irihapeti. La mujer permaneció en el agua.
Jack cogió el cuerpo de su esposa, se debatió con la corriente para llevarlo a tierra. Jadeaba y estaba en el límite de sus fuerzas cuando llegó junto a Irihapeti. Sin pronunciar palabra, la anciana lo ayudó a arrastrar el cuerpo de Charlotte a la playa y a acostarlo sobre una manta que Irihapeti había extendido.
Jack apartó el cabello del rostro de su esposa y por primera vez en mucho tiempo vio una expresión de completa paz. El cuerpo de Charlotte se había librado de los dolores y su alma seguía el camino de los espíritus…
Jack temblaba.
—Tengo mucho frío —dijo en voz baja, pese a que el día era cálido y el sol estaba secando ya su ropa.
Irihapeti asintió.
—Pasará mucho tiempo hasta que dejes de sentirlo.