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Al principio la contienda pasó desapercibida en Oaks Garden, aunque desde comienzos de agosto hubo movilizaciones en Gran Bretaña. El 5 de ese mismo mes, Inglaterra declaró la guerra al emperador alemán y el ministro en funciones, Horatio Kitchener, consideró que era posible que las operaciones militares se prolongaran varios años. Sin embargo, en general la gente se limitaba a hacer un gesto de incredulidad ante tal posibilidad, más bien se pensaba que la guerra sería breve y los jóvenes acudían en tropel a alistarse como voluntarios. Era necesario, pues Inglaterra contaba con un ejército relativamente pequeño que se hallaba sobre todo emplazado en las colonias. No había servicio militar obligatorio, pero en vista de la manifiesta fascinación que demostraban Alemania y Francia por la guerra, los británicos no querían quedarse atrás, así que se crearon rápidamente seis nuevas divisiones y la Marina de guerra despachó a cien mil soldados rumbo a Francia.

En Oaks Garden se leía poesía bélica y se pintaban banderas. La clase de ciencias naturales se hizo más práctica, ya que se pidió a las enfermeras que impartieran nociones de primeros auxilios a las alumnas.

Todo ello pasó a mucha distancia de Gloria. A esas alturas, la fecha de su partida ya se había fijado: el 20 de agosto zarpaba el barco que había de llevar a los Martyn y a una pequeña compañía de Londres a Nueva York. Una vez en Estados Unidos contratarían a otros bailarines, prescindiendo del requisito de que fueran de origen maorí. Los pocos cantantes y bailarines que participaban en el viaje ya llevaban años en la compañía y sabían cómo instruir a nuevos artistas. Una de ellos, Tamatea, una anciana maorí, se presentó el 19 de agosto en Oaks Garden para recoger a Gloria.

La señorita Arrowstone estaba sumamente indignada cuando llamó a la joven a su despacho. Aunque en esta ocasión no hizo servir ningún té a la menuda mujer de tez oscura, igualmente pronunció el mismo discurso que George Greenwood ya había tenido que escuchar: la formación femenina, sobre todo en el ámbito artístico, era en tiempos de guerra un objetivo más importante que la seguridad de las pupilas, sobre todo teniendo en cuenta que Inglaterra no estaba en absoluto amenazada, y mucho menos Cambridge. Para la señorita Arrowstone era un claro signo de cobardía marcharse «a las colonias». Tamatea, que solo hablaba un inglés rudimentario, lo escuchó todo pacientemente y recibió a Gloria con los brazos abiertos en cuanto esta entró en el despacho.

—¡Gloria! ¡Haere mai! Me alegro de verte.

El rostro de la mujer resplandecía de emoción y Gloria se echó en sus brazos igualmente conmovida.

—¡También yo me alegro, taua!

Su maorí estaba algo oxidado, pero se sentía orgullosa de recordar todavía las fórmulas de saludo y, a juzgar por la reacción de Tamatea, la mujer se sintió complacida por el tratamiento. Pertenecía a la misma generación que la madre de Kura, Marama, y procedía de la misma tribu. Para los niños maoríes formaba parte, pues, de los «abuelos», tanto si eran parientes como si no. Tamatea era la taua de la joven, la abuela. En los últimos años, además, Tamatea había sido para Gloria lo más parecido a un familiar que había tenido. La anciana bailarina maorí siempre la había consolado durante las giras, se había preocupado por ella cuando la aquejaba alguno de los frecuentes mareos que le producían los viajes, y la protegía cuando las jóvenes bailarinas se burlaban de ella.

—Tus padres no tenían tiempo de venir a buscarte —observó la señorita Arrowstone en tono mordaz.

Tamatea asintió sonriente.

—Sí, tienen muchos preparativos. Por eso me envían. En tren y luego en coche. ¿Lista, Gloria? ¡Entonces nos vamos!

Gloria disfrutó de la expresión agria que se adueñó del semblante de la señorita Arrowstone. De sobra sabía que Tamatea nunca permitía que la pusieran nerviosa. Aunque de natural bondadoso, la anciana podía mostrarse muy severa cuando las bailarinas y bailarines no respetaban las reglas. Incluso osaba criticar la interpretación, a veces demasiado occidentalizada, que hacía Kura-maro-tini de las canciones maoríes. La mayoría de las ocasiones, Gloria no entendía lo que decían, pues Kura y Tamatea discutían hablando muy deprisa en maorí; pero sí se daba cuenta de que Tamatea solía imponer su criterio. Era la única tohunga maorí que había permanecido con la compañía desde su formación. La razón de que se sometiera a esa larga separación de su tribu era un enigma para todos. No obstante, en las peleas con Kura se mencionaba con mucha frecuencia el nombre de Marama. ¿Era posible que Tamatea representara a la madre de Kura, a la música famosa en toda Aotearoa? ¿Era ella la última guardiana de la tradición? Gloria lo ignoraba, pero se alegraba de que estuviera ahí.

El viaje con Tamatea sería sin lugar a dudas más relajado que con William o Kura. Las últimas veces, el primero había recogido a la joven y la conversación se había limitado a un examen de las asignaturas de los últimos cursos en Oaks Garden, así como a una detallada descripción de los éxitos de Kura, sin olvidar las quejas por los elevados costes de los bailarines y el transporte.

—¿Te alegras de ir a América, taua? —preguntó Gloria cuando se instaló en el coche de alquiler que había de llevarlas a Cambridge. A sus espaldas se desvanecía el parque de Oaks Garden. Gloria no volvió la vista atrás.

Tamatea esbozó un gesto de indiferencia.

—Para mí tanto da un país como el otro —respondió—. Ninguno es como el de los ngai tahu.

Gloria asintió con tristeza.

—¿Volverás algún día? —inquirió.

La anciana respondió afirmativamente.

—Claro. Tal vez pronto. Soy demasiado vieja para subir a un escenario. Al menos esto es lo que piensan tus padres. En casa no es extraño que las abuelas canten y bailen, pero aquí solo lo hacen los jóvenes. Ahora casi no actúo. La mayoría de las veces maquillo a las muchachas y las instruyo, claro. El maquillaje es lo más importante. Les dibujo los antiguos tatuajes en el rostro. Así no se nota tanto que los bailarines no son auténticos maoríes.

Gloria sonrió.

—¿Me maquillarás un día a mí, taua?

Tamatea la observó con atención.

—En tu caso parecerá auténtico —declaró—. Por tus venas corre sangre de los ngai tahu.

Gloria ignoraba por qué esas palabras la llenaban de orgullo, pero tras hablar con Tamatea se sentía mejor de lo que se había sentido en mucho tiempo.

Cuando Tamatea y Gloria se detuvieron frente al Ritz, encontraron a William Martyn supervisando la descarga de algunas cajas de accesorios. Los Martyn se encontraban hospedados de nuevo en el hotel más mundano de Londres y Tamatea había contado a la joven que también allí habían programado un concierto de despedida antes de que Kura y su compañía partieran hacia Estados Unidos.

—Pero no se quedan con el dinero de las entradas —explicó Tamatea, que en realidad no acababa de entender el motivo de ello—. Lo recogen para los soldados ingleses, las viudas de guerra o algo así… Aunque todavía no están luchado de verdad. Nadie sabe si al final habrá muertos.

A Gloria casi se le escapó la risa. Esa anciana maorí, que había viajado por medio mundo, seguía pensando según el criterio de las tribus, entre las que ninguna pelea había acabado en un combate cruento desde hacía muchísimo tiempo, ni siquiera los enfrentamientos que se calificaban como graves. Con frecuencia se producían amenazas, se cantaban un par de hakas de guerra y se blandían las lanzas, pero luego siempre se llegaba a un acuerdo.

En esta guerra no cabía aplicar tal supuesto. Aunque los ingleses no deseaban verse envueltos todavía en la conflagración, las atrocidades de los alemanes en Bélgica ya ocupaban las páginas de los periódicos en media Europa.

—¡Cuidado con las cajas! ¡Contienen instrumentos de valor!

La sonora voz de tenor de William Martyn sobresaltó a Gloria, si bien esta vez no era a ella a quien interpelaba, sino a los transportistas. Los accesorios para el espectáculo de Kura-maro-tini ya no se limitaban a un par de flautas y un piano. Los pocos miembros fijos de la compañía, como Tamatea, también tocaban instrumentos maoríes más grandes, y el decorado de fondo de las danzas constituía un poblado estilizado con auténticas tallas de madera.

—Aquí estás, Tamatea. ¡Y tú también, Gloria! Estoy contento de volver a verte, has crecido un poco. Como tenía que ser. Ya va siendo hora de que des el estirón… —William depositó un beso fugaz en la mejilla de su hija—. Llévala corriendo arriba con su madre, Tamatea. Kura se alegrará de verte, seguro que necesita tu ayuda… —Y dicho esto volvió a concentrarse en sus quehaceres.

El corazón de Gloria latía desbocado. ¿En qué tendría que ayudar a su madre?

Con un conciso gesto, William había indicado a un sirviente que se ocupara del equipaje de Gloria. Mientras el hombre llevaba las maletas al hotel, Gloria siguió a Tamatea por el elegante vestíbulo. En realidad ya tendría que estar acostumbrada, pero los hoteles cosmopolitas en los que solían hospedarse sus padres siempre intimidaban a la joven. Tamatea, por su parte, se desenvolvía con toda naturalidad en ese mundo de ricos y famosos. La anciana maorí se desplazaba con el mismo aplomo por los parqués y alfombras orientales del Ritz como por los pastizales de las llanuras de Canterbury.

—La llave de Gloria Martyn, por favor. Es la hija de Kura-maro-tini.

Tamatea no vacilaba en dar instrucciones al conserje, que a todas luces carecía de experiencia en su puesto. Al menos Gloria nunca lo había visto ahí. Como era inevitable advirtió su mirada perpleja de «¡Esta es la hija de…!». La muchacha se ruborizó.

—La señora Martyn ya la está esperando —señaló el conserje—. Pero lamentablemente no tengo una llave especial para usted, señorita Martyn. Su familia ha reservado una suite en la que hay una habitación de la que puede disponer.

Gloria asintió. En el fondo prefería una habitación individual. Tras el período en el internado, le seducía de la posibilidad de estar sola y de cerrar la puerta tras de sí. Aunque de todas formas sus padres no solían retirarse temprano, porque o bien acudían a conciertos o bien había alguna recepción o fiesta a la que estaban invitados.

La suite se encontraba en el piso superior del hotel. Gloria entró en el ascensor con un ligero estremecimiento, como siempre. A Tamatea parecía sucederle igual.

—Si los dioses hubieran querido que los seres humanos se dirigieran a los brazos de Rangi, les habrían dado alas —susurró a Gloria cuando el ascensorista les mostró de modo rutinario la maravillosa vista de ese rellano. La anciana maorí no concedió a Londres ni una sola mirada, sino que enseguida llamó a la puerta de la suite.

—¡Pasen! —dijo Kura-maro-tini como si cantara también esta palabra tan sencilla con su voz clara y melodiosa.

Aunque en realidad era mezzosoprano, alcanzaba a interpretar la mayoría de los papeles de soprano. Por otra parte, la amplitud de su registro llegaba hasta las notas de una contralto. Tenía una voz privilegiada que aprovechaba en sus interpretaciones de la música maorí. Además, las canciones tribales no solían ser complicadas, tal vez porque el arreglista de Kura también había acabado utilizándolas más como fuente de inspiración de sus propias composiciones que como base de arreglos especiales.

—¡Gloria! ¡Ven aquí conmigo! ¡Llevo horas esperándote! —Kura Martyn estaba sentada al piano repasando unas partituras, pero enseguida se levantó y se dirigió a Gloria con gesto de impaciencia. Su aspecto era jovial y ágil, en absoluto se habría dicho que tenía una hija de diecinueve años. Kura, que había tenido a Gloria siendo muy joven, tenía treinta y tantos años.

La muchacha saludó con timidez y esperó los comentarios habituales sobre lo alta que estaba y qué mayor se había hecho. Kura-maro-tini siempre parecía sorprenderse de que su hija creciera. Entre los escasos encuentros no participaba en absoluto de la vida de Gloria y no temía estar perdiéndose nada importante con esa conducta. En realidad, el tiempo no parecía hacer mella en ella, salvo para embellecerla. Seguía llevando el cabello largo hasta la cintura y su melena seguía siendo de un negro profundo, si bien en esos momentos se la había recogido: era probable que tuviera una invitación para la noche. Su tez era de un tono crema, como café con leche, y sus ojos, de color azul celeste, resplandecían. Las pestañas parecían pesarle un poco, pero le conferían un aire soñador; los labios eran carnosos y de un rojo suave. Kura-maro-tini no llevaba corsé, pero en ningún caso podía decirse que el suyo fuera un «vestido reforma». Desde que disfrutaba de cierta reputación, se hacía confeccionar la ropa a partir de diseños propios, sin tener en cuenta la moda vigente. El corte de sus modelos realzaba las formas del cuerpo, pero era tan holgado que las telas parecían juguetear y ondear en torno a ella. Las curvas femeninas se dibujaban de todos modos bajo del tejido, así como la cintura fina, el talle esbelto y las piernas delgadas. En el escenario, Kura nunca llevaba las ridículas «falditas de lino» del principio, cuando William sugería que tenía que aparecer con la indumentaria más tradicional posible. Pero tenía tan poca vergüenza de mostrar su cuerpo como una mujer maorí bailando con los pechos al descubierto.

Esa tarde Kura llevaba un vestido de estar por casa relativamente sencillo de seda en tonos azul claro y esmeralda. En esa ocasión no se manifestó acerca del aburrido vestido de viaje azul marino de Gloria, y también renunció a mencionar cualquier cambio exterior.

—Tienes que ayudarme un poco, cariño. ¿Lo harás, verdad? Imagínate, Marisa se ha puesto enferma. Justo ahora, antes del concierto de despedida de Inglaterra. Una gripe fuerte de verdad, casi no consigue ponerse en pie…

Marisa Clerk, una mujer rubia y de una delicadeza casi etérea, era la pianista de Kura-maro-tini. Su talento era extraordinario y además formaba en el escenario un sugerente contraste tanto con la exótica cantante como con las danzas de los maoríes, que con frecuencia producían un efecto salvaje. Gloria se temía lo peor.

—No, no te asustes, no tendrás que acompañarme en el escenario. Ya sabemos que tienes dificultades para ello… —Gloria pensó que casi podía leer en la mente de su madre: «Sin contar con que no quedarías lo suficiente decorativa…». Kura prosiguió—: Pero acabo de recibir un nuevo arreglo. Caleb se ha superado a sí mismo, y eso que yo ya había perdido la esperanza de que las partituras llegaran a tiempo.

Caleb Biller, con quien Kura había planeado hacer las primeras apariciones en público, todavía seguía encargándose en Greymouth de los arreglos para las piezas musicales del espectáculo. El heredero de la mina era un músico de talento, pero demasiado tímido para atreverse a pisar un escenario. En lugar de acompañar a Kura en sus viajes por el mundo, había preferido la vida como estudioso en la monótona Greymouth, decisión esta que Kura era incapaz de compartir. Él seguía interesándose en la carrera de la cantante y entendía de forma casi instintiva qué buscaba ella y qué pedía el público, de forma que desde hacía tiempo entregaba más composiciones propias que arreglos.

—Y esta es maravillosa, una especie de balada. En segundo plano se interpreta el haka, una danza sencilla. Tamatea solo tardó cinco minutos en enseñársela a los bailarines. Y en primer plano los espíritus cuentan la historia en que se basa la balada. Primero una pieza para piano y putorino (solo la voz de los espíritus, muy etérea), y luego piano y voz. Me encantaría presentarla mañana mismo en el recital. Sería algo así como una clausura digna, pero que despertara el apetito por algo nuevo. La gente tiene que querer asistir a mis funciones cuando regresemos de Estados Unidos. Sin embargo, justo ahora Marisa no está disponible. Y eso que al menos tendría que practicar un par de veces la parte de la flauta, casi siempre hay algo que acabar de pulir, entiendes a qué me refiero, ¿verdad, Glory?

Gloria no entendía prácticamente nada, salvo que al parecer su madre esperaba que sustituyera a Marisa como mínimo en los ensayos.

—¿Me tocas la parte del piano, Glory? Aquí están las notas. Siéntate. Es muy fácil.

Kura le enderezó el taburete del piano y ella misma cogió una pequeña flauta que reposaba sobre el piano. Gloria hojeó algo desvalida las partituras escritas a mano.

A esas alturas llevaba cinco años estudiando piano y no carecía de habilidad para interpretar una pieza sencilla. Si practicaba el tiempo suficiente incluso conseguía tocar fragmentos realmente complicados, aunque con esfuerzo. Sin embargo, Gloria todavía no había tocado nunca leyendo directamente las partituras, porque la profesora de música solía realizar antes los ejercicios, le señalaba los pasajes más difíciles y luego analizaba con ella cada uno de los compases. Tardaba semanas hasta que la melodía sonaba igual que cuando tocaba la señorita Beaver.

Sin embargo, no se atrevió a negarse, simplemente. Empujada por el deseo desesperado de complacer a su madre, empezó a debatirse con la composición. Kura escuchaba bastante desconcertada, pero no la interrumpió antes de que se equivocara por tercera vez en un compás.

—¡Es un fa sostenido, Gloria! ¿No ves el signo delante del fa? ¡Es un acorde la mar de corriente, alguna vez debes de haberlo tocado! Dios mío, ¿te haces pasar por tonta o es que realmente eres tan torpe? ¡En comparación, hasta tu tía Elaine era una superdotada!

Elaine había acompañado a Kura en el debut de esta en Blenheim y también ella había tenido que practicar mucho para cumplir, aunque fuera a medias, las expectativas de la cantante. Y eso que Elaine tenía buen oído, al contrario que Gloria, que era un caso perdido.

—¡Inténtalo otra vez!

La joven, ahora totalmente insegura, empezó desde el principio, pero esta vez solo acertó a interpretar vacilante los primeros compases antes de quedarse de nuevo atascada.

—Quizá si me lo tocaras tú una vez… —sugirió suplicante.

—¿Se puede saber por qué? ¿Es que no sabes leer? —Kura, verdaderamente enfadada, señaló la partitura—. Por todos los cielos, hija, ¿qué vamos a hacer contigo? Pensaba que podría utilizarte en esta gira como maestro concertador. Marisa no puede ocuparse de todo sola. Para la presentación de nuevos bailarines, por ejemplo, está también más que cualificada. Pero así… Ve a tu habitación. Llamaré a recepción. Esto es Londres, la ciudad tiene una ópera, miles de auditorios… Algún pianista encontraremos que me eche una mano. ¡Y tú prestarás atención, Gloria! Es evidente que en el internado tus profesores han descuidado tu formación. Y nunca te ha gustado hacer los ejercicios…

Kura había olvidado que todavía no habían adjudicado ninguna habitación a Gloria. Mientras la cantante marcaba un número y hablaba excitada por teléfono, la joven vagó por la suite hasta encontrar una habitación con una cama individual. Se tendió encima y se puso a llorar. Era fea, inútil y tonta. Gloria no sabía cómo iba a soportar los siguientes seis meses.

Charlotte McKenzie precisó dos días para reponerse del viaje de Blenheim a Wellington. Jack hizo cuanto pudo por convertir el trayecto en una experiencia bonita y Charlotte se esforzó por disfrutar de los entretenimientos que él proponía. Comió bogavante en Kaikoura y fingió interesarse por las ballenas, focas y delfines que se observaban desde unas pequeñas embarcaciones. Atribuyó los dolores de cabeza que sufrió en Blenheim al alcohol, al que no estaba acostumbrada y que habían tomado en una cata de vino, invitados por una familia amiga. Muchos años antes, Gwyneira McKenzie había vendido a los Burton un rebaño de ovejas y Jack, que por entonces todavía era un niño, había ayudado a conducir los animales hasta allí. Esa experiencia formaba parte de sus recuerdos más hermosos y nunca se cansaba de evocarla. Charlotte escuchó sonriente y tomó la tintura de opio que le había recetado el doctor Barrington. No se sentía a gusto con este medicamento. A la larga no acababa de servirle de ayuda, solo cuando aumentaba el consumo. Charlotte detestaba los efectos de la droga, la dejaba cansada y apática. Deseaba percibir el mundo con los cinco sentidos y no quería perderse ni un solo segundo con Jack.

No obstante, la travesía a la isla Norte fue demasiado para ella. En el estrecho de Cook causaban estragos de nuevo los temidos «cuarenta bramadores», el mar estaba encrespado a causa de esos vientos y Charlotte no estaba acostumbrada a navegar. Intentó explicar animadamente lo mal que se había sentido en los viajes hacia Inglaterra y de vuelta, pero en algún momento se dio por vencida y se resignó a no dejar de vomitar. Al final estaba tan mareada que ni siquiera podía andar. Jack casi tuvo que llevarla desde el embarcadero al coche de alquiler y luego a la habitación del hotel.

—En cuanto te encuentres mejor, deberíamos marcharnos enseguida a Auckland —dijo preocupado mientras ella volvía a cerrar las ventanas y a sacar el chal de lana. Sin embargo, ya hacía tiempo que la oscuridad y el calor no la aliviaban tanto como en los anteriores accesos de migraña. En realidad, lo único que la ayudaba era el opio, pero este no solo le aliviaba el dolor de cabeza, sino que también amortiguaba sus sentimientos y sensaciones.

—Pero todavía tenías ganas de ver tantas cosas… —protestó ella—. El bosque de lluvia. Y Rotorua, las aguas termales. El géiser…

Jack sacudió la cabeza, enfadado.

—Al diablo con los géiseres y los árboles y toda la isla Norte. Hemos venido aquí para visitar al doctor Friedman. Todo lo demás son tonterías, lo dije solo porque…

—Porque tenía que ser un viaje de vacaciones —prosiguió ella con dulzura—. Y porque no querías que me asustara.

—Pero pasaremos junto a Waitangi, adonde querías ir… —sugirió Jack, intentando calmarse.

Charlotte movió negativamente la cabeza.

—Lo dije por decir —susurró.

Jack la miró desvalido. Pero entonces se le ocurrió una idea.

—¡Lo haremos a la vuelta! Primero iremos a ver al médico y cuando haya dicho… cuando haya dicho que todo está bien, viajaremos por la isla. ¿De acuerdo?

Charlotte sonrió.

—De acuerdo, lo haremos así —murmuró.

—Dicho de paso, se llama Te Ika a Maui, «el pez de Maui». Me refiero a la isla Norte. —Jack era consciente de que hablaba por hablar, pero en esos momentos no habría soportado el silencio—. El semidiós Maui la sacó del mar como un pez…

—Y cuando sus hermanos lo picotearon para descuartizarlo, se formaron las montañas, las rocas y los valles —prosiguió Charlotte.

Jack se censuró por su torpeza. Ella probablemente conocía la leyenda maorí mejor que él.

—De todos modos, era un tipo listo, ese Maui… —siguió hablando ella ensimismada—. Podía detener el sol. Cuando vio que los días transcurrían demasiado deprisa para él, lo agarró y lo forzó a ir más despacio. Yo también desearía…

Jack la tomó entre sus brazos.

—Mañana nos vamos a Auckland.

Se tardaba más de un día en llegar a Auckland, pese al enlace ferroviario construido unos años atrás. El North Island Main Trunk Railway ascendía y descendía por las montañas recorriendo paisajes con frecuencia de una belleza arrebatadora. Al principio avanzaba a lo largo de la costa, después por terrenos volcánicos y al final a través de granjas. Sin embargo, el viaje en el tren de vía estrecha por caminos irregulares no resultó menos agotador para Charlotte que la travesía por mar. También en esta ocasión fue víctima del malestar y el mareo.

—De vuelta iremos más despacio —prometió Jack al final del recorrido.

Charlotte asintió indiferente. Lo único que deseaba era salir de ese tren y tenderse en una cama que no se agitara bajo ella. Parecía increíble que hubiera disfrutado de su viaje de luna de miel en el vagón privado de George Greenwood. En aquella ocasión habían bebido champán y reído sobre la cama, que se movía. Ese día apenas si lograba tomar un sorbo de té.

Ambos se alegraron de llegar a Auckland, pero ninguno estaba en disposición de admirar la belleza de esa ciudad edificada sobre tierra volcánica.

—Tendremos que subir al monte Hobson o al Eden… dicen que la vista es fantástica —señaló Jack sin mucho entusiasmo.

Las montañas cubiertas de terrazas brillaban con un intenso color verde por encima de la ciudad. El mar, salpicado de docenas de islas volcánicas, tenía un atractivo color azul, y el puente Grafton, cuya construcción había concluido pocos años antes y que era el puente de arcos más largo del mundo, se tendía trazando una elegante curva por encima del barranco Grafton.

—Más tarde —dijo Charlotte. Se había tendido en la cama del hotel y no quería ver ni oír nada más, solo deseaba sentir los brazos de Jack a su alrededor e imaginarse que todo eso no era más que una pesadilla. A la mañana siguiente se despertaría en el dormitorio de Kiward Station y no recordaría el nombre del doctor Friedman. Y Auckland…, algún día visitarían la isla Norte, cuando ella se sintiera mejor…, cuando tuvieran hijos… Charlotte se durmió.

A la mañana siguiente Jack salió en busca de la consulta del doctor Friedman. El especialista en el cerebro residía en la distinguida Queen Street, una calle que había sido concebida como un elegante paseo antes de que Auckland tuviera que ceder el honor de ser la capital de Nueva Zelanda a Wellington. En esa época la ciudad había atraído a nuevos colonos procedentes de la metrópoli del Viejo Mundo y en Queen Street las suntuosas residencias victorianas se sucedían unas a otras.

Jack recorrió la calle en el tranvía, un medio de transporte que en Christchurch siempre le había producido un placer infantil. Sin embargo, ese soleado día de verano en Auckland le atenazaban el miedo y los malos presagios. Aun así, la señorial mansión del profesor inspiraba confianza. Debía de ganarse bien la vida si podía permitirse una residencia y consulta tan lujosa en medio de Auckland. Por otra parte, también eso inspiró temor en Jack. ¿Accedería a recibirlo el famoso cirujano?

Tal inquietud carecía de fundamento. Al parecer el doctor Barrington ya había escrito a su célebre colega y el profesor Friedman demostró no ser un hombre arrogante. Un secretario anunció a Jack y le pidió que esperase unos momentos hasta que el médico hubiera concluido con otro paciente. Luego lo llamó al despacho, que más parecía un estudio que un consultorio médico.

El profesor Friedman era un hombre de baja estatura, más bien menudo y de barba frondosa. Ya no era joven, Jack calculó que habría superado los sesenta años, pero sus ojos azul claro eran tan despiertos y curiosos como los de un veinteañero. El cirujano escuchó con atención los síntomas que Jack describía en su esposa.

—Así pues, ¿ha empeorado desde que visitaron al doctor Barrington? —preguntó con un tono tranquilo.

Jack asintió.

—Mi esposa lo atribuye al viaje. Cada vez se mareaba más en el barco y encima luego tuvo que soportar ese peligroso trayecto en tren. Sufre sobre todo mareos y náuseas.

El profesor Friedman sonrió de modo paternal.

—Tal vez esté embarazada —señaló.

Jack no pudo responder a la sonrisa.

—Si Dios nos concediera ese favor… —susurró.

El profesor Friedman suspiró.

—Hoy en día Dios no concede favores a manos llenas —murmuró—. Solo esa guerra absurda a la que Europa se precipita… Cuántas vidas se verán truncadas, cuánto dinero, que la ciencia precisa con urgencia, se derrochará… La medicina está avanzando muy velozmente en los últimos años, joven, pero en el futuro inmediato todo se detendrá y las únicas prácticas que mejorarán los médicos serán las amputaciones de miembros y el cuidado de heridas causadas por armas de fuego. Aunque, en su situación actual, poco le importa a usted este asunto. No perdamos pues más tiempo en hablar. Tráigame a su esposa en cuanto ella haya recuperado un poco las fuerzas. No me gusta hacer visitas domiciliarias, todos mis instrumentos de diagnóstico están aquí. Y espero de todo corazón que no haya motivo de alarma.

Charlotte precisó de un día más para armarse de valor e ir a la consulta, y a la mañana siguiente estaba sentada junto a Jack en la sala de espera del profesor Friedman. Jack le había pasado un brazo por los hombros y ella se estrechaba contra su marido como un niño asustado. A él se le ocurrió que últimamente parecía más pequeña. Su rostro siempre había sido fino, pero esos días parecía no tener más que un par de ojos castaños enormes. Seguía teniendo el cabello abundante, pero ahora sin brillo. En esta ocasión le costó separarse de ella cuando el doctor Friedman la llamó para el examen.

Pasó una angustiosa hora demasiado tenso para rezar o simplemente para pensar. La temperatura de la sala de espera era acogedoramente cálida, pero Jack sentía un frío en su interior que ni el más ardiente rayo de sol habría conseguido aliviar.

Al final, lo llamó el secretario del doctor Friedman. El profesor se hallaba de nuevo sentado a su escritorio, mientras Charlotte, delante de él, estaba prendida a una taza de té. Respondiendo a una señal del médico, el secretario sirvió otra taza de té para Jack antes de abandonar discretamente la habitación.

El profesor Friedman no se entretuvo en rodeos.

—Señores McKenzie…, Charlotte…, lamento tener que comunicarles una mala noticia. Ya hablaron con mi competente y joven colega en Christchurch, sin embargo, quien no les ocultó sus temores. Desafortunadamente, el diagnóstico que sospechaba se ha confirmado en mi examen. Según mi opinión, Charlotte, padece usted de un tumor en el cerebro que provoca los dolores de cabeza, los mareos, malestar y demás síntomas. Y al parecer, crece, señor McKenzie… Los síntomas son a día de hoy mucho más acusados que cuando se los describió, poco tiempo atrás, al doctor Barrington.

Charlotte tomó unos sorbos de té con aire de resignación. Jack temblaba de impaciencia.

—¿Y ahora qué hacemos, profesor? ¿Puede… puede usted sacarle esa cosa?

El profesor Friedman jugueteaba con la valiosa pluma que reposaba junto a él en el escritorio.

—No —respondió en voz baja—. Se encuentra en el fondo del cráneo. He operado un par de tumores, aquí en Nueva Zelanda y también en mi país, con el profesor Bergmann. Pero se trata de una intervención de riesgo. El cerebro es un órgano delicado, señor McKenzie, es el responsable de todos nuestros sentidos, de nuestros pensamientos y sentimientos. No sabemos qué estamos destruyendo cuando seccionamos alguna parte. Es cierto que ya los antiguos abrían el cráneo y manipulaban el interior. De forma esporádica, por supuesto, y no sé cuántos enfermos sobrevivían. En la actualidad, puesto que conocemos el peligro de las infecciones y trabajamos con mucha higiene, conseguimos que algunos pacientes conserven la vida. Pero los hay que tienen que pagar un precio muy elevado. Algunos se quedan ciegos o paralíticos. Otros experimentan un cambio radical…

—A mí me daría igual que Charlotte se quedara paralítica. Y yo tendría mis dos ojos si ella se quedara ciega. Lo único que deseo es que permanezca a mi lado. —Jack buscó a tientas la mano de su esposa, pero ella se la retiró.

—A mí no me daría igual, cariño —susurró ella—. No estoy segura de querer seguir viva si me encuentro privada de la vista o de la facultad de moverme… sobre todo si continúo sintiendo dolores. Y todavía peor sería que dejara de amarte… —gimió.

—¿Cómo iba a ocurrir? ¿Cómo ibas a dejar de quererme solo porque…? —Jack se volvió compungido hacia ella.

—Se producen cambios de personalidad —explicó el profesor Friedman con voz ronca—. A veces, el bisturí parece apagar todos los sentimientos. Se está pensando en aplicarlo en el cuidado de las enfermedades mentales. Las personas dejan de ser peligrosas y ya no es necesario encerrarlas en asilos. Sin embargo, también dejan de ser propiamente seres humanos…

—¿Y hay mucho peligro de que ocurra algo así? —preguntó Jack desesperado—. ¡Algo podrá hacer usted!

El profesor Friedman sacudió la cabeza.

—En este caso, yo no recomendaría la operación. El tumor está demasiado hundido, incluso si lograra seccionarlo, destruiría demasiada masa cerebral. Es posible que hasta llegara a matar a su esposa. O que anulase su mente. No debemos hacerle esto, señor McKenzie…, Jack… No debemos robarle el tiempo que todavía le queda.

Charlotte permanecía sentada y con la cabeza gacha. El profesor ya había hablado antes con ella.

—Esto no significa que vaya a morirse sin remedio, ¿verdad? ¿Aunque no la opere? —Jack se aferraba a cualquier esperanza.

—No enseguida… —Fue la vaga respuesta del médico.

—¿Así que no lo sabe? —preguntó Jack—. ¿Quiere decir que podría vivir todavía bastante tiempo? Que podría…

El profesor Friedman dirigió una mirada desmoralizada a Charlotte, quien agitó la cabeza casi imperceptiblemente.

—Solo Dios sabe cuánto tiempo de vida le queda a su esposa —dijo el médico.

—¿Y no podría ocurrir que mejorara? —susurró Jack—. ¿Sería posible que el… que el tumor dejara de crecer?

El profesor Friedman alzó los ojos al cielo.

—Todo está en manos del Señor…

Jack tomó una profunda bocanada de aire.

—¿Qué hay de los demás tratamientos, profesor Friedman? —inquirió—. ¿Hay medicamentos que sirvan de ayuda?

El médico movió la cabeza impotente.

—Le puedo dar algo contra el dolor. Una medicina que al menos durante un tiempo tenga efectos positivos. Pero en cuanto a otros tratamientos… Algunos experimentan con esencias extrañas, he oído decir que en Estados Unidos están probando con mercurio. Pero no creo en todo eso. Al principio tal vez ayude un poco, porque da esperanzas a los pacientes. Sin embargo, a la larga, todavía empeora su estado.

Charlotte se irguió lentamente.

—Se lo agradezco mucho, profesor —dijo con dulzura, estrechando la mano del médico—. Es mejor saber.

El profesor Friedman asintió.

—Piense con calma cómo quiere proceder —recomendó amablemente—. Como les he dicho, yo no les aconsejo una operación, pero si pese a ello usted quiere probarlo, podría intentarlo. Por lo demás…

—No quiero operarme —declaró Charlotte.

Había abandonado la casa del médico apretada contra Jack. En esta ocasión no tomaron el tranvía, sino que Jack detuvo un coche de caballos de alquiler. Charlotte se recostó en el asiento como si quisiera hundirse en él. Jack le cogió la mano. No pronunciaron ni una palabra hasta que llegaron a la habitación del hotel. Entonces, no obstante, Charlotte no se tendió de inmediato, sino que contempló el panorama a través de la ventana. El hotel ofrecía una vista maravillosa sobre el puerto de Auckland: Waitemata, un nombre que se ajustaba a la bahía natural que ofrecía protección a los barcos contra las tormentas, con frecuencia violentas, del Pacífico.

Charlotte observó los destellos azul verdosos del agua.

—Cuando ya no pueda volver a verlo… —dijo en voz baja—. Cuando ya no pueda entender el significado de las palabras… Jack, no quiero convertirme en un ente sin movimiento y ser una carga para ti. No vale la pena. Y toda esa operación… Tendrían que raparme el pelo, estaría fea…

—Tú nunca estarás fea, Charlotte —contestó Jack, quien se acercó a su espalda, le besó el cabello y contempló a su vez el mar.

En su interior encontraba que tenía razón. Tampoco él querría seguir viviendo cuando no fuera capaz de percibir toda la belleza que lo rodeaba. Y sobre todo, le faltaría la visión de Charlotte: su sonrisa, sus hoyuelos, sus ojos castaños e inteligentes.

—Pero ¿qué vamos a hacer entonces? —preguntó con una terquedad atormentada—. No podemos quedarnos ahí sentados y esperar… o rezar… —La miró infeliz.

Charlotte sonrió.

—No lo haremos. Eso no tendría ningún sentido. Los dioses no se dejan ablandar tan deprisa. Tendríamos que engañarlos, como Maui al sol… a la diosa muerte…

—No tuvo mucho éxito —objetó Jack, recordando la leyenda. El semidiós maorí había intentado vencer a la diosa muerte mientras estaba dormida. Pero la risa de su acompañante lo delató y murió.

—De todos modos lo intentó —replicó Charlotte—. Y nosotros también lo probaremos. Mira, Jack, ahora tengo la medicina del doctor Friedman. No sufriré más dolores. Así que haremos todo lo que nos habíamos propuesto. Mañana nos vamos a Waitangi y visitamos las tribus maoríes locales; seguro que hay leyendas sobre el tratado… A fin de cuentas, entre los pakeha también las hay.

En el tratado de Waitangi los jefes de distintas tribus locales se sometieron a la soberanía de la Corona británica. Sin embargo, esos jefes no sabían del todo lo que allí firmaban, porque en 1840 ninguno de los indígenas sabía leer ni escribir. De hecho, algunos cabecillas maoríes, como Tonga, el vecino de Gwyneira en Kiward Station, seguían impugnando el compromiso de la población autóctona con el tratado. Esto era válido en especial para tribus como los ngai tahu, cuyos representantes no habían hecho acto de presencia en Waitangi.

—Y luego quiero ir a cabo Reinga, cuando ya estemos en la isla Norte. Y a Rotorua; allí hay más tribus maoríes que apenas tienen contacto con los pakeha. Sería interesante hablar con ellos, escuchar si cuentan las historias de otro modo… —Charlotte se volvió hacia Jack con los ojos brillantes.

Jack alimentó de nuevo esperanzas.

—¡Eso haremos! —exclamó—. Es justamente el truco que habría utilizado Maui: nos limitaremos a no hacer caso del tumor que hay en tu cabeza. Lo olvidaremos y desaparecerá.

Charlotte sonrió débilmente.

—Basta con que creamos en ello… —susurró.