3

—¡Esto no puede seguir así, Charlotte! Hasta Rongo Rongo considera que deberías acudir a un médico en Christchurch.

Jack llevaba tiempo dudando sobre si hablar con Charlotte acerca de sus continuas migrañas, pero ese día, cuando regresó a casa tras una larga jornada, se la encontró de nuevo en la habitación a oscuras y atormentada por el dolor. Se había envuelto la cabeza con un pañuelo de lana y tenía el rostro pálido, consumido y contraído.

—Es migraña, querido —dijo extenuada—. Ya sabes, lo de siempre…

—Ya va la tercera vez en un mes —respondió Jack—. ¡Es demasiado frecuente!

—El clima, cariño… Pero puedo levantarme. Seguro que bajo a comer. Solo que… me mareo enseguida. —Charlotte intentó ponerse en pie.

—¡Quédate acostada, por el amor de Dios! —Jack la besó y la forzó con dulzura a tenderse—. Te traeré la comida a la cama. Pero hazme un favor y no lo atribuyas al tiempo, el cambio de estación o lo que sea. El clima de las llanuras de Canterbury lleva siglos siendo el mismo. Continúa lloviendo prácticamente cada día tanto en inverno como en verano. Si esta fuera la causa de la migraña, todo Canterbury estaría enfermo. Descansa ahora y luego iremos a Christchurch. Hacemos una visita a tus padres, pasamos un par de días de vacaciones y vamos a un doctor que sepa más de dolores de cabeza que nuestro médico de pueblo. ¿De acuerdo?

Charlotte no se opuso. En el fondo, lo único que quería era que la dejaran tranquila. Amaba a Jack y su cercanía la calmaba y aliviaba sus dolores, pero el mero hecho de hablar la fatigaba. Ya se sentía mal solo de pensar en la comida, pero haría un esfuerzo y tomaría un par de bocados. Jack no tenía que preocuparse. Bastaba con que lo hiciera ella.

Hubo de transcurrir un largo tiempo antes de que Lilian y Ben volvieran a verse. La muchacha estaba como loca ante su primera cita. Además, el día después de la regata cayó en la cuenta de que no habían fijado ninguna fecha en concreto. No sabía, pues, cuándo la esperaría Ben junto a la valla del jardín… o si había olvidado el acuerdo. Cuando empezó el verano sin que sucediera nada, Lilian se inclinó por pensar esto último. Sin embargo, su amiga Meredith Rodhurst se marchó el fin de semana a casa, donde vio a su hermano Julius, el estudiante de Cambridge al que Lily había conocido el día de la competición. Ya de vuelta en Oaks Garden apenas si lograba contener su emoción.

—Lily, ¿te acuerdas todavía del chico al que invitaste a la comida campestre? ¿Ben?

El corazón de Lilian empezó a latir más deprisa, pero antes de que llegara a responder, Meredith la llevó al rincón más apartado del pasillo que conducía a las aulas. Nadie debía enterarse de esa conversación.

—¡Claro que me acuerdo de Ben! Desde que el destino nos separó, no ha pasado ni un minuto sin que dejara de soñar con él.

Meredith resopló.

—¡Desde que el destino os separó! —se burló—. Estás chiflada…

—¡Estoy enamorada! —replicó Lilian con solemnidad.

Meredith asintió.

—¡Pues él también! —señaló—. Mi hermano dice que se pasa todos los días acechando el jardín como un gato enamorado. Pero claro, así no llegará a ningún sitio, necesita algo más que suerte si pretende verte por azar.

La mente de Lilian trabajaba febrilmente.

—¿Y si nos escribiéramos? Tu hermano sabe sus apellidos, y…

Meredith la miró resplandeciente.

—No es preciso que le escribas. ¡Tienes una cita! Le he dicho a Julius que te encontrarás con Ben. En el «roble de la huida» el viernes a las cinco.

Lilian se echó espontáneamente en brazos de su amiga.

—¡Oh, Meredith, nunca lo olvidaré! Aunque el viernes no es un día ideal, tengo coro. Pero tanto da, ya se me ocurrirá algo. ¿Qué me pongo? Tengo que… ¡He de preparar tantas cosas…!

Lilian no vivía para otra cosa. El resto de la semana lo pasaría haciendo planes y contando las horas. Eran las ocho y media del lunes…

La pregunta de con cuál de sus amigas iba a compartir Lilian su gran secreto la tuvo ocupada durante los dos primeros días. Podría haber pasado horas hablando de Ben y de su cita, pero el riesgo de que la descubrieran aumentaba con cada persona implicada. Al final, solo puso al corriente a Hazel y Gloria, pese a que a la última el asunto no pareció interesarle en absoluto. Hazel, en cambio, se puso tan nerviosa como Lily y la ayudó en la esmerada selección del vestido y los accesorios. Hasta el viernes a las cuatro habían desestimado cinco indumentarias distintas y el sexto vestido, que Lilian por fin consideró adecuado, tenía una mancha. Lilian estaba a punto de romper a llorar.

—¡Pero si la puedes quitar con un cepillo! —dijo Hazel—. ¡Déjame a mí! ¿Sabes ya lo que vas a contarle a la señorita Beaver? ¡Pondrá el grito en el cielo si te saltas la clase del coro!

—Diré que me duele la cabeza —respondió Lilian indiferente—. O lo mejor es que se lo digas tú. Últimamente tengo migrañas. Es una enfermedad práctica, llega como caída del cielo siempre que conviene. Es cosa de familia.

—¿En serio? —preguntó Hazel.

Lilian se encogió de hombros.

—No que yo sepa. Aunque la esposa de tío Jack las sufre, así que no es una mentira del todo. En cualquier caso, la hora del coro es el momento ideal para escapar sin ser vista. Todo el mundo está ocupado, incluso Mary Jaine.

Mary Jaine era la enemiga declarada de Lilian y Hazel. Estas no tenían la menor duda de que aquella arpía se apresuraría a delatar los planes secretos de Lilian a las profesoras. Así que Lilian ya se temió lo peor cuando precisamente Alison, la amiga del alma de Mary Jaine, llamó a la puerta a las cuatro y diez.

Lilian acababa de ponerse el vestido elegido para la ocasión, uno de verano, ligero y con estampado de flores.

—¿Podrás trepar por el árbol con él? —preguntó Hazel cuando ayudó a una quejumbrosa Lilian a ceñirse el corsé. Estaban ya en pleno verano y hacía tanto calor que tal prenda por fuerza había de resultar sofocante.

—¡Son las alas del amor las que me llevan! —declaró Lily.

En ese momento llamaron a la puerta.

—Tienes que ir a ver a la señorita Arrowstone, Lily —informó Alison—. Ahora mismo.

Lilian miró alrededor.

—¿Os habéis chivado? ¿Cómo lo han averiguado? No habrás dicho nada, ¿verdad, Hazel? Y Gloria… —A Lilian le resultaba inconcebible que su prima la hubiese traicionado, pero era evidente que la señorita Arrowstone algo sabía. Por más que Alison fingiera estar sorprendida.

—A mí nadie me ha contado nada —dijo sinceramente ofendida—. Pasaba por casualidad por el corredor, la señorita Arrowstone me ha visto y me ha encargado que viniera a buscarte. Puede que tengas visita…

Lilian enseguida se ruborizó. ¿Visita? ¿Ben? ¿No había aguantado y había recurrido al «recurso primo»? ¿O lo había visto alguien junto a la valla y sacado sus conclusiones? Mary Jaine era capaz…

—Como no vayas ahora mismo, vas a ganarte una buena —señaló Alison—. Oye, ¿a qué viene tanta elegancia? ¿Para el coro? Hasta la última semana es obligatorio llevar el uniforme…

Lilian vacilaba. ¿Se cambiaba o no? Si la señorita Arrowstone no quería nada especial de ella, lograría llegar a la cita después de la entrevista. Por otra parte, seguro que la directora se enfadaría si la veía aparecer con el vestido de los domingos.

—¡Date prisa! —insistió Alison.

Lilian se decidió. Si tenía alguna probabilidad de ver a Ben todavía, habría de aguantar un poco a la señorita Arrowstone. Hazel se santiguó nerviosa cuando su amiga salió.

De hecho, la directora no estaba sola en su despacho ni tampoco se hallaba especialmente de buen humor, sino que conversaba con expresión avinagrada con un señor mayor que parecía empeñado en convencerla.

Se dio media vuelta cuando Lilian entró.

—¡Lily! ¡Cielos, qué guapa te has puesto! ¡Tan guapa como tu madre a tu edad! Pareces mucho mayor que en las fotos.

—Lo que probablemente obedezca a que en las fotos nuestras alumnas aparecen con el uniforme de la escuela —observó la señorita Arrowstone con sequedad—. ¿A qué debemos el dudoso placer de verte engalanada como para ir al baile?

Lilian no le hizo caso.

—¡Tío George! —La jovencita se echó a los brazos de George Greenwood sin demasiadas ceremonias.

En Greymouth el accionista mayoritario de Mina Lambert era invitado con frecuencia a casa de sus padres, y Elaine, su madre, ya lo llamaba «tío» desde que era niña. También para Lilian y sus hermanos era como de la familia y siempre lo recibían con los brazos abiertos, aún más por cuanto el anciano caballero solía comprarles juguetes. Siempre que regresaba de un viaje por Europa, les llevaba pequeñas maravillas, como máquinas de vapor en miniatura o muñecas con pelo auténtico.

—¡Cuánto me alegro de que hayas venido a verme! —Lilian miró entusiasmada a su «tío» e incluso le sobró encanto para dirigirse a la señorita Arrowstone—. Alison me ha dicho que tenía una visita especial y me he cambiado deprisa y corriendo —afirmó.

La señorita Arrowstone resopló, incrédula.

—¡En cualquier caso, tienes una aspecto encantador, pequeña! —dijo George—. Pero siéntate antes de que hablemos de la razón de mi vista, que, lamentablemente, no te complacerá…

Lilian empalideció. No sabía realmente si debía sentarse en el sanctasanctórum de la señorita Arrowstone, pero si era así, no cabía duda de que la noticia había de ser espantosa.

—Mamá… Papá… ¿Les ha pasado…?

George hizo un gesto negativo.

—No, se encuentran perfectamente. Lamento haberte asustado, Lily. También tus hermanos están bien. Es solo que estoy muy inquieto… Creo que no estoy expresándome de forma coherente —se disculpó con una sonrisa.

—Pero ¿entonces qué…? —Lilian seguía de pie, balanceando el peso de un pie al otro.

—Puedes tomar asiento, hija —indicó la señorita Arrowstone con benevolencia.

Lilian se dejó caer en el borde de una silla para las visitas.

George Greenwood hizo un gesto de aprobación.

—Aunque, por otra parte, también es posible que te alegres al saber lo que vengo a decirte —observó—. Pese a que tus padres me cuentan que eres muy feliz aquí. Esto habla en favor de tu deseo de aprender y de la escuela… —Volvió a mover la cabeza con reconocimiento en dirección a la señorita Arrowstone. En el rostro de la directora apareció la misma expresión de un gato cuando lo acarician—. Aunque tengo el encargo de llevarte a casa en el próximo barco…

—¿Qué? —exclamó Lilian—. ¿A casa? ¿A Greymouth? ¿Justo ahora? Pero ¿por qué? Yo… quiero decir que todavía no ha terminado el curso… —Y sobre todo estaba Ben. A Lilian le parecía que la habitación daba vueltas a su alrededor.

—¿No has tenido noticias del atentado de Sarajevo, Lilian? —preguntó George Greenwood, y cuando la joven negó con la cabeza miró con desaprobación a la señorita Arrowstone—. El veintiocho de junio asesinaron al sucesor al trono austrohúngaro.

Lilian se encogió de hombros.

—Lo siento mucho por el Imperio austrohúngaro —dijo educadamente pero sin el menor interés—. Y por la familia de su alteza el emperador, claro.

—También dispararon contra su esposa. Si bien de forma incidental. Esto te resultará extraño, pero círculos bien informados de toda Europa temen que tales acontecimientos provoquen el estallido de la guerra. A día de hoy, el gobierno austrohúngaro ha presentado al serbio un ultimátum para que lleve ante los tribunales al autor del atentado. Si esto no ocurre, se declarará la guerra a Serbia.

—¿Y? —preguntó Lilian. Tenía tan solo una vaga idea del lugar que ocupaban Serbia y Austria en el mapa, pero por lo que ella sabía, ambos países estaban muy lejos de Cambridge.

—Como consecuencia de ello se establecerán diversas alianzas, Lilian —respondió George Greenwood—. En este momento no puedo explicártelo en detalle, pero muchos países están a la espera. En cuanto se encienda la mecha, Europa arderá, y es posible que todo el mundo sufra las consecuencias, aunque es poco probable que se produzcan conflictos en Australia y Nueva Zelanda. Sea como fuere, ni tus padres ni yo consideramos que Inglaterra sea un lugar seguro, y el mar ni mucho menos. Cuando estalle la guerra se producirán también combates navales. De ahí que quiera llevarte a casa antes de que suceda algo. Tal vez sea exceso de celo, como opina la directora… —George señaló con el mentón a la señorita Arrowstone—, pero no queremos tener nada que reprocharnos después.

—¡Pero yo quiero quedarme! —replicó Lilian—. Aquí están mis amigas, aquí está… —Se sonrojó.

George Greenwood esbozó una sonrisa de complicidad.

—¿Ya tenemos un amiguito? ¿Otra razón quizá para llevarte a casa cuanto antes?

Lilian no respondió.

—Bueno, en cualquier caso, tu opinión no cuenta —observó la señorita Arrowstone con los labios apretados—. Como al parecer tampoco cuenta la mía sobre el hecho de concluir una formación escolar. Si he entendido bien al señor Greenwood, el veintiocho de julio parte un barco de Londres rumbo a Christchurch. Ya se ha reservado un pasaje para ti. Esta misma tarde viajarás con el señor Greenwood a Londres. Ya no es necesario que asistas a la hora de coro. Tus amigas pueden ayudarte a hacer las maletas.

Lilian se dispuso a protestar, pero enseguida vio que no serviría de nada. De pronto sintió un estremecimiento.

—¿Y… Gloria?

—¿Qué significa que hay guerra? —Elizabeth Greenwood sostenía delicadamente la taza de té con dos dedos, tal como correspondía a toda una dama, por más que las nociones de urbanidad de Helen O’Keefe se remontaran a sesenta años atrás.

Charlotte, su hija, no era tan puntillosa. La joven estaba pálida e inquieta. Como si quisiera calentarse, cerró la mano en torno a la fina porcelana. No le interesaba la guerra en la lejana Europa. Le importaba mucho más su cita con el doctor Alistar Barrington, un internista todavía joven pero ya conocido más allá de Christchurch. La joven había pedido a su madre que concertara una hora de visita y el día antes había llegado con Jack a la ciudad procedente de Kiward Station. Ambos se habían alojado en casa de los padres de la joven, unidos por una desazón común que, sin embargo, se resistían a compartir hasta el punto de que cada uno fingía despreocupación ante el otro. Sin embargo, en esos momentos Jack se mostraba inquieto. La noticia de que en Europa había estallado la guerra cambió el rumbo de sus pensamientos, al menos a corto plazo. Dejó que el té se enfriara como si ya no le apeteciese el desayuno.

—El Imperio austrohúngaro ha declarado la guerra a Serbia —respondió a la pregunta de Elizabeth—. Esto significa que el Imperio alemán también se ve afectado. Se supone que ya se están movilizando. Por su parte, Rusia se ha aliado con Serbia, Francia con Rusia…

Elizabeth hizo un gesto de impotencia.

—Bueno, al menos Inglaterra no está implicada —observó con cierto alivio—. Bastante hay con que los otros se tiren los platos a la cabeza.

Jack discrepó.

—George no opina lo mismo —objetó—. Hace poco hemos hablado al respecto. Gran Bretaña tiene acuerdos con Francia y Rusia. Tal vez se mantenga apartada al principio, pero a la larga…

—¿Durará mucho la guerra? —Charlotte no estaba realmente interesada, pero tenía la sensación de que debía decir algo. Cualquier cosa era mejor que permanecer en silencio hasta que llegara el momento de partir.

Jack hizo un gesto de ignorancia, pero le acarició la mano en un gesto apaciguador.

—Ni idea. No sé nada de la guerra, cariño. Pero hasta aquí no llegará, no te preocupes.

Charlotte volvió hacia él su rostro afligido. La situación en Europa era lo último que la preocupaba en ese momento.

—¿Cuándo tenéis que estar en la consulta del doctor Barrington? —preguntó Elizabeth—. ¡Te gustará, Charlotte, es un hombre encantador! Además llegamos a Nueva Zelanda en el mismo barco en que viajaba su padre. Tú también conoces a los Barrington, ¿verdad, Jack? Antes todavía empleaban el tratamiento de lord y lady, pero el vizconde fue el primero en abandonar el título. Por entonces era un joven decidido, algo enamorado de Gwyneira Silkham. Y nuestra Daphne era incapaz de apartar los ojos de él…

Charlotte y Jack escucharon pacientemente mientras Elizabeth iba desgranando otras anécdotas de su viaje a Nueva Zelanda. Para ella, la expedición casi forzada a una nueva tierra había significado el milagro de su vida. Niña perdida y sin oportunidades en un orfanato londinense, la habían enviado para que trabajara de criada a Nueva Zelanda. En realidad era todavía muy joven para ocupar un puesto así y, sobre todo, tan ingenua que ninguna casa londinense la habría querido. Sin embargo, primero Helen O’Keefe se había encargado de ella y luego la «patrona» de Elizabeth se reveló como una amable dama que más bien buscaba una compañía que una criada. Acabó adoptando a la muchacha y de ese modo le allanó el camino hacia mejores círculos sociales. El matrimonio con George Greenwood acabó convirtiendo a Elizabeth en uno de los pilares más respetados de la sociedad de Christchurch.

Jack consultó el reloj de bolsillo.

—Ya es la hora, cariño. ¿Estás lista?

Charlotte asintió. A juzgar por su aspecto, Jack se sentía tan desdichado e intimidado como ella.

—Claro —respondió con una sonrisa forzada—. Espero que el médico no nos retenga mucho rato. ¿No te importa que después vayamos a una modista…? —preguntó. Pese a lo banal del tema, se percibía la angustia en su voz.

Jack hizo un gesto negativo y se obligó, a su vez, a mostrar una sonrisa.

—También he prometido a mi padre que veré si encuentro whisky escocés. En su vejez recuerda sus raíces. Dice que nada alivia más el dolor de las articulaciones que frotarse con un buen scotch. Ni qué decir del uso interno.

Todos rieron, pero solo Elizabeth parecía realmente despreocupada. El deseo de su hija de consultar al doctor Barrington no la inquietaba demasiado. Charlotte había sufrido migrañas toda su vida. También esos dolores de cabeza resultarían inofensivos.

—¡Gloria! —George Greenwood se quedó perplejo. La camarera del pub en el que había comido antes de su visita a Oaks Garden y donde ahora leía el diario mientras esperaba le había informado de la presencia de una señorita, pero él había dado por supuesto que se trataba de Lilian. Algo pronto, pero tal vez había acabado alegrándose de la decisión que habían tomado sus padres.

En lugar de la delicada pelirroja con traje de viaje, ante él se encontraba una acalorada y corpulenta muchacha de cabello castaño a quien no le sentaba nada bien el uniforme azul pálido. Desde que la había visto por última vez, Gloria Martyn había crecido, pero no se había estirado del todo. Seguía siendo de complexión fuerte, si bien a George Greenwood nunca le había parecido fea. La conocía como una niña feliz, querida e idónea como futura heredera de Kiward Station, que estaría sumamente orgullosa de ser «el hombre» de la granja de ovejas, como había declarado riendo Gwyneira. George, que había visto a la joven a caballo, la consideraba una intrépida amazona. Había contemplado fascinado cómo había ayudado a su tío abuelo Jack en el esquileo e incluso cómo se le había confiado que anotara los resultados mientras el mismo Jack participaba en el concurso del mejor esquilador. Gloria Martyn no había cometido el menor error en los cálculos y en ningún momento había tenido la tentación de hacer trampa en favor de Jack. Era una persona despierta y hábil a la hora de cumplir sus tareas. George le disculpaba de buen grado su timidez frente a los desconocidos y sus maneras a veces algo torpes durante los acontecimientos sociales.

La joven que ahora se hallaba frente a él nada tenía en común con la pequeña amazona y adiestradora de perros segura de sí misma. Gloria estaba pálida y acalorada. El uniforme de la escuela no solo le sentaba mal, sino que estaba arrugado y manchado. Y sus ojos mostraban la expresión de un animal herido, acorralado.

Gloria se esforzaba por contener no el llanto, sino la furia que la había empujado a realizar ese acto voluntario. Lilian le había hablado de la llegada de Greenwood, de su tristeza ante la decisión de sus padres y del fastidio que le producía esa «estúpida guerra» que había echado a perder la cita con Ben: todo ello había colmado el vaso. Por primera vez desde los días en que salió a encontrarse con la señorita Bleachum, Gloria abandonó el internado sin permiso. Sin tener en cuenta el uniforme, corrió a través del parque y se subió al árbol del que Lily y otras alumnas aventureras solían servirse como «cómplice de fuga». Al otro lado aguardaba el joven rubio por el que Lilian tanto suspiraba. También él debía de sentirse angustiado: ya hacía un buen rato que habían dado las cinco.

—¿Sabes algo de Lily? —inquirió ansioso cuando vio a Gloria deslizarse ante él—. ¿Por qué no ha venido?

Gloria no tenía ningunas ganas de entretenerse.

—Lilian vuelve a casa —respondió concisa—. Es por la guerra.

Ben la asaltó con miles de preguntas, pero ella salió corriendo en dirección el pueblo sin hacerle el menor caso. No había preguntado a Lilian dónde encontraría a Greenwood, pero tampoco es que hubiera muchas opciones. Si el tío George no se hospedaba en la única pensión de que Sawston disponía, solo podía esperar en uno de los dos pubs. Gloria lo encontró en el primero.

—¡Es injusto! —exclamó sin lograr reprimirse—. ¡Tienes que llevarme, tío George! ¡A lo mejor Jack ya no me quiere, ahora que está casado, pero tengo derecho a estar en Kiward Station! No puedes llevarte a Lilian y dejarme a mí aquí. No es posible…

Los ojos de Gloria se anegaron en lágrimas.

George se sentía superado por la situación. Sabía cómo manejarse en las duras negociaciones con comerciantes de todo el mundo, pero nadie le había enseñado cómo tratar a una joven llorosa.

—Siéntate primero un momento, Gloria. Voy a pedirte un té. ¿O prefieres un refresco? Pareces acalorada.

Gloria sacudió la cabeza y sus indómitos rizos se desprendieron del desaliñado lazo con que los había recogido.

—¡No quiero té ni refrescos, quiero ir a Kiward Station!

George asintió con dulzura.

—Pues claro que irás, Gloria —intentó tranquilizarla—. Pero primero…, ¿qué es esa tontería sobre Jack, Gloria? Por supuesto que todavía te quiere, y cuando la señorita Gwyn oyó que los Lambert querían que Lilian volviera a casa, enseguida me pidió expresamente que hablara con tus padres. Puedo enseñarte su telegrama…

Los rasgos ya tensos de Gloria se crisparon aún más. Se mordió los labios.

—¿Mis padres se han negado? ¿Les da igual lo que me suceda si estalla la guerra?

Hasta el momento, Gloria no había dedicado ni un solo pensamiento al hecho de que fuera a estallar la guerra en el pacífico Cambridge. Ahora, sin embargo, presentía que los padres de Lilian tal vez no actuaban de forma caprichosa, sino que su preocupación estaba justificada.

Greenwood sacudió la cabeza.

—Claro que no, Gloria. Al contrario, tu padre ve la situación política quizá más claramente que yo. A fin de cuentas hace ya tiempo que vive en Europa y gracias a sus constantes viajes la conoce más a fondo. William y Kura habrán extraído sus conclusiones del desdichado estallido de la guerra, si bien distintas a las de los padres de Lily. Por lo que sé, tú también dejarás la escuela. Al menos en un principio. William espera que el conflicto concluya pronto, de modo que puedas terminar tu formación. Pero este verano irás con tus padres a América. Ya hace tiempo que se ha planificado la gira y no se espera que Estados Unidos entre en la conflagración. El viaje durará medio año. Las distancias entre los lugares donde se celebrarán las funciones son enormes, así que no habrá espectáculo cada día. Kura tendrá más tiempo para ti que de costumbre y se alegra de poder conocerte por fin mejor.

George sonrió a Gloria como si le hubiera dado una buena noticia. Pero la muchacha seguía embargada por la pena.

—¿A América? ¿Todavía más lejos? —A la joven no le gustaba demasiado viajar. ¿Y qué querría ahora su madre de ella? En los últimos años, Gloria había viajado tres veces con su convoy, pero no había intercambiado más de un par de palabras al día con la famosa cantante. Y la mayoría de las veces habían sido bastante poco edificantes. «¡Por favor, quítate de en medio, Gloria!». «¿No podrías vestirte un poco mejor?». «¿Por qué no tocas el piano más a menudo?».

Gloria era incapaz de imaginar que estando más tiempo con su madre fuera a sentirse más próxima a ella. Estaba totalmente dispuesta a admirar a Kura, pero no tenían nada en común.

—¿Y luego tendré que volver a la escuela? —Gloria, que pronto cumpliría los diecinueve años, era mayor que gran parte de las alumnas de Oaks Garden. Ya estaba harta del internado.

—Ya se verá —le respondió George Greenwood—. Todo a su debido tiempo. Lo único que puedo decirte es que no depende de tus parientes de Nueva Zelanda. Si por la señorita Gwyn fuera, regresarías mañana mismo.

George pensó en ofrecerse para acompañar a la joven al internado en su coche de alquiler, pero en esos momentos parecía tan extenuada y abatida que no se atrevió a proponérselo, temiendo que se le arrojara al cuello llorando amargamente, una escena de la que no tenía la menor necesidad.

Decidió volver a hablar con la señorita Gwyn, James y Jack en cuanto regresara a casa. Algo tenían que hacer para convencer a William y Kura. La joven era sumamente desdichada allí, y un viaje por América era lo último que le convenía para sentirse mejor.

—En realidad no puedo diagnosticarle nada, señora McKenzie —afirmó el doctor Alistar Barrington. Acababa de examinar a Charlotte en profundidad, la había pesado, percutido y medido, todo lo cual había redundado en un nuevo dolor de cabeza—. Pero estoy sumamente preocupado. Claro que todavía es posible que solo padezca usted migrañas. Puede ocurrir que aumenten. Pero en relación con los mareos y la pérdida de peso, su… bueno… período variable… —Charlotte había dado a entender ruborizada que su deseo de tener hijos, pese a su constante dedicación, no se cumplía.

—¿Podría ser algo grave? —preguntó Jack preocupado.

El joven médico le había pedido que volviera a entrar en la consulta. Se había pasado la última hora sentado en una dura silla de la sala de espera, rezando y temblando de inquietud, aunque consideraba normal que Charlotte se quedara a solas con el doctor Barrington. El médico se mostró simpático, muy relajado y cordial. Su fino rostro de estudioso con una barba bien cuidada, el cabello castaño claro y abundante, y sus serenos ojos castaños infundían confianza a los pacientes y a los allegados de estos.

El doctor Barrington hizo un gesto de impotencia.

—Desgraciadamente, sí —respondió.

Jack tenía los nervios a flor de piel.

—Tal vez sea preferible que no nos tenga más en vilo y que nos diga de qué se trata.

Charlotte, pálida y frágil, en su sobrio vestido azul marino, daba la impresión de no querer saber nada. Sin embargo, Jack era un hombre que prefería enfrentarse a la adversidad cara a cara.

—Como les he dicho, no me hallo en disposición de dar un diagnóstico —contestó Barrington—. Pero hay un par de síntomas…, solo un par, señora McKenzie, no puedo ni mucho menos estar seguro…, que apuntarían hacia un tumor cerebral… —El médico parecía tan desdichado como Jack.

—¿Y qué implicaría eso? —siguió preguntando Jack.

—Tampoco puedo decirlo, señor McKenzie. Depende de dónde se localice el tumor…, si es que es posible determinar este extremo…, y de lo deprisa que crezca. Todo esto debería averiguarse. Y yo no puedo hacerlo.

Al menos era un hombre honesto. Charlotte buscó la mano de su esposo.

—¿Significa que… que voy a morir? —preguntó en un susurro.

El doctor Barrington sacudió la cabeza.

—En principio todo esto no significa nada. Si desean saber mi opinión, tienen que acudir lo antes posible al doctor Friedman de Auckland para que él la examine. Es un especialista en enfermedades cerebrales, estudió con el profesor Bergmann en Berlín. Si en este rincón del mundo hay un especialista en el cerebro y un buen cirujano en ese campo es él.

—¿Quiere decir que tendría que extirparme el… tumor? —inquirió Charlotte.

—Si es posible, sí —respondió Barrington—. Pero ahora es mejor que no piense en ello. Vaya a Auckland y consulte al doctor Friedman. Tómeselo con calma. Considérelo una especie de viaje de vacaciones. Visite la isla Norte…, es preciosa. E intente olvidar mis temores. ¡Tal vez dentro de cuatro semanas ya esté de vuelta y embarazada! Tanto en los casos de infertilidad como en los de migrañas suelo recomendar un cambio de aires.

Cuando salieron de la consulta Charlotte agarró la mano de Jack con fuerza.

—¿Todavía quieres que vayamos a la modista? —preguntó él en voz baja.

La joven iba a responder con una vehemente afirmación, pero luego vio la expresión del joven y se negó.

—¿Y tú? ¿Quieres ir a comprar el whisky?

Jack se acercó más ella.

—Voy a comprar los billetes a Blenheim. Y luego para las excursiones a la isla Norte. Para nuestras… vacaciones —dijo con voz ronca.

Charlotte se estrechó contra él.

—Siempre quise ir a Waitangi —susurró.

—Y ver los bosques de lluvia… —completó Jack.

—El Tane Mahuta —añadió Charlotte con una leve sonrisa. El enorme árbol kauri del bosque de Waipoua era venerado por los maoríes como dios del bosque.

—No, eso no —susurró Jack—. No quiero saber nada de dioses que se dedican a separar a quienes se aman.