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—Aun corriendo el riesgo de parecerme al viejo Gerald Warden, aquí hay algo que no anda bien.

James McKenzie caminaba fatigosamente por lo que en el pasado habían sido las rosaledas de Kiward Station, dejando caer el peso sobre el bastón y apoyándose ligeramente en el brazo de su esposa, Gwyneira. En los últimos tiempos, desplazarse se había convertido en una tortura, pues las articulaciones le dolían por el reuma, un legado de las incontables noches que había pasado al raso. Para que James saliera de casa debía haber un motivo especial, como la llegada de los rebaños de ovejas y su bajada de las montañas. Si bien su hijo Jack hacía tiempo que llevaba la dirección de la granja de facto, el viejo capataz no se privaba de echar un vistazo a las bien alimentadas ovejas madre y las crías. Como orondos copos de algodón, los animales se agrupaban en los pastizales y los corrales de Kiward Station, balando indignados cuando en el descenso se separaban de otros ejemplares a los que se sentían unidos por parentesco o afinidad. Gwyneira y James podían estar satisfechos. Las ovejas se encontraban en un estado óptimo y las bajas habían sido muy reducidas.

Jack, que había dirigido el regreso del rebaño desde las montañas, bromeó con los pastores maoríes y abrazó a su esposa, Charlotte. Estaba seguro de que ella no se había aburrido en su ausencia. Probablemente había utilizado ese tiempo, en que también los asentamientos maoríes se quedaban sin población masculina, para intercambiar historias con las mujeres. Había descubierto que ellos y ellas contaban de forma muy distinta las mismas leyendas, las cuales aderezaban además con elementos de cosecha propia. A esas alturas, Charlotte reconocía con exactitud esos matices. Tras haber pasado más de cinco años en Kiward Station, dedicada al estudio continuo de las tradiciones de los maoríes, hablaba la lengua con fluidez y, como su marido Jack señalaba a veces en broma, casi lo superaba en el dominio del idioma.

También en esos momentos bromeaba con los hombres y saludaba a sus mujeres en su lengua, mientras se estrechaba cariñosamente contra Jack. Esas muestras de cariño en público no turbaban a los maoríes, solo les resultaba extraña la costumbre de besarse en lugar de frotarse la nariz.

Pero los ojos castaños de James McKenzie, todavía penetrantes, no solo habían evaluado el estado de las ovejas, sino que también habían paseado la mirada por la esbelta silueta de Charlotte. Esto le indujo a compartir con su esposa un asunto que le inquietaba desde hacía tiempo. Si bien los viejos McKenzie habían comprado comida y whisky, no participarían en la fiesta que se celebraba como colofón de la llegada de los rebaños. Se encaminaban tranquilamente por el jardín hacia la entrada posterior de la casa. Después de tanto tiempo, ambos seguían prefiriendo la entrada por la cocina, junto a los establos, al noble vestíbulo principal.

—Cinco años de matrimonio y la muchacha sigue tan delgada como una brizna de hierba. Aquí falla algo.

Gwyneira asintió afligida. La pareja siempre acababa hablando de este tema, pero ninguno deseaba tratarlo directamente con Jack y Charlotte. Aún recordaban vivamente el martirio que había sufrido Gwyneira cuando Gerald Warden, su suegro, le echaba en cara a diario su delgadez y le reprochaba que fuera estéril.

—No será por falta de práctica, en este caso —dijo Gwyn bromeando—. Los dos continúan tan cariñosos el uno con el otro como al principio. Y es inconcebible que no sigan igual en el dormitorio…

James sonrió satisfecho.

—Y a diferencia de una tal señorita Gwyn, medio siglo atrás, nuestra Charlotte da la impresión de ser muy feliz —se burló el hombre de su esposa. En efecto: cincuenta años antes, Gwyneira se había dirigido a James para que la sacara del apuro. Era obvio que su primer esposo, Lucas, era incapaz de tener descendencia y el capataz tuvo que sustituirlo. Durante meses, la joven había procurado convencerse a sí misma de que su «intento de reproducción» nada tenía que ver con el amor.

Gwyneira frunció el ceño.

—Respecto a su relación con Jack, de acuerdo —señaló—. Y es evidente que disfruta de su trabajo con los maoríes. Pero por otra parte… ¿No encuentras que está demasiado delgada, James? No cabe duda de que es una beldad, pero quizá su delgadez es excesiva, ¿o me equivoco? Y esos constantes dolores de cabeza…

Según explicaba ella misma, Charlotte sufría migrañas desde que tenía uso de razón. De hecho, durante los primeros años de su matrimonio incluso se había visto obligada a permanecer de vez en cuando una semana en cama con las cortinas corridas, tras lo cual reaparecía pálida y abrumada. Ni los remedios del médico de Haldon ni las hierbas de la partera Rongo Rongo le servían de ayuda. De todos modos, antes eso ocurría esporádicamente, mientras que en los primeros tres meses de ese año Gwyneira había contando ya cuatro accesos.

—A lo mejor está preocupada. Siempre ha deseado tener hijos —observó James—. ¿Qué dice Rongo? ¿No la enviaste una vez con ella?

Gwyneira se encogió de hombros.

—Solo puedo hablarte de lo que dice el doctor Barslow —respondió—, porque la misma Charlotte me lo contó, probablemente por el alivio que sintió al saber que, en opinión del especialista, todo estaba en orden. A Rongo me cuesta preguntarle por el estado de salud de Charlotte, pero están muy unidas a causa de esas viejas leyendas. Eso me tranquiliza un poco. Si le pasara algo grave, Rongo se daría cuenta.

James asintió.

—Pensándolo bien —añadió—, creo que ha llegado también el momento de que vaya a ver a Rongo Rongo. Este reuma me está matando. Pero no puedo ir a caballo a O’Keefe Station. ¿Crees que Rongo accedería a visitarme en casa? —preguntó con una sonrisa.

—¿Para que taimadamente y sin que se dé cuenta le sonsaques los secretos más íntimos de Charlotte? —bromeó Gwyn—. ¡Hazlo, yo siento la misma curiosidad! Pero ten cuidado, no vaya a descubrirte. Después ya me cuidaré yo de que te tomes todas las infusiones que te recete, por amargas que sean.

Por supuesto, Rongo Rongo fue a Kiward Station y encontró a James en cama. Las últimas lluvias habían empeorado tanto su reuma que era incapaz de levantarse y a duras penas se arrastraba hasta la poltrona del mirador.

—Son los años, señor James, que corroen los huesos —gimió Rongo, una mujer de cabello casi blanco, bajita pero sumamente ágil. Siguiendo la tradición de las mujeres de su familia practicaba y enseñaba la medicina. Desafortunadamente tenía solo tres hijos varones y ninguna hija a la que formar como partera. Rongo llegaba acompañada de una sobrina, pero no parecía una muchacha especialmente despierta. Siguiendo con desgana las instrucciones de su tía, la joven buscaba hierbas y amuletos—. Podemos aliviar un poco el dolor, pero no curaremos el reuma. Sobre todo no pase frío, no luche contra las flaquezas. De nada sirve que se levante e intente forzar los huesos. Eso solo empeorará su estado. Aquí tiene… —Tomó un par de hierbas que le tendía su ayudante—. Que lo pongan a macerar esta noche en la cocina y que Kiri lo filtre mañana. Bébaselo todo de un trago. Por amargo que esté. Pregunte a Kiri: toma lo mismo que acabo de darle a usted y se mueve mucho más.

Kiri llevaba decenios trabajando de cocinera en Kiward Station y se negaba rotundamente a ceder su puesto a una persona más joven.

—¡Comparada conmigo, Kiri es una criatura! —protestó James—. A su edad yo ni siquiera conocía la expresión «dolor articular».

Rongo sonrió.

—Los dioses tocan a unos antes que a otros —respondió con serenidad, pero con una nota de tristeza—. Alégrese usted de que le hayan concedido una larga vida… y muchos descendientes.

—En eso estamos, justamente… —James adoptó con esfuerzo una postura más cómoda e inició sus pesquisas. Era más ducho en tal materia que su esposa, no solo porque tenía una actitud más diplomática, sino porque, a diferencia de Gwyneira, hablaba el maorí con fluidez. Aunque Rongo Rongo conocía bien el inglés (había sido una de las primeras alumnas de Helen O’Keefe), le resultaba más fácil conversar en su lengua materna. Si tenía que desvelar algún secreto, mejor lo haría en su propio idioma—. ¿Qué le pasa a mi nuera Charlotte? ¿Tendrá hijos?

James esbozó una leve sonrisa conspiratoria, pero Rongo Rongo permaneció seria.

—Señor James, la maldición de la wahine Charlotte no es su falta de descendencia —contestó en un susurro—. Mi abuela me aconsejó, en casos como el de ella, ejecutar un exorcismo, y así lo he hecho…

—¿Con el consentimiento de Charlotte? —preguntó James, perplejo.

Rongo asintió.

—Sí, aunque no se lo tomó en serio. Quería saber simplemente cómo se formula tal conjuro…

—Así que no sirvió de mucho —intervino James divertido. Había oído hablar de muchos rituales en que el conjuro había obrado efecto, pero solo eran efectivos si la persona afectada creía en su acción.

Rongo sacudió la cabeza con gravedad.

—Señor James, poco importa que la señorita Charlotte crea en los espíritus. Son ellos lo que deben temer el poder de la tohunga

—¿Y? —preguntó James—. ¿Hay en este caso suficientes espíritus miedosos?

Rongo frunció el ceño, abatida.

—Yo no soy muy poderosa —admitió—. Y son espíritus fuertes. He sugerido a la señorita Charlotte que pida consejo a una pakeha tohunga de Christchurch. El doctor Barslow, de Haldon, no es más poderoso que yo…

James se inquietó. Era la primera vez que Rongo Rongo enviaba un paciente a un médico inglés. Con el doctor Barslow, el médico del pueblo de Haldon, cultivaba una cordial rivalidad: a veces era uno el que conseguía la mejora inmediata de un mal menor, a veces el otro. Y los diagnósticos, «la maldición no es su falta de descendencia» y «debe seguir intentándolo, no hay ninguna razón médica para que no se produzca un embarazo», se semejaban de forma alarmante.

—¡He contado los días! —dijo Charlotte a su marido.

Acababa de cepillarse el cabello y Jack se inclinó sobre ella para inspirar el aroma de la abundante melena color miel, sorprendido y dichoso de que tanta belleza le perteneciera.

—Si lo intentamos hoy, a lo mejor me quedo embarazada.

Jack besó el cabello y la nuca de su esposa.

—Estoy abierto a cualquier propuesta. —Sonrió—. Pero ya sabes que no me enfadaré si no tenemos hijos. No necesito herederos, solo te quiero y te necesito a ti.

Charlotte contempló el rostro del hombre en el espejo de su dormitorio y disfrutó de sus caricias. Sabía que era sincero. Jack nunca ponía en duda la dicha que ella le proporcionaba.

—¿Cómo sabes de qué manera hay que contar los días? —preguntó Jack.

—Me lo ha dicho Elaine —respondió—. Y a ella se lo contó… —soltó una risita y se ruborizó—, se lo contó una vez una mujer de vida alegre. En su caso se trataba de evitar un embarazo, pero el principio es el mismo, salvo que al revés.

—¿Has hablando con Elaine de nuestro problema? —preguntó atónito—. Pensaba que esto solo nos incumbía a nosotros.

Charlotte hizo un gesto de resignación.

—Ya conoces a Lainie, no se anda con rodeos. La última vez que estuvo aquí me lo preguntó directamente. Así que hablamos de lo que sucede. ¡Ay, Jack, tengo tantas ganas de tener un niño! Los hijos de Lainie son tan monos… Y las cartas de su pequeña Lilian…

—Ya no es tan pequeña —farfulló Jack—. Gloria ha cumplido los dieciocho, así que Lilian debe de tener catorce o quince.

—Es encantadora. Estoy impaciente por conocerla. Dentro de dos años dejará la escuela, ¿verdad? ¡Y a Gloria solo le queda un año! ¡Qué rápido crecen los niños!

Jack asintió enfurruñado. Incluso después de tantos años, el comportamiento de Gloria seguía sorprendiéndolo. Sus cartas breves y sin contenido, su falta de respuesta a las tres preguntas desesperadas que se había ido formando con el paso de los años… Algo no andaba bien, pero él no conseguía acceder a su mente. El verano siguiente acabaría por fin la educación en el internado, pero en sus misivas ella nunca mencionaba que tuviera intención de regresar.

«Cuando termine el colegio, viajaré con mis padres al norte de Europa». Una frase concisa en la última carta de Gloria. Nada acerca de si se alegraba de ello o si habría preferido volver directa a casa. Ni una palabra acerca de si echaría de menos la escuela, sobre si pensaba estudiar una carrera… Las cartas de Gloria no eran más que unos sucintos informes. Cuando no pasaba las vacaciones en el internado, sino con sus padres, lo que había sucedido tres veces en cinco años, no escribía nada.

—Te alegrarás de que regrese, ¿verdad? —preguntó Charlotte. Acabó de cepillarse el cabello, se levantó y dejó que la bata de seda se deslizara por sus hombros. Debajo llevaba un camisón con delicados bordados. Jack advirtió que estaba más delgada.

—Si quieres tener niños, primero tendrás que comer un poco más —dijo cambiando de tema, al tiempo que abrazaba a su esposa.

Ella rio suavemente cuando él la tomó en brazos y la depositó sobre el lecho.

—Eres demasiado frágil para llevar además a un bebé.

Charlotte se estremeció ligeramente cuando él la besó, pero luego reanudó el tema de Gloria. No quería hablar de su figura, las mujeres maoríes ya le tomaban demasiado el pelo diciéndole que pronto dejaría de gustarle a su marido. Los hombres maoríes tenían debilidad por las mujeres gorditas.

—Pero sufrirás una decepción —advirtió a Jack—. Es probable que la Gloria que regrese no tenga nada que ver con la niña que conociste. Ya no se interesará por perros y caballos. Le gustarán los libros y la música. Tendrás que practicar conversaciones más refinadas.

Jack pensaba lo mismo cuando leía las cartas, pero su corazón no daba crédito a esas conclusiones.

—¡Eso tendrá que decírselo ella misma a Nimue! —replicó lanzando una mirada a la perra de Gloria, que solía dormir en el pasillo, delante del dormitorio, al igual que el perro pastor de Jack—. Y es la heredera de Kiward Station, o sea que tendrá que interesarse por la granja quiera o no quiera.

Charlotte sacudió la cabeza.

—¿Llegará a reconocerla la perra?

Jack hizo un gesto afirmativo.

Nimue la recuerda. Y Gloria… no puede haberse transformado en otra persona. Es imposible.

Gloria se recogió el cabello en la nuca. Seguía siendo difícil de domar, los rizos eran demasiado gruesos para dejarse moldear. No obstante, la melena había crecido y le cubría la espalda, y al menos las otras chicas ya no se burlaban de su peinado de chico. Por lo demás, ya hacía tiempo que le daba igual lo que Gabrielle, Fiona y las otras dijeran de ella. No era que el cabello al crecer la protegiese como una coraza, pero de alguna forma había logrado tejer a su alrededor una especie de capa de protección. Gloria ya no permitía que la hiriesen las burlas e intentaba privar a las palabras de su significado cuando Gabrielle o alguna otra pesada se dirigía a ella. Y lo mismo hacía con las observaciones de la mayoría de las profesoras, en especial las de la nueva maestra de música, la señorita Beaver. La señorita Tayler-Bennington se había casado tres años atrás con el reverendo Bleachum y había abandonado la escuela. Y con la señorita Beaver llegó una ardiente devota de Kura-maro-tini Martyn. La mujer ardía en deseos de conocer a Gloria, de quien esperaba proezas musicales, pero como la muchacha no las realizaba, quería al menos conocer los detalles de todas las giras en las que había participado en los últimos años.

Gloria poco podía contarle al respecto: odiaba las vacaciones con sus padres. Ya solo las miradas de los componentes de la compañía cuando veían a la chica por vez primera la herían en lo más hondo. Sus padres reunían continuamente a su alrededor nuevos bailarines y cantantes. La mayoría de los maoríes era gente apegada a su tierra y por lo general no se quedaban más de una temporada en la compañía. Además solían producirse conflictos entre los artistas cuando los Martyn contrataban auténticas tohunga, mujeres que conocían bien la música y que, por su talento, disfrutaban de una reputación incuestionable en su país.

Las interpretaciones que Kura realizaba de los haka se apartaban cada vez más de la ejecución tradicional en un intento de responder a los patrones occidentales, y exigía lo mismo de los artistas maoríes. Los mejores intérpretes eran precisamente los que con más empeño se negaban a ello, discutían a voz en grito y acababan arrojando la toalla. Debido a ello, Kura y William ya no empleaban a auténticos maoríes, sino a mestizos que también respondían más a los cánones de belleza occidentales. Esto se convirtió en el criterio principal de selección de personal. En el ínterin había profesores de danza y empresarios que formaban y contrataban a artistas noveles para el espectáculo. Kura y William viajaban con un importante convoy que ocupaba cinco coches cama y coches salón que se enganchaban a los trenes de línea que se dirigían a distintos destinos de Europa.

Cuando Gloria viajaba con la compañía tenía que compartir el vagón con otras cinco chicas, lo cual le obligaba a convivir con ellas en un espacio todavía más reducido que en el internado. A veces tenía suerte y las jóvenes bailarinas se ocupaban solo de sí mismas. Pero había también entre ellas caracteres conflictivos que envidiaban a Gloria por tener unos padres ricos y famosos, y así se lo manifestaban. Entonces Gloria se recluía de nuevo tras su muro de protección mental y se quedaba con la mirada perdida durante horas. Si en el internado consideraban que estaba «absorta en sus pensamientos», en las giras tenía que oír que la tomaban por tonta.

—¡Eh, Glory, despierta! ¿Todavía no estás lista? —Lilian Lambert se precipitó en la habitación, como siempre sin llamar, y arrancó a Gloria de sus sombríos pensamientos—. Pero ¿cómo?, ¿te has vestido otra vez? —preguntó impaciente—. ¡No tienes que ponerte el uniforme, es una comida campestre! Veremos el entreno de las regatas y celebraremos luego la victoria de los remeros del ocho de Cambridge que haya ganado. ¡Vamos a divertirnos, Gloria! ¡Y conoceremos a chicos! Por una vez al año que salimos de este convento de monjas y tú…

—De todos modos en mí no se fija nadie —respondió Gloria, enfurruñada—. Preferiría quedarme aquí o ponerme a remar yo misma. ¡Debe de ser divertido!

Lilian puso los ojos en blanco.

—Venga, ponte el vestido azul que te compró tu madre en Amberes. Es bonito y te queda bien porque es holgado.

Gloria suspiró y lanzó una mirada a la cintura de avispa de Lilian. Seguro que llevaba un corsé a la moda, aunque no lo necesitaba. Ya ahora era evidente que la quinceañera había heredado la silueta de su madre y su abuela: menuda, delgada, pero con curvas en los lugares convenientes. Gloria, por el contrario, tenía que embutirse en el corsé y padecer un verdadero martirio si intentaba ajustar su volumen a los vestidos de temporada. El ancho vestido suelto de Amberes le quedaba, de hecho, mucho mejor, pero más que responder al último grito, era un emblema de feministas y mujeres doctas. Lo mismo podía decirse de los trajes pantalón que se veían recientemente en las grandes ciudades. A Gloria le habían encantado, pero Kura se había negado a que los llevara. Y no quería ni pensar en lo que habría tenido que escuchar en el internado.

Por fin Gloria estuvo lista al gusto de Lilian. La joven había dado forma a las cejas de su prima y las había retocado un poco con una cerilla quemada y ennegrecida con hollín de la chimenea.

—¡Así está mucho mejor! —exclamó complacida—. Y tendrías que pintarte una línea muy delgada alrededor del ojo. Te quedaría mejor algo más gruesa, pero la señorita Arrowstone lo notaría y le daría un ataque.

En efecto, el improvisado maquillaje agrandaba los ojos de Gloria. El color acentuaba su piel clara y las cejas poco tupidas permitían que los ojos resaltaran mejor. Estaba lejos de ser bonita, pero no se encontraba tan repulsiva. Probablemente ningún chico se interesaría por ella, aunque eso le importaba poco. Su principal preocupación era no llamar la atención, ni para bien ni para mal.