Charlotte encontraba exagerada la preocupación de Jack por Gloria.
—Por Dios, de acuerdo que las cartas son insípidas —convino—. Todo lo contrario de las de Lilian, que parece un torbellino. Pero Gloria tiene trece años, tendrá otras cosas en la cabeza y no estará para plasmar en el papel pensamientos profundos. Es probable que quiera acabar pronto y no piense en el contenido.
Jack frunció el ceño. La pareja se hallaba sentada en el tren que conducía desde Greymouth hasta Christchurch y habían vuelto a recordar los puntos álgidos de su viaje de luna de miel. Había sido precioso. Caleb Biller había demostrado ser un interlocutor sumamente estimulante para Charlotte y además les había dado sugerencias diversas acerca de excursiones y otras actividades. Elaine y Timothy salían poco, porque aunque él no quisiera reconocerlo, la jornada laboral en sí lo dejaba a veces agotado. Tras el accidente, la cadera no se había soldado bien y le dolía horrores cuando caminaba más de un par de pasos o permanecía sentado demasiado tiempo en un silla dura. Los fines de semana y días de fiesta se alegraba de reposar en su sillón al tiempo que se dedicaba a la familia. Excursiones para contemplar maravillas de la naturaleza, como las Pancake Rocks, ni siquiera eran objeto de consideración.
Elaine, quien en realidad disfrutaba del contacto con la naturaleza, salía periódicamente a caballo, pero solo por los alrededores del lugar. De todos modos, prestó de buen grado a Jack y Charlotte la calesa y uno de sus caballos, gracias a lo cual ambos exploraron con curiosidad la costa Oeste. A ese respecto, Caleb Biller era un consejero extraordinario. Incluso acompañó a la joven pareja un par de veces a visitar tribus maoríes que él conocía y que les brindaron su hospitalidad. Charlotte disfrutó de un haka de boda que cantaron expresamente para ellos y resplandeció con sus conocimientos recién adquiridos de la lengua.
—Triunfará como investigadora —concluyó Caleb—. Hasta ahora nadie se ha preocupado por las sagas y los mitos. Kura y yo estábamos más interesados por la música, y a mí me encantan también las tallas de madera. Pero obtendrá reconocimiento por su trabajo si conserva las antiguas historias antes de que se mezclen con nuevos acontecimientos. Y no digo «antes de que se adulteren» de forma consciente, pues pertenece a la esencia misma de la cultura oral el hecho de que la tradición se amolde al paso del tiempo. Los maoríes, precisamente, son maestros en el arte de amoldarse. Casi me da pena la rapidez con que se desprenden de sus propias formas de vida cuando las de los pakeha les resultan más cómodas. En algún momento lo lamentarán y entonces será bueno que se hayan conservado las antiguas leyendas.
Charlotte se enorgulleció del elogio y se entregó todavía con más celo a los estudios. Jack le dejaba de buen grado tiempo para ello y se dedicaba a recuperar su antigua amistad con Elaine saliendo a cabalgar en su compañía y ayudándola a adiestrar a los perros. Entretanto, la conversación siempre acababa girando inevitablemente en torno a las dos niñas en el internado inglés, y la preocupación de Jack por Gloria crecía cuanto más le contaba Elaine lo alegres que eran las cartas de Lilian.
—Gloria no es una chica superficial —respondía a su esposa—. Al contrario, piensa demasiado cuando un asunto la inquieta. Y en Kiward Station rebosaba de vida. Pero ahora… No pregunta por las ovejas ni por los perros. Estaba muy apegada a su poni, y ahora, ¡es que ni lo menciona! ¡Me resulta inconcebible que hayan pasado a entusiasmarle el piano y la pintura!
Charlotte sonrió.
—Los niños cambian, Jack. Tú mismo te darás cuenta cuando tengas uno. Espero que pronto, ¿u opinas distinto? Primero quiero una niña y después un niño. ¿Y tú? ¿O mejor un niño primero? —Se tocaba el cabello con la intención de soltarse la trenza, al tiempo que lanzaba expresivas miradas a la amplia cama que dominaba el vagón de lujo de George Greenwood. A Jack le ponía nervioso hacer el amor al ritmo del tren en marcha, pero para Charlotte había sido el punto más importante del viaje.
Jack la besó.
—¡Aceptaré lo que me des! —dijo tiernamente, la cogió en brazos y la llevó a la cama: Charlotte era ligera como una pluma. Justo lo contrario que Gloria, que ya de pequeña había sido robusta… No podía imaginar que de repente y sin más se hubiera amoldado a la vida de un internado como Oaks Garden.
—Si tanto te preocupa, ¿por qué no le escribes? —preguntó Charlotte, que parecía leerle los pensamientos. En cualquier caso, le llamó la atención que Jack no estuviera por la labor. Y la razón de ello era Gloria, seguro. Charlotte lamentaba no haber conocido mejor a la niña. Era casi como si hubiera pasado por alto una faceta importante de la personalidad de su marido—. Escríbele una carta personal, no los largos inventarios que la señorita Gwyn le dedica cada dos días. Ella tampoco escribe de forma muy sentida. En el fondo, sus descripciones suenan casi tan insípidas como las de Gloria: «Según los últimos recuentos, Kiward Station posee en la actualidad un número de once mil trescientas sesenta y una ovejas». ¿A quién le interesa eso?
Seguramente a Gloria, pensó Jack, que se sentiría reconfortada al saberlo. En cualquier caso, decidió escribir a la niña. Pero ahora debía prestar atención a otros menesteres…
Todo el pueblo de Sawston parecía entregarse a los preparativos de la boda de su honrado reverendo. Se había fijado la fecha del evento para el 5 de septiembre y el mismo obispo se encargaría de casar al párroco y a la joven señorita Bleachum. Había invitado a la pareja a cenar en su casa cuando se había enterado del compromiso, y Sarah había conseguido causar una impresión óptima. La esposa del obispo habló con ella acerca de los deberes de una buena esposa de un pastor y comprendió a la perfección que Sarah sintiera a veces que se le exigía demasiado.
—Al final una se acostumbra, señorita Bleachum. Y su futuro esposo está al principio de una carrera que, si he entendido bien a mi marido, está cursando de forma excepcional. Seguro que le esperan tareas todavía más importantes, y cuando disponga de un vicario como ayudante, usted podrá dedicarse por entero a las tareas que le están especialmente destinadas.
Sarah se preguntaba a qué tareas se referiría. Por el momento no encontraba el menor interés en el trabajo en la iglesia. Sin embargo, cuando la atormentaban las dudas, le bastaba con mirar los fascinantes ojos castaños de Christopher o sentir el roce casual de su mano para convencerse de su vocación de esposa del reverendo.
Por este motivo no se alteró cuando la señora Buster insistió en tomarle las medidas para un vestido de novia al estilo de los que estaban de moda veinte años antes. Escuchó pacientemente las opiniones de las madres de la clase de los domingos, que le ofrecieron a todos sus hijos para llevar la cola del vestido y esparcir flores, e intentó ser lo más diplomática posible cuando señaló que Gloria Martyn y Lilian Lambert eran quienes tenían el derecho de hacerlo por antigüedad. Aunque Gloria habría estado dispuesta a renunciar a tal tarea.
—Yo no soy guapa, señorita Bleachum —murmuraba—. La gente se reirá si yo soy su dama de honor.
Sarah movió la cabeza en un gesto negativo.
—También se reirán cuando me ponga las gafas con los vidrios tan gruesos —respondió—. Algo sobre lo que todavía no he tomado una decisión. A lo mejor no me las pongo.
—Pero entonces no verá el camino hasta el altar —objetó Gloria—. Y en el fondo… En el fondo el reverendo también debe de quererla con gafas, ¿no?
Gloria puso el énfasis en el «¿no?», dando por supuesta la contestación. Ya hacía tiempo que había perdido la esperanza de que la quisieran por sí misma. Claro que leía las cartas que la abuela Gwyn le escribía y creía que los McKenzie añoraban a su bisnieta. Pero ¿querían de verdad a Gloria? ¿O se trataba más bien de la herencia de Kiward Station?
La niña se pasaba noches enteras cavilando por qué la abuela Gwyn se había doblegado sin protestar a la voluntad de sus padres.
Creía recordar que Jack se había mostrado contrario. Pero él no contestaba a sus cartas, y desde luego no iría a buscarla. Incluso era probable que también la hubiese olvidado.
—El reverendo me quiere con o sin gafas, Glory, igual como yo te quiero a ti, sin importar si te quedan bien o mal esos feos vestidos de florecitas. Y tu abuela te quiere, y también tus padres… —La señorita Bleachum se esforzaba, pero Gloria sabía que estaba mintiendo.
Lilian, por el contrario, estaba entusiasmada con la tarea que desempeñaría en la boda y no hablaba de otra cosa. Si por ella fuera, habría tocado encantada también el órgano, pero de eso se encargaría la señorita Wedgewood, si bien en los ensayos siempre parecía un poco ofendida.
Christopher Bleachum estaba satisfecho con el modo en que se desarrollaban los acontecimientos, aunque siempre se ponía algo triste cuando veía a Brigit Pierce-Barrister en misa. No había reanudado los tiernos vínculos recientemente establecidos con la muchacha. Ahora que estaba oficialmente comprometido quería ser fiel. Por difícil que fuera, estaba firmemente resuelto a convertirse en un esposo bueno y leal para Sarah, por más que la señora Winter volvía a mirarlo últimamente con interés y casi con algo de pena. Sin duda sabía que Sarah no era la mujer con la que él había soñado toda su vida. Por otra parte ni Emily Winter ni Brigit Pierce-Barrister estaban ni remotamente especialmente dotadas para cumplir las tareas de la esposa de un pastor. Christopher consideraba muy cristiano y sumamente heroico no volver a ver a ninguna de esas mujeres, sino estar cada vez más pendiente de Sarah.
Ya hacía tiempo que ella bailaba al compás que él marcaba: todo estaba resultando demasiado fácil para estimularle, ni siquiera un poco.
Por fin se acercaba el gran día y la comunidad ardía de emoción. Sarah se probó el vestido y derramó lágrimas, hasta el punto de no querer ponérselo. Los volantes, distribuidos con tanta generosidad, le daban un aspecto infantil. Sus formas, ya escasas, se perdían en ese mar de satén y tules que se inflaba y estiraba en los lugares equivocados.
—¡No soy vanidosa, pero así no puedo plantarme delante del obispo! —se lamentó a Christopher—. Con todo el respeto hacia la buena voluntad de la señora Buster y la señora Holleer, pero no saben coser. Ahora quieren corregirlo, pero no hay nada que hacer…
Hasta entonces, Christopher no se había preocupado por esas cuestiones, pero consideraba importante que Sarah llegara al altar adecuadamente vestida. Claro que halagaba a las matronas de la comunidad haber vestido a la joven novia, y hasta el momento Christopher siempre había tranquilizado a la inquieta Sarah, pero si el vestido no era el adecuado…
—La señora Winter es muy buena costurera —observó—. Podría arreglarlo. Mañana hablaré con ella.
—No carece de cierta ironía —observó Emily Winter cuando Christopher acudió a ella en busca de ayuda—. Precisamente yo cortando el vestido blanco de tu virginal novia… Porque será virgen, ¿no?
Emily y el párroco estaban a la puerta de la casa de esta. Aunque no se encontraban a solas, ella consiguió tratarlo de tal modo que a Christopher su actitud le resultó excitante.
Emily era una mujer menuda pero atractiva, con suaves curvas y un rostro de muñeca de tez suave y blanca como la leche. Las pestañas le caían espesas sobre los ojos de un verde pardo y el cabello castaño se derramaba en abundantes bucles sobre la espalda si no lo llevaba recogido en un moño en la nuca, como en esa ocasión.
—¡Claro que no la he tocado! —respondió Christopher—. Y por favor, Emily, no me mires así. Soy un hombre casi casado y nuestra relación ya nos ha causado suficientes problemas…
Emily soltó un risa ronca.
—Pese a ello darías años de tu vida por tenerme a tu lado el día de tu boda y escuchar un virtuoso sí. ¿O es que ya no me deseas?
—No se trata de deseo, Emily, sino de mi buena reputación. Y de la tuya, no deberías olvidarte. Y bien, ¿ayudarás a Sarah? —insistió Christopher, intentando desesperadamente ocultar su excitación.
Emily asintió.
—Haré lo que pueda por ese ratoncito. Deberíamos cubrir a Sarah con un tupido velo, ¿verdad? —Volvió a reírse—. Envíamela cuanto antes, conozco a la señora Buster y habrá que volver a empezar con el vestido desde el principio.
Sarah acudió esa misma tarde y rompió a llorar cuando repitió la prueba delante del espejo de la señora Winter. Emily alzó la vista al cielo. ¡Otra llorona! Pero ella cumpliría su palabra. Firmemente decidida, desprendió todos los tules y volantes del traje y encargó a Sarah, que solía llevar ropa hecha a medida y en verano muy holgada, un ceñido corsé sens-ventre.
—¡No puedo respirar ahí dentro! —gimió Sarah, pero Emily sacudió la cabeza.
—Un poco de ahogo sienta bien a las novias —afirmó—. Y el corsé le levanta el pecho y acentúa las caderas. ¡Es lo que necesita! Tendrá una silueta totalmente distinta, ¡hágame caso!
En efecto, Sarah contempló fascinada el espejo y vio cómo la señora Winter definía el ahora sobrio vestido siguiendo la silueta del cuerpo, ciñendo más la falda y abriendo más el escote.
—¡Es demasiado pronunciado! —protestó Sarah, pero Emily creó una pechera de tul que pese a cerrar el escote, atraía de todos modos la mirada hacia los pechos, por fin perceptibles, de Sarah. La joven estaba mucho más ilusionada cuando Emily hubo terminado. Había insistido en un velo sencillo, pese a que la señora Winter le aconsejaba una creación más complicada.
—¡Pues entonces arréglese al menos el pelo! —dijo Emily—. Podría llevarlo muy bonito si no se lo peinara tan tirante hacia atrás…
Sarah apenas si se reconocía cuando el día de la boda se puso ante el espejo. Emily Winter había acabado el vestido en el último minuto, pero ahora le sentaba como un guante. Claro que Sarah apenas podía moverse en el corsé, pero la imagen del espejo era increíble.
Lilian y Gloria apenas lograron contener su entusiasmo.
—A lo mejor, si pudiera cortarme un vestido para mí… —comenzó a decir Gloria, vacilante.
Las dos niñas no presentaban su mejor aspecto con los vestidos de damas de honor. La señora Buster se había obstinado en que fueran de color rosa y el diseño, tipo floripondio, ni siquiera le quedaba bien a Lilian. El color no armonizaba con sus rizos rojos y a Gloria la engordaba.
—Todavía tienes que crecer un poco más —dijo la señora Winter—. Cuando llegue el momento ya verás como das el estirón. Por otra parte necesitas vestidos amplios. Ese fajín alrededor de la cintura no tendría que estar ahí, pero no nos preocupemos por eso ahora. Los vestidos de las damas de honor han de ser feos. No se trata de que las doncellas superen en belleza a la novia.
Lo que en ese caso no era difícil, pensaba Emily. Estaba realmente satisfecha del trabajo que había realizado, pero hacer una beldad de Sarah Bleachum requería otros menesteres. Para empezar, el color blanco no le sentaba bien, daba palidez a su tez y restaba expresión a su semblante. Un velo diestramente colocado habría podido mejorar el aspecto, pero Sarah había insistido en esa cosa sencilla…
Emily plegó la tela de forma tan artística como era posible alrededor del cabello de Sarah, que ella se negó rotundamente a llevar suelto. Emily lo había recogido de forma más refinada, y con las flores de colores, que Lilian había recogido y utilizado para hacer una corona, Sarah estaba realmente hermosa.
En cualquier caso, Emily Winter lo había hecho lo mejor posible. Y exigiría su recompensa a Christopher.
Christopher Bleachum esperaba a la novia en la sacristía, aliviado de poder recogerse antes de dar el paso decisivo. El obispo charlaba en el exterior con sus feligreses y las mujeres todavía tenían que preparar a Sarah. Eso llevaría su tiempo. Christopher iba de un lado a otro, nervioso.
De repente oyó la puerta lateral que conducía del cementerio a una antesala de la sacristía, donde el reverendo dejaba el abrigo y las botas en los días lluviosos. Pero era un día de otoño sin lluvia, y la visitante que acababa de entrar solo llevaba un vestido de fiesta de color verde manzana y por encima un chal verde oscuro. Se había recogido en la nuca el abundante cabello con un pasador y lo había peinado en unos elegantes bucles que se derramaban suavemente sobre sus hombros. Un atrevido sombrerito verde resaltaba el color castaño oscuro de la melena.
—¡Emily! ¿Qué estás haciendo aquí? —El reverendo miró sorprendido y ligeramente desazonado a la acicalada recién llegada.
Emily Winter observó su figura delgada pero fuerte en la elegante levita que había pedido en préstamo para la boda.
—Bueno, ¿qué pasa? Te presento los frutos de mi trabajo. He aquí… —Se volvió hacia la pequeña ventana de la sacristía y señaló hacia el exterior. Desde allí se distinguía bien una parte de la escalera de la iglesia y Emily debía de haber dicho a Sarah que se colocase allí. La joven novia charlaba con Gloria y Lilian, que parecían enanitos de azúcar. Sarah, por el contrario, estaba totalmente cambiada. Christopher miró pasmado su figura suave aunque voluptuosa en el sencillo vestido de satén. Sarah se mantenía erguida. El cabello dispuesto en complicadas trenzas le hacía el rostro un poco más lleno.
—¿Te gusta? —Emily se acercó a Christopher.
El joven tomó aire.
—Emily… Señora Winter… claro que me gusta. Tú… usted… ha hecho milagros…
Emily rio.
—Solo un par de trucos de magia. Hoy por la noche la princesa volverá a convertirse en Cenicienta. Pero entonces no habrá vuelta atrás.
—¡Ni ahora tampoco! —De mala gana, Christopher intentó rehuir el acercamiento de Emily. Notaba nacer en él la excitación, la atracción por lo prohibido. ¿Qué pasaría si volvía a poseer ahora a Emily? Allí mismo, junto a su iglesia, a un par de metros del obispo… y de Sarah.
—Pero no es demasiado tarde para rememorar unos recuerdos bonitos —le reclamó Emily—. Ven, reverendo… —lo invitó, pronunciando esa palabra con lentitud y lascivia—. Mi marido se está bebiendo un trago a la salud de la feliz pareja. El obispo bendice a todas las criaturas del pueblo y Sarah consuela a la pequeña y fea Gloria por tener el aspecto de un flamenco gordo. Nadie nos molestará… —Dejó caer su chal. Christopher solo tenía el deseo de abandonarse al placer.
—Ven, Christopher, solo una vez más…
Sarah no se decidía. Estaba tan guapa… ¡por primera vez en su vida! Ya se imaginaba el brillo en los ojos de Christopher al entrar en la iglesia. Él no podría creer en su transformación. «Tenía» que amarla ahora más que antes…
«He aquí que tú eres hermosa, amiga mía». El Cantar de los Cantares adquiriría un significado totalmente nuevo tanto para él como para Sarah. Pues estaba hermosa, resplandecía de amor.
¡Si no fuera por las gafas! Sarah era consciente de que, tras los vidrios, los ojos parecían tan redondos y grandes como los de una vaca y que la montura ocultaba toda la delicadeza de sus rasgos. Sentía la tentación de librarse de ese objeto, pero en ese caso se privaría de la ansiada visión de los ojos relucientes de su amado delante del altar. Y tendría que tantear la alianza… Gloria tenía razón, podía ocurrir que se llevara al obispo por delante. Y eso sí que no. Sarah ni podía ni quería ir dando traspiés en la ceremonia de su boda. Un par de minutos sin gafas, guiada por su amado, todavía podía pasar, pero no toda la ceremonia.
Pero quizás aún se podía hacer algo al respecto. Christopher tenía que verla aunque solo fuera una vez en todo su esplendor, por más que eso supuestamente acarreara mala suerte. Tan malo no sería que le lanzara un vistazo antes de entrar en la iglesia. Le haría una corta visita a la sacristía, le explicaría el estupendo trabajo que había realizado Emily y tal vez él la besaría. Seguro que la besaba, ¡no podía ser de otra manera! Sarah se recogió precipitadamente el vestido y el velo.
—Enseguida vuelvo, niñas. Decídselo al obispo si os pregunta. En cinco minutos podemos empezar, pero ahora tengo que… —Se ajustó las gafas y rodeó dándose prisa la iglesia hasta llegar a la pequeña entrada de la sacristía. No estaba cerrada. Claro que no, a fin de cuentas, Christopher había entrado ahí.
Sin aliento a causa del corsé, pero también por la emoción, Sarah se quitó las gafas y cruzó a tientas la antesala. La puerta de la sacristía estaba abierta. Y ahí… ahí se movía un cuerpo extraño y compacto, medio acostado en un sillón… Algo verde y negro…, y algo de color rosa. ¿Era piel desnuda?
—¿Christopher? —Sarah buscó las gafas entre los pliegues de su vestido recogido.
—¡No, Sarah! —Christopher Bleachum intentó evitar lo peor, pero Sarah ya se había puesto las gafas.
De todos modos, Emily no habría conseguido bajarse el vestido tan deprisa… y los pantalones de Christopher…
La escena era humillante. Repulsiva.
Y permitió que Sarah Bleachum, la poseída, la seducida, la enamorada, volviera a convertirse en la joven inteligente que no se acobardaba por cuestionar el mundo.
Durante unos instantes se quedó mirando perpleja los cuerpos medio desnudos en la habitación junto a la casa del Señor. Luego sus ojos centellearon de ira y decepción.
A Christopher debió de recordarle a sus heroínas preferidas de la Biblia. Era fácil imaginar lo que habrían hecho con él Dafne, Ester y Jael.
Pero Sarah no lo atacó. Ni siquiera habló. Pálida, con los labios apretados, se arrancó el velo de la cabeza.
Emily casi temía que fuera a soltarse el corsé, pues Sarah ya se llevaba las manos al cierre del vestido, pero entonces se contuvo. Sin volverse a mirar a los dos amantes sorprendidos en flagrante delito, salió…
—Tienes que vestirte, el obispo… —Emily fue la primera en volver a la realidad. Pero ya era demasiado tarde.
Christopher no creía que en el estado en que se encontraba Sarah hubiera informado al obispo de lo sucedido, pero poco antes su superior ya se hallaba delante de la iglesia. Debía de haber visto cómo la joven salía de la sacristía precipitadamente.
El reverendo agachó de modo instintivo la cabeza y se protegió. La ira de Dios caería sobre él…
—Lo siento, Gloria, lo siento de verdad. —Sarah Bleachum mecía entre sus brazos a la niña, que sollozaba—. Pero tienes que entender que no puedo quedarme en estas circunstancias. ¿Qué pensaría la gente de mí?
—A mí me da igual —gimió Gloria—. Pero si ahora vuelve a Nueva Zelanda… ¿Se lo ha permitido la abuela Gwyn? ¿Le ha enviado de verdad el dinero?
El día en que debía celebrarse su boda, Sarah Bleachum había huido aturdida, pero incluso mientras pasaba corriendo junto a los sorprendidos asistentes, su cerebro había vuelto a ponerse en marcha. Tenía que irse de ese lugar lo más deprisa posible. Primero de Sawston y luego de Inglaterra, o se volvería loca.
Sarah llegó a su habitación, en casa de la señora Buster, sin que nadie la detuviera, se arrancó el traje de novia y, sobre todo, el incómodo corsé, y se puso el primer vestido que encontró. Amontonó toda la ropa y emprendió el camino a Cambridge.
Tenía que recorrer algo más de once kilómetros. Al principio corría, luego refrenó la marcha y al final fue arrastrando los pies. Pero al menos se había desvanecido la cólera que la devoraba y el agotamiento había disipado la vergüenza inicial. En Cambridge había hoteles. Sarah solo esperaba no tener que pagar demasiado de anticipo. Al final encontró una pensión modesta pero acogedora y llamó a la puerta. Por primera vez en ese día horrible, tuvo suerte. La propietaria, una viuda llamada Margaret Simpson, no le preguntó nada.
—Puede contarme más tarde lo que ha sucedido…, si así lo desea —dijo con dulzura y poniendo una taza de té delante de la joven—. Primero tiene usted que descansar.
—Necesito una oficina de correos —susurró Sarah. Ahora que hallaba la calma, todo su cuerpo empezó a temblar—. Tengo que enviar un telegrama… a Nueva Zelanda. ¿Cree que desde aquí es posible?
La señora Simpson volvió a llenarle la taza y cubrió los hombros de su extraña huésped con una chaqueta de lana.
—Claro que sí, pero ya lo hará mañana…
Sarah nunca habría creído que ese día lograría conciliar el sueño, pero para su sorpresa durmió profundamente y a la mañana siguiente se despertó con la sensación de estar liberada. Por supuesto sentía vergüenza y miedo ante el futuro, sin embargo, lo principal era que se había quitado un peso de encima. En el fondo se alegraba de regresar a casa. Si no fuera por Gloria…
—Tu abuela no tiene que «permitirme» volver a Nueva Zelanda, cariño —objetó a la niña amablemente pero con determinación—. Yo misma decido dónde quiero vivir. Pero me prometió pagarme el viaje si mis… Bueno…, si mis expectativas no se cumplían aquí. Y mantendrá su promesa, ya lo ha confirmado.
En efecto, Gwyneira McKenzie había recibido el telegrama de Sarah ese mismo día. —Andy McAran lo había llevado de Haldon a Kiward Station— y le había enviado el dinero de inmediato a través de Greenwood Enterprises. En los días siguientes, Sarah viajaría a Londres y luego tomaría el primer barco hacia Lyttelton o Dunedin. Pero antes tenía que contárselo a Gloria. Apesadumbrada pidió un coche de alquiler para Oaks Garden y pasó con la cabeza erguida junto a las profesoras y madres de familia que la miraban con semblante hostil.
Como era de esperar, Gloria estaba inconsolable.
—¿No puede quedarse al menos en Inglaterra? —preguntó afligida—. A lo mejor hasta la señorita Arrowstone le daba un empleo…
Sarah sacudió la cabeza.
—¿Después de lo que ha sucedido, Glory? No, imposible. Imagínate que tuviera que ver a Christopher todos los domingos en misa…
—Pero ¿no van a trasladar al reverendo? —preguntó la niña—. Lily dice que tendrían que echarlo.
Sarah pensaba qué habrían oído o incluso presenciado las pequeñas. Habían estado junto a la sacristía y habían visto huir a Sarah. Al menos la curiosa Lily sin duda habría corrido a comprobar qué había pasado. Era probable que el obispo siguiera a las dos niñas… Pero daba igual lo que Lilian Lambert contara y Gloria Martyn supiera: al parecer, Christopher Bleachum no perdería su empleo. Por más que el obispo hubiera sido testigo de su indigno comportamiento, no lo pondría en ridículo delante de la congregación y de toda la dirección de la Iglesia. Obviamente, se ganaría una severa reprimenda, pero la vergüenza de la ruptura recaería sobre Sarah. Probablemente explicarían la huida por el temor a no encontrar marido o por una acceso de histeria, mientras intentaban consolar al «pobre reverendo» por todos los medios.
—No sé qué pasará con el reverendo, pero yo, en cualquier caso, me voy —dijo Sarah con determinación—. Me gustaría poder llevarte conmigo, pero como bien sabes eso es imposible. Pronto volverán tus padres, Glory, y te sentirás mejor…
Gloria tenía sus dudas. Por una parte estaba impaciente por verlos, pero por otra temía el encuentro. Fuera como fuese, no esperaba amor ni comprensión por parte de ellos.
—Le contaré a la abuela Gwyn lo desdichada que eres aquí —propuso Sarah sin mucho entusiasmo—. Tal vez pueda hacer algo…
Gloria apretó los labios y se irguió.
—No es necesario que se moleste —respondió en voz baja.
Gloria no creía en milagros. No había nadie en Kiward Station que realmente la echara en falta y era seguro que Jack no iría a recogerla.
En ese momento jugueteaba con la carta que había recibido por la mañana y que llevaba en el bolsillo. En ella Gwyneira McKenzie le contaba, con su habitual estilo objetivo, que se había celebrado una boda. Jack se había casado con Charlotte Greenwood. Sin duda pronto tendrían hijos y Gloria quedaría entonces relegada al olvido.
—Resulta extraordinariamente alentador que se presente usted justo ahora.
La señorita Arrowstone saludó eufórica a William Martyn, aunque era muy probable que su entusiasmo no se debiera tanto al momento de su llegada como al encanto que él desprendía. Salvo escasas excepciones, William siempre había conseguido meterse en el bolsillo a las mujeres. La oronda directora ronroneaba como una gata y casi alzaba la vista enamorada hacia el hombre alto y apuesto. William Martyn era de mediana edad, pero seguía siendo delgado y elegante. En su cabello rubio y ondulado apenas se advertían unas pocas hebras grises, y el brillo de sus ojos azul claro y la sonrisa en su semblante siempre ligeramente bronceado lo hacían irresistible. Con su esposa Kura, de cabello oscuro y de aspecto exótico, formaba una pareja cuya belleza llamaba la atención. La señorita Arrowstone se preguntaba cómo era posible que dos seres tan atractivos y carismáticos hubieran podido traer al mundo a un ser tan mediocre como Gloria.
—Hemos retenido una carta para su hija que, para decirlo suavemente, nos ha preocupado un poco… —La señorita Arrowstone sacó un sobre del cajón de su escritorio.
—Pero ¿cómo le va a Gloria? —preguntó William con su seductora voz—. Espero que se haya integrado y las profesoras estén contentas con ella.
La señorita Arrowstone se esforzó por esbozar una sonrisa.
—Bueno… Su hija todavía está en pleno proceso de adaptación. Ha crecido un poco asilvestrada en ese extremo del mundo…
William asintió e hizo un gesto con la mano.
—Caballos, vacas y ovejas, señorita Arrowstone —declaró con un deje dramático—. Es lo único en lo que piensa la gente de por allí. Las llanuras de Canterbury… Christchurch, que ahora se autodenomina metrópoli… Edificios catedralicios… Todo suena muy prometedor, pero cuando has vivido allí… Lo dicho: ¡caballos, vacas y ovejas! Tendríamos que haber proporcionado a Gloria un ambiente más estimulante mucho antes, pero las cosas van como van. Un gran éxito también conlleva, precisamente, mucho esfuerzo.
La señorita Arrowstone sonrió con aire comprensivo.
—Esta es la razón de que su esposa no lo haya acompañado para recoger a Gloria —observó—. Y sin embargo a todos nos habría alegrado sobremanera volver a verla.
Y disfrutar de otro concierto gratis, pensó William, aunque en realidad contestó con amabilidad:
—Kura se encontraba algo indispuesta tras la última gira y, como usted comprenderá, una cantante ha de cuidarse incluso el más ínfimo de los resfriados. Esta es la causa de que hayamos considerado mejor que permaneciera en Londres. Tenemos una suite en el Ritz…
—¿No disponen de residencia en la ciudad, señor Martyn? —preguntó asombrada la señorita Arrowstone. Sus ojos centellearon al oír mencionar el famoso hotel, cuya inauguración había sido festejada pocos años atrás, y que se hallaba bajo los auspicios del príncipe de Gales.
William meneó la cabeza con ademán apesadumbrado.
—Ni tampoco en el campo, señorita Arrowstone. Si bien he sacado con frecuencia el tema de adquirir una residencia, a mi esposa no le gusta establecerse. Supongo que es a causa de su herencia maorí. —Mostró su cautivadora sonrisa—. Pero ¿qué sucede con la carta que ha mencionado, señorita Arrowstone? ¿Acaso alguien incordia a nuestra hija? Tal vez sea otra cosa más a la que Gloria tenga que acostumbrarse. Los artistas con éxito siempre son objeto de envidia…
La señorita Arrowstone sacó la carta del sobre y la desplegó.
—Yo no hablaría de «incordio». Y me resulta un poco incómodo que hayamos abierto la correspondencia. Pero tiene que entenderlo… Como padre de una hija sin duda tomará a bien que nos ocupemos de la virtud de las pupilas. Por razones de seguridad abrimos aquellas cartas de un emisario varón que no guarda un vínculo de parentesco con las muchachas. Si se trata de algo inofensivo, como suele ser el caso, volvemos a cerrar la carta como si no hubiera pasado nada. En caso contrario, la joven es sometida a un interrogatorio. Pues sí, y esta vez… Pero lea usted mismo.
Queridísima Gloria:
No sé exactamente cómo empezar esta carta, pero estoy demasiado inquieto para seguir esperando. Mi querida esposa Charlotte me ha animado por ello a escribirte, simplemente, y comunicarte mi preocupación por ti.
¿Cómo estás, Gloria? Tal vez esta pregunta te resulte fastidiosa. Por tus escritos deducimos que siempre estás muy ocupada. Cuentas que tocas el piano, dibujas y haces muchas cosas con tus nuevas amigas, pero a mí tus cartas me parecen extrañamente breves y concisas. ¿Es posible que hayas olvidado a todos los de Kiward Station? ¿No quieres saber cómo están tu perro y tu caballo? Puede que sea absurdo, pero nunca leo una risa entre líneas ni escucho jamás una opinión personal. Por el contrario, esas pocas y breves líneas a veces despiden tristeza. Cuando pienso en ti, no dejo de escuchar las últimas palabras que me dijiste antes de partir: «Si lo paso muy mal, vendrás a buscarme, ¿verdad?». Entonces te consolé, no sabía qué tenía que decirte, pero por supuesto que la respuesta correcta es sí, no podía ser de otro modo. Si te sientes realmente triste, Gloria, si te sientes sola y has perdido toda esperanza de que algo cambie allí, escríbeme y yo iré. No sé cómo lo haré, pero me tendrás a tu lado.
Tu tío abuelo, que te quiere por encima de todo,
JACK
William pasó la vista por las líneas con el ceño fruncido.
—Tenía usted toda la razón al retenerla, señorita Arrowstone —señaló—. La relación entre mi hija y ese joven siempre ha sido algo enfermiza. Tire la carta.
Gloria estaba sola. Completamente sola.