Las «lecciones particulares» de las tardes de los sábados no tardaron en convertirse en el broche de oro de la semana. Gloria las esperaba con ilusión desde el lunes mismo y, aunque su vida cotidiana era bastante horrible, se imaginaba junto a su joven profesora y le contaba sus penas mentalmente. La señorita Bleachum, por supuesto, no se limitaba a dar clases de francés, pese a que se concentraba en esta materia durante la primera hora: al fin y al cabo, la señorita Arrowstone y Madame Laverne, la profesora de esa lengua, tenían que ver los progresos. Gloria también le contaba cómo la martirizaban Gabrielle y las otras niñas, y Sarah le daba consejos útiles para aprender a desenvolverse.
—¡No debes aguantarlo todo, Gloria! —le decía, por ejemplo—. No debes avergonzarte de pedir ayuda de vez en cuando a la responsable del ala donde estás. En especial cuando te gastan bromas pesadas como la de la tinta.
Gabrielle había echado a perder la blusa del uniforme de Gloria manchándola con tinta.
—Y si no quieres delatar a tus compañeras, pide a la responsable que tome en depósito las cosas. O levántate por la noche y mira si esa niña ha vuelto a hacer algo y cambia la ropa. Gabrielle quedará como una tonta cuando al día siguiente se encuentre con la mancha en su propia blusa, cuando tú ya te hayas vestido y salido. Tenéis la misma talla aproximadamente. O endósale la ropa sucia o arrugada de otra compañera de habitación. Así se las cargará Gabrielle. No te importe gastarle tú también alguna jugarreta a ella…
Gloria asentía desanimada. No tenía imaginación para fastidiar a los demás. Ni se le ocurría, simplemente, cómo meterse con Gabrielle. Pero entonces se le ocurrió hablar con Lilian al respecto. Esta y sus amigas siempre estaban haciendo travesuras a los profesores y sus compañeras: lo de la araña en el mapa corría en boca de todo el mundo.
El duendecillo pelirrojo escuchó pacientemente las cuitas de Gloria y le sonrió con dulzura.
—Esa es la mema que se chivó después de la fiesta, ¿verdad? —preguntó—. No te preocupes, seguro que se me ocurre algo.
En la siguiente clase de violín, Gabrielle comprobó que su instrumento estaba desafinado. Eso no suponía ningún problema para las chicas que tenían dotes musicales, pero el oído de Gabrielle no era mejor que el de Gloria, así que solía comprar con dulces a una pequeña violinista muy dotada de la clase de Lilian para que le afinara el violín antes de la clase. Esa vez, sin embargo, tuvo que arreglárselas sola ante los ojos y oídos de la señorita Tayler-Bennington. Fue un desastre y Lilian, complacida, se rio de la jugarreta.
Gloria experimentó cierto sentimiento de victoria con la travesura, pero no una auténtica alegría. No le producía satisfacción ver sufrir a los demás y no le gustaba pelearse. Gwyneira habría atribuido su necesidad de armonía a la herencia maorí: la abuela Marama era igual. En Oaks Garden, sin embargo, el talante pacífico de Gloria se consideraba apatía. Las profesoras la calificaban de «desmotivada» y las alumnas la seguían torturando cuanto podían.
Solo las tardes con la señorita Bleachum despertaban a la antigua Gloria, feliz e interesada por todo lo que había en el mundo. Para que no las espiasen ni Christopher ni la señora Buster, ambas emprendían largos paseos tras las clases de francés. Gloria pescó emocionada unas huevas de rana de una charca y Sarah encontró un escondite en el jardín de la señora Buster para que madurasen en un frasco. Gloria observaba fascinada la evolución de los renacuajos y la patrona casi se murió del susto cuando, un día, veinte animosas ranitas salieron brincando por su parterre de flores. Sarah necesitó horas para recogerlas todas y llevarlas a la charca, lo que le valió otra benévola regañina del reverendo.
—Eso no ha sido muy propio de una dama, querida. Tendrías que pensar más en ser un ejemplo para las mujeres de la congregación.
—Y entonces, ¿se casará pronto con el reverendo? —preguntó Gloria un día de verano. Eran las vacaciones de la escuela y, naturalmente, no había podido regresar a Nueva Zelanda. Por otra parte, sus padres volvían a estar de gira por lugares del mundo a donde era imposible que los acompañara su hija. En esta ocasión viajaban por Noruega, Suecia y Finlandia. En la escuela, la vigilancia de las alumnas que se quedaban no era tan severa, así que Gloria iba casi cada día al pueblo para visitar a la señorita Bleachum. Colaboraba en los preparativos de la tómbola de la comunidad y en la fiesta de verano, aliviando de este modo a Sarah de algunas tareas que no eran de su agrado.
Para sorpresa de la institutriz, Gloria se entendía bien con las mujeres de la congregación. Los habitantes del pueblo eran gente sencilla, similar en general a la de Haldon o a las familias de los pastores con los que la jovencita solía tratar con anterioridad. Ahí nadie había oído hablar de Kura-maro-tini Martyn y su voz sensacional. Gloria no era más que otra alumna del internado. Cuando la gente descubría que no era arrogante ni vanidosa, como muchas de las chicas de Oaks Garden, la trataban como a las jóvenes del pueblo. Además, a ella se le daba mejor trenzar guirnaldas, colgar farolillos y vestir la mesa que tocar el piano y recitar poemas. Era útil, la elogiaban y acabó sintiéndose algo mejor consigo misma. En el fondo, a ella le iba mejor en la comunidad que a Sarah, quien todavía se sentía incómoda entre los habitantes del pueblo. De ahí que no respondiera de inmediato a la pregunta de Gloria.
—No lo sé —contestó—. Todos lo dan por supuesto, pero…
—¿Lo ama, señorita Bleachum? —Esta pregunta indiscreta procedía, cómo no, de Lilian. También ella pasaba una parte de las vacaciones en el internado y se aburría como una ostra. A la semana siguiente, no obstante, viajaría a Somerset invitada por una amiga, y Lilian ya se entusiasmaba solo de pensar en los ponis y las fiestas en el jardín.
Sarah volvió a ruborizarse, aunque ya no con la misma intensidad que unos meses antes, pues a esas alturas ya se había acostumbrado a que le preguntaran sin cesar por su inminente enlace.
—Creo que sí… —susurró, y se sintió de nuevo insegura.
La respuesta sincera habría sido que Sarah no lo sabía porque todavía no podía definir con precisión el concepto de «amor». Antes le había parecido sentir una unión espiritual con Christopher, pero desde que se hallaba en Inglaterra la asaltaban las dudas. En realidad, y eso lo notaba cada vez con mayor claridad la joven profesora, el reverendo y ella tenían pocos puntos en común. Sarah ansiaba la verdad y la certeza. Cuando daba clases quería explicar el mundo a sus alumnos. En el ámbito religioso eso se habría correspondido con el fervor evangelizador, pero la profesora apenas lo sentía. Para su vergüenza cada vez veía con mayor nitidez que le daba igual lo que los seres humanos creyeran. Tal vez esa era la razón por la que nunca había sufrido conflictos con los alumnos maoríes. Por supuesto, les había leído la Biblia, pero el que los niños contrapusieran leyendas maoríes no la inflamó de cólera divina. Simplemente les corrigió el inglés cuando se les escapó algún error gramatical.
Lo que a Sarah la enardecía era la ignorancia, y en Sawston se topaba con ella con demasiada frecuencia. También Christopher le pareció en un principio propenso a sufrirla, pero luego comprobó que su primo no siempre compartía las opiniones que defendía a voz en cuello. El reverendo era inteligente y cultivado, pero no le importaba tanto la verdad como su renombre en la congregación. Quería ser amado, admirado y respetado, y para ello apuntaba al viento que mejor soplaba. Las lecturas de la Biblia de Christopher eran sencillas y no dejaban espacio alguno para la duda. Halagaba a los miembros femeninos de su comunidad y criticaba tibiamente los pecados de los varones, algo que a veces hacía montar en cólera a Sarah. Habría deseado que hablase con mayor claridad cuando una mujer le contaba sus penas porque su esposo se gastaba el dinero en el pub y la pegaba cuando protestaba por ello. Sin embargo, en tales ocasiones Christopher se limitaba a tranquilizarlas. Sarah no pensaba que ella lograra mejorar la situación cuando se convirtiera en la esposa del párroco. Todo lo contrario: entonces las mujeres acudirían a ella, así que no quería ni pensar en las diferencias de opiniones que ello generaría.
A pesar de todo, Christopher Bleachum atraía a la joven más que antes. Después de resignarse prácticamente a estar comprometida de modo oficial con él, le permitía que la recogiera para asistir a comidas campestres y excursiones. Aunque fuera para combatir el agobiante tedio del pueblo. Y en cuanto estaba a solas con él, sucumbía al encanto con que también fascinaba a las mujeres de la congregación. Christopher daba la impresión de estar allí solo para ella y de no interesarse en el mundo por nada más que por Sarah Bleachum. La miraba a los ojos, asentía gravemente a lo que ella decía y a veces…, a veces la tocaba. Empezó con un suave roce, se diría que casual, de la mano de ella cuando ambos cogían al mismo tiempo un muslo de pollo del mantel del picnic. Se convirtió luego en un roce consciente de los dedos de él con el dorso de la mano de la muchacha, como para subrayar una observación que estaba haciendo.
Sarah se estremecía con estos acercamientos, se sofocaba cuando sentía la tibieza de los dedos del hombre. Y más adelante la tomó de la mano para ayudarla a evitar un charco mientras paseaban. Ella sentía la seguridad y fuerza de Christopher. Al principio esto la ponía nerviosa, pero él la soltaba enseguida cuando ya habían superado el tramo difícil del camino y, al final, Sarah cedió al sentimiento de placer que le producía el contacto con él. Christopher parecía percatarse de ello por instinto. Cuando Sarah se relajaba, él no abandonaba la mano de la mujer y la acariciaba con los dedos al tiempo que le decía lo bonita que era. Sarah se sentía insegura, pero tenía demasiadas ganas de creerle y ¿cómo iba a mentir alguien que le daba la mano de ese modo? En su interior temblaba, pero luego empezó en alegrarse de sus acercamientos. Ya no se estremecía de nervios, sino de alegría al pensar que Christopher la rodearía con su brazo y le diría cosas hermosas.
Un día la besó, en el cañizal junto al estanque donde había cogido las huevas de rana con Gloria, y la sensación de los labios de él sobre los suyos primero la dejó sin aliento y luego sin razón. No podía pensar cuando Christopher la tocaba, era solo sensualidad y placer. Ese desvanecerse y volar en los brazos del otro tenía que ser amor. La unión espiritual era amistad, pero eso…, eso era amor…, seguro.
Claro que Sarah Bleachum también conocía la palabra «deseo», pero en relación con Christopher o incluso con ella misma le parecía inconcebible. Lo que ella sentía tenía que ser algo bueno, algo santo, amor justamente, como era bendecido cuando una pareja se comprometía.
Para Christopher Bleachum los cautelosos acercamientos a Sarah representaban un esfuerzo más que un placer. Había dado por supuesto que ella sería una mojigata: los seminarios de profesoras no eran mucho más mundanos que los claustros de monjas. De las maestras se esperaba continencia, y en ese ámbito las jóvenes estaban sometidas a una estrecha vigilancia. Sin embargo, había esperado estimularla más deprisa, en especial porque no le gustaban los cortejos largos. A Christopher le gustaba que lo sedujeran. Estaba acostumbrado a que las mujeres lo mimaran y sabía distinguir sus señales más ínfimas. Un parpadeo, una sonrisa, una inclinación de cabeza… Para inflamar a Christopher no se necesitaba mucho, sobre todo si la mujer era bonita y poseía unas curvas seductoras. Entonces empezaba un juego prohibido que él dominaba como un virtuoso. El reverendo se deshacía en insinuaciones y caricias, sonreía cuando las mujeres se sonrojaban, al parecer avergonzadas, aunque luego le tendían la mano y experimentaban un placentero estremecimiento cuando él, primero con los dedos, luego con los labios, las acariciaba. Al final siempre eran ellas las que querían más y por eso solían escoger lugares discretos. Los disimulos que conllevaba todo ello todavía excitaban más a Christopher y ellas le permitían ir al grano deprisa. También por eso prefería a mujeres con experiencia. No le deparaba ningún placer la lenta iniciación de una virgen en los placeres del amor.
Y era justo eso lo que parecía reclamar Sarah. Al parecer, ya entendía tanto del amor físico que lo temía, aunque al mismo tiempo sabía que el placer se hallaba vinculado a él. Ella no se limitaría a yacer debajo de él tensa y sin quejarse. Tampoco le había dado el sí expresamente. ¡Había que descartar que pudiera cambiar de opinión una vez que él la había presentado ante toda la parroquia como su futura esposa! Él seguía convencido de que su prima encajaba en el papel de esposa de pastor, si bien al principio habían tenido sus diferencias.
Sarah era lista y muy cultivada; si la formaba un poco más, ella lo aliviaría de mucho trabajo en la congregación. Por desgracia, a veces se mostraba un poco renuente. A Christopher no le gustaba nada que anduviera con la pequeña Martyn en lugar de participar activamente en la comunidad. Sea como fuere, se mostraba dispuesta a llegar a acuerdos. Desde la discusión sobre el darwinismo, había dejado de comentar en profundidad las historias bíblicas, y había rehusado de buen grado a la educación religiosa de los escolares del domingo. En lugar de ello, paseaba con los niños por la naturaleza para mostrarles el hermoso mundo creado por Dios y les enseñaba más sobre animales y plantas que sobre el amor al prójimo y la penitencia. Hasta el momento nadie se había quejado y, de todos modos, el invierno se ocuparía de acabar con esos devaneos científicos.
En general Christopher se mostraba optimista en cuanto a la conversión de la marisabidilla de su prima en una excelente esposa de párroco. Respecto a las expectativas del obispo, que la veía más bien como un baluarte para salvar la virtud de su apuesto párroco, el reverendo se hacía pocas ilusiones. Por supuesto que intentaría ser fiel, pero ya ahora le aburrían Sarah y el constante cortejo que le exigía. No le resultaba difícil contenerse. Sarah no era fea, pero carecía de los seductores y excitantes movimientos de mujeres como la señora Winter. Por añadidura, bajo los recatados vestidos, su prima parecía ser tan plana como una tabla de planchar. Casarse con Sarah Bleachum era una decisión de la razón. Christopher no sentía amor, ni siquiera cierta inclinación.
—Yo no creo que el reverendo esté enamorado de la señorita Bleachum —dijo Lilian mientras regresaba al colegio con Gloria.
Esta se alegraba de ir acompañada, pues con los preparativos de la fiesta de la comunidad se había retrasado y la puerta de la escuela ya estaría cerrada. Habría tenido que llamar al timbre y ganarse una reprimenda, pero Lilian había asegurado que conocía como mínimo dos sitios estupendos donde se podía saltar la valla sin que nadie se diera cuenta.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Gloria—. ¡Seguro que la quiere! —La jovencita no podía ni imaginarse que existiera alguien en el mundo que no quisiera a Sarah Bleachum.
—No la mira como si la amara —respondió Lilian—. No como si… Bueno, no como…, no sé. Pero sí mira así a la señora Winter. Y a Brigit Pierce-Barrister.
—¿A Brigit? —preguntó Gloria—. Pero ¡qué chaladuras se te ocurren!
Brigit Pierce-Barrister era una alumna de Oaks Garden. Iba al último curso y era mayor que las demás. Como a Gloria, la habían enviado tarde al internado y durante mucho tiempo había recibido clases particulares. Ya había cumplido diecisiete años y estaba totalmente desarrollada. Las niñas se reían de los «pechos turgentes» de Brigit, que quedaban presionados bajo el ceñido uniforme de la escuela.
—¡El reverendo no puede estar enamorado de Brigit!
Lilian soltó una risita.
—¿Y por qué no? Pues Brigit sí que está enamorada de él. Y también Mary Stellington; las he espiado y sé que las dos suspiran por él. Mary le hizo un punto de lectura de flores prensadas y se lo regaló en el solsticio de verano. Ahora siempre está mirando la Biblia y espera que él lo utilice y así se acuerde de ella. Y Brigit dice que la semana próxima ha de cantar en la misa y tiene miedo a que no le salga ninguna nota delante de él…
Gloria comprendía perfectamente esto último.
—Hasta las niñas de mi clase están enamoradas de él. Y Gabrielle. ¡Caray, tienes que haberte dado cuenta!
Gloria suspiró. Hacía ya tiempo que no prestaba atención a los cotilleos de Gabrielle y sus amigas. Y escapaba a su entendimiento que alguien pudiera beber los vientos por el reverendo Bleachum. En primer lugar era demasiado mayor para esas chicas, y además… Gloria no podía remediarlo, pero no le caía bien el reverendo. Había en él algo que le resultaba falso. Gastaba cumplidos con ella cuando se encontraban, pero nunca la miraba a los ojos. Además, no le gustaba que él la tocara. El reverendo Bleachum tenía la costumbre de acercarse demasiado a su interlocutor, sobre cuyos dedos o espalda solía posar la mano para confortarlo o apaciguarlo. Gloria odiaba ese gesto.
—Yo, personalmente, no me casaría con él —seguía parloteando Lilian—. Ya solo por cómo toquetea a todo el mundo. Si me caso un día, mi marido solo me tocará a mí y solo me dirá cosas bonitas a mí, y no a todas las mujeres con que se cruce. Y únicamente bailará conmigo. ¿Qué te juegas a que el reverendo Bleachum baila con Brigit en la fiesta de verano? Mira, ahí está el árbol. ¿Puedes encaramarte a la rama más baja? Si llegas ahí, se puede trepar fácilmente y pasar por encima de la verja.
Gloria la miró ofendida.
—Claro que puedo. Pero ¿hay también una rama en el otro lado?
Lilian asintió.
—Claro. Es muy fácil. Tú sígueme.
Dos minutos más tarde, las dos niñas estaban sanas y salvas en el jardín de la escuela. Era, en efecto, un camino sencillo que podría haber descubierto Gloria por sí misma. Como de costumbre, se censuró a sí misma por su falta de destreza. ¿Cuándo aprendería a pensar de una vez de otra forma que no fuera lineal? Y por añadidura, Lilian le había dado un motivo de inquietud. Si el reverendo no amaba a la señorita Bleachum, tal vez no se casaría con ella. La profesora volvería a Nueva Zelanda y se buscaría otro empleo. ¿Y qué sería entonces de Gloria?
Sarah Bleachum estaba muy lejos de disfrutar de la fiesta de verano de la congregación. No se hallaba sentada en compañía de las muchachas jóvenes, sino que la señora Buster la había arrastrado a la mesa de las matronas del lugar. Ahí conversaba aburridamente después de haber supervisado la tómbola para los pobres y la venta de pasteles. Naturalmente, ella misma había tenido que comprar algo. Adquirió sin ganas una bolsa para mantener los huevos duros calientes tricotada por la patrona y una funda de ganchillo para la tetera.
—¡Se necesitan tantas cosas cuando se crea un hogar! —exclamó la señora Buster. Daba por supuesto que las labores que ella había confeccionado y Sarah había comprado pronto decorarían la mesa del reverendo, y eso la hacía feliz. Sarah asintió vagamente. En realidad encontraba horrible todo lo que se ofrecía, pero se decía que tanto daba una funda para la tetera como otra.
Esa tarde solo veía al reverendo de lejos. Al principio él había estado charlando con unos hombres y luego pasó a mantener una animada conversación con la señorita Arrowstone. La directora había asistido a la fiesta con las nueve alumnas y las dos profesoras a las que no se les había ocurrido nada mejor que hacer que pasar las vacaciones en Sawston. Las niñas se entretuvieron tejiendo coronas de flores. Lilian, con su vestidito blanco de fiesta y la corona, parecía una diminuta hada de los bosques. Gloria volvía a presentar una expresión sombría. Alguien debía de haberse metido con ella o haberle tomado el pelo, porque su pupila se había quitado la corona y la había tirado. Tampoco se le aguantaba en los rizos hirsutos, que ese día llevaba resignadamente sueltos. Por lo general intentaba hacerse trenzas con ellos, una ardua tarea, e incluso cuando lo conseguía se le separaban de la cabeza como si llevaran un alambre para ponerse tiesas. Sarah la consolaba diciéndole que todavía tenía que crecerle el pelo y que en algún momento la fuerza de la gravedad saldría ganando y las trenzas le colgarían como a las demás niñas. Pero Gloria no se lo creía.
En esos momentos Brigit Pierce-Barrister, con el aspecto de una ninfa regordeta debido al vestido demasiado infantil para su silueta ya desarrollada, se desvivía por el reverendo. Sarah se preguntaba por qué la señorita Arrowstone no le había pedido al menos que se recogiera el cabello.
Brigit le dijo algo a Christopher y este le respondió sonriente. Sarah sintió una punzada de celos, lo que naturalmente era absurdo. Ya podía aquella jovencita descarada suspirar por el reverendo, que él nunca alimentaría las esperanzas de una niña de diecisiete años.
Sarah dudaba si levantarse y dirigirse a la mesa de Oaks Garden. La conversación con las profesoras seguramente sería más interesante que los chismorreos que intercambiaban la señora Buster y sus amigas. Sin embargo, Christopher volvería a censurarla por ello, y Sarah odiaba enojarle. Esto la confundía, pues al principio no le había importando demasiado discutir con él. No obstante, desde que ambos se habían declarado su amor, Christopher le hacía menos reproches pero la «castigaba» de forma más sutil. Si Sarah lo enojaba con alguna palabra o acción, él pasaba días sin prestarle atención, no la cogía de la mano de esa forma dulce y cordial y, naturalmente, tampoco la abrazaba ni la besaba.
Antes Sarah nunca pensaba en caricias. No soñaba con hombres, como sí les ocurría en cambio a otras chicas del seminario, a juzgar por sus discretas confesiones, y pocas veces ocurría que se acariciara el cuerpo bajo las sábanas. Pero ahora sentía un deseo ardiente y sufría cuando Christopher se distanciaba de ella. Durante el día estaba inquieta y por la noche no conciliaba el sueño pensando en por qué le había irritado y cómo podía reconciliarse con él. En su imaginación revivía sus besos y volvía a escuchar su voz grave pronunciando tiernas palabras.
A veces pasaba por su mente la palabra «poseída», pero se asustaba solo de pensar en aplicar tal concepto en relación a su amor hacia Christopher. Prefería con mucho los términos «cautivada» o «arrebatada». Sarah ansiaba encontrar la satisfacción plena en brazos de Christopher y deseaba llegar a mostrárselo mejor. Pero después de la rigidez inicial cuando él la tocaba, ahora se deshacía. No conseguía acariciarlo ella, sino que se quedaba inerte en brazos de él. En esos momentos la dominaba la impaciencia por fijar de una vez la fecha de la boda. Christopher ya daba por seguro el sí y era evidente que no consideraba necesario pedirle de forma romántica que se casara con él. Había momentos en que Sarah se enojaba por ello, pero lo olvidaba cuando lo veía o él la acariciaba. Pensaba que tal vez debería simplemente hablarle de comunicar la noticia. Sin embargo, en cada ocasión vencía de nuevo su orgullo sobre su flaqueza.
Eso mismo sucedió cuando la banda se formó y empezó el baile. Sarah esperaba que Christopher se dirigiera a ella, pero lo que ocurrió en cambio fue que sacó a bailar a la señorita Wedgewood, con quien para sorpresa general bailó un vals. La siguiente de la fila fue la señora Buster.
—¿Lo ves? ¡No baila con la señorita Bleachum! —susurró en tono triunfal Lilian a Gloria—. No le hace caso.
Lo último que Gloria quería escuchar ese día eran más malas noticias. Acababa de recibir una carta de sus padres donde la informaban de que irían a verla en las vacaciones de otoño. En realidad, podrían haberlo hecho ese verano, pero Kura y William habían preferido permanecer un poco más en París, donde se encontraban por el momento.
—¡Podrías viajar tú allí! —exclamó emocionada Lilian, expresando así lo que la misma Gloria pensaba. A los Martyn no les había importado que su hija viajara sola desde Nueva Zelanda. Era imposible que ahora no la creyeran capaz de desplazarse de Londres a París.
—Pues sí, si es que tienen ganas de que su querida Gloria esté a su lado —se mofó Fiona Hills-Galant. La muchacha había oído a Lilian y aprovechaba la ocasión para herir a Gloria—. Pero tal como tocas el piano, Glory, no harías gran cosa en un escenario. ¡Si al menos se te aguantara la corona de flores! Entonces podrías salir dando brincos con los bailarines negros y una faldita de paja.
Gloria había tirado a continuación la corona. Por mucho que intentara adornarse, nadie la quería. No deseaba ni pensar que a la señorita Bleachum le pasara lo mismo. ¡El reverendo tenía que amarla, y punto!
—¡Bueno, de la señora Buster no creo que esté enamorado! —observó Gloria. Se sintió aliviada cuando el reverendo hizo girar a la matrona al ritmo de una polca y no a la hermosa señora Winter.
—Claro que no. Pero no puede elegir solo a las que le gustan. Llamaría la atención —objetó Lilian en tono impertinente—. Fíjate, ahora bailará con un par de señoras mayores y luego con Brigit.
En efecto, Christopher sacó a bailar a otros «pilares de la comunidad» antes de volver a la mesa de Oaks Garden. Al lado habían colocado el té frío con zumo de fruta, una bebida refrescante para los bailarines. Brigit Pierce-Barrister le llenó un vaso con gesto solícito.
—Baila usted muy bien, reverendo —le elogió, sonriéndole con picardía—. ¿Es eso propio de un sacerdote?
Christopher rio.
—También el rey David bailaba, Brigit —señaló—. Dios ha regalado la música y la danza a sus criaturas para que las disfruten. ¿Por qué no iban a participar de ello sus ministros?
—¿Bailará entonces una vez conmigo? —preguntó la joven.
Christopher asintió, y esa vez hasta Gloria distinguió el centelleo de sus ojos.
—¿Por qué no? Pero ¿sabes? Ignoraba que en Oaks Garden enseñaran danza.
Brigit rio y parpadeó.
—Un primo me enseñó en Norfolk, en casa…
Descansó suavemente la mano en el brazo del reverendo mientras él la conducía a la pista de baile.
Gloria dirigió una mirada a Sarah. También la joven profesora observaba a su casi prometido. Parecía tranquila, pero Gloria la conocía lo suficiente para saber que estaba enfadada.
Brigit se amoldó con toda naturalidad a los brazos de Christopher y siguió con destreza su dirección. Naturalmente, no había nada de indecente en su forma de tocarse, pero se reconocía que para él no era una obligación lo que estaba haciendo.
—¡Qué bonita pareja! —observó también la señora Buster—. Aunque desde luego la muchacha es demasiado joven para él. ¿No baila usted, señorita Bleachum?
Sarah habría querido replicar que le gustaba mucho bailar cuando la invitaban a hacerlo, pero se contuvo. En primer lugar habría sido improcedente, y en segundo lugar no era cierto. Sarah no era una buena bailarina. Con las gafas le daba vergüenza exhibirse en la pista, y sin ellas era casi ciega. Por añadidura, hasta entonces había tenido pocas oportunidades de disfrutar de la danza. En el fondo, no le habría costado renunciar al baile, de no haber sentido la imperiosa necesidad de dejarse rodear por los brazos de Christopher, como esa impertinente Brigit, en la pista.
—¿Todavía conserva el punto de lectura de Mary Stellington? —preguntaba Brigit en ese momento—. ¡La pequeña y dulce Mary! Todavía es muy infantil, llevó las flores junto al pecho. Y ahora cada día mira a ver si emplea usted el punto de lectura…
Christopher sonrió y estrechó a Brigit un poco más contra sí. No resultaba improcedente, ya que la polca había dado paso a un vals.
—Puedes decirle que lo guardo con respeto —respondió—. Y tienes razón, Mary es una niña deliciosa… —Sus dedos jugaron livianamente con la mano de ella.
—Pero usted prefiere a una mujer, ¿no es cierto, reverendo? —susurró Brigit en tono conspirador—. Me pregunto si yo le gusto…
La expresión de Christopher reveló su esfuerzo por contenerse. Ahora empezaba el juego que le gustaba, la cuestión de quién ofrecía antes su virginidad: la muchacha al clérigo o el clérigo a la mujer. Al principio se limitaría a inocentes escarceos, una palabra aquí, un roce allá. Pero con una chica tan joven como Brigit la relación no pasaría de un beso. Aunque… parecía más experimentada de lo que él había pensado…
Bailar más de una pieza con la misma pareja no convenía al reverendo, y aún menos con una muchacha tan joven. Esa fue la razón por la que Christopher se separó de Brigit tras el vals. No lo hizo del todo con desgana, pues eso formaba parte del juego. Se inclinó de modo impecable ante ella y la condujo de vuelta a la mesa. Mientras le acomodaba la silla, oyó susurrar a dos muchachas en la mesa vecina.
—¿Lo ves? ¡Está enamorado de ella! —afirmaba Lilian, satisfecha—. Ya te lo había dicho. Baila con ella pero le gustaría más besarla. Y ni siquiera ha mirado a la señorita Bleachum…
Christopher volvió la vista. ¡El duendecillo pelirrojo! ¡Dichosa cría! ¿Era de verdad tan evidente su inclinación hacia Brigit Pierce-Barrister o tenía esa niña simplemente olfato para los enredos? En cualquier caso, estaba siendo indiscreta. Si no quería caer en descrédito, tenía que pensar algo rápido. Christopher recordó el último rapapolvo del obispo y se sintió desdichado. Si volvían a llegar rumores a oídos de su superior, su puesto peligraría. Y Christopher se encontraba tan bien en Sawston… Hizo un esfuerzo, sonrió a las alumnas y profesoras de Oaks Garden otra vez y se dirigió hacia Sarah.
—¿Quieres bailar, querida? —preguntó cortésmente.
Sarah asintió con una sonrisa resplandeciente. Poco antes tenía aspecto de estar enfadada. ¿Sospechaba ella también algo? Christopher la cogió de la mano. Tenía que pasar por eso. ¿Acaso no había decidido hacía ya tiempo que Sarah era la esposa que Dios le había enviado? Había llegado el momento de acelerar el asunto.
Sarah se quitó las gafas y siguió a su primo casi a ciegas hasta la pista de baile. Era agradable sentirse rodeada por los brazos de él, abandonada a su fuerza. Pero Christopher tenía la sensación de estar sosteniendo un saco de harina. O bien tenía que tirar de ella o ella le pisaba. A pesar de ello, hizo un esfuerzo por sonreír con ternura.
—Qué fiesta tan bonita, cariño —observó—. Y tú has participado mucho en la preparación. ¿Qué habríamos hecho sin tu ayuda?
Sarah levantó la cabeza y lo miró, aunque veía el rostro borroso.
—Pero disfruto tan poco de ti… —se quejó con dulzura—. ¿Tienes que bailar con todas estas mujeres? La señora Buster ya ha hecho un comentario…
A Christopher le recorrió un escalofrío. Así que la vieja bruja también se había percatado de algo. No quedaba más remedio: no debía andarse con chiquitas.
—Sarah, cariño mío, la señora Buster aprovechará cualquier oportunidad para divulgar habladurías. Pero si te parece bien, le daremos una buena noticia para que también la propague. ¡Quiero casarme contigo, Sarah! ¿Tienes algo en contra de que hoy lo comuniquemos a todo el mundo?
Sarah se ruborizó al instante y no pudo seguir bailando. ¡Por fin! ¡Por fin se lo había preguntado! Una vocecita protestaba en su interior todavía: para Sarah una petición de mano era un asunto más íntimo. Y en el fondo también había esperado que Christopher quisiera oír el sí en labios de ella antes de pregonarlo. Pero esas quejas pertenecían a la antigua Sarah, a la mujer que había sido antes de amar realmente. Sarah se esforzó en sonreír.
—Por favor…, deseo… Bueno, yo… no tengo nada en contra.
—Parece como si la señorita Bleachum quisiera salir corriendo —observó Lilian con insolencia.
El reverendo acababa de pedir silencio a la orquesta y se había subido a la tarima para informar a toda la congregación de que acababa de comprometerse oficialmente con la señorita Sarah Bleachum. Daba la impresión de que la profesora quería que la tierra se la tragara: estaba pálida, pero tenía manchas rojas en las mejillas.
Gloria la comprendía perfectamente. Tenía que ser horrible estar ahí subida a la vista de todo el mundo. Y más cuando Brigit y la señora Emily Winter no la miraban con cara de buenas migas. La señorita Wedgewood había tenido un aspecto más dichoso poco antes, seguramente se había hecho ilusiones respecto al reverendo. En realidad los dos habrían hecho muy buena pareja. La señorita Wedgewood tocaba mucho mejor el órgano que la institutriz. Pero Gloria, naturalmente, se alegraba de que él se hubiera decidido por su antigua profesora. De este modo la señorita Bleachum se quedaría ahí, la consolaría y le dictaría las cartas que enviaba a casa para que nadie se percatara de lo desdichada que era.
—En cualquier caso, no parece feliz —aseguró Lilian.
Gloria decidió no hacer caso de su prima.