5

Charlotte Greenwood llegó a Kiward Station con sus padres. Habían transcurrido cuatro semanas desde el encuentro con Jack en Christchurch, tras el cual había recibido una invitación formal de Gwyneira McKenzie. El motivo oficial era una pequeña fiesta para celebrar que las ovejas habían bajado de las montañas sin contratiempos. En marzo, el invierno llegaba a las cumbres y era el momento de conducir a los animales a la granja. Sin embargo, eso ocurría todos los años y no se consideraba indispensable celebrarlo, pero como Jack había insistido tanto en que su madre invitara a los Greenwood, cualquier razón era buena.

Cuando Charlotte bajó del carruaje, el rostro de Jack se iluminó de alegría. Ella llevaba un vestido sencillo marrón oscuro que realzaba la calidez del color de sus cabellos. Los enormes ojos castaños de la muchacha relucían y por un momento Jack creyó ver brillar unas chispas doradas en su interior.

—¿Ha tenido un viaje agradable, Charlotte? —preguntó, sintiéndose algo torpe. Podría haberla ayudado a bajar del vehículo, pero la visión de su belleza lo había dejado petrificado.

Cuando Charlotte sonrió, se le formaron unos hoyuelos junto a las comisuras de los labios. Jack quedó cautivado.

—Las carreteras están mucho mejor de lo que yo recordaba —respondió la joven con voz cantarina.

Él asintió. Ansiaba decir algo inteligente, pero la presencia de Charlotte lo azoraba hasta tal punto que no le resultaba posible pensar con claridad y se sentía embargado por el sentimentalismo. Todo en él deseaba acariciar y proteger a esa mujer, lograr que se uniera a él…, pero si no hacía algo para impresionarla aunque fuera solo un poco, ella siempre lo consideraría un palurdo.

Pese a todo, consiguió presentar con bastante fluidez la muchacha a sus padres, con lo que James McKenzie enseguida pudo hacer alarde de la galantería de la que Jack carecía por entero en su trato con Charlotte.

—De repente se me ocurre que la educación en un internado es algo positivo —observó—, si es que da como resultado criaturas tan encantadoras como usted, señorita Charlotte. Así que ¿se interesa usted por la cultura maorí?

Charlotte asintió.

—Me gustaría aprender la lengua —respondió—. Jack la habla con fluidez… —Dirigió a Jack una mirada que alertó a James. El brillo en los ojos de su hijo no le había pasado desapercibido, pero también Charlotte parecía tener interés.

—Seguramente le enseñará en los próximos tres meses palabras como Taumatawhatatangihangakoauauotamateaturipukakapikimaungahoroukupokaiwhenuakitanatahu —señaló James, guiñando un ojo.

Charlotte hizo un gesto de preocupación.

—¿Tienen palabras tan… largas?

Por la expresión de su semblante, parecía que empezaba a dudar acerca de su propósito. Y de nuevo se le formaron en la frente esas arrugas de inquietud que ya en su primer encuentro habían fascinado a Jack.

El deseo de consolar a la muchacha estimuló en Jack la capacidad de hablar con normalidad.

—Es una montaña de la isla Norte —explicó, sacudiendo la cabeza—. Y esa palabra es un trabalenguas para los mismos maoríes. Lo mejor es que empiece con palabras más sencillas. Kia ora, por ejemplo.

—¡Significa «buenos días»! —exclamó Charlotte, sonriendo.

—Y haere mai

—¡«Bienvenida»! —tradujo Charlotte, quien era evidente que había empezado sus estudios—. «Mujer» se dice wahine.

Jack sonrió.

Haere-mai, wahine Charlotte.

La joven quiso responder, pero le faltaba una palabra.

—¿Y cómo se dice «hombre»? —preguntó.

Tane —la ayudó James.

Charlotte se volvió de nuevo a Jack.

—¡Kia ora, tane Jack!

James McKenzie buscó la mirada de su esposa Gwyneira. También ella había observado cómo se saludaban los jóvenes.

—Al parecer no necesitan el pretexto del estofado irlandés —comentó Gwyneira con una sonrisa, aludiendo al primer brote de su amor por James. Había estado buscando la palabra maorí que designaba el tomillo y James le había conseguido las hierbas aromáticas.

—Pero los versículos tal vez sean importantes en el futuro —se burló, lanzando una expresiva mirada a los jóvenes. Cuando Gwyneira había llegado a Nueva Zelanda había un libro traducido al maorí: la Biblia. Así que si buscaba alguna palabra determinada, solía pensar en qué contexto encontrarla en el libro sagrado—. «Dondequiera que tú fueres, iré yo…».

Mientras Gwyneira y James charlaban con George y Elizabeth Greenwood, Jack mostró a Charlotte la granja, rebosante de vida tras el regreso de las ovejas. Todos los corrales estaban ocupados por gordos y lanudos animales, bien alimentados, sanos y cubiertos de lana limpia y espesa. Los mantendría abrigados durante el invierno y luego contribuiría a la prosperidad de Kiward Station con el esquileo previo a la vuelta a los pastos de las montañas. A Jack le resultaba más fácil hablar de las ovejas que mantener una conversación de salón, así que lentamente fue recuperando la seguridad en sí mismo. Él y Charlotte acabaron paseando hacia el poblado maorí y la naturalidad con que Jack trataba con los indígenas impresionó por fin a la joven. A Charlotte le encantó el idílico asentamiento junto al lago y admiró las tallas de madera de la casa de asambleas.

—Si mañana le apetece podemos ir a caballo hasta O’Keefe Station —sugirió Jack—. Aquí vive solo la gente que cada día va a trabajar en la granja. La tribu en sí se ha mudado a la antigua propiedad de Howard O’Keefe. Los maoríes se han quedado con esas tierras como compensación por las irregularidades que se cometieron al comprarles Kiward Station. Marama, la cantante, vive ahí. Y Rongo, la hechicera. Las dos hablan un inglés aceptable y conocen un montón de moteateas

—Son canciones que cuentan leyendas, ¿verdad? —preguntó dulcemente Charlotte.

Jack asintió.

—Hay lamentaciones, canciones de cuna, historias de venganza y combates tribales… Justo lo que usted está buscando.

Charlotte lo miró con una leve sonrisa.

—¿E historias de amor?

—¡Pues claro, también historias de amor! —se apresuró a responder, pero enseguida captó la intención de la joven—. Entonces, ¿le gustaría… tomar nota de una historia de amor?

—Si las hay —respondió Charlotte turbada—. Pero pienso que… tal vez sea demasiado pronto para tomar apuntes de algo. Quizás haya que… experimentar un poco más. ¿Entiende? Desearía adquirir conocimientos más profundos.

Jack sintió que la sangre se le agolpaba en la cara.

—¿Sobre los maoríes o sobre mí?

Charlotte también se sonrojó.

—¿No lleva una cosa a la otra? —preguntó con una tímida sonrisa.

Los McKenzie y los Greenwood acordaron que Charlotte permanecería tres meses en Kiward Station para iniciar sus investigaciones sobre el objeto de su interés: la cultura maorí. Elizabeth y Gwyneira intercambiaron una mirada de complicidad. Ninguna de las dos tenía dudas acerca de lo que había surgido entre los jóvenes y ambas lo aprobaban. Gwyneira encontró a Charlotte encantadora, aunque no siempre alcanzaba a entender a la primera de qué hablaba, pero a los Greenwood parecía sucederles lo mismo. Cuando la muchacha se ponía a hablar en lenguaje especializado, era imparable. Pero a esas alturas, Elizabeth ya no temía que acabara siendo una de las primeras docentes en la Universidad de Dunedin o de Wellington. Definitivamente, Charlotte había encontrado algo que la seducía más que el mundo de la ciencia.

La muchacha cabalgó con Jack por la granja, dejó que Gwyneira le explicara las sutilezas de las diversas calidades de lana y practicó risueña los diversos y estridentes silbidos con que los pastores dirigían a los collies. Al principio los pastores y los maoríes se mostraron reservados en su presencia: esa joven señorita de Inglaterra, con sus vestidos cortados a la última moda y sus modales perfectos, los intimidaba. Sin embargo, Charlotte supo romper el hielo. Empleó el hongi, el saludo tradicional maorí, y aprendió que no se trataba de frotar con la propia nariz la del interlocutor, sino de rozar con la nariz la frente del otro. Su traje de montar, en un principio elegante, pronto reveló señales de uso, y ella no tardó en cambiar la silla de amazona por una más cómoda, la tradicional australiana.

Tras la apariencia mundana de Charlotte se ocultaba una criatura que amaba la naturaleza y una defensora de los derechos de la mujer. Sorprendió a Gwyneira al hablar de los escritos de Emmeline Pankhurst y casi pareció decepcionada al enterarse de que en Nueva Zelanda las mujeres ya disfrutaban del derecho a voto. En Inglaterra había salido a las calles con otras estudiantes para exigirlo, y era evidente que se había divertido a lo grande. James McKenzie quiso ponerla en evidencia invitándola a un habano —fumar era una de las formas de reivindicación de las sufragistas, las feministas radicales—, y Jack y Gwyneira rieron cuando ella, en efecto, se puso a dar bocanadas resueltamente. En el fondo todos estaban de acuerdo en que la joven contribuía a enriquecer la vida de Kiward Station, y poco a poco también Jack consiguió conversar con normalidad en su presencia. De todos modos, su corazón siempre latía más deprisa cuando la veía y los ojos se le iluminaban cuando sus miradas se cruzaban. Una y otra vez sufría accesos de timidez, así que no es de extrañar que al final fuera la misma Charlotte quien lo hizo salir a la luz de la luna, porque necesitaba ver urgentemente los caballos otra vez, y depositó con tiento su mano en la del joven.

—¿Es cierto que los maoríes no se besan? —preguntó en un susurro.

Jack no lo sabía a ciencia cierta. Las chicas maoríes nunca le habían atraído, sus cabellos en general negros y sus rasgos exóticos le recordaban demasiado a Kura-maro-tini. Y en lo relativo a Kura, el antiguo y burlón dicho de James seguía siendo vigente: «Aunque Kura fuera la última mujer sobre la Tierra, Jack preferiría hacerse monje».

—Se diría que los maoríes han aprendido de nosotros los pakeha, a besarse —siguió susurrando Charlotte—. ¿No crees que se puede aprender?

Jack tragó saliva.

—Sin duda —respondió—. Si se encuentra al profesor adecuado…

—Yo todavía no lo he hecho —señaló Charlotte.

Jack sonrió. Luego la tomó cuidadosamente entre sus brazos.

—¿Empezamos frotando la nariz? —preguntó burlón, para disimular su propio nerviosismo.

Pero la muchacha ya había entreabierto los labios. No tenían nada que aprender: Jack y Charlotte estaban hechos el uno para el otro.

Charlotte no abandonó sus estudios pese a hallarse inmersa en el nacimiento de ese amor. Convirtió el hecho de coquetear en maorí con Jack en una diversión y encontró además en James a un paciente profesor. Tras pasar tres meses en Kiward Station, no solo era capaz de pronunciar sin problema el viejo trabalenguas, sino que ya había transcrito los primeros mitos maoríes tanto en inglés como en la lengua original; esto último con ayuda de Marama, por supuesto, quien apoyaba vivamente ese trabajo. Charlotte tenía la impresión de que el tiempo pasaba volando, pero llegó un momento en que se dieron razones de peso para poner término a su estancia.

—Naturalmente me gustaría permanecer más tiempo —dijo a sus padres cuando llegaron a recogerla—, pero me temo que no sea conveniente.

Se ruborizó y dirigió una tímida sonrisa a Jack, quien casi dejó caer el tenedor. Iba a servirse en ese momento un trozo de cordero asado, pero al parecer perdió de pronto el apetito.

El joven carraspeó.

—Sí…, bueno…, los maoríes lo ven de otra manera, pero nosotros queremos conservar las costumbres de los antiguos pakeha. Y dado que…, eso, que cuando una chica está prometida no es decente que viva bajo el mismo techo que su futuro marido…

Charlotte acarició tiernamente la mano de Jack mientras él jugueteaba nervioso con una servilleta.

—¡Jack, pero si querías hacerlo bien! —lo censuró con dulzura—. Tendrías que haber solicitado a mi padre una entrevista a solas y haberle pedido mi mano formalmente…

—Resumiendo: se diría que estos jóvenes se han prometido —observó James McKenzie, quien se puso en pie y descorchó una botella de un vino especialmente bueno—. Tengo ochenta años, Jack. No puedo estar esperando hasta que consigas formular de una vez una sencilla pregunta, y además el asunto ya está resuelto. A mi edad, por añadidura, hay que comer el asado cuando está recién hecho, si no se pone duro y cuesta masticarlo. ¡Así pues, un breve brindis por Jack y Charlotte y dediquémonos luego a la cena! ¿Alguien tiene algo que objetar?

George y Elizabeth Greenwood no pusieron objeciones; al contrario, ambos se alegraron de la unión. Por supuesto, los rumores correrían por los círculos selectos de Christchurch y las llanuras de Canterbury. Si bien Jack disfrutaba del respeto general, los barones de la lana no habían olvidado, ni mucho menos, que el joven procedía de la relación de Gwyneira con un ladrón de ganado. Los más chismosos recordaban todavía que entre la boda de los McKenzie y el nacimiento de Jack no habían pasado nueve meses completos y, naturalmente, todo el mundo sabía que Jack no era el heredero de Kiward Station, sino que en el mejor de los casos desempeñaría el cargo de administrador. George Greenwood era un hombre acaudalado y con toda certeza su hija podría haber encontrado mejor partido, pero a George eso le traía sin cuidado. Concedería a Charlotte una dote como es debido y tenía a Jack por un trabajador aplicado y digno de confianza, que además había estudiado algunos cursos de agricultura. Incluso si en algún momento Kura-maro-tini vendía la granja o se enemistaba con los McKenzie, o en caso de que Gloria Martyn quisiera ocuparse ella misma de la dirección, seguro que siempre se encontraría un cargo de capataz para Jack. De ahí que George no se preocupase por el porvenir de su hija. Sobre todo, quería verla feliz… ¡y casada! No cabía duda de que una sufragista en la familia Greenwood habría desencadenado más chismorreos que el lejano pecado del clan Warden-McKenzie.

Finalmente, se decidió que medio año de noviazgo era un período adecuado y se contaron los tres meses que Charlotte ya había pasado en Kiward Station. Así pues, Jack y Charlotte se casaron en primavera, justo después de que se llevaran las ovejas a las montañas. Elizabeth había planeado celebrar una romántica fiesta al aire libre, a orillas del Avon, pero lamentablemente llovió y los invitados prefirieron reunirse en las carpas que se habían instalado por si acaso y en las salas de la casa. Jack y Charlotte pronto se retiraron del festejo y ya al día siguiente se marcharon a Kiward Station. Con el consentimiento general ocuparon las habitaciones que habían sido de William y Kura Martyn al principio del matrimonio. William había elegido para ellas un mobiliario sumamente elegante y costoso, y Charlotte no tenía nada que objetar a vivir rodeada de tales muebles. Jack insistió solo en decorar el dormitorio de forma menos opulenta y encargó a un carpintero de Haldon una cama y un armario sencillos de madera autóctona.

—¡Pero que no sea de kauri! —pidió Charlotte sonriendo—. Ya sabes que Tane Mahuta, el dios de los bosques, obligó a separarse a Papa y Rangi.

En la mitología maorí, Papatuanuku —la Tierra— y Ranginui —el Cielo— habían sido en un principio una pareja que se hallaba estrechamente unida en el cosmos. Los hijos decidieron separarlos y crearon con ello la luz, el aire y las plantas en la Tierra. Rangi, el Cielo, seguía llorando casi cada día, sin embargo, la separación.

Jack rio y tomó a su mujer entre sus brazos.

—A nosotros nada nos separará —declaró con firmeza.

Charlotte introdujo también algunos pequeños cambios en la que antes fuera la sala de música de Kura.

—Sé tocar un poco el piano, pero desde luego no necesito más de uno. —En el salón de los McKenzie seguía estando el espléndido piano de cola de Kura—. Y mucho menos junto a nuestro dormitorio. Allí tendrá que estar… —Se ruborizó. Quien había estudiado en un internado inglés no hablaba abiertamente de tener hijos.

Jack pensaba del mismo modo. No estaba de acuerdo con dejar a los bebés en habitaciones alejadas. Y desde el día de su boda hizo lo que estuvo en su mano para tener descendencia.

Aunque Jack y Charlotte eran felices en Kiward Station, George Greenwood les regaló un viaje de luna de miel.

—¡Ha llegado el momento de que salgas, Jack! —declaró cuando el joven expuso mil razones para no abandonar la granja—. Las ovejas pastan felices en la montaña y tus padres y los trabajadores se las apañarán solos con un par de vacas.

—Un par de «miles» de vacas —observó Jack.

George levantó la mirada al cielo.

—Tampoco tienes que llevarlas personalmente a la cama —respondió—. ¡Toma ejemplo de tu esposa! ¡Está deseando ver las Pancake Rocks!

Charlotte había propuesto emprender un viaje a la costa Oeste. No solo la atraían las maravillas de la naturaleza, sino que también sentía interés por intercambiar pareceres con el estudioso de la cultura maorí más famoso de la isla Sur: Caleb Biller. Desde que se enteró de que la nieta de Jack, Elaine, y su marido no solo vivían en el mismo lugar que Biller, sino que además lo conocían, estaba impaciente por marcharse.

—Por lo que yo sé, los Lambert y los Biller no son especialmente amigos —señaló George, pero tal cosa no amedrentaba a Charlotte.

—Tampoco serán enemigos a muerte —respondió—. Y si lo son, pondremos paz. Además, tampoco tienen que estar todo el tiempo presentes mientras converso con el señor Biller. Basta con que nos presenten. ¡Y tú podrás cavar en busca de oro, Jack! ¡Siempre te ha hecho ilusión!

Jack le había contado que en su adolescencia había fantaseado con la idea de ser buscador de oro. Como todos los jóvenes, había soñado con hacer fortuna en una concesión, y aún más cuando James McKenzie había salido airoso de esa empresa en Australia. Al final, no obstante, resultó que Jack había heredado los gustos de su madre: lo que más le interesaba eran las ovejas. Descubrir oro podía ser muy emocionante y divertido, pero Jack prefería echar raíces.

—Entonces es mejor que visitemos a los O’Keefe en Queenstown —refunfuñó—. En Greymouth se extrae carbón, y no es un material que me atraiga especialmente.

—¡A Queenstown viajaremos el año próximo! —determinó Charlotte—. Tengo muchas ganas de conocer a tu hermana. Pero ahora toca Greymouth, y además es más fácil: ¡tenemos el ferrocarril!

Jack no tenía nada que objetar al respecto. Solo unas pocas horas de tren lo separarían de sus queridas vacas y, por añadidura, George Greenwood ponía a su disposición su coche salón. El vagón de lujo se enganchaba al tren regular y los recién casados podrían disfrutar del viaje en butacas afelpadas o incluso en la cama con una copa de champán. A Jack eso no le atraía mucho, prefería viajar a caballo que en tren y habría encontrado más romántico un lecho para los dos bajo el cielo estrellado que una cama rodante. Pero como Charlotte estaba entusiasmada, accedió.

Menos entusiasmados se sintieron Tim y Elaine Lambert.

—¿De verdad quieres invitar a Florence Biller? —preguntó Tim horrorizado—. ¿Para hacer los honores a la mujer de tu tío? ¡Es demasiado!

—Charlotte quiere conocer a Caleb Biller —respondió Elaine apaciguadora—. Y no puedo invitarle a él solo a cenar. ¿Qué impresión causaría? Únicamente tendremos que comportarnos con amabilidad una velada y hablar sobre… ¿sobre qué se puede hablar con Florence que no esté relacionado con las minas?

Tim se encogió de hombros.

—Prueba quizá con los temas que suelen agradar a las mujeres. ¿Familia? ¿Hijos?

Elaine soltó una risita.

—No sé si conviene hablar mucho de eso. ¿No vuelve a estar embarazada y ha conseguido que el guapo secretario se marchara a Westport con un ascenso?

Tim esbozó una mueca irónica.

—Un tema muy interesante. Tal vez logres que se ruborice. ¿Lo ha conseguido alguien en alguna ocasión? —Dobló la servilleta. Los Lambert habían concluido la cena familiar y a los niños ya se les cerraban los ojos. No era habitual que solo estuvieran los pequeños a la mesa y que no tuvieran que poner tanta atención en lo que hablaban. En presencia de la vivaracha Lilian, Elaine habría tratado con mayor prudencia el asunto de los hijos de Florence Biller.

—Es probable que Caleb, cuando le contó la pura verdad. ¿Utilizó realmente la palabra «pisaverde»?

—¡Lainie! —A Tim se le escapó la risa.

En efecto, Caleb había utilizado este término cuando unos años atrás había confesado a Kura sus inclinaciones. En realidad no quería casarse, pero tampoco había tenido valor para independizarse en calidad de artista y realizar simplemente sus deseos. Al final había accedido a contraer matrimonio con Florence y ambas partes parecían más o menos satisfechas.

—Bastará con que invitemos también a los niños —decidió Elaine—. Al menos a los dos mayores. Así no se quedarán tanto tiempo y en caso de necesidad hablaremos de los internados ingleses. Benjamin es aproximadamente de la misma edad que Lily, ¿verdad?

Tim asintió.

—Este año se marcha a Cambridge. Buena idea. Y si todo esto falla, hablaremos de la cría de ovejas. Seguro que Jack es capaz de explayarse durante horas y apuesto que es un tema que Florence no domina.

En realidad, Tim Lambert había estado firmemente decidido a no simpatizar con Charlotte, la joven esposa de Jack, justo porque le había forzado a organizar una reunión con Florence Biller. Sin embargo, la muchacha conquistó su corazón con el mismo ímpetu que el de Elaine y los niños. Charlotte consiguió no «pasar por alto» directamente la discapacidad de Tim, sino comportarse con él con entera naturalidad. Rio con Elaine y encontró en ella otra interlocutora abierta sobre su aventura como sufragista. No solo jugó encantada con los niños al tren, sino que les llevó una selección de instrumentos maoríes sencillos y les contó historias de haka que interpretaron enseguida en voz alta.

—¡Supongo que Kura-maro-tini no ha de temer que esta banda le haga la competencia! —dijo Elaine entre risas y tapándose los oídos—. Tampoco si estuviera Lilian y tocara el piano. ¡Mis hijos han heredado el escaso oído musical de los Lambert!

—¿Cómo está Lilian? ¿Escribe? —Jack aprovechó la oportunidad para plantear una de las cuestiones que le urgían desde hacía tiempo.

Pese a que el matrimonio y el trabajo en la granja le satisfacían sumamente, se sentía preocupado por Gloria. Las cartas que recibía de forma periódica no acertaban a confirmar que la niña estaba bien, y le desconcertaban. Aunque a Gwyneira y James no les inquietaba que Gloria les hablara anodinamente sobre las clases de música, las rondas de lectura en el jardín y las comidas campestres de verano a orillas del Cam, para Jack todo eso no eran más que trivialidades. No encontraba nada del carácter de Gloria en esas cartas. Casi parecía que las hubiera escrito otra persona.

Elaine asintió sonriente.

—Claro que escribe. Se anima a las niñas a que lo hagan. Todos los sábados por la tarde tienen que escribir a casa, lo que a Lily no le cuesta esfuerzo porque siempre tiene mucho que contar. Lo que me lleva a preguntarme cómo consigue que las cartas pasen por la censura. Seguro que las profesores deben filtrarlas, ¿no?

Se volvió hacia Charlotte, que hizo un gesto de ignorancia.

—En realidad respetan el secreto epistolar. Al menos entre las mayores y en la escuela en la que yo estudié —informó—. Pero entre las más pequeñas se corrige la ortografía.

—¿Qué es lo que escribe Lilian de subversivo? —preguntó Jack intranquilo—. ¿No está contenta?

Elaine rio.

—Sí, pero me temo que la idea que tiene Lily de la felicidad no coincide del todo con la de su profesora. Mira, lee tú mismo.

Sacó la última carta de Lilian del bolsillo de su vestido, prueba de lo mucho que añoraba a su hija. Elaine solía llevar consigo las cartas de la niña y las leía una y otra vez hasta que llegaba la siguiente.

Querida mamá, querido papá —leyó Jack—. Me han puesto una mala nota en el trabajo de inglés en el que teníamos que contar un cuento del señor Poe. Era tan triste que yo le he puesto otro final. Mal hecho. El señor Poe escribía a veces cuentos muy tristes y otros que daban mucho miedo. Pero no hay fantasmas. Lo sé porque el último fin de semana estuve con Amanda Wolveridge en Bloomingbridge Castle. Su familia tiene un castillo de verdad y anda por ahí un fantasma, pero Amanda y yo nos quedamos toda la noche despiertas y no vimos ninguno. Solo al tonto de su hermano con una sábana encima. También montamos en los ponis de Amanda y nos lo pasamos muy bien. Mi poni era el más rápido. Rube, ¿podrías enviarme un weta? La semana pasada escondimos una araña en el mapa que la señorita Comingden-Proust tenía que desenrollar. Se llevó un susto tremendo y se subió de un salto a una silla. Le vimos las bragas. Con un weta seguro que sería más divertido, porque los weta a veces saltan detrás…

Charlotte se rio como si ella misma todavía fuera una niña que gastara jugarretas a sus profesoras. Seguro que los enormes insectos neozelandeses producirían un interesante efecto en las aulas inglesas.

También Jack rio, aunque algo angustiado. Esa carta era encantadora, uno hasta tenía la impresión de oír parlotear a la pequeña Lilian. En comparación, las misivas de Gloria resultaban casi tétricas. Unos informes secos de expediciones que a la niña no le habrían hecho la menor gracia en casa. Jack se propuso averiguar qué sucedía, aunque no tenía ni idea del mejor modo de hacerlo.