4

Lilian Lambert contaba los días que faltaban para que finalizara la travesía en barco. Tras las intensas primeras semanas en alta mar, pronto había empezado a aburrirse. Claro que era bonito que los delfines acompañaran la nave y avistar de vez en cuando enormes barracudas o incluso ballenas, pero a Lilian, en el fondo, le interesaba más la gente, y la tripulación del Norfolk no resultaba muy estimulante. Solo había unos veinte pasajeros, sobre todo gente mayor que visitaba su país de origen, así como un par de viajantes de negocios. Los últimos no se interesaban por las niñas; los primeros, aunque encontraron a Lilian graciosa, no le ofrecían ningún tema de conversación especial.

Las descripciones de la abuela Helen y la abuela Gwyn de su viaje a Nueva Zelanda evocaban una emotiva atmósfera de partida, determinada en parte por la añoranza inicial y, en parte, por la alegría anticipada y el recelo de lo que aguardaría a los pasajeros al otro extremo del mundo. Era evidente que en el Norfolk no se percibía nada de todo aquello. Además no había, por supuesto, ninguna cubierta inferior repleta de emigrantes pobres. En lugar de ello, el Norfolk disponía de un sistema de refrigeración y transportaba a Inglaterra reses vacunas en canal. Los escasos pasajeros viajaban todos en primera clase. La comida era buena, el alojamiento cómodo, pero la vivaracha Lilian se sentía encerrada. Ansiaba que la travesía concluyera y se alegraba de quedarse un tiempo en Londres. La señorita Bleachum pasaría un par de días con sus pupilas en la capital, donde les tomarían medidas para confeccionar los uniformes de la escuela y el resto de su vestimenta.

—Si encargo su vestuario aquí en Christchurch, las prendas ya estarán pasadas de moda cuando lleguen a Londres —había observado la pragmática Gwyneira. Ella misma no se había preocupado mucho por la ropa o la moda, pero todavía recordaba de su infancia que en los círculos ingleses se concedía considerable importancia a ese asunto. Las chicas no debían dar la impresión de ser unas provincianas pasadas de moda, sobre todo Gloria, cuya susceptibilidad no le permitiría encajar bien que sus compañeras de escuela se burlaran de ella.

Al contrario que Lilian, Gloria disfrutó del viaje, en la medida en que podía encontrar bonito algo que no fuera Kiward Station. Le gustaba el mar, se quedaba sentada horas en cubierta y observaba jugar a los delfines. Estaba más que encantada de que los demás viajeros la dejaran tranquila mientras tanto. La compañía de la señorita Bleachum y Lilian le bastaba. Escuchaba emocionada los fragmentos que la profesora les leía sobre ballenas y todo tipo de fauna marina, e intentaba averiguar cómo funcionaba el motor de un barco de vapor. Su insaciable curiosidad por el mar y la navegación la llevó a establecer contacto con los miembros de la tripulación. Los marineros se dirigían a la silenciosa niña e intentaban sacarla de su reserva enseñándole a hacer nudos y permitiendo que les ayudara en pequeñas tareas de cubierta. Entonces, Gloria se sentía casi como en casa, entre los pastores de Kiward Station. El capitán acabó llevándosela al puente, donde, durante un par de segundos, pudo tomar el timón de la enorme embarcación. Le interesaba la navegación tanto como la vida de los animales del mar. Por el contrario, los programas artísticos a los que acudían algunos pasajeros o la música que salía del gramófono para entretener a la gente en el comedor la dejaban totalmente indiferente.

Sarah Bleachum observaba todo eso con preocupación. Su primo —que se declaraba, dicho sea de paso, encantado por el hecho de que Sarah acompañara a las niñas— le había enviado un folleto de Oaks Garden y el programa escolar confirmaba sus peores temores. Allí no se ponía énfasis en las ciencias naturales. En vez de ello, se estimulaba a las niñas a estudiar música, teatro, pintura y literatura. Sarah nunca habría matriculado a su pupila en semejante instituto.

Gloria perdió el habla por vez primera cuando el barco llegó a Londres. Nunca había visto unas casas tan grandes, al menos no en tal cantidad. En los últimos tiempos, también en Christchurch y Dunedin se construían edificios monumentales. La catedral de Christchurch, por ejemplo, no tenía nada que envidiar a la arquitectura religiosa europea. Pero allí, la catedral, la universidad, el Christcollege y otros edificios representativos estaban bastante aislados. Gloria podía admirar cada obra arquitectónica por sí misma. Por el contrario, el mar de casas de la capital inglesa la abrumaba. Además había ese ruido incesante: los estibadores, los charlatanes y la gente que solía discutir a gritos en la calle. En Londres todo era más ruidoso que en casa y todo iba más rápido, la gente siempre tenía prisa.

Lilian se encontró a sus anchas en ese ambiente. Enseguida empezó a hablar tan deprisa como los ingleses, bromeaba con las floristas y tonteaba con los botones del hotel. Gloria, por su parte, había dejado de hablar desde que había pisado los muelles de Londres. Miraba a su alrededor con los ojos abiertos de par en par y ponía atención en no perder de vista a la señorita Bleachum. Esta, que había estudiado en Wellington, se desenvolvía bastante bien en el tumulto de la gran ciudad, aunque entendía bien los problemas de su discípula. Intentaba con delicadeza sacar a Gloria de su caparazón, pero solo la visita al zoo despertó un leve interés en ella.

—Esto a los leones no les gusta —señaló Gloria mientras contemplaban a los animales en sus reducidas jaulas—. Tienen muy poco espacio y tampoco les gusta que los miren de esta manera.

Mientras Lilian se reía de las gracias de los monos, ella se puso en el lugar de los animales y se tapó los ojos con la mano.

Tampoco le interesó el espectáculo musical para el que Kura y William les habían reservado entradas, el único contacto que habían dejado en Londres a su hija antes de marcharse a Rusia. La niña encontró a los cantantes amanerados, la música demasiado alta y se sentía incómoda con la ropa que tenía que ponerse en Londres.

A Sarah Bleachum eso no la sorprendía. Lilian tenía un aspecto encantador en su vestidito marinero, pero Gloria parecía que llevara un disfraz. La niña incluso rompió a llorar al ponerse el uniforme de la escuela. La falda plisada y el blazer no le sentaban bien; se la veía gorda con esa falda larga hasta la rodilla y la chaqueta hasta la cadera, y la blusa blanca confería un tono marchito a su piel. Además, ese atuendo no respondía a la forma habitual de comportarse de la niña. Gloria deseaba tocarlo todo, sentirlo a flor de piel, y cuando había desmontado algo o lo había examinado con las manos, se limpiaba sin el menor cuidado en el vestido. Con los pantalones de montar de Kiward Station esto no planteaba ningún problema, a fin de cuentas los pastores hacían lo mismo; pero la blusa blanca y el blazer azul claro no estaban pensados para este trato.

Sarah suspiró aliviada cuando por fin subieron al tren en dirección a Cambridge. La vida campestre resultaba más del agrado de su discípula; al menos no sería tan ruidosa y trepidante. Por lo que Christopher le había comunicado, Sawston, junto a Oaks Garden, era una pueblecito idílico. Sarah esperaba ansiosa el encuentro con su primo. Había alquilado una habitación en casa de una viuda, uno de los pilares de la comunidad; pero si tenía que ser franca, la joven profesora esperaba conseguir un puesto en el internado. No había informado a los McKenzie acerca de sus intenciones para que Gloria no se hiciera ilusiones, pero consideraba mejor salir al encuentro de Christopher no como una pariente más o menos pobre, sino desde la seguridad de un empleo fijo. Había ahorrado, por supuesto, y los McKenzie habían sido muy generosos, pero sin un trabajo no tendría mucho tiempo para conocer adecuadamente a su posible futuro esposo. Además, Sarah prefería tomar decisiones despacio y con discreción. Habría sido ideal disponer de un año escolar para llegar a una resolución definitiva. Y en Sawston no gastaría, podría ahorrar el sueldo y, en el peor de los casos, regresar a Nueva Zelanda sin confesar a los McKenzie su fracaso. Le habría resultado muy vergonzoso aceptar la generosa oferta que Gwyneira le había presentado antes de la partida.

—Si sus expectativas no se ven colmadas, señorita Bleachum, bastará con un telegrama y le enviaremos el dinero para el viaje de vuelta. Estamos muy contentos de que se cuide de las niñas y no podemos recompensarla suficientemente por ello. Por otra parte, conozco muy bien, por propia experiencia, adónde suelen llevar esos matrimonios casi forzados. —La señorita Gwyn le había contado el caso de su amiga Helen, a quien no le quedó otro remedio que casarse con un hombre cuyas cartas la habían atraído al otro extremo del mundo. No había sido una unión feliz.

En cualquier caso, Sarah contemplaba ahora con el corazón palpitante cómo el mar de casas de Londres cedía paso a la campiña de las afueras y luego al amable paisaje de la Inglaterra central. En cuanto vieron los primeros caballos en las praderas verdes, Gloria pareció animarse, y Lilian ya estaba tan excitada que no había quien la calmara, con lo que de nuevo la vida sentimental de la señorita Bleachum ocupó el centro de interés. Sarah llegó lentamente a la conclusión de que las bromas que James McKenzie sobre Elaine Lambert no carecían del todo de fundamento. Sin duda alguna, Lilian había crecido en una atmósfera muy abierta. Debía de ser cierto que camareras y dueñas de hoteles se contaban entre las amigas más íntimas de Elaine.

—Para nosotros solo es una escuela nueva, señorita Bleachum —señalaba la dicharachera Lilian—. ¡Pero para usted será taaan emocionante ver a su amado! ¿Conoce Trees They Grow High? Hay una chica que se casa con el hijo de su patrón. Pero él es mucho más joven que ella, y entonces… Pero ¿cuántos años tiene en realidad el reverendo?

Sarah gimió y miró preocupada a Gloria. Cuanto más se acercaban a Cambridge, más taciturna se mostraba la pequeña. Y, sin embargo, el paisaje que recorría el tren se asemejaba cada vez más al de las llanuras de Canterbury. Por supuesto todo era más pequeño, no había pastizales infinitos, y hasta a Sarah, que no tenía ni idea de ganadería, los rediles de ovejas se le antojaban diminutos. Por otra parte, la campiña estaba más densamente poblada, y se veían sin cesar granjas y cottages entre los campos y los prados. Las grandes casas señoriales escaseaban, aunque tal vez no se encontraran tan próximas a la línea de ferrocarril. Gloria se mordía las uñas, una mala costumbre que había adoptado durante la travesía, pero Sarah no quería reprenderla: bastante difíciles le resultaban todos esos cambios a la niña como para encima castigarla.

—¿Puedo escribir unas cartas, señorita Bleachum? —preguntó en voz baja Gloria cuando el revisor anunció que Cambridge era la próxima parada.

Sarah le pasó la mano por el cabello.

—Pues claro, Gloria, ya sabes que el reverendo y yo llevamos años escribiéndonos. El correo solo tarda un par de semanas en llegar.

Gloria asintió y se arrancó un padrastro con los dientes.

—Está tan lejos… —susurró. Sarah le alcanzó un pañuelo. A la niña le sangraba el dedo.

El reverendo Christopher Bleachum esperaba en la estación. Había pedido prestada una pequeña calesa, pues normalmente hacía sus visitas a caballo y no tenía vehículo propio. Cuando se casara, tendría que adquirir uno. Christopher suspiró. Si de verdad se unía en matrimonio a una mujer, los cambios serían enormes. Hasta ese momento nunca había pensado en ello. Sin embargo, el incidente con la señora Winter, ocurrido hacía pocos meses…, y el anterior con la chica del seminario de Teología. Aunque Christopher no podía impedir que las mujeres se interesaran por él. Sencillamente, era demasiado apuesto: con sus cabellos oscuros y ondulados, la tez que siempre parecía algo bronceada y que seguramente debía agradecer a algún latino en la familia de su madre, y sus expresivos ojos casi negros. Christopher era de talante sensible, tenía una voz profunda y bien modulada que hacía de él un cantor extraordinario y, además, sabía escuchar. Como decían sus entusiastas parroquianos, parecía mirar en el alma de los seres humanos. Christopher les dedicaba tiempo y se mostraba comprensivo con casi todo. Pero también era un hombre. Cuando una joven le pedía consuelo y necesitaba más ayuda de la que podían ofrecer las palabras, el reverendo apenas si lograba contenerse.

Hasta el momento solo se habían producido dos incidentes desagradables y Christopher debía admitir para sí que todavía había estado de suerte. Se había esmerado en actuar con discreción, algo en lo que también estaban interesadas las mujeres. No obstante, de la señora Winter, una joven esposa algo inestable cuyo marido solía visitar más el pub que el lecho matrimonial, sí se había hablado, y con tanta prodigalidad que el asunto incluso había llegado a oídos del obispo, sobre todo después de que Christopher se viera forzado a pelearse con el marido un domingo, a la salida de la misa. Era evidente que la trifulca la había empezado el otro, pero Christopher no había logrado evitar el enfrentamiento. Todos los testigos estaban a su favor, pese a lo cual el obispo no había dejado la menor duda de lo que opinaba acerca de todo eso.

—Haría usted bien en casarse, reverendo Bleachum, por no decir que le ordeno que lo haga. Será del agrado del Señor y le guardará a usted de otras tentaciones… Sí, sí, lo sé, no tiene usted conciencia de culpa. Ni ahora ni hace dos años, con esa chica del seminario. Pero mírelo así: eso también servirá para contener a las mujeres y que no salgan a cazarlo. Eva desistirá de tentarle…

Pero Christopher tenía poco margen de maniobra. Consideraba a las jóvenes candidatas de su congregación más una condena que una tentación. Y el obispo no le dejaría un par de meses para ir a Londres, por ejemplo, y buscar una pareja adecuada. Después de que un compañero también párroco le hubiera ofrecido a su hija, a cuyo aspecto era difícil acostumbrarse, Christopher había sido víctima del pánico. La última carta de su prima Sarah apareció en el momento justo. Desde que eran niños se escribían y él siempre encontraba divertido que ella reaccionara ante sus pequeños escarceos e indirectas de forma tan inocente y pudorosa. En la fotografía que ella le había enviado daba la impresión de ser un poco sosa, aunque realmente agradable, es decir, sumamente apropiada para ocupar el puesto de esposa del párroco. Así pues, Christopher se había mostrado más claro en su siguiente carta y el azar había intervenido también y enviado a su parroquia a la pupila de Sarah, haciendo factible, además, que la joven viajara gratis. Christopher decidió que Sarah Bleachum era un regalo que Dios le había enviado y tan solo se atrevía a esperar que el Señor de los cielos hubiera sido más diestro con esa criatura que con las otras muchachas solteras de su entorno.

En esos momentos, Christopher paseaba por el andén y volvía a atraer las miradas de las mujeres presentes.

—¡Buenos días, reverendo!

—¿Cómo se encuentra usted, reverendo?

—¡Qué sermón más bonito el del domingo, reverendo! En la Asociación de Mujeres tenemos que estudiar una vez más la parábola…

La mayoría de las señoras eran demasiado mayores para que Christopher cayera en la tentación, pero la menuda señora Deamer, que ahora le sonreía y alababa su sermón, podía llegar a ser de su agrado…, si no estuviera ya casada. Christopher había bautizado en Navidades a su primer hijo.

En ese momento por fin entró el tren en la estación. Christopher apenas lograba contener el nerviosismo.

—Tendría que ponerse las gafas, señorita Bleachum —sugirió Gloria, preocupada. El andén estaba concurrido y sin gafas la profesora casi no veía.

—¡De ninguna de las maneras! —protestó Lilian—. ¡Señorita Bleachum, creo que ya veo al reverendo! Dios mío, ¡qué guapo! ¡No se ponga las gafas, así estará más bonita!

Vacilando entre los distintos argumentos de las niñas y presa de la ansiedad ante la perspectiva de reunirse con su primo, Sarah Bleachum juntó sus maletas y cajas, y salió tanteando. Casi tropezó con la sombrerera y bajó dando traspiés por la empinada escalera hasta el andén. Gloria intentó cogerle algunas de las cosas. El revisor se ocuparía del equipaje de los pasajeros de primera clase, pero la niña estaba contenta de tener algo que hacer. Lilian, por el contrario, brincó al anden ágilmente y enseguida agitó la mano.

—¿Reverendo? ¿Nos busca a nosotras, reverendo?

Christopher Bleachum dio media vuelta. En efecto, eran ellas. Claro, tendría que haberlas ido a buscar directamente a la zona de la primera clase, a fin de cuentas los padres de las niñas eran gente acomodada. Y al menos una de ellas era guapa. El duendecillo vivaracho y pelirrojo se convertiría con toda certeza en una joven hermosa. La otra pequeña se veía un poco desproporcionada, un patito feo que tardaría todavía en convertirse en un cisne y que no se separaba de las faldas de su institutriz. Sarah… Ante la visión de la joven, Christopher casi tuvo que hacer un esfuerzo por recordar el nombre que tan frecuentemente había escrito. Sarah Bleachum no irradiaba nada, ni siquiera personalidad. Era evidente que se trataba de una de esas pobres cornejas sin rostro que se dedicaban a llevar de paseo al parque a los hijos ajenos porque carecían de descendencia propia. Sarah vestía un traje gris oscuro y encima una capa todavía más oscura bajo la cual desaparecían las formas de su cuerpo. Ocultaba el cabello oscuro, que recogía tirante, bajo un feo sombrero que parecía la cofia de una enfermera, y la expresión de su semblante oscilaba entre el desconcierto y el desamparo. Al menos el rostro era armonioso. Christopher suspiró aliviado. Sarah Bleachum carecía de gracia alguna, pero al menos no era fea.

—¡Póngase ya las gafas! —la apremió Gloria. Claro que sin gafas estaba más guapa, pero la profesora tampoco daría ninguna buena impresión si seguía dando tumbos detrás de Lilian, que llevaba la voz cantante y avanzaba con decisión y naturalidad hacia el reverendo.

Christopher decidió tomar la iniciativa. Sin prisa pero sin pausa se dirigió hacia el pequeño grupo.

—¿Sarah? ¿Sarah Bleachum?

La joven esbozó una sonrisa vaga hacia su dirección.

Los ojos los tenía bonitos, como empañados, soñadores, de un verde claro. Tal vez la primera impresión no fuera la determinante.

Pero entonces Sarah sacó del bolso las gafas. Sus agradables rasgos desaparecieron bajo la monstruosa montura. Tras el grueso cristal los ojos parecían canicas.

—¡Christopher! —La joven, con el rostro resplandeciente, alzó las manos. Luego permaneció indecisa. ¿Cómo había que comportarse en un momento así? Christopher le sonreía, pero parecía estar evaluándola. Sarah bajó la vista al suelo.

—Sarah, cuánto me alegro de que hayáis llegado. ¿Habéis tenido un viaje agradable? ¿Y cuál de estas niñas tan guapas es Gloria?

Mientras hablaba, el reverendo acarició la cabeza de Lilian con dulzura. Gloria se apretujaba contra la señorita Bleachum. Ya había decidido que no le gustaba el reverendo, por muy amable que fingiera ser. Esa expresión que había asomado en su rostro cuando la señorita Bleachum se había puesto las gafas y ahora esa alegría forzada… ¿Por qué la llamaba guapa? Gloria no era guapa y lo sabía.

—Esta es Gloria Martyn —la presentó Sarah, aprovechando la oportunidad para entablar una conversación natural—. Y la pelirroja es Lilian Lambert.

El reverendo pareció algo decepcionado. Había estudiado durante un tiempo en Londres y disfrutado de la posibilidad de ver en el escenario a Kura-maro-tini Martyn. En su opinión, ninguna de las niñas presentaba similitudes de parentesco con ella, pero en cualquier caso habría vinculado a la bonita y extravertida Lilian con la cantante, y no a la pusilánime Gloria. Enseguida recuperó el control.

—¿Y las dos van a Oaks Garden? Entonces os traigo una buena noticia, chicas. Hoy me han prestado una calesa, así que, si queréis, os llevo allí de inmediato.

Esperaba que las niñas estuvieran encantadas, pero era obvio que Lilian no había prestado atención y a Gloria más bien la amedrentaba la perspectiva.

—La…, bueno…, la escuela también enviará un coche… —intervino Sarah. Todo iba demasiado deprisa para ella. Si Christopher acompañaba a las niñas a Oaks Garden, tendría que volver sola con él. ¿Era eso decoroso?

—Bah, ya lo he arreglado. La señorita Arrowstone nos espera. Sabe que llevaré a las niñas. —Christopher sonrió animoso. Gloria estaba al borde de las lágrimas.

—Pero, señorita Bleachum, ¿no deberíamos esperar a mañana…? Dijeron que hasta mañana no esperaban a las alumnas. ¿Qué haremos solas en la escuela?

Sarah la estrechó contra sí.

—Solas del todo no estaréis, cariño. Siempre hay un par de niñas que llegan antes, y a veces incluso algunas se quedan durante las vacaciones…

Sarah hizo un gesto de arrepentimiento. No debería haberlo dicho. A fin de cuentas, ese era el destino que esperaba a las dos niñas.

—¡La señorita Arrowstone está impaciente por conoceros! —añadió el reverendo—. ¡Sobre todo a ti, Gloria!

Tales palabras debían tener un efecto estimulante, pero Gloria no se las creía. ¿Por qué iba a estar impaciente la directora de una escuela inglesa por conocer precisamente a Gloria Martyn de Kiward Station?

La niña siguió inmersa en su silenciosa turbación, mientras Christopher cargaba el equipaje de las pequeñas y las posesiones de la señorita Bleachum en el carruaje y ellas tres se subían al vehículo. El reverendo ayudó galantemente a Sarah a acceder a la calesa y la joven enrojeció cuando sintió la mirada de al menos tres habitantes femeninas de Sawston dirigirse hacia ella. Esa noche estaría en boca de todo el pueblo.

Lilian, por el contrario, parloteó complacida durante todo el camino. Le gustaba el paisaje de los alrededores de Sawston, le regocijaba la vista de los caballos y vacas paciendo a lo largo de la carretera, y también encontró bonitos los cottages de piedra que salpicaban el lugar. En Nueva Zelanda solo se construía con piedra arenisca en las grandes ciudades, pueblos como Haldon o incluso ciudades pequeñas como Greymouth estaban formados en su mayor parte por edificios de madera pintados de colores.

—¿Oaks Garden es una casa así? —quiso saber.

El reverendo hizo un gesto negativo.

—Oaks Garden es mucho, mucho más grande. Una antigua casa señorial, casi un castillo. Pertenecía a una familia aristocrática, pero la última propietaria murió sin descendientes y decidió que su mansión y su fortuna sirvieran para fundar una escuela. Y como Lady Ermingarde amaba las bellas artes, Oaks Garden se dedica sobre todo a fomentar la creatividad en sus alumnas.

—¿Hay caballos? —preguntó Gloria en voz baja.

El reverendo volvió a negar con la cabeza.

—No para las alumnas. Supongo que el conserje dispondrá de un tiro, pues deberán hacerse compras y recoger con frecuencia a las alumnas en la estación, pero montar a caballo no figura en el programa educativo. Ni tampoco el tenis…

El reverendo parecía lamentar en especial esto último.

Gloria volvió a guardar silencio hasta que el vehículo pasó por un opulento portalón de piedra y recorrió un parque circundado por unas rejas de hierro forjado. Oaks Garden no llevaba este nombre en vano. No cabía duda de que los jardines habían sido concebidos por un amante de la jardinería que dominaba su profesión. Debían de haber pasado décadas, cuando no siglos, desde que se habían plantado los robles que dominaban el extenso parque. Eran enormes y flanqueaban el acceso que conducía a la casa. En esta, sin embargo, el arquitecto había demostrado menos ingenio. El edificio era una construcción de ladrillo más bien pesada, sin las torrecillas ni miradores que solían encontrarse en las casas señoriales inglesas.

Gloria enseguida se sintió aplastada por ella. Buscó ansiosa con la mirada unas cuadras. ¡Alguna debía de haber! Tal vez detrás de la casa…

Pero en ese momento el reverendo se detuvo frente al imponente portal de doble hoja. Parecía sentirse como en casa y ni siquiera hizo el esfuerzo de pulsar el timbre. Obviamente no era necesario, pues el gran vestíbulo constituía un espacio público. Sarah Bleachum tenía razón: Lilian y Gloria no eran las primeras niñas que llegaban ese día. Había unas cuantas que ya se desplazaban de un lugar a otro con baúles y maletas, bromeaban entre sí y forjaban planes alocados sobre quién ocuparía cada habitación. Unas chicas mayores pasaban revista a las recién llegadas. Lilian les sonrió, mientras que Gloria daba la impresión de querer ocultarse entre las faldas de Sarah.

La joven institutriz la separó con dulzura.

—No seas tan vergonzosa, Gloria. ¿Qué van a pensar de ti las otras niñas?

A Gloria eso no parecía importarle en absoluto, pero se desprendió de su profesora y miró alrededor. El vestíbulo era un espacio agradable. Una mujer mayor y de aspecto maternal situada tras una especie de mostrador contestaba pacientemente las preguntas de las muchachas. Había además butacas y mesitas de té, seguramente para ofrecer un lugar de espera a padres y alumnas. De hecho, se hallaban ahí unos pocos progenitores impartiendo las últimas instrucciones a sus hijas sobre cómo debían comportarse durante el nuevo curso.

—Quiero que te esfuerces más con el violín, Gabrielle —dijo uno de los presentes. Al oírlo, Gloria se sobresaltó. La niña a la que iba destinada la frase no parecía mayor que ella. ¿Acaso se esperaba que ella tocara el violín?

El reverendo entró sonriendo en el vestíbulo y saludó a la señora del mostrador.

—Buenos días, señorita Barnum. ¡Le traigo a sus kiwis! ¿Se dice así en Nueva Zelanda, Sarah? Fueron los mismos inmigrantes los que se pusieron ese mote, el nombre del pájaro, ¿verdad?

Sarah Bleachum asintió avergonzada. Ella nunca se habría denominado a sí misma «kiwi».

—Es un ave casi ciega… —observó Gloria en voz baja—. Y no vuela, pero tiene muy buen olfato. Aunque se la ve pocas veces, en ocasiones emite su grito, se oye durante toda la noche, salvo si hay luna llena. Es bastante… hum… peludita.

Unas muchachas soltaron unas risitas.

—¡Dos pájaros ciegos! —exclamó entre risas la de cabello castaño, a la que sus padres habían llamado Gabrielle—. ¿Cómo habrán llegado hasta aquí?

Gloria se ruborizó. Lilian miró echando chispas a la bromista.

—Al principio nos guiamos por el olor —respondió—. Y luego simplemente seguimos volando hacia donde peor tocaban el violín.

Gabrielle frunció la nariz y las otras muchachas se rieron de ella. La música no era el punto fuerte de Gabrielle.

Sarah sonrió, pero reprendió como era debido a Lilian por su descaro. La señorita Barnum censuró del mismo modo a Gabrielle. Luego se volvió hacia las recién llegadas.

—Bienvenidas a Oaks Garden —saludó a las niñas—. Me alegro de conoceros. Especialmente a ti, Lilian; te hemos asignado la habitación Mozart, en el Ala Oeste, de la que soy la responsable. Suzanne Carruthers, una de tus compañeras, ya ha llegado. Luego os presentaré.

Gloria abrió los ojos de par en par. Lilian expresó lo que estaba pensando.

—¿No podemos compartir habitación, señorita Barnum? ¡Somos primas! —Lilian dedicó a la recepcionista su más ingenua y suplicante mirada.

No obstante, la señorita Barnum sacudió la cabeza.

—Gloria es mucho mayor que tú. Seguro que preferirá estar con chicas de su edad. Te sentirás mejor cuando hayas conocido a las demás. Los cursos medios ocupan el Ala Este, y los más jóvenes la Oeste.

—¿No podría hacer usted una excepción? —preguntó la señorita Bleachum. Percibía casi físicamente cómo Gloria volvía a retraerse—. Las niñas nunca han salido de su casa.

—A las demás alumnas les sucede lo mismo —respondió con firmeza la encargada—. Lo siento, niñas, pero ya os acostumbraréis. Y ahora vais a conocer a la señorita Arrowstone. Lo espera en su despacho, reverendo. Ya sabe dónde se encuentra.

El despacho de la directora se hallaba en el primer piso del edificio principal, junto a la sala de profesores y algunas aulas, al final de una sinuosa y lujosa escalinata flanqueada por escenas de la mitología griega y romana. Lilian miró los cuadros con curiosidad.

—¿Por qué se montan las chicas en una vaca? —preguntó, arrancando casi unas risas de Sarah.

—Es Europa con el toro —respondió la joven profesora.

Por la cara de Gloria se veía que solo unos tontos de remate preferirían una vaca a un caballo como montura. Además, la posición de Europa le parecía poco estable. ¿A quién se le había ocurrido semejante tontería?

—Estoy segura de que os contarán la historia en clase —señaló Sarah, que en esos momentos no tenía ganas de describir a sus pupilas cómo los dioses griegos raptaban a las princesas fenicias. Y mucho menos en presencia de su primo.

En ese momento el reverendo llamó a la puerta del despacho de la directora.

—¡Adelante! —contestó una voz grave, acostumbrada a impartir órdenes.

Sarah se tensó irremisiblemente al tiempo que Gloria intentaba esconderse tras ella. Lilian, en cambio, no pareció sentirse impresionada. Tampoco la intimidó el imponente escritorio de roble tras el cual se hallaba entronizada la rolliza directora. Fascinada, contempló el complicado y severo peinado con que la señorita Arrowstone se había recogido el cabello, castaño y abundante.

—¡La reina! —susurró el reverendo a Sarah con una media sonrisa. En efecto, también a las niñas les recordó la imagen de la reina Victoria, fallecida unos pocos años antes. El rostro de la señorita Arrowstone apenas tenía arrugas, pero sus ojos de color azul pálido eran severos, y sus labios, finos. Seguro que no sería nada placentero acudir ante su presencia por haber cometido una falta. En esos momentos, no obstante, sonreía.

—¿He oído bien? ¿Sois las alumnas de Nueva Zelanda? Acompañadas por… —Miró inquisitiva a Sarah y al reverendo alternativamente.

Sarah se disponía a presentarse cuando Christopher anunció:

—Es la señorita Sarah Bleachum, señorita Arrowstone. Mi prima. Y mi…, hum… —parpadeó turbado, con lo que la sonrisa de la señorita Arrowstone todavía se ensanchó más.

Sarah, por el contrario, tuvo que esforzarse para mantener una expresión afable. Christopher parecía dar por cerrado el asunto de su inminente compromiso. Peor aún, era evidente que ya se había referido a ella como su prometida en el círculo de sus conocidos.

—Soy profesora, señorita Arrowstone —añadió—. Gloria Martyn ha sido hasta ahora mi pupila, y puesto que tengo parientes en Europa… —dirigió a Christopher una breve mirada—, he aprovechado la oportunidad para acompañar a las niñas a Inglaterra y restablecer los lazos familiares.

La señorita Arrowstone emitió algo así como una risita.

—Lazos familiares, vaya… —dijo mordaz—. Bien, en cualquier caso, nos alegramos mucho por el reverendo y la comunidad sin duda agradecerá un toque femenino. —De nuevo esa risita—. Seguro que durante su… visita… le echará una mano en la parroquia.

Sarah iba a contestar que en realidad pensaba más en un empleo de profesora, pero la señorita Arrowstone ya había dirigido su atención hacia otro objeto. La matrona curiosa adoptó el papel de severa directora. Observó a las jovencitas a través de unas gafas cuyos vidrios eran tan gruesos como los de Sarah, y al hacerlo se dibujó en su rostro una expresión de asombro.

Gloria se volvió bajo esa mirada.

Pero la señorita Arrowstone no la confundió con Lilian: la directora se había informado acerca de sus alumnas y sabía que Gloria era la mayor.

—Así que tú eres Gloria Martyn —observó—. Pues no has heredado nada de tu madre.

Gloria asintió. Ya se había acostumbrado a esa afirmación.

—Al menos, no a primera vista —añadió la señorita Arrowstone, moderando su anterior afirmación—. Pero tus padres han insinuado que tienes unas dotes musicales o creativas que hasta el momento han permanecido ocultas.

Gloria la miró pasmada. Tal vez era mejor ser franca desde un principio.

—Yo… yo no sé tocar el piano —susurró.

La señorita Arrowstone rio.

—Sí, ya me han informado al respecto, pequeña. Tu madre está muy triste por ello, pero a fin de cuentas vas a cumplir trece años y todavía no es demasiado tarde para aprender un instrumento. ¿Te gustaría tocar el piano? ¿El violín? ¿O el violonchelo?

Gloria se ruborizó. Ni siquiera sabía exactamente qué era un violonchelo. Y estaba segura de que no quería aprender a tocar nada de eso.

Por fortuna Lilian la ayudó a salir del apuro.

—¡Yo toco el piano! —declaró con presunción.

La señorita Arrowstone la contempló con severidad.

—Esperamos de nuestras alumnas que solo hablen cuando se les pregunte —la censuró—. Salvo por ello, es muy satisfactorio, por supuesto, que te sientas atraída por ese instrumento. Eres Lilian Lambert, ¿verdad? ¿La sobrina de la señora Martyn?

Era evidente que Kura-maro-tini había dejado su huella allí, lo que la señorita Arrowstone aclaró enseguida con más detalle.

—La señora Kura-maro-tini Martyn visitó personalmente nuestro establecimiento para matricular a su hija —les contó a Sarah y Christopher—, y nos obsequió con un pequeño concierto privado. Las niñas quedaron profundamente impresionadas y están deseando conocerte, Gloria.

La niña se mordió los labios.

—También a ti, Lilian, naturalmente. Estoy segura de que nuestra profesora de música, la señorita Tayler-Bennington, apreciará tu interpretación al piano. ¿Desean un té, señorita Bleachum…, reverendo? Las niñas pueden bajar, la señorita Barnum les enseñará sus habitaciones.

Estaba claro que la señorita Arrowstone tomaba el té con los padres y familiares de sus alumnas, pero nunca descendía al nivel de sus pupilas hasta el extremo de ofrecerles también uno a ellas.

—Ah, sí, ¡yo estoy en el Ala Oeste! —señaló Lilian con expresión grave. Ya se había olvidado de que tenía prohibido hablar si no la invitaban a hacerlo—. Soy Lily of the West.

—¡Lilian! —la censuró horrorizada Sarah, mientras el reverendo sofocaba ruidosamente una risa. La señorita Arrowstone frunció el ceño. Por fortuna, no parecía conocer la historia de «Lily del Oeste», una pérfida camarera que causaba la perdición de su amado. Esas canciones se oían en las tabernas y no en los salones de buen tono.

Gloria lanzó a su profesora una mirada desesperada.

—Limítate a obedecer, Glory —dijo con dulzura Sarah—. La señorita Barnum te presentará a la responsable de tu zona. Ya verás como estarás bien.

—Despídete ahora de tu profesora —añadió la señorita Arrowstone—. No volverás a verla hasta el domingo, en misa.

Gloria intentó dominarse, pero tenía el rostro inundado de lágrimas cuando se separó con una inclinación de su institutriz. No estaba en manos de la señorita Bleachum hacer nada más, así que abrazó a la niña y le dio un beso de despedida.

La señorita Arrowstone contemplaba la escena con evidente desaprobación.

—Esa pequeña está demasiado apegada a usted —observó una vez que las niñas hubieron abandonado la habitación—. Le sentará bien alejarse un poco y establecer contacto con otras personas. Y además —de nuevo exhibió esa sonrisa ambigua—, seguro que usted no tardará en tener sus propios hijos.

Sarah se puso como la grana.

—De hecho, en principio no me había planteado dejar mi trabajo —dijo, haciendo un intento de mencionar un empleo—. Me gustaría dedicarme algunos años más a la enseñanza y, respecto a esto, quería preguntarle…

—¿Qué idea se ha formado usted, querida? —preguntó la señorita Arrowstone con tono acaramelado, mientas servía el té—. El reverendo la necesita a su lado. No sé cómo se tratará este tema en el otro extremo del globo terráqueo, pero en nuestro sistema escolar las profesoras son básicamente solteras.

Sarah sintió que la trampa se cerraba a sus espaldas. Puesto que la señorita Arrowstone no parecía dispuesta a contratarla, solo cabía la posibilidad de intentar encontrar un empleo como institutriz en la región. Sin embargo, no había tenido la impresión de que ningún lugareño fuera especialmente acaudalado, y seguro que las matronas del pueblo no iban a poner impedimentos a «la dicha de su reverendo». Tendría que hablar en serio con Christopher. En el fondo abogaba en su favor que de forma tan evidente estuviera firmemente decidido a casarse con Sarah solo a causa de un vago vínculo espiritual establecido por correspondencia. Pese a ello, tenía que darle al menos dos semanas para tomar una decisión. Lanzó una tímida mirada de reojo al hombre que estaba a su lado. ¿Bastarían un par de semanas para conocerlo bien?

Cuando presentaron a Gloria a la responsable del Ala Este, la señorita Coleridge, la niña descubrió que esta era mayor que la señorita Barnum y que no se asemejaba en nada a ella, ya que en lugar de ofrecer un aspecto amable y maternal su imagen era seca y severa.

—¿Eres Gloria Martyn? ¡No te pareces en nada a tu madre! —dijo, y en sus labios el comentario sonó claramente peyorativo.

En esta ocasión Gloria renunció a asentir. La señorita Coleridge le lanzó otra mirada, más bien inmisericorde, y se concentró en sus apuntes. A diferencia de la señorita Barnum, no se sabía de memoria las habitaciones asignadas a las niñas a su cargo.

—Martyn… Martyn… Ah, aquí lo tenemos. La habitación Tiziano.

Mientras que los dormitorios del Ala Oeste llevaban nombres de famosos compositores, las del Ala Este tomaban los nombres de pintores. Gloria nunca había oído el de Tiziano; sin embargo, aguzó el oído cuando la señorita Coleridge siguió leyendo de forma mecánica.

—Junto con Melissa Holland, Fiona Hills-Galant y Gabrielle Wentworth-Hayland. Gabrielle y Fiona ya están ahí…

La niña siguió a la responsable a través de los corredores, sombríos por la tarde, del Ala Este. Intentaba convencerse de que en esa escuela habría al menos veinte muchachas que se llamaran Gabrielle, pero probablemente no era cierto. Y, en efecto, cuando la señorita Coleridge abrió la puerta, Gloria distinguió el rostro agraciado, aunque algo anguloso, de la chica de cabello castaño que ya había conocido en recepción. Gabrielle estaba guardando su uniforme escolar en uno de los cuatro pequeños armarios. La otra muchacha. —Gloria reconoció a una rubia delgada que había estado en el vestíbulo con Gabrielle— ya parecía haber concluido esa tarea y estaba colocando un par de fotos de su familia sobre la mesilla, bajo las reproducciones más bien lóbregas de opulentas pinturas al óleo que decoraban las paredes de la habitación. Gloria encontró los retratos y pinturas de tema histórico totalmente espantosos. Más tarde se enteraría de que rendían homenaje al artista que daba nombre a su habitación. Todas las imágenes de las paredes eran de Tiziano.

—Fiona, Gabrielle, esta es vuestra nueva compañera de habitación —la presentó la señorita Coleridge—. Viene de…

—De Nueva Zelanda, ya lo sabemos, profesora —dijo Gabrielle con gesto obediente y haciendo una reverencia—. La hemos conocido al llegar.

—Pues bien, ya tenéis de qué hablar —respondió la señorita Coleridge, satisfecha a ojos vistas de no tener que romper el hielo entre las muchachas—. Acompañad luego a Gloria al comedor para la cena.

Y con ello abandonó la habitación, cerrando la puerta a sus espaldas. Gloria se quedó torpemente junto a la puerta. ¿Cuál sería su cama? Fiona y Gabrielle ya se habían quedado con las que estaban junto a la ventana, pero eso a Gloria le daba igual. Lo único que deseaba era esconderse en algún lugar.

Vacilante, Gloria se acercó a la cama que estaba en el extremo más alejado. Parecía la más apropiada para ocultarse, pero las niñas no tenían la intención de dejar en paz a la recién llegada.

—¡Aquí tenemos a nuestro pajarito ciego! —anunció Gabrielle con hostilidad—. Además, he oído decir que canta bien. ¿No es tu madre esa cantante maorí?

—¿De verdad? ¿Su madre es neeegra? —intervino Fiona, alargando la vocal de la última palabra—. Pues no parece negra… —comentó, observando a Gloria con atención.

—Habrá salido de un huevo de cuco —dijo Gabrielle con una risita.

Gloria tragó saliva.

—En nuestro país no hay cucos…

No entendía por qué las otras reían. Tampoco entendió qué había hecho a esas niñas y nunca comprendería que uno pudiera convertirse en objeto de burlas sin haber hecho nada para merecerlo. Pero comprendió que la trampa se había cerrado.

No tenía escapatoria posible.