Nada había resultado tan duro a Jack McKenzie en toda su vida como el viaje a Christchurch con Gloria y Lilian, y la posterior travesía del Bridle Path. Y, sin embargo, hacía años ya que habían mejorado las carreteras, lo cual permitía que el tiro de fuertes yeguas cob avanzara a buen paso. Casi demasiado deprisa para Jack, que en ese momento deseó ser capaz de detener el tiempo.
Seguía considerando un error grave sacrificar a Gloria a los caprichos de sus padres, por más que se repitiera que eso no significaba el fin del mundo. Gloria iría a una escuela en Inglaterra y luego regresaría. A docenas de niños de familias ricas neozelandesas les sucedía lo mismo y la mayoría no guardaba malos recuerdos de su época escolar.
Pero Gloria era distinta, Jack lo sabía por instinto. Todo en él se resistía a dejar a la niña bajo la tutela de Kura-maro-tini. Recordaba muy bien todas las noches en que había tomado al bebé que lloraba en la cuna, mientras la madre dormía al lado, imperturbable. El padre de Gloria, por su parte, únicamente había prestado atención a qué nombre ponerle: «Gloria» debía simbolizar «su triunfo sobre el nuevo país», aunque no quedaba muy claro a qué se refería con eso. Por aquel entonces Jack ya había considerado que el nombre era demasiado grande para una niña tan pequeña, a quien había querido desde el primer instante. En esos momentos sentía que casi traicionaba a Gloria enviándola sola a Inglaterra, a una isla que compartiría con Kura-maro-tini. Jack había suspirado de alivio cuando la hija de su hermanastro había puesto entre ella y los McKenzie un océano.
Fuera como fuese, con el transcurso de los días Gloria se fue animando, se esforzó por contener las lágrimas al abrazar a la abuela Gwyn por última vez y solo lloró cuando se despidió de los animales.
—Quién sabe si todavía podré montar a Princess cuando vuelva —gimió. A ninguno de los adultos se le ocurrió una palabra de consuelo. Cuando Gloria concluyera la escuela en Inglaterra tendría al menos dieciocho años, según el curso que se le asignara. En cualquier caso, el menudo poni ya sería demasiado pequeño para ella.
—Haremos que la cubra un semental de cob —intervino Jack—. Su potro te estará esperando cuando vuelvas. Tendrá unos cuatro años y podrás montarlo.
Un sonrisa apareció en el rostro de Gloria al imaginarse la escena.
—No es tanto tiempo, ¿verdad? —preguntó.
Jack sacudió la cabeza.
—No, claro que no.
Durante el trayecto a Christchurch, Gloria volvía a reír con Lilian, mientras Elaine, ya tristísima ante la separación, y la señorita Bleachum, asustada de su propia hazaña, mantenían una viva conversación. Jack se pasó el rato maldiciendo mentalmente a Kura-maro-tini. Los viajeros pasaron la noche en el hotel de Christchurch y cruzaron el Bridle Path al alba. El barco zarparía al amanecer y Gloria y Lilian casi se quedaron dormidas mientras Jack conducía el carro por las montañas. Elaine estrechaba a su hija entre los brazos y Gloria se subió al pescante y se acurrucó contra Jack.
—Si… si lo paso muy mal, vendrás a buscarme, ¿verdad? —susurró adormecida cuando Jack la alzó en volandas y la colocó en el suelo entre los baúles y las cajas.
—¡No lo pasarás tan mal, Glory! —la consoló—. Piensa en Princess. Ella también viene de Inglaterra. Allí también hay ponis y ovejas, igual que aquí…
Jack captó una mirada de la señorita Bleachum, quien a ojos vistas reprimía una observación. Su celo en el cumplimiento de sus deberes casi la había llevado a corregir las palabras de Jack, porque entretanto se había informado más detalladamente y había averiguado que en Oaks Garden no había ovejas ni caballos. Sin embargo, la compasión que le inspiraba la niña la ayudó a guardar silencio acerca de este detalle. También Sarah Bleachum quería a Gloria.
Al final, Jack y Elaine se quedaron en el muelle agitando las manos mientras el enorme barco de vapor abandonaba el puerto.
—Espero que estemos haciendo lo correcto —gimió Elaine cuando terminaron de despedirse. Ya hacía un buen rato que no distinguían a las niñas—. Tim y yo no estamos nada seguros, pero Lily se empeñó…
Jack no respondió. Bastante tenía con reprimir las lágrimas que pugnaban por brotar de sus ojos. Afortunadamente el tiempo apremiaba. El tren de Elaine con destino a Greymouth salía a mediodía, y Jack tuvo que azuzar los caballos para llegar puntuales. Por este motivo no se produjo ninguna gran escena de despedida entre ellos: Elaine se limitó a depositar un beso fugaz en la mejilla de Jack.
—No estés triste —le dijo—. La próxima vez que venga, traeré a los chicos. ¡Les enseñarás a adiestrar un perro! —Desde que el ferrocarril enlazaba las costas Este y Oeste, las distancias se habían reducido. Elaine podía volver de visita en un par de meses; de hecho, incluso la abuela Gwyn y James habían viajado a la costa Oeste en tren.
Jack abandonó la estación y dirigió el carro hacia el Avon. George Greenwood y su esposa Elizabeth eran propietarios de una casa cerca del río, o, para ser más exactos, Elizabeth la había heredado de su madre adoptiva. George solía decirle en broma que ese había sido el único motivo para casarse con ella. En la época en la que estaba pensando en instalarse en Christchurch, la floreciente ciudad carecía de viviendas disponibles, pero con el tiempo se había construido mucho y la casa de los Greenwood había quedado casi en el centro. Jack iba a ver a George para charlar con él acerca de unas cuestiones sobre el comercio de lana. Además, Elizabeth le había invitado a pasar la noche con ellos y él había aceptado, aunque a regañadientes. En realidad todavía no tenía ganas de charlar, habría preferido con mucho regresar a Kiward Station meditando en silencio.
Elizabeth Greenwood, una madre de familia algo entrada en carnes, de tez clara y amables ojos azules, se percató de la expresión triste del muchacho en cuanto le abrió la puerta. Otra dama de su posición habría dejado esa tarea a su criada, pero Elizabeth procedía de una familia sumamente pobre y seguía siendo modesta.
—¡Te levantaremos un poco esos ánimos! —prometió la mujer, tomándolo del brazo para confortarlo.
Dado que ella y Gwyneira McKenzie habían llegado a Nueva Zelanda en el mismo barco, procedentes de Inglaterra, Elizabeth conocía muy bien la historia de Kiward Station, y Jack era para ella como un miembro de su propia familia.
—¡Por Dios, hijo mío, por tu cara se diría que has dejado a la pequeña Gloria en el patíbulo! —Elizabeth le quitó el impermeable a Jack con ademán solícito. Fuera lloviznaba: el día casaba con el estado de ánimo del muchacho—. Las chicas se lo pasan muy bien en Inglaterra. ¡Charlotte no quería volver! Si hasta se quedó allí un par de años más. —Elizabeth sonrió y abrió la puerta del diminuto recibidor.
—¡No es verdad, mamá!
La muchacha, que estaba sentada en la habitación leyendo, debía de haber oído las últimas palabras. Levantó la vista y lanzó a Elizabeth una mirada cargada de reproche.
—Siempre añoraba las llanuras de Canterbury… A veces soñaba con el paisaje que se extiende hasta los Alpes… En ningún lugar es el aire tan diáfano… —La voz era dulce y cantarina, tal vez como habría sido la de la misma Elizabeth si no hubiese procurado controlar tan disciplinadamente su dicción en todo momento. Elizabeth Greenwood, que procedía de uno de los barrios más míseros de Londres, se había esforzado toda la vida para desprenderse del ceceo que delataba sus orígenes.
La muchacha era Charlotte, la menor de las hijas. Jack ya había oído decir que había regresado a Christchurch, en el mismo barco que le arrebataba a Gloria. Sin embargo, cuando la joven se volvió hacia él y se levantó para saludarlo, este se olvidó del penetrante dolor de la separación.
—Aunque me encantó Inglaterra…
Una voz tan dulce como un céfiro que agitara unas campanillas haciéndolas tintinear…
Charlotte seguía hablando a su madre, algo de lo cual Jack casi se alegró, porque le suponía todo un esfuerzo controlarse para no quedarse mirando descaradamente a la joven. Si en ese momento ella se hubiera dirigido a él, no habría conseguido dar ninguna respuesta sensata.
Charlotte Greenwood era la muchacha más hermosa que Jack había visto en su vida. No era de baja estatura, como la mayoría de las mujeres de la familia de Jack, pero su porte era delicado y su piel, blanca como la leche, tenía un brillo transparente similar al de una porcelana fina. Su cabello era rubio, como el de su madre y su hermana Jenny, aunque no tan claro. A Jack le recordó el color de la miel oscura. Charlotte se lo había recogido en una cola de caballo que le caía, pesada y larga, en abundantes bucles sobre los hombros. Pero lo más impresionante eran sus ojos, grandes y de un castaño oscuro. A Jack le pareció ver un hada… o ese ser encantado de la canción Annabel Lee que la pequeña Lilian solía entonar tan insistente como desafinadamente.
—¿Puedo hacer las presentaciones? Mi hija Charlotte, Jack McKenzie. —Elizabeth Greenwood arrancó al joven de su silencio embelesado.
Cuando Charlotte le tendió la mano, él reaccionó de forma automática con un gesto que había practicado en las clases pero nunca había realizado frente a una mujer de las llanuras de Canterbury: le besó la mano.
La muchacha sonrió.
—Sí, le recuerdo —dijo afablemente—. Nos conocimos en ese concierto que su…, ¿era su prima…?, dio aquí antes de marcharse a Inglaterra. Me fui en el mismo barco que ella, ¿lo sabía?
Jack asintió. No conservaba más que vagos recuerdos del concierto de despedida de Kura-maro-tini en Christchurch. Solo había escuchado el programa para no perder de vista en ningún momento a Gloria.
—Usted solo tenía ojos para la niña y yo me sentí un poco celosa.
Jack miró incrédulo a Charlotte. Por entonces él tenía casi dieciocho años y ella…
—Yo también habría preferido jugar con un caballito de madera y luego montar un poblado de juguete con los niños maoríes en lugar de estar sentada quietecita y escuchando, aunque ya tenía edad para ello —confesó la muchacha de voz cantarina.
Jack sonrió.
—Así que usted no forma parte de los admiradores de mi… en realidad es mi sobrina nieta…
Charlotte bajó la mirada. Jack se fijó en sus pestañas, largas y de color miel, y se sintió cautivado.
—Bueno, en realidad tal vez no tuviera edad suficiente —se disculpó—. Además…
Levantó los párpados y pareció saltar directamente de la charla trivial a la discusión seria sobre la representación artística.
—Además el trato que la señora Martyn dispensa a la herencia de su pueblo tampoco se corresponde del todo con lo que yo entiendo por conservación de los tesoros culturales. En el fondo, Ghost Whispering se sirve solo de los elementos de una cultura para…, bueno, para engrandecer la fama de su intérprete. En mi opinión, en cambio, la música de los maoríes tiene un aspecto comunicativo…
Aunque Jack no acababa de comprender de qué estaba hablando Charlotte, bien podría haber estado escuchándola durante horas.
—Basta, Charlotte. —Elizabeth Greenwood interrumpió a su hija con un tono de impotencia—. Ya vuelves con tus discursos, mientras tus oyentes se mueren cortésmente de hambre. Claro, que nosotros ya hace tiempo que nos hemos acostumbrado. Charlotte permaneció más tiempo en Inglaterra para asistir a un college, donde cursó estudios relacionados con historia y literatura…
—Historia Colonial y Literatura Comparada, mamá —puntualizó con dulzura Charlotte—. Siento haberle aburrido, señor McKenzie…
—Llámeme Jack, por favor —se forzó a decir. Aunque sintió la tentación de seguir adorando a la joven en silencio, al final venció su espíritu travieso—. Y más formando parte del reducido círculo de tres o cuatro personas que no adoran a Kura-maro-tini Martyn. Es un club muy exclusivo, señorita Greenwood…
—Charlotte —respondió ella sonriendo—. No era mi intención… desprestigiar la tarea de su sobrina nieta. En Inglaterra disfruté una vez más del placer de escucharla y sin duda es una artista de gran talento, si me permite opinar, pese a que no soy muy versada en música. En cualquier caso, lo que me molesta es que se saquen mitos del contexto y la historia de un pueblo se degrade… En fin, que se convierta en una banal lírica amorosa.
—Ahora ve, Charlotte, y ofrece a nuestro huésped una bebida antes de comer. George estará al llegar, Jack. Ya sabe que vienes a cenar. Y puede que nuestra Charlotte se esfuerce por entablar una conversación algo más agradable. ¡Cariño, si sigues con tanta retórica nunca encontrarás marido!
Charlotte arrugó su lisa y blanca frente como si fuera a replicar algo desagradable, pero se calló y condujo diligente a Jack al salón contiguo. Sin embargo, el joven rechazó el whisky que le ofrecía.
—No antes de la puesta del sol —respondió.
Charlotte sonrió.
—Pero se diría que necesita usted un reconstituyente. ¿Le apetecería un té?
Cuando George Greenwood apareció media hora más tarde se encontró a su hija y Jack McKenzie inmersos en una animada conversación. O al menos eso parecía a primera vista. De hecho, Jack se limitaba a remover el contenido de su taza de té y escuchar con atención a Charlotte, quien en ese momento contaba anécdotas de su infancia en los internados ingleses. En sus labios la situación parecía una experiencia inofensiva y su voz cantarina le liberó, en efecto, de su preocupación por Gloria. Si de los internados ingleses salían seres angelicales como Charlotte, era evidente que a la pequeña no podría pasarle nada malo. Sin embargo, Charlotte había asistido a una escuela que velaba tanto por la educación intelectual de sus alumnas como por la formación física. Charlote hablaba de montar a caballo, de jugar al hockey, del cróquet y de carreras.
—¿Y respecto al desarrollo «artístico y creativo»? —preguntó Jack.
Charlotte frunció de nuevo el ceño…, de una forma encantadora. El joven podría haberse pasado horas mirando el mohín de su interlocutora.
—Pintábamos un poco —respondió—. Y quien quería también podía aprender piano y violín, claro. Además teníamos un coro, pero a mí no me dejaban cantar. Soy totalmente negada para la música.
Jack era incapaz de creer esto último: para él, cada una de las palabras de Charlotte era como una melodía. Aunque la música tampoco era uno de sus fuertes.
—Esperemos entonces que a la pequeña Gloria no le suceda igual —intervino George Greenwood. El hombre alto, todavía delgado pero ya con el cabello completamente cano, había acercado una butaca a la mesa de té, delante de la chimenea, y tomado asiento. Charlotte le sirvió una taza, haciendo gala de exquisitos modales—. Porque no creo que a las muchachas de Oaks Garden se les dispense de la formación musical. Sin lugar a dudas, los Martyn no tendrán las mismas prioridades que nosotros en cuanto a la educación de su hija.
Jack miró a George con aire de desconcierto. Charlotte había hablado de asignaturas optativas, pero tal como se expresaba George sonaba como si las alumnas inglesas tuvieran que sentarse a la fuerza ante un piano.
—Los internados no son todos iguales, Jack —prosiguió George, tras dar las gracias a su hija—. Los padres pueden elegir entre conceptos muy dispares de educación. Por ejemplo, algunos centros dan mucho valor a la educación femenina tradicional, de forma que solo enseñan a las alumnas todo lo necesario para la economía doméstica y suficientes nociones de literatura y arte como para acompañar a su marido a una inauguración o poder charlar animadamente en sociedad sobre el último título publicado sin causar mala impresión. Otros, como el internado donde estudiaron Charlotte y Jenny, proporcionan una educación general más completa. Se consideran en parte escuelas reformistas y se discute acaloradamente si las estudiantes han de aprender latín y adentrarse en disciplinas como la física y la química. Sea como fuere, las alumnas no tienen que casarse justo después de concluir los estudios, sino que asisten a un college o una universidad, siempre que se las admita. Como fue el caso de Charlotte.
Guiñó el ojo a su hija.
—Otras instituciones se dedican a esas bellas artes, signifique eso lo que signifique…
Al principio Jack había escuchado con atención, pero cuando oyó la palabra «casarse» se olvidó de Gloria y miró preocupado hacia Charlotte. Por más que en este punto de su relación no era nada inteligente preguntar al respecto, Jack no pudo remediarlo.
—Y ahora que está usted de vuelta aquí, señorita… Charlotte… tiene usted… hum… intenciones… hum… concretas, de… me refiero…
George Greenwood lo observo extrañado. En realidad estaba acostumbrado a que Jack McKenzie formara frases completas.
Charlotte sonrió dulcemente. Al parecer había entendido.
—¿Se refiere a si estoy prometida? —preguntó, parpadeando.
Jack enrojeció. De repente comprendió los sentimientos de Sarah Bleachum.
—Nunca osaría plantear tal pregunta…
Charlotte se rio. No avergonzada, sino alegre y natural…
—¡Pero si no es nada malo! Además, si mi padre me hubiera arrastrado de los pelos desde Inglaterra hasta aquí para casarme con algún caballero rural, ya habría salido en la primera plana de los periódicos.
—¡Charlotte! —la censuró George—. Como si yo alguna vez…
Charlotte se puso en pie y le dio un pícaro beso en la mejilla.
—No te sulfures, papá. Claro que nunca me obligarías, pero te gustaría hacerlo, ¡admítelo! ¡Al menos a mamá seguro que sí!
George Greenwood suspiró.
—Claro que a tu madre y a mí nos alegraría que encontraras al hombre adecuado, Charlotte, en lugar de dártelas de marisabidilla. ¡Estudios de cultura maorí! ¡Habrase visto cosa inútil!
Jack aguzó los oídos.
—¿Se interesa usted por los maoríes, Charlotte? —preguntó diligente—. ¿Habla la lengua?
George hizo un ademán teatral. No cabía duda de que Charlotte había heredado de él los ojos castaños, pese a que los de la muchacha eran del todo marrones y en los del padre brillaban unas chispas verdes.
—Claro que no. Por eso digo que todo el proyecto carece de valor. El latín y el francés no te servirán para eso, Charlotte…
Mientras George seguía quejándose, Elizabeth los llamó a la mesa.
Charlotte se levantó de inmediato. Era evidente que había oído suficientes veces las objeciones de su padre y, al parecer, le faltaban los argumentos adecuados para rebatirlas.
Cuando se sentaron a cenar, Elizabeth Greenwood dominó la conversación en la mesa. Como siempre, la comida era excelente, y la charla divagó por diversos temas, la mayoría en torno a la sociedad dentro y en los alrededores de Christchurch y las llanuras de Canterbury. Jack no prestaba del todo atención. Su interés volvió a despertarse cuando, al final de la comida, la conversación viró hacia las intenciones de Charlotte. La joven tenía el propósito de pedir que el gerente del negocio de su padre en el sector del comercio de la lana, un maorí llamado Reti, le diera clases para aprender la lengua de su pueblo. George protestó enérgicamente.
—¡Reti tiene otras cosas que hacer! —declaró—. Además, se trata de un idioma complicado. Necesitarías años antes de dominarlo hasta el punto de entender las historias que te cuenten y ponerlas por escrito.
—Bueno, tampoco hay para tanto —intervino Jack—. Yo, por ejemplo, hablo maorí con fluidez.
George esbozó un gesto de impotencia.
—Jack, tú prácticamente te criaste en su poblado.
—¡Y los maoríes de Kiward Station hablan inglés con la misma fluidez! —prosiguió Jack en tono triunfal—. Si pasara una temporada con nosotros, Charlotte, podríamos organizar algo. Mi medio cuñada por así decirlo, Marama, es una tohunga. Una cantante, en realidad. Seguro que conoce las narraciones más importantes. Y Rongo Rongo, la partera y hechicera de la tribu, también habla inglés.
El semblante de Charlotte se iluminó.
—¿Lo ves, papá? ¡Funciona! ¿Y Kiward Station no es esa granja grande? ¿No pertenece a… a esa leyenda viviente… la señorita… hum…?
—La señorita Gwyn —contestó George, malhumorado—. Pero es probable que ya esté harta de alojar a chicas mimadas y con intereses culturales.
—No, no —objetó Jack—. Mi madre es… —Se interrumpió.
Definir a Gwyneira como promotora de las bellas artes sería sin duda una exageración, pero Kiward Station, como todas las granjas de las llanuras de Canterbury, era una casa hospitalaria. Y a Jack le resultaba inconcebible que Gwyneira no quedara prendada de esa muchacha…
En ese momento Elizabeth intercedió.
—¡Pero George! ¿En qué estás pensando? ¡Seguro que la señorita Gwyn apoyaría a Charlotte en sus investigaciones! ¡Siempre se ha interesado por la cultura maorí!
Era la primera vez que Jack oía algo semejante. En general Gwyneira se entendía bien con los maoríes. Muchas de sus costumbres y puntos de vista cuadraban con su naturaleza pragmática y no solía tener prejuicios. Pero lo que de verdad interesaba a la madre de Jack era la cría de ganado y el adiestramiento de perros.
Elizabeth sonrió a Jack.
—No deberías presentar a los McKenzie como personas incultas —dijo dirigiéndose a su marido de nuevo—. Al fin y al cabo, la señorita Gwyn acude a todas las funciones de teatro y acontecimientos culturales de Christchurch… ¡La señorita Gwyn es un pilar de la comunidad, Charlotte!
—¿Y no estuvo trabajando Jenny en la granja un año? —preguntó Charlotte a su madre.
Jack asintió con vehemencia. No había vuelto a pensar en ello. En efecto, la hija mayor de los Greenwood, Jennifer, había pasado un año en Kiward Station para dar clases a los niños maoríes. O al menos ese era el pretexto…
—¡En ese caso no puede hablarse de «trabajo»! —refunfuñó George Greenwood. Estaba de acuerdo con enviar a sus hijas a escuelas innovadores y permitirles que estudiaran unos años; sin embargo, que desempeñaran una auténtica actividad profesional le resultaba inconcebible.
—¡Sí, por supuesto! —objetó Elizabeth con voz meliflua—. ¡Allí es donde tu hermana conoció a su esposo, Charlotte!
Elizabeth lanzó una mirada significativa a su esposo. Como este seguía sin entender, paseó los ojos alternativamente por Jack y Charlotte.
De hecho, Jennifer Greenwood había conocido a su marido Stephen en la boda de Kura-maro-tini. Steve era el hermano mayor de Elaine y, tras estudiar Derecho, había pasado todo un verano echando una mano en Kiward Station. Buena razón esta para que Jenny visitara el lugar durante un tiempo. En ese momento, Stephen trabajaba de abogado de Greenwood Enterprises.
George por fin pareció comprender.
—Claro que no tenemos nada en contra de que Charlotte haga una visita a Kiward Station —observó—. La llevaré conmigo la próxima vez que vaya a las llanuras de Canterbury.
Charlotte contempló a Jack con los ojos brillantes de emoción.
—¡Lo estoy deseando, Jack!
Jack creyó perderse en la mirada de la joven.
—Yo… yo contaré los días…