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—¡Deja, puedo bajar solo!

Timothy Lambert rechazó la ayuda de su sirviente Roly casi con aspereza. Y eso que ese día le resultaba especialmente difícil desplazar la pierna del asiento de la calesa hasta el estribo, entablillarla y, con ayuda de las muletas, sostenerse en pie. Tenía un mal día. Se sentía tenso e irritado, como casi siempre que se acercaba la fecha de la desgracia que había provocado su discapacidad. Era el undécimo aniversario del derrumbamiento de Mina Lambert y, como en cada ocasión, la dirección celebraba el evento con unas pequeñas exequias. Los familiares de las víctimas, así como los mineros que en ese momento trabajaban en la mina, apreciaban ese gesto, igual que valoraban los modélicos dispositivos de seguridad en su puesto de trabajo. Sin embargo, Tim volvería a ser el centro de atención y de las miradas, y por supuesto Roly O’Brien explicaría por enésima vez cómo el hijo del propietario de la mina le salvó la vida. Tim odiaba esa mirada que oscilaba entre la veneración al héroe y el horror.

En ese momento Roly retrocedió casi ofendido, aunque vigiló desde una distancia prudencial cómo su patrón se las arreglaba para descender del carruaje. Si Tim se caía, él estaría allí, como siempre en los últimos doce años. La ayuda de Roly O’Brien era inestimable, pero algunas veces el joven sacaba de quicio a Tim, sobre todo en días como ese, en que la paciencia no tardaba en agotársele.

Roly metió el caballo en el establo mientras Tim se dirigía cojeando a casa. Como de costumbre, la visión del edificio de madera blanca de una sola planta le levantó los ánimos. Tras su boda con Elaine enseguida había mandado construir esa sencilla propiedad, pese a las protestas de sus padres, quienes le aconsejaban una residencia de más prestancia. La villa de ellos, a unos tres kilómetros de distancia en dirección a la ciudad, sí se correspondía con creces con la imagen habitual de la residencia del propietario de una mina. Sin embargo, Elaine se había negado a compartir Lambert Manor con los padres de Tim, y la lujosa mansión de dos plantas con su escalinata y los dormitorios en el piso superior tampoco respondía a las necesidades de Timothy. Por otra parte, él no era el propietario de la mina, la mayoría de las acciones de la empresa pertenecían desde hacía tiempo al inversionista, George Greenwood. Los padres de Tim poseían todavía algunas acciones, mientras que él, por su parte, desempeñaba el cargo de gerente.

—¡Papá! —Lilian, la hija de Tim y Elaine, ya abría la puerta antes de que Tim cambiara el peso para apoyarse solo en una muleta y tener libre la mano derecha para accionar el puño de la puerta. Detrás de la jovencita apareció Rube, el hijo mayor de Tim, con aspecto desolado porque su hermana había vuelto a ganarle en la carrera diaria que consistía en ser el primero en abrir la puerta a su padre.

—¡Papi! ¡Tienes que escuchar el ejercicio que he hecho hoy! —A Lilian le encantaba tocar el piano y cantar, aunque no siempre lo hacía bien—. Annabel Lee. ¿La sabes? Es muy triste. Es taaan bonita, y el príncipe la quiere con todo su corazón, pero entonces…

—¡Cosas de niñas! —refunfuñó Rube. Tenía siete años, pero sabía perfectamente bien lo que consideraba tonto—. ¡Vale más que mires el ferrocarril, papá! He montado la locomotora yo solo…

—¡No es verdad! ¡Mamá te ha ayudado! —lo delató Lilian.

Tim esbozó una mueca de impotencia.

—Cielo, lo siento mucho, pero hoy no puedo escuchar ni una vez más la palabra «ferrocarril» en casa —anunció, revolviendo cariñosamente el cabello cobrizo de su hijo. Los cuatro eran pelirrojos, un legado que con toda certeza procedía de Elaine. Aun así, los chicos se parecían más a Tim y no había día en que la madre no contemplase complacida la expresión alegremente audaz de sus rostros y sus amables ojos de un castaño verdoso.

El semblante de Tim resplandeció por fin al ver que su esposa, procedente de la sala de estar, aparecía en el pasillo, donde los niños le habían dado la bienvenida. Estaba espléndida con sus ojos de un verde brillante, la tez de una claridad casi transparente y los indomables ricitos rojos. La viejísima perra Callie le pisaba los talones.

Elaine besó dulcemente a Tim en las mejillas.

—¿Qué ha hecho esta vez? —preguntó a modo de saludo.

Tim frunció el ceño.

—¿Me lees el pensamiento? —inquirió desconcertado.

Elaine rio.

—No del todo, pero solo pones esa expresión cuando estás pensando de nuevo en algún método especialmente interesante con el que asesinar a Florence Biller. Y ya que por lo general no tienes nada contra los ferrocarriles, algo tendrá que ver todo esto con la nueva vía.

Tim asintió.

—Has dado en el clavo. Pero déjame entrar antes. ¿Qué tal los niños?

Elaine se estrechó contra su esposo, brindándole así de forma discreta la oportunidad de que se apoyara en ella. Lo ayudó a llegar a la sala de estar, equipada de forma acogedora con muebles de madera de matai, el pino negro neozelandés, y lo liberó de la chaqueta antes de que él se dejara caer en el sillón frente a la chimenea.

—Jeremy ha pintado una oveja y ha escrito debajo «oreja», con lo que no sabemos si se ha equivocado al escribir o al dibujar… —Jeremy tenía seis años y estaba aprendiendo a leer—. Y Bobby ha conseguido dar cuatro pasos seguidos.

Como si quisiera demostrarlo, el pequeño trotó hacia Tim, quien lo cogió en brazos, lo sentó sobre su regazo y le hizo carantoñas. El enfado con Florence Biller parecía haberse disipado de repente.

—¡Siete pasos más y ya puede casarse! —exclamó Tim riendo y guiñando el ojo a Elaine. Después del accidente, cuando logró volver a andar, su primer objetivo fue dar once pasos: desde la entrada de la iglesia hasta el altar. Elaine y Tim se habían prometido tras la desgracia de la mina.

—¡Y tú no escuches, Lily! —dijo Elaine a su hija, que justo se disponía a hacer una pregunta. Lilian soñaba con príncipes azules y su juego favorito era el de «la boda»—. Vale más que vayas al piano y toques como los ángeles Annabel Lee. Así papá me explicará mientras tanto por qué de repente han dejado de gustarle los ferrocarriles…

Lilian se dirigió hacia el instrumento, al tiempo que los niños volvían al tren de juguete que habían montado en el suelo.

Elaine sirvió un whisky para Tim y se sentó junto a él. No era hombre que bebiese demasiado y mucho menos antes de las comidas, aunque tan solo fuera para no perder el control de sus movimientos. Ese día, no obstante, parecía tan hastiado y exhausto que un trago le sentaría bien.

—De hecho, ni siquiera vale la pena hablar de ello —respondió Tim—. Solo que Florence ha vuelto a negociar con la compañía ferroviaria sin contar con el resto de los propietarios de las minas. Me he enterado por casualidad a través de George Greenwood, que también está implicado en la construcción de las vías. Juntos podemos estipular condiciones mucho mejores; pero no, Florence parece esperar que nadie preste atención a los nuevos raíles de Greymouth y que de este modo solo Biller disfrute de un transporte mucho más rápido del carbón. Pese a todo, Matt y yo hemos solicitado también para Lambert un carril de conexión. Mañana vendrán los de la compañía y hablaremos sobre la distribución de los gastos. Por supuesto, los raíles pasan por el terreno de los Biller: Florence tendrá su propia estación de mercancías en seis semanas como mucho. —Tim tomó un sorbo de whisky.

—Es una buena mujer de negocios —señaló Elaine con resignación.

—¡Es un monstruo! —replicó Tim, refiriéndose a ella de modo mucho más amable, probablemente, que la mayoría de los propietarios de las minas y proveedores de la región.

Florence Biller era una empresaria dura que sacaba partido de cualquier punto débil que tuvieran sus contrincantes. Dirigía con mano férrea la mina de su esposo, y los capataces y secretarios temblaban ante su presencia, si bien, recientemente, corrían rumores respecto a los favores que prodigaba a su joven jefe de despacho. A veces sucedía que durante un breve período de tiempo uno de los colaboradores desempeñaba el papel de favorito. Hasta el momento eso había ocurrido en tres ocasiones, para ser exactos. Tim y Elaine Lambert, que estaban al corriente de algún que otro secreto del matrimonio entre Caleb y Florence, ya habían sacado sus propias conclusiones: la señora Biller tenía tres hijos…

—No entiendo cómo Caleb aguanta con ella. —Tim, ya algo relajado, colocó el vaso sobre la mesa. Siempre le sentaba bien hablar con Lainie y el sonido de fondo del piano de Lilian, más emocionado que inspirado, contribuía a apaciguar sus ánimos.

—Creo que a Caleb a veces le avergüenzan sus intrigas —respondió Elaine—. Pero en conjunto le da igual. Se dejan en paz mutuamente: ese era también el trato.

Caleb Biller no se interesaba por la gestión de la mina. Era un estudioso y una eminencia en el ámbito del arte y la música maorí. Antes de su enlace con Florence había acariciado la idea de abandonar el negocio familiar y consagrar su vida a la música (tanto era así que en ese momento se ocupaba de los arreglos musicales del programa de Kura-maro-tini Martyn). Sin embargo, Caleb sufría pánico escénico, y su terror ante el público superaba el que le producía la temible Florence Weber. Sobre el papel, él era el director de Mina Biller; pero Florence era la jefa de hecho.

—Solo desearía que no dirigiera sus negocios como si se tratara de una guerra —gimió Tim—. Comprendo su deseo de que se la tome en serio, pero…, Dios mío, los otros también tienen sus problemas.

Tim lo sabía por propia experiencia. Al comienzo de su actividad como gerente, algunos proveedores o clientes habían intentado aprovecharse de su discapacidad para entregar artículos de calidad inferior o presentar reclamaciones injustificadas. No obstante, Tim tenía ojos y oídos también fuera del despacho. Su delegado, Matt Gawain, era un perspicaz observador, y Roly O’Brien mantenía excelentes contactos con los mineros. Colaboraba durante el día con ellos, cuando Tim no lo necesitaba, así que por las tardes estaba tan cubierto de polvo de piedra como los compañeros de faena. A Roly no le importaba la suciedad, pero después de haber pasado dos días enterrado con Tim en una mina, decidió que nunca más bajaría a una galería.

Con el paso del tiempo, Tim Lambert se había ganado el respeto de todos como gerente de la mina y ya nadie intentaba engañarlo. A Florence Biller sin duda le sucedía lo mismo. Habría podido hacer las paces con todos sus competidores varones, pero la mujer seguía luchando a brazo partido. No solo pretendía hacer de Biller la primera mina de Greymouth, sino dominar, a ser posible, toda la costa Oeste, cuando no la industria minera de todo el país.

—¿Hay algo que comer? —preguntó Tim a su esposa. Se le había ido despertando el apetito.

Elaine asintió.

—En el horno. Tardará un poco. Y antes… antes quería hablar de un asunto contigo.

Tim observó que lanzaba una mirada hacia Lilian. Al parecer se trataba de la niña.

Elaine se dirigió a su hija, que justo en ese momento cerraba el piano.

—Ha sido muy bonito, Lily. El destino de Annabel nos ha conmovido a todos. Ahora mismo no puedo poner la mesa, ¿te importaría hacerlo tú? Rube te ayudará.

—¡Ese todavía romperá algún plato! —gruñó Lilian, aunque se marchó obediente al comedor.

Justo después se oyó tintinear la vajilla. Elaine levantó la vista al cielo y Tim rio paciente.

—No es que esté especialmente bien dotada para las labores domésticas —señaló—. Será mejor que le dejemos la dirección de la mina.

Elaine sonrió.

—O que nos ocupemos de darle una «formación femenina artística y creativa».

—¿El qué? —preguntó Tim, desconcertado.

Elaine sacó una carta de entre los pliegues de su vestido de diario.

—Mira, ha llegado hoy. Es de la abuela Gwyn. Está bastante confusa. William y Kura quieren llevarse a Gloria.

—¿Así, de sopetón? —preguntó Tim con sincero interés—. Hasta ahora solo se habían interesado por la carrera de Kura. ¿Y de pronto quieren convertirse en una familia?

—Tampoco es exactamente eso —respondió Elaine—. Están más bien pensando en un internado. Consideran que la abuela Gwyn no vela lo suficiente para potenciar la faceta «artística y creativa» de la niña.

Tim se echó a reír. Se le había pasado el mal humor del despacho y Elaine se alegró al ver el rostro de su marido, todavía de expresión traviesa y marcado por los surcos dejados por la sonrisa.

—En eso no les falta razón. No tengo nada en contra de Kiward Station ni de tus abuelos, pero no es exactamente un baluarte del arte y la cultura.

Elaine se encogió de hombros.

—No tenía la impresión de que Gloria lo echara en falta. La niña me parece muy feliz, aunque un poco tímida. Incluso necesitó algo de tiempo para tomarle confianza a Lily. En eso puedo entender a la abuela Gwyn. Le preocupa que la niña emprenda sola el viaje.

—¿Y? —preguntó Tim—. Algo te inquieta, Lainie. ¿De qué querías hablar conmigo?

Elaine le tendió la carta de Gwyneira.

—La abuela pregunta si no querríamos enviar a Lilian con ella. Se trata de un internado famoso. Y ayudaría a Gloria a superar ese mal trago.

Tim leyó la carta con atención.

—Cambridge siempre es una buena referencia —observó—. Pero ¿no es un poco joven? Sin contar con que esos internados cuestan una fortuna.

—Los McKenzie correrían con los gastos —explicó Elaine—. Si no estuviera tan lejos… —Enmudeció cuando Lilian entró en la habitación.

La niña se había puesto un delantal demasiado grande e iba tropezando con él cada dos pasos. Como era frecuente, provocó la risa de sus padres. El rostro pecoso de la pequeña mostraba una chispa de picardía, aunque su mirada era soñadora. Tenía el cabello fino y rojo como su madre y su abuela, pero no tan rizado, y lo llevaba recogido en dos largas trenzas y con su enorme delantal parecía un duende haciendo de chica de servicio.

—La mesa está lista, mami. Y creo que el pastel también.

En efecto, desde la cocina flotaba hasta la sala de estar el delicioso olor del pastel de carne.

—¿Y cuántos vasos has roto? —preguntó Elaine con fingida severidad—. No lo niegues, porque he oído el ruido.

Lilian se sonrojó.

—Ninguno. Solo… solo la taza de Jeremy…

—¡Mamiii! ¡Me ha roto la taza! —berreó el niño. Le encantaba su taza de porcelana, que ya se había roto alguna vez antes y pegado después—. ¡Vuélvemela a poner entera, mami! ¡O papi! Papi es ingeniero, puede arreglarlo todo.

—¡Pero no una taza, tontaina! —intervino Rube.

Un segundo más tarde los niños se estaban peleando a grito pelado. Jeremy lloraba.

—Luego seguimos hablando —dijo Tim mientras Elaine lo ayudaba a levantarse del sillón. En público insistía en mostrar una autonomía total y solo en caso necesario permitía que Roly le llevara la cartera. Con Elaine, sin embargo, podía manifestar abiertamente sus flaquezas—. Antes tenemos que alimentar a la cuadrilla.

Elaine asintió y con unas pocas palabras llamó al orden.

—Rube, tu hermano no es un tontaina, pídele perdón. Jeremy, con un poco de suerte, papá conseguirá pegarte la taza otra vez y luego podrás volver a meter los lápices de colores. Por lo demás, ya eres mayor y puedes beber en vaso, como todos nosotros. Y tú, Lily, pon las partituras en su sitio antes de comer. Rube, lo mismo te digo, guarda el tren y las vías.

Elaine cogió en brazos al más pequeño y lo sentó en una silla alta en el comedor. Tim cuidaría de él mientras ella servía la comida. En realidad, la sirvienta, Mary Flaherty, tendría que haberse ocupado de eso, pero los viernes tenía la tarde libre. Eso explicaba también por qué Roly no había dado señales de vida desde que Tim lo había despachado. Por lo general no se separaba de buen grado de su patrón y solía preguntar al menos si no podía hacer algo más por él. Eso le daba oportunidad de intercambiar en familia un par de palabras íntimas con Mary.

Elaine suponía que en esa cálida tarde de principios de verano ambos estarían paseando e intercambiando más besos que palabras.

No obstante, Mary había preparado el pastel de carne y Elaine solo tenía que sacarlo del horno. El aroma apartó a Rube de la tarea de ordenar su juguete y también Lilian estaba ya junto a la puerta cuando Elaine se dispuso a llamarla.

El semblante de la niña resplandecía, mientras agitaba la carta de Gwyneira McKenzie que Tim había dejado inadvertidamente sobre la mesilla que había junto al sillón.

—¿Es verdad? —preguntó sofocada—. ¿La abuela Gwyn me envía a Inglaterra? ¿Dónde viven las princesas? ¿Y a uno de esos intra… intern… bueno, escuelas donde gastan bromas a los profesores y celebran fiestas de noche y todo eso?

Tim Lambert siempre contaba a sus hijos cómo había pasado el período escolar en Inglaterra y, a tenor de sus narraciones, su pasado en el internado parecía haber sido una sucesión de peleas y aventuras. No era de extrañar que Lily se mostrara impaciente por emular a su padre y brincara de emoción.

—Me dejáis ir, ¿verdad? ¿Mami? ¿Papi? ¿Cuándo nos vamos?

—¿Ya no me queréis con vosotros? —La mirada herida de Gloria iba de un adulto a otro y en sus grandes ojos de un azul porcelana brillaban las lágrimas.

A Gwyneira le resultaba insoportable. También ella se sintió al borde de las lágrimas cuando tomó a la niña entre sus brazos.

—Gloria, eso ni lo pienses —la consoló James McKenzie por su parte, mientras se servía un whisky. Gwyneira había elegido el rato que pasaban juntos después de cenar para comunicar a Gloria la decisión que habían tomado sus padres, con la evidente intención de que «sus hombres» le prestaran ayuda. Sin embargo, James no se sentía a gusto en el papel de titular de la educación de un descendiente Warden. Jack, a su vez, no había dejado lugar a dudas desde el principio de lo que opinaba sobre las instrucciones de Kura y William.

—Todo el mundo va a la escuela —señaló el joven, no muy convencido—. Yo también pasé un par de años de Christchurch.

—Pero volvías todos los fines de semana —protestó Gloria, sollozando—. ¡Por favor, por favor, no me enviéis tan lejos! ¡No quiero ir a Inglaterra! Jack…

La niña miró a quien durante tantos años había sido su protector en busca de ayuda. Jack se removía en la silla y esperaba apoyo de sus padres. Eso no era culpa suya. Al contrario: Jack había declarado explícitamente su oposición a que enviaran a Gloria al extranjero.

—Espera un poco —había aconsejado a su madre—. A veces las cartas se pierden. Y si vuelven a escribirte les dices sin rodeos que Glory es demasiado pequeña todavía para emprender un viaje tan largo. Si de todos modos Kura insiste, que venga ella misma y la recoja.

—Las cosas no son tan fáciles —respondió Gwyneira—. Tiene obligaciones como concertista.

—Precisamente —señaló Jack—. No renunciará medio año a la admiración de su público solo para forzar a Gloria a que vaya a esa escuela. Y aunque así fuera, se necesita cierta preparación. Al menos un año. Primero el intercambio de correspondencia, luego el viaje… Glory ganaría dos años. Para cuando tuviera que irse a Inglaterra ya casi habría cumplido los quince.

Gwyneira había considerado seriamente la sugerencia, pero no le resultaba tan fácil como a su hijo tomar esa decisión. Jack no tenía ningún miedo en lo tocante a Kura-maro-tini, pero Gwyn sabía que había medios de coacción que también se podían ejercer desde el otro lado del océano. Aunque Gloria era la heredera indiscutible, hasta el momento Kiward Station pertenecía a Kura Martyn. Si Gwyneira se oponía a sus deseos, bastaba una firma en la parte inferior de un contrato de venta y no solo Gloria, sino toda la familia McKenzie se vería forzada a abandonar la granja.

—¡Kura no piensa tanto! —señaló Jack, pero James McKenzie comprendía plenamente los temores de su esposa. Era probable que Kura no tuviera en cuenta la propiedad de la granja, pero William Martyn sí era capaz de actuar al respecto. James se habría dejado presionar tan poco como su hijo, pues para él Kiward Station nunca había sido especialmente importante. Para Gwyneira, sin embargo, representaba la vida entera.

—Pronto volverás —dijo esta a su desesperada bisnieta—. La travesía es rápida y en unas pocas semanas estarás de nuevo aquí.

—¿En las vacaciones? —preguntó Gloria esperanzada.

Gwyneira negó con la cabeza. No se veía con ánimos de mentir a la pequeña.

—No, las vacaciones son demasiado cortas. Reflexiona: aunque la travesía solo dure seis semanas, en los tres meses de vacaciones de verano solo podrías venir aquí para dar los buenos días y a la mañana siguiente tendrías que volver a marcharte.

Gloria gimió.

—Bueno, pero ¿al menos podría llevarme a Nimue? ¿Y a Princess?

Gwyneira tuvo la sensación de viajar al pasado. También ella había querido saber si podía llevarse a su perro y su caballo cuando su padre le informó de que iba a casarse en Nueva Zelanda. No obstante, la joven Gwyn no lloró, y su futuro suegro, Gerald Warden, la había tranquilizado al instante.

Por supuesto que Cleo, la perra, e Igraine, la yegua, pudieron viajar con ellos al nuevo país. Sin embargo, Gloria no iba a una granja de ovejas, sino a una escuela para señoritas.

A Gwyneira se le rompía el corazón, pero de nuevo tuvo que decir que no.

—No, cariño. No está permitido tener perros allí. Y caballos…, no sé, pero muchas escuelas que están en el campo tienen caballos, ¿verdad, James? —Miró a su esposo en busca de ayuda, como si el anciano pastor fuera un experto en los internados ingleses de formación femenina.

James se encogió de hombros.

—¿Qué opina, señorita Bleachum? —preguntó a su vez.

Hasta el momento Sarah Bleachum, la profesora particular de Gloria, había guardado silencio. Era una mujer discreta y todavía joven que llevaba su abundante cabello negro recogido en lo alto como una matrona y parecía mantener siempre baja la mirada de sus ojos azul claro y, de hecho, hermosos. La señorita Bleachum solo florecía cuando estaba con niños. Era una profesora dotada y no solo Gloria, sino también los niños maoríes, la echarían en falta si algún día se iba.

—Creo que sí, señor James —respondió comedida. La familia de Sarah Bleachum había emigrado cuando la muchacha todavía era un bebé, por lo que su experiencia no le permitía dar una respuesta—. Pero las normas cambian de un lugar a otro. Y Oaks Garden está más orientado a la formación artística. Mi primo me ha escrito diciendo que allí las niñas practican poco deporte. —Al pronunciar la última frase, la señorita Bleachum se puso roja como la grana.

—¿Su primo? —replicó James al instante en tono burlón—. ¿Nos hemos perdido algo?

Como era imposible que se sonrojara más, la señorita Bleachum cambió a una palidez con manchas rojas.

—Yo…, bueno…, mi primo Christopher acaba de ocupar su primer puesto como párroco cerca de Cambridge. Oaks Garden pertenece a su parroquia…

—¿Es simpático? —preguntó Gloria. A esas alturas estaba dispuesta a agarrarse a un clavo ardiente. Si al menos hubiera por ahí un pariente de la señorita Bleachum…

—¡Es muy simpático! —aseguró la profesora. James y Jack observaron fascinados que volvía a ruborizarse al decirlo.

—Pero de todos modos no estarás sola del todo —intervino Gwyneira al tiempo que sacaba una carta de la manga. Tim y Elaine Lambert le habían confirmado el día anterior que Lilian también iría a Inglaterra—. Tu prima Lily te acompañará. Te cae bien, ¿verdad, Glory? ¡Os lo pasaréis de maravilla las dos juntas!

Gloria pareció consolarse un poco, aunque le costaba imaginar que fuera a pasárselo bien.

—¿Cómo pensáis que van a viajar en realidad? —señaló de repente Jack. Sabía que no debía expresarse de forma crítica delante de Gloria, pero le parecía todo tan equivocado que no logró reprimirse—. ¿Irán las dos niñas pequeñas totalmente solas en el barco? ¿Con una placa en el cuello? ¿«Entréguense en Oaks Garden, Cambridge»?

Gwyneira miró furibunda a su hijo, pese a que este la había pillado en falso. De hecho no había trazado ningún plan concreto del viaje.

—Claro que no. Kura y William las recogerán allí…

—Ah, ¿sí? —preguntó Jack—. Según el recorrido de la gira, en marzo estarán en San Petersburgo —señaló, al tiempo que toqueteaba un folleto que se hallaba sobre la mesa de la chimenea. Kura y William siempre comunicaban a la familia sus proyectos de viaje y Gwyneira colgaba diligente los carteles de Kura en la pared de la habitación de Gloria.

—¿Estarán…? —Gwyneira se habría dado de bofetadas. Todo esto no debería discutirse en presencia de Gloria—. Tendremos que encontrar a alguien que acompañe a las niñas.

La señorita Bleachum parecía debatirse consigo misma.

—Si yo…, bueno…, yo…, no quisiera ser inoportuna…, me refiero a que yo podría… —De nuevo la sangre se le agolpó en las mejillas.

—Cómo cambian los tiempos —observó James—. Hace cincuenta años la gente todavía viajaba en la otra dirección para casarse.

La señorita Bleachum parecía a punto de desmayarse.

—¿Cómo…? ¿Cómo sabe…?

James sonrió animosamente.

—Señorita Bleachum, soy viejo, pero no ciego. Si desea discreción tendrá que dejar de ruborizarse cada vez que menciona a cierto reverendo.

La señorita Bleachum palideció.

—Por favor, le ruego que no crea ahora que…

Gwyneira estaba desconcertada.

—¿Estoy entendiendo bien? ¿Estaría dispuesta a acompañar a las niñas a Inglaterra, señorita Bleachum? ¿Sabe que el viaje durará al menos tres meses?

La señorita Bleachum no sabía adónde mirar y Jack se compadeció de ella.

—Madre, la señorita Bleachum intenta comunicarnos de la forma más discreta posible que está considerando la posibilidad de ocupar una plaza de esposa de párroco —dijo sonriendo con satisfacción—. Siempre que se confirme la afinidad que, tras largos años de intercambio epistolar con su primo Christopher, residente en Cambridge, ambas partes creen percibir. ¿Me he expresado correctamente, señorita Bleachum?

La joven asintió, aliviada.

—¿Quiere contraer matrimonio, señorita Bleachum? —preguntó Gloria.

—¿Está usted enamorada? —preguntó Lilian.

Una semana antes de la partida a Inglaterra, Elaine y su hija habían llegado a Kiward Station y, una vez más, tuvieron que pasar dos días hasta que Gloria superase su timidez frente a sus familiares. Elaine consoló a Gwyneira. Precisamente teniendo en cuenta la reserva de Gloria para con los niños de su misma edad, no consideraba que fuera tan mala idea que pasara un par de años formándose en un internado.

—¡Tampoco le habría hecho ningún daño a Kura cuando era pequeña! —observó. La relación de Elaine con su prima se había relajado antes del viaje de esta a Europa—. Y en su caso era incluso más necesario. Pero en el fondo se trata del mismo problema: a las niñas no les sienta bien esta educación de princesas, con institutriz y clases particulares. A Kura se le llenó la cabeza de tonterías y Gloria se está asilvestrando. Es posible que le guste estar entre todos esos rebaños, caballos y ovejas, pero es una chica, abuela Gwyn. Y ha llegado el momento de que tome conciencia de ello aunque solo sea para que no se interrumpa la sucesión de Kiward Station.

Hasta entonces no parecía haberse causado perjuicio ninguno. Tras dos días con la vivaracha Lilian, Gloria salió de su reserva y las niñas demostraron entenderse estupendamente. Durante el día rondaban por la granja y hacían carreras a caballo, por las tardes se apretujaban en la cama de Gloria e intercambiaban secretos que al día siguiente Lilian pregonaba a los cuatro vientos.

La señorita Bleachum no sabía adónde mirar ni con qué velocidad pasar del rubor a la palidez cuando la niña abordaba su vida sentimental.

A Lilian, por el contrario, no le daba la menor vergüenza.

—¡Es tan emocionante atravesar todo el océano porque se ha enamorado de un hombre al que nunca ha visto! —parloteaba—. ¡Cómo en John Riley! ¿Lo conoce, señorita Bleachum? John Riley se va a navegar durante siete años y su amada lo espera. Lo quiere tanto que incluso llega a asegurar que se moriría si él perdiera la vida… y luego, cuando finalmente regresa, ¡va y no lo reconoce! ¿Tiene una foto de su ama…, ay…, de su primo, señorita Bleachum?

—¡La hija de la pianista de un bar! —exclamó, James burlándose de su ofendida nieta Elaine, que también se sonrojó. Lilian había acabado eligiendo justo el momento de la cena, cuando se hallaban todos reunidos, para interrogar a la señorita Bleachum—. ¡Seguro que eres tú quien le ha enseñado esa canción!

Antes de casarse con Tim, Elaine había tocado el piano en el Lucky Horse, un hotel y taberna. Poseía sin lugar a dudas más sentido musical que su hija, pero Lilian tenía debilidad por las historias que se escondían tras las baladas y las canciones populares con que Elaine solía entretener por aquel entonces a los mineros. A la niña le encantaba contarlas, añadiéndoles detalles de su propia cosecha.

Elaine paró los pies a su hija.

—¡Lily, esas preguntas no se hacen! Son asuntos privados sobre los que la señorita Bleachum no tiene que darte ninguna explicación. Disculpe, señorita Bleachum.

La joven institutriz sonrió, aunque algo inquieta.

—Lilian tiene razón, en realidad no se trata de ningún secreto. Mi primo Christopher y yo mantenemos una asidua correspondencia desde que éramos niños. En los últimos años esto ha hecho que…, bueno…, que nos hayamos acercado el uno al otro. Tengo una foto de él, Lilian. Te la enseñaré en el barco.

—¡Así podremos reconocerlo las tres juntas! —añadió Gloria. En sus horas de clase, la señorita Bleachum llevaba unas gruesas gafas de las que solía desprenderse avergonzada cuando estaba en sociedad. De ahí que Gloria concluyera que su profesora podía pasar junto al amor de su vida sin verlo.

Gwyneira daba gracias al cielo por el talento pedagógico de la señorita Bleachum. Recientemente, cuando Gloria preguntaba o pedía alguna cosa, su institutriz postergaba la respuesta hasta el viaje a Inglaterra. En el barco, decía, contaría esta o aquella historia, leerían este o aquel libro, e incluso les enseñaría la foto de su amado. Todo esto con objeto de que Gloria se alegrara de la partida. En cuanto a Lilian, ya llevaba semanas soñando con el mar, los delfines que verían y las aguas que surcarían. Además hablaba también de piratas y naufragios: al parecer, para la niña la gracia del viaje estribaba en que pasaran cierto peligro.

No había nada que Gwyneira ansiara más que un encuentro feliz entre Sarah y Christopher Bleachum. Si la joven se casaba con el reverendo de la comunidad a la que pertenecía la escuela de Gloria, la muchacha contaría con un adulto de confianza cerca. Tal vez no fuera todo tan mal como se había figurado en un principio.

Gwyneira esbozó una sonrisa forzada cuando las niñas se subieron al carruaje con que Jack las acompañaba al barco. Elaine también iba con ellas y desde Christchurch regresaría a Greymouth en tren.

—¡Atravesaremos el Bridle Path! —exclamó Lilian, emocionada, y enseguida se puso a contar diez historias de horror sobre ese famoso paso de montaña que unía Christchurch y el puerto de Lyttelton.

Legiones de nuevos colonos habían recorrido ese camino, fatigados tras la interminable travesía y demasiado pobres para poder permitirse el servicio de una mula que los transportara. La misma Gwyneira les había hablado del maravilloso paisaje que se contemplaba desde lo alto de la cuesta: las llanuras de Canterbury a la luz del sol y al fondo la arrebatadora visión de los Alpes Neozelandeses.

Los ojos de la anciana dama resplandecían todavía cuando lo describía, porque en el preciso instante en que ese panorama se ofreció a sus ojos, cayó rendidamente enamorada del país que habría de convertirse en su hogar.

Sin embargo, las niñas partían en el sentido inverso y Gwyneira omitió que su amiga Helen había comparado el paisaje montañoso, inhóspito y yermo que se había mostrado al principio ante sus ojos con la «montaña infierno» de una balada.