54
Maureen abrió los ojos de golpe y se sentó. Estaba teniendo un sueño extraño, en el que el Infierno, el Paraíso y Europa aparecían como planetas distintos. Eran tres esferas en medio del espacio celeste moteado de estrellas más pequeñas. Ella tenía que decidir dónde vivir, pero sabía que esa decisión sería definitiva porque no había ninguna posibilidad de ir de un mundo a otro.
La imagen del sueño desapareció de su mente, que ahora trataba de orientarse. La enorme cama con dosel tenía sábanas de seda blanca bordadas con ribetes dorados. En el suelo de mármol había dos alfombras con escenas de caza, y pegados a la pared había muebles oscuros de madera taraceada cuyos motivos parecían continuar en el papel pintado de las paredes.
Una mujer con uniforme rosa y una cofia blanca entró en la habitación llevando una pila de toallas. En cuanto advirtió que Maureen estaba despierta, le esbozó una sonrisa.
—¿Dónde estoy? —le preguntó Maureen.
La mujer dejó las toallas en uno de los muebles que había al lado de la puerta abierta que daba al cuarto de baño. Maureen entrevió las baldosas de mármol que se alternaban con mosaicos de colores.
—¿Me puedes decir dónde estoy? —le volvió a preguntar Maureen, ya que la mujer no le había respondido.
—Discúlpeme, señorita, pero no estoy autorizada a hablar.
De entrada esa respuesta la confundió. Pero enseguida una sospecha empezó a abrirse camino en su mente. Se levantó de la cama y fue al cuarto de baño. Se miró en el espejo. Su cara estaba limpia; las heridas, desinfectadas. Llevaba puesta una bata de seda blanca y roja, con loros de colores bordados.
Salió corriendo del baño y fue a la ventana.
La habitación se encontraba en la segunda planta de una mansión. Debajo de ella había una terraza de baldosas rosadas, rodeada de una barandilla negra. Más allá de la terraza, una colina de olivos descendía suavemente hacia el mar. Enormes murallas de cemento delimitaban una bahía, protegida hacia el horizonte por dos grandes hovercrafts.
El sol, en el cenit, se reflejaba sobre las superficies metálicas, irradiando luz alrededor.
Maureen se volvió despacio hacia la izquierda, a sus ojos les costaba registrar tanta información. En un promontorio cubierto de pinos marítimos, se elevaba una estatua de mármol de al menos veinte metros. Era un ángel con una espada empuñada que brillaba bajo los rayos del sol.
Aquel lugar no parecía real. Luego, sin embargo, a su mente empezaron a aflorar otras imágenes, fragmentos de un pasado demasiado próximo para que pudiera borrarlo incluso la más terrible vivencia. Al mismo tiempo, aquellos recuerdos parecían pertenecer a otra vida, a otro planeta.
Volvió al sueño de esa noche y vio otra vez en su mente el Paraíso, el Infierno y Europa.
Vio como Guido caía al abismo hacia el río de lava.
Se vio a sí misma empuñando la pistola mientras trataba de detener a sus amigos, mientras les decía que regresaran. Y después las explosiones, los hovercrafts y a los soldados de la Oligarquía que la detenían.
Después, nada más.
Salió y bajó las escaleras, al final de las cuales se encontró en un salón luminoso separado de la terraza por un gran ventanal. Ahora en la terraza había dos personas, un hombre y un muchacho. Estaban sentados a una pequeña mesa redonda de hierro forjado. Llevaban ropa ligera, que se hinchaba a cada golpe de viento. El aire era tibio y olía a mar, un olor que Maureen conocía porque lo había sentido muchas veces en el barrio portuario de Europa. Pero ahí era diferente, no había olor a gasóleo, sino a flores y a hierbas desconocidas.
—Buenos días —dijo el chico al verla de pie al lado de la puerta vidriera—. Ven a sentarte, tendrás hambre.
Maureen dio unos pasos, luego se detuvo.
—¿Has dormido bien? —le preguntó el chico.
El hombre, en cambio, la miraba con una sonrisa falsa.
—¿Quiénes sois vosotros? —preguntó ella.
—¿Quieres café? ¿Mermelada…?
Maureen observó al joven preguntándose si por algún motivo debía de conocerlo. Luego se volvió hacia el hombre, cuyo rostro sí le resultaba muy familiar.
—Tú eres… —dijo Maureen.
El hombre asintió sin dejar de sonreír.
—Espero que el recibimiento haya sido de tu agrado. No solemos tener invitados en esta casa.
—Me llamo Marvin —dijo el chico—, y él es Kronous, mi padre, pero eso ya lo has deducido sola. Anda, siéntate.
Marvin le señaló a Maureen su sitio y apartó la silla. Ella se dejó guiar. En la mesa había fruta, pan, mantequilla y queso. Los cubiertos eran de plata, y los platos, de porcelana pintada. Marvin le sirvió café, que ella bebió en silencio.
Durante unos minutos, nadie dijo nada. Una criada se acercó con una jarra de zumo y se llevó los platos sucios. El tintineo de los cubiertos era el único ruido además del murmullo del viento, la resaca de las olas y los chillidos de las gaviotas.
—No es una mala vida, ¿verdad? —preguntó Kronous mirando el horizonte—. En mi opinión, todo el mundo tiene derecho a vivir así. Una casa elegante, comida buena y abundante, un paisaje del que disfrutar cada mañana. ¿No crees?
Maureen se limitó a hacer un gesto con la cabeza.
—En efecto —prosiguió Kronous—, y es una lástima que en cambio esta vida sea un lujo de unos pocos privilegiados. A mí me encantaría que todo el mundo fuese rico, pero la riqueza también hay que merecerla. Como también es justo que quien no hace nada o, aún peor, quien infringe la ley, no tenga nada de todo eso. ¿Estás de acuerdo?
Maureen asintió de nuevo a la vez que con el rabillo del ojo miraba al chico, que asistía en silencio al monólogo de su padre.
—Tú eres una buena chica, lo sé. La vida no ha sido generosa contigo, te ha dejado sola en Europa, sin familia, sin un futuro, todo recae sobre tus hombros. En un entorno así es fácil caer en el error, nosotros lo sabemos.
Kronous se puso de pie y avanzó hacia la barandilla de la terraza. Luego se volvió.
—Esta vida puede ser tuya, Maureen. Pero necesitamos tu ayuda, es importante que nos digas qué hacíais y lo que pretendíais.
El hombre la escrutó unos segundos.
—Alec y Maj son buenos chicos —continuó Kronous—, pero, lamentablemente, también han sido víctimas de un juego demasiado grande. Tú has estado con ellos, a lo mejor puedes ayudarnos a comprender.
Maureen pensó en sus amigos, en la última mirada de Alec, que le suplicaba que huyera con ellos, que no cometiera una locura, en los ojos enamorados de Guido. Una punzada de dolor la hizo temblar.
—Aunque si no quieres hablar —prosiguió Kronous—, lo entenderé perfectamente, faltaría más. No es fácil. Lo único malo es que la condena por evadirse de un círculo es bastante dura. La ley es igual para todos, Maureen, pero la justicia del Paraíso está sometida a una justicia más alta. Te estoy preguntando si te crees merecedora de esta suerte.
Maureen volvió a experimentar miedo, esa espantosa sensación que no la había abandonado en todos esos días, que le quitaba las ganas de vivir, que la paralizaba, que la hacía desear la muerte. Luego miró la colina de olivos, el mar, los pinos acariciados por el viento perfumado, que le aseguraba una paz que jamás había conocido.
—Queríamos salir —susurró.
Kronous asintió, luego miró complacido a Marvin.
—¿Y cómo pensabais hacerlo?
Maureen vaciló unos segundos.
—Había un mapa, un camino.
—¿Un camino?
Apremiada por las preguntas de Kronous, Maureen empezó a contar lo que sabía. El mapa del Infierno, el descenso a través de los círculos, la batalla con las amazonas y los anarquistas. Por último, el pasadizo debajo de Dite, hasta el momento en que había visto desaparecer a Guido bajo tierra. La voz se le quebró con la emoción del recuerdo.
Marvin le puso una mano en el hombro, mientras con la otra le hacía un gesto a su padre para que parasen.
—Ven —le dijo el chico dirigiéndole una sonrisa dulce—. Te llevaré a un sitio.
Maureen se puso de pie.
—La vida es extraña, pero sobre todo es corta —continuó Marvin—. Se puede vivir como esclavos o como príncipes, pero no todo el mundo puede elegir.
Kronous observó como su hijo se alejaba llevando de la mano a la joven. Pensó en la cantidad de cosas que habían cambiado en las últimas semanas, en cómo su hijo se había convertido en el oligarca más joven de la historia tras reemplazar a Anton Shobert. Ahora el plan estaba casi completo. Faltaba una señal para todos los ciudadanos de Europa, y esa señal llegaría muy pronto.
El helicóptero sobrevoló los cielos de Europa, cruzó la costa de la península itálica, hizo una parada de pocos minutos en el Palacio de la Oligarquía y, por último, dejó atrás los Alpes. Aterrizó en el tejado de la Catedral del Mar a las once de la mañana. Maureen, Kronous y Marvin bajaron en el helipuerto situado entre los pináculos de la iglesia. Luego recorrieron una galería que había detrás de la fachada principal y se detuvieron en un pequeño balcón que daba a la plaza, atestada de gente.
Kronous se asomó primero y alzó los brazos en el saludo de la Oligarquía. La multitud hizo lo mismo, elevándose como una ola.
—¿Quieres ser una princesa? —preguntó Marvin.
Maureen asintió, con la mirada fija en la multitud.
Marvin salió al balcón e imitó el gesto que Alec había hecho el día en que había parado el desfile. La multitud enmudeció.
En ese instante Kronous tomó la palabra.
—¡Aquí tenéis a la chica del Paraíso que acabó en el Infierno! —exclamó—, y a su joven salvador, que la ha traído a casa, Marvin Kronous, nuestro nuevo oligarca y su princesa.