53

Todo era perfecto, como si aquella casa hubiese estado habitada hasta hacía pocos minutos. Los ladrillos del túnel se habían caído a un suelo de piedra oscura, levantando un poco de polvo. Tras franquear la entrada, se encontraron en una sala amplia, alumbrada por pequeños focos montados en el techo de madera. Tanto en este como en las paredes había largas vigas nudosas. En el centro había tres bancos y en un rincón una cocina, una sencilla encimera, una pila y dos pequeños muebles amarillos un poco desconchados pero que en conjunto parecían en buen estado.

—¿Dónde estamos? —preguntó Maj.

Alec abrió el grifo, del que salió un agua oscura.

—No lo sé. Parece una especie de refugio.

Maj se sentó en uno de los bancos. De los cojines se levantó un poco de polvo.

En medio de los bancos había una mesa baja con pilas de libros. Alec nunca había visto tantos libros juntos.

—Hay comida —dijo Jorgos a la vez que abría un armario y sacaba unas cajas como las que daban en los círculos. Abrió una y olió el contenido—. Huele bien. Se puede comer.

Una luz se encendió sobre sus cabezas. Se oyó el ruido de una cinta que se enrollaba y acto seguido apareció el cono de luz que proyectó un holograma en medio de la habitación. La silueta azul de una figura humana tardó unos segundos en definirse. Era un hombre de unos cincuenta años, vestía ropa raída y tenía la barba larga. A sus pies había una espada.

El hombre parecía nervioso. Miraba el suelo, luego se escrutaba las manos. De golpe levantó la cabeza.

«¿Sois vosotros?», preguntó.

El vídeo se interrumpió y volvió a empezar desde el principio. Salió de nuevo el hombre, parecía vacilante, inseguro.

«¿Sois vosotros?», repitió.

Los tres chicos estaban de pie alrededor del holograma, sin saber qué hacer.

—¿Quién es? —preguntó Maj—. ¿Qué quiere decir?

—Es un anarquista, tiene la espada —contestó Jorgos.

Tenía ojeras profundas y un físico robusto, pero su mirada era vacía, triste.

Esta vez el vídeo continuó. El hombre parecía vivo, real. Levantó un brazo que, no bien salió del cono de luz del proyector, desapareció.

«Aquí tenéis todo lo que necesitáis —dijo—. Hay comida y agua, reconstruid el muro, podéis quedaros aquí unos días, antes del salto».

El vídeo paró unos segundos. El hombre desapareció y luego reapareció. A sus pies se veía la mesa con los libros, solo que en el vídeo los libros estaban abiertos, había varias hojas, dibujos, apuntes y lápices.

«Génesis, tres, cuatro —continuó el hombre—: “Y dijo la serpiente a la mujer: ‘No, no moriréis’”. Hay que morir para poder renacer, aceptad el conocimiento, la conciencia de vosotros mismos, y moriréis. Ese es el principio de la vida». El hombre se agachó y cogió un libro, lo hojeó unos segundos, luego leyó: «No hay un camino para la felicidad, la felicidad es el camino —dijo mirando a los tres chicos como si los tuviese delante—. Vuestro objetivo es el momento presente, vuestra vida se realiza completamente a cada segundo, por eso es tan importante este momento…». El hombre se llevó una mano al rostro y permaneció callado un instante. El ronroneo del proyector apenas tapaba su llanto silencioso. «Pero ahora tengo que dejaros. Me habría gustado esperaros…». La imagen tembló. Los libros proyectados se cayeron al suelo. «Nos veremos en otro lugar. No puedo deciros nada más, ni aquí ni ahora. El refugio es seguro, el conducto está abandonado. Pero reconstruid el muro…».

Alec se acercó al holograma, los ojos de aquel hombre estaban henchidos de dolor. Sentía el peso de aquella mirada, que ocultaba una historia mucho más larga que esos pocos segundos de proyección.

«Si… fuera de aquí perdéis el camino, Europa queda a poniente. Tenéis que seguir la dirección del ocaso. Y confío en que lleguéis».

El hombre dejó el libro en la mesa y miró fijamente hacia el frente. El vídeo se interrumpió y el proyector se apagó.

La imagen permaneció varios segundos en medio de la habitación.

Maj y Alec se quedaron inmóviles, en silencio; Jorgos, por su parte, abrió el grifo y dejó correr el agua en un cubo, hasta que se aclaró.

—Alec, ¿te encuentras bien? —le preguntó Maj—. Debe de haber un pasadizo, tenemos que encontrarlo, y también un modo de abandonar el Infierno. Pero ¿por qué no nos lo ha dicho?

—No podía estar seguro de que éramos anarquistas, amazonas o rebeldes. —La voz de Alec era poco más que un susurro. Sus ojos estaban clavados en el holograma inmóvil del hombre.

—¿Crees que podemos quedarnos aquí?

—Reconstruiremos el muro.

En ese momento el vídeo se apagó. La imagen desapareció. Alec tendió una mano, apresando el último instante antes de que la luz azul del proyector se desvaneciese completamente.

—¿Qué pasa, Alec? —le preguntó de nuevo Maj—. ¿Qué te ocurre?

Alec se volvió hacia ella, de pronto pálido, con los ojos brillantes.

—Era mi padre.

Alec abrió la puerta de una de las habitaciones que daban a la sala y se encerró en su interior. En la habitación, que era más o menos tan grande como la otra, había dos camas, de niño, contra una pared.

Al fondo de la habitación había una pintura que ocupaba casi toda la pared. Estaba dividida en tres partes. A la izquierda había hombres y mujeres vestidos de blanco, en parte suspendidos entre las nubes; a la derecha también había hombres y mujeres que corrían perseguidos por criaturas monstruosas, que ardían entre las llamas, que gritaban y lloraban. En el recuadro central había un hombre más alto que los otros.

Frente al cuadro, sobre un atril, había un libro cerrado. En la cubierta se leía La divina comedia. Era el libro de su padre.

Lo cogió. Lo hojeó rápidamente. El texto le resultó incomprensible. En cada página había notas, dibujos, esbozos, medidas. Estaban representadas las máquinas infernales con las que se habían encontrado y Alec supo que debía de tratarse de una especie de libreta que su padre había usado cuando aún era un arquitecto del Infierno.

En cambio, las últimas páginas estaban en blanco. Pero había un dibujo, un dibujo que Beth nunca había pintado. Representaba una playa en la que había unas palmeras que se elevaban en medio de la roca de una montaña. Oculta por las hojas se entreveía la proa de una barca decorada con estrellas.

La puerta se abrió de golpe. Alec se volvió, vio la mirada espantada de Maj, los grandes ojos brillantes de Jorgos.

—Nos han encontrado.

—Están bajando al túnel —dijo Jorgos—. Tenemos que irnos.

—Sí, pero ¿adónde? —Alec no podía razonar.

Su padre había creado aquel refugio, había dejado aquel mensaje, el último rastro que había que seguir para salir del Infierno, para ir hacia otro lugar que no había podido definir.

Maj le cogió las manos.

—Tenemos que huir.

Alec miró alrededor, sentía como si tuviera que dejar un barco que se hunde cuando acaba de subir a bordo. Estaba confundido y cansado, la valentía que lo había conducido hasta allí parecía haberlo abandonado de golpe.

—No podemos irnos, no puedo marcharme de aquí.

—Pues tienes que hacerlo, marchémonos ahora mismo —dijo Jorgos con la seguridad que distinguía sus palabras. Alec había aprendido a conocerlo, percibía la fuerza de su instinto, que lo guiaba sin pensamientos a través de los peligros. Pero esta vez no era capaz de hacerle caso. No podía abandonar la casa de su padre. El miedo prendió en él como un fuego que arde en medio de la maleza.

—Alec, tenemos que irnos —repitió Maj—. Dinos cuál es el camino, el último dibujo.

—No sé cuál es el último dibujo. Este era el último, no hay más.

—Entonces la salida está aquí.

Alec miró alrededor, preguntándose si el pasadizo podía estar allí mismo. Jorgos salió de la habitación y fue hasta la entrada del refugio. Olfateó el aire y percibió el olor de los hombres que estaban llegando. Pero no percibió solo su olor.

—Hay animales —dijo Jorgos—, están viniendo animales.

—Cojámoslo todo —ordenó Alec—. Tenemos que llevarnos estas cosas.

—Alec, no nos podemos llevar nada.

—Los libros, cojamos los libros. Y quiero el vídeo. Tengo que verlo una vez más —dijo Alec.

—Alec, por favor —le suplicó Maj—. No me dejes ahora.

Los ojos de ella se abrieron camino en su alma. El miedo se volatilizó enseguida, tuvo la sensación de verlo mientras se disipaba. Pensó un momento en Maureen, comprendió que el Infierno se había apoderado de ella, que el miedo la había derrotado. Pero a él no iba a pasarle lo mismo.

—Tenemos que irnos ahora mismo —lo apremió Jorgos—. También hay animales. Vienen a cogernos.

—Larguémonos —dijo Alec. Lanzó un último vistazo a aquella casa y se juró a sí mismo que recordaría cada detalle.

Luego fue corriendo a la habitación y cogió el libro de su padre, el que este habría querido darle. Ahora era suyo.

En un instante estuvieron de nuevo en el túnel. Por encima de ellos se veían las luces de las antorchas de los guardias, que se entrelazaban en medio del conducto. De repente apareció una silueta en la oscuridad, delante de ellos: era un cerbero que caía al vacío. Con las fauces abiertas, el cuerpo herido. No sonó ningún batacazo, sino que siguió cayendo. Alec y Maj miraron hacia abajo, al punto negro hacia el que estaban descendiendo.

Caminaban rápido, tratando de ir lo más pegados que podían a los muros. Un solo paso en falso y se caerían al vacío, como el cerbero.

Jorgos iba unos metros por delante de ellos. Las voces de los guardias resonaban entre las paredes, junto con los gritos bestiales de las criaturas del Infierno.

De repente el aire se volvió ardiente, mientras una tenue luz roja irradió en medio de ellos, como una niebla que se eleva despacio sobre la superficie de un lago. Jorgos paró de golpe. Las escaleras habían terminado. El cadáver del cerbero yacía inmóvil en el suelo. A su lado, en el centro del túnel, había un agujero circular de menos de un metro de diámetro. Estaba rodeado de cuatro aberturas, de cuatro túneles que se adentraban en la montaña.

—¿Adónde vamos? —preguntó Jorgos.

Alec trató de pensar en los dibujos de Beth. Se preguntó si no se estaba olvidando de algo, pero en el mapa que Marcus había reconstruido no había ningún último túnel. Supuso que esos conductos podían ser los que pasaban por debajo de los círculos del bajo Infierno.

—Yo… no sé cuál es el camino —dijo Alec.

Encima de ellos, las voces y los pasos estaban cada vez más cerca.

—Entremos en uno, luego veremos —sugirió Jorgos—. Aquí no nos podemos quedar.

Tras decir eso, entró en un túnel, dio unos pasos y regresó.

—¿Qué pasa? —le preguntó Alec.

—Por aquí no se puede ir, no hay nada.

—De acuerdo.

Alec miró a Maj, que estaba inmóvil y observaba el centro del túnel, donde se hallaba la apertura circular.

—Tenemos que bajar —dijo Maj.

—¿Qué?

—Tenemos que bajar.

—¿Allí? —preguntó Alec mirando el agujero oscuro—. ¿Cómo lo sabes?

—Porque conozco este pasadizo. Es la espelunca.

—¿Qué dices? Explícate.

Maj revivió el momento en el Paraíso en que su padre le había hablado por primera vez del Infierno, mostrándole la estructura. En el holograma de la mesa de billar había visto el cráter, los círculos infernales, había leído palabras cuyo significado no conocía, pero una de ellas se le había quedado grabada: «Espelunca».

—Este es el pasadizo —dijo.

—¡Quietos! —gritó una voz por encima de sus cabezas.

Las antorchas proyectaron tres conos luminosos sobre las paredes, mostrando parcialmente las entradas del túnel. Había cinco guardias dispuestos en semicírculo a lo largo de las escaleras. Los apuntaban con los fusiles.

—Lancémonos —dijo Maj.

Luego pensó en su padre, se lo imaginó en el noveno círculo, tan cerca. Durante todo ese tiempo, había albergado sentimientos encontrados hacia él. Trataba de recordar lo que sentía por él, y de ahuyentar la rabia y el rencor que le guardaba por haberle ocultado la verdad sobre el mundo en el que la había obligado a vivir. Ahora, sin embargo, su padre era solo un recuerdo, un recuerdo que le mostraba el camino de salida del Infierno.

Le echó un último vistazo a Alec. Luego se arrojó al agujero negro. Alec miró a Jorgos, que, en cambio, permanecía arrimado a la pared. Se dio cuenta de que no quería saltar, pero, así las cosas, no quedaba tiempo para calibrar las opciones y no quería perder a otro amigo. Lo cogió por los hombros y lo empujó al agujero. Luego se arrojó a su vez.

Fue ganando velocidad en el vacío, pero muy pronto empezó a deslizarse por una pared lisa y húmeda que poco a poco se inclinaba hasta convertirse en una bajada empinada.

—¡Maj! —gritó.

Entonces vio a Jorgos. Acabó encima de él y lo adelantó. El peso de su cuerpo hacía que se deslizase más rápido. Sin embargo, luego sintió una fuerza distinta, una corriente caliente y húmeda que lo levantó y lo empujó hacia delante. En la oscuridad, Alec no podía percibir claramente la velocidad, el rumbo ni la amplitud del lugar en que se encontraba. No sabía si había pasado un segundo, un minuto o más. La corriente se calmó y Alec sintió que se hundía en el agua. Jorgos lo alcanzó poco después. Cuando salieron a la superficie, Maj ya estaba de pie en la playa.

Delante de ella había unas escaleras de las que procedían la luz del sol y el aroma del mar.